—Esto es tu culpa —trató de convencerla el rey león de melena castaña.
Las palabras que brotaron del hocico de la criatura empezaron a dar vueltas en la mente de la niña.
No anhelaba ser leona. Consideraba ese sino como una injusticia atroz.
—¿Crees que no? Tú sabes que es verdad —añadió aviesamente.
La chiquilla, quien estaba sentada en el suelo, lo miró. Advirtió que estaba aposentado sobre su lecho, contemplándola con sus agrios ojos destructores. Escuchaba la voz que emitía a través de la boca letal, esa ornada con colmillos espeluznantes y lengua asoladora.
Sintió decepción. Más que desilusión, impotencia y odio. No había otra emoción que la envolviera con tanta fuerza. La bestia de pardos cabellos se retiró, pero ella no apartó la mirada del mismo sitio, paralizada por esa vorágine de rencor.
Quedó inmóvil. Nunca había esperado tal cinismo.
Para su desdicha, se transformaría en él algún día. No podía escapar de esa realidad.
No anhelaba ser leona. Consideraba ese sino como una injusticia atroz.
Comenzó a repetirse aquello una y otra vez. La oposición atestó su cabeza rebelde.
Ante la insistente protesta de sus ideas, el café tostado de sus ojos se expandió y su cuerpo fue colmado por el pelaje dorado, teñido con manchitas de ébano. Las orejas se alargaron y su hocico se entintó de noche…
Cuando el rey león de melena castaña volvió a casa, encontró una mordaz hiena que lo esperaba.
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