Mi madre miraba al vacío mientras la lluvia a través de la ventana continuaba sin parar su fluida caída, parecía analizar algún asunto pendiente, tal vez trascendente, sin tiempo para atenderse a sí misma o mis pendientes; la imagen femenina, rígida frente al ventanal, constituía mi primera visión cada alba, sin importar el crudo invierno o la brillantez veraniega, aquella impresión de concentración conspicua jamás desaparecía.
Había amanecido con ella, en su cama, la que siempre lucía iluminada, mi mano derecha estaba caliente, sostenida, apretada por una de sus grandes palmas.
Ya de noche, después de preparar mochilas y dejar listas loncheras, me sorprendió al acercarse hacia mi lado de la habitación; a mis trece años había comprendido que para ella estaba casi prohibida, respetaba la decisión de refugiarse en su propio espacio, en sus pensamientos, en sí misma. Algo la motivó, inició hablando en un tono muy bajito, casi un susurro acompañaba la vocalización de frases que sonaron a historias largas, góticas, vestigios de antiguas historias. Yo no me atreví a interrumpirla, resonará en mi mente la lección que vehemente señaló aprendería: el color de la vida. Usaba sus manos, ademanes que dibujaban formas en la nada mientras su boca emitía verbalizaciones, sin prisa e ininterrumpida, se detuvo casi cuarenta y cinco minutos en describir la caída de una hoja, que había ido a parar hacía el marco inferior de la ventana, se refería a aquella cosa inanimada como si sintiera la intemperie, frágil, abandonada, pensaba “acaso no están acostumbradas a caer de los árboles e ir a parar al suelo”; ella mostraba una actitud expectante, casi de terror, al consentir la posibilidad de ser arrastrada por el viento o peor que yaciera en la acera y fuera pisoteada. Mi párvula e inexperimentada mente no podía comprenderla pero estaba fascinada con su mirada, puesta sobre mi ser; pocas veces me observaba, casi nunca se daba cuenta de mi presencia, por fin sentía que era su hija. No deseaba cerrar mis ojos; parecía un sueño, me tocó, me dispuso sobre su regazo, activa, ansiosa por relatarme todo lo que antes no podía, miró el reloj dañado encima de mi cama; dijo: “El tiempo sólo acompaña al mundo, lo que rige el universo es la luz proveniente del sol, de la luna, de las estrellas, aquella que reflexiona en cuanto objeto encuentra”. Las sombras se acentuaban, no llovió, tampoco las siguientes siete noches, esa fue mi época, la que esperaba, no deseaba acostarme, temía que a la mañana siguiente el ensueño se desvaneciera; sin embargo, la dulce tonada de una canción arrulladora aligeró mis cargas, acunó mi alma y sucumbí ante el éxtasis de aquel cambio.
Desperté sobresaltada, rayos candentes encendían mi rostro, la palidez me delataba, solía ocupar un rincón lejos de la ventana, esa mañana los destellos me despabilaron, no la usual premura diurna; refregaba mis ojos, tratando de librarme del brillo que recargaba mis párpados, al fin visualicé borrosamente quién me acompañaba, había amanecido con ella, en su cama, la que siempre lucía iluminada, mi mano derecha estaba caliente, sostenida, apretada por una de sus grandes palmas; me debatía entre moverme o solicitar ayuda de mi abuela, ya muy anciana para subir las escaleras; en una muestra de aplomo decidí comprobar si lo de anoche no había sido parte de una alucinante aspiración; si, liberada de su encierro, mi progenitora tenía la oportunidad de abandonar aquel letargo que especialistas y psiquiatras del hospital estatal habían catalogado como esquizofrenia catatónica, término que no entendía y tampoco me esforzaba en descifrar, ella era mi mamá, mi amada madre. Pese a la incredulidad de la beneficencia social se amoldó a este particular estilo de vida, mientras mantuviera cuerda a la abuela hasta cumplir la mayoría de edad, nadie me la quitaría.
Aun en contra de mis deseos logré zafarme, no fui capaz de despertarla, era más fácil aceptar que la había imaginado sana. Traté de deslizarme sin mover la cama, casi al incorporarme su mano me atrapó, quedé helada, abrió los ojos y con un delicado gesto me inspeccionaba, sonreía, no hablaba, sin pestañear un momento le pregunté si tenía hambre, si por ese día deseaba el desayuno en la cama, me contuvo con la otra mano y acariciándome dijo “gracias”, le devolví una satisfecha mirada como si aquella coordinación comunicativa formara parte de nuestra rutina, contuve el brote de lágrimas hasta salir de la habitación, quería gritar, llamar a la yaya para comprobarme a mí misma que no estaba desvariando. Bajé raudamente, no quería dejarla sola ni un momento, debía vigilar sus pasos; tendría preguntas cuyas respuestas me tocaba argumentar; encontré a mi abuela calentando el pan añejo que había sobrado hace tres días, debíamos aprovechar al máximo los recursos, aunque las terapias que mi madre recibía de día y la escuela estatal eran gratuitas, la comida y el sostenimiento de la casa se nos venía encima, pese al aporte de viudez e indemnización austera por discapacidad de un dependiente. La anciana cuestionó mi agitación, resaltó mi aspecto amarillento, le detallé lo sucedido mientras armaba una bandeja con agua caliente y pan con mermelada; sorprendida, escéptica pero optimista, advertida sobre el comportamiento casual que debíamos mostrar ante mi madre para no alertarla, ascendió las gradas haciendo uso de su bastón, con una celeridad nunca antes empleada. Antes de ingresar ambas suspiramos, como si aquella inhalación de brisa integrada a madera mohosa nos llenara de valentía, de esperanza.
Ella aguardaba firme junto a la ventana, no se impresionó ante nuestra entrada, una fugaz correntada trasladó hasta mí el aroma que desprendía, mucho más penetrante aquella jornada; sus ojos hicieron un recorrido sorprendentemente cuidadoso de nuestras figuras, el escudriñamiento visual se detuvo en las piernas de su madre, preguntó el porqué de la muleta, no recordaba el auto que había revolcado a la abuela a una cuadra de casa por salir abruptamente, persiguiéndola, luego que un descuido mío dejara la puerta abierta, la fractura de fémur desniveló su cadera. La inicial preocupación se diluyó cuando un claxon sonó, era la movilidad del centro de rehabilitación, se apresuró a bajar, nos quedamos estupefactas, conocía sus hábitos, como si todo el tiempo aparentemente desconectada de la realidad, no hubiese existido, no lo entendíamos, no lográbamos analizarlo, tampoco nos deteníamos en ello, sólo lo disfrutábamos, ahora todos serían testigos de su recuperación; al llegar al primer piso su estado de asombro volvió, supervisó la casa casi desconociéndola, decía: “todo está fuera de lugar”, “todo ha cambiado”, su sorpresa no duró mucho tiempo, como si una ventisca primaveral la enlazara con el exterior, se dirigió hacia el portal y con gran entusiasmo subió a la van estacionada, la conductora nos recogía hace cinco años, el desconcierto se hizo notar, su iris acrecentado y ascensión de cejas fueron atenuándose, encontrando explicación en mi latente sonrisa nerviosa, nos embarcamos hacia el centro, alejándonos de la mirada húmeda y agradecida de mi abuela. Su esplendor visual de fascinación fue transformándose a medida que viajábamos, el ruido de los autos, las voces altisonantes de transeúntes, la publicidad vial apabullante, aprehendió mi mano, el deslumbramiento dio paso a la confusión, repetía: “el ruido es muy fuerte, el color se pierde, el ruido lo empalidece, la luz es lo más importante, ha existido desde antes”, temía una probable descompensación, sus expresiones me preocupaban.
Mamá nunca volvió a salir de la clínica, ya no la veo en la esquina de su dormitorio, estoica al lado de su cama, inmóvil frente al ventanal, gozando de la lluvia, del color, de los sueños que aclaran.
Los comentarios de las terapeutas y la interpretación del neurólogo de guardia sobre esta evolución radical sonaron a discursos confusos, la natural alegría de su despertar estaba siendo amenazada por la inquietante revisión del doctor, quien sugirió ingresarla para inspección, llamaron a mi abuela solicitando su internamiento alegando ser un precedente importante, la urgencia de brindarle un tratamiento preventivo y eludir una recaída. Dentro del cuarto en el que la ubicaron, su mirada había perdido el brillo de la mañana, su cama no estaba ubicada con los rayos solares iluminándola, me preguntó la razón del aislamiento, del cambio de vivienda, si yo dormiría junto a ella, si podría mirar la lluvia caer atravesando los barrotes de la ventana, percibía decepción en sus cuestionamientos, aquella situación la disgustaba, frené sus inquietudes con la convicción de que esta decisión era temporal, sólo necesitábamos seguridad en su bienestar, una tierna resignación se esbozó en su visión mientras sostenía mis manos e insistía en el color de todo cuanto le rodeaba, en lo sustancial de la iluminación, “la luz define el color, el color determina la percepción de los objetos, la percepción del todo depende de tus sueños”. La semana entera pernoctamos en aquella habitación, despertaba angustiada, se levantaba antes que yo y se posaba sobre la ventana refiriendo los días secos, la carencia de lluvia, la extrañaba. El especialista a cargo decidió en sesión médica mantenerla supervisada, por ello no podía dejarla salir sino hasta los límites del jardín colindante a la clínica de rehabilitación, la última tarde se entusiasmó en demasía, me obligó a arrodillarme frente a un rosedal casi reseco y señaló con su tembloroso pulgar un rocío, predijo: “mañana volverá la lluvia, volverá la luz, la proyección del arco iris sobre tus sueños y tus sueños, por fin tendrán color”, sus manos se deslizaron sobre mi opaca y desordenada cabellera, sentí cómo una vibración escalofriante me dejaba entumecida, la acaricié y ella se regocijó sobre mis hombros, era el mensaje más importante que me trasmitía, fue el momento más sublime de mi vida: nuestros espíritus estaban sincronizados, en incomprensible armonía, experimentando la vitalidad que aquella diminuta escarcha proyectaba sobre una de las flores marchitas, el color del rocío la había salvado, redimido ante el deceso, estaba frente al poder de la luz, al “color de los sueños”, mi corazón descubría el misterio de su situación, ella no se había curado, ella había regresado para instruirme, para enseñarme a vivir, eso no era un reencuentro.
Antes de la alborada, la humedad se respiró en el ambiente, un chubasquero se desató mientras sus lágrimas y las mías mojaron las sábanas, aquella noche mis ojos no se cerraron, la vigilé hasta que la claridad asomó tímida entre la llovizna, cada vez menor; caí rendida. Me despertó el alerta de una enfermera, voceaba al doctor, denotaba intriga, me apartaron del cuarto, observé durante mediodía el desfile de adultos en bata blanca, que ingresaban y salían con la mirada fija sobre sus notas, me encontraba adormecida, observaba los rayos de sol que después del aguacero se colaban por las persianas, desconocida calma me embargaba; una arrugada mano me alcanzó, era la abuela, movía sus labios como elaborando un discurso, ajeno a mis oídos, percibía dolor en su gesticulación, no estaba preparada para escuchar lo que bien sabía.
Mamá nunca volvió a salir de la clínica, ya no la veo en la esquina de su dormitorio, estoica al lado de su cama, inmóvil frente al ventanal, gozando de la lluvia, del color, de los sueños que aclaran; mi alma se sometió al secreto trasmitido, me entregué al misterio de la luz, seducida, atrapada, el único sentido que responde a mis deseos es la visión, mi actual interés es la solana próxima a mi hamaca, además existe la posibilidad que una de estas noches logre escabullirme y visitar a mi compañera en la alcoba contigua: mi mamá, mi amada madre.
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