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Daray: letras en cautiverio

jueves 31 de mayo de 2018
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“Guerra y paz” (2014), de Jamal D. Sutter
“Guerra y paz” (2014), de Jamal D. Sutter

Exilios y otros desarraigos. 22 años de LetraliaExilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
Lee el libro completo aquí

El espanto irrumpió ensueños, el estruendo terminó por destrozar mi tímpano derecho, me entregué a mi limitada capacidad de equilibrio, única posibilidad para llegar hasta el refugio de la calle Massu, donde un socavón habitable albergaba gentío en las peores condiciones. El sufrimiento y el hartazgo coexistían con treinta y tres personas en un espacio de casi sesenta metros cuadrados, distribuidos en tres ambientes cuya funcionalidad se había mezclado con la imaginación para alcanzar descanso, aseo y cocción de lo que tolerábamos como comida, una vez al día; ahí, enterrados, podíamos recuperar el aliento y fortalecer la esperanza de vida, ignorando cuánto más resistiríamos.

Mi papel de filólogo protector no podría atribularse ante los bombarderos y francotiradores adueñados de edificios enteros.

 

El hambre y la falta de abrigo, necesidades desplazadas por el terror, por la incertidumbre. “¡¡¡ABAJO!!!”, nuevamente el silbido de aviones a propulsión, los percibía próximos, rozando la superficie de mi cabeza e impactando mi espíritu, el ardor en los párpados, nuevamente rociaron un líquido que bien sabíamos no debíamos restregar, la clave era ponerse en cuclillas, inmóviles, el ardor irradiado por los calambres era nimio, entregarnos a la suerte era lo trascendente, después de media hora el ambiente se habría despejado, allanándose la polvareda que invadía Daray, localidad donde nací, crecí y vi morir a mi gente; las líneas de combate rebeldes yeish al-fat cerraron las fronteras e impidieron la fuga de un cuarto de la población. No me arrepiento, sí reprocho, haber demorado mi huida, estaba ocupado, tratando de organizarnos y poner a buen resguardo el tesoro público de Daray, la única atracción que nos mantenía visibles ante los ojos del mundo por poseer una de las bibliotecas más emblemáticas de tradición siria; después de esta incursión ganamos fama gratuita, nos convertimos en centro expectante de la humanidad, contemplados por quienes con derecho arbitrario, desde lejos, analizan la guerra sintiendo pena por nosotros, los desvalidos, sacudiéndose de la misericordia lastimera que los invade por un par de segundos para seguir con su rutinaria vida privilegiada, tanto o menos que la que poseía antes de esta terrible y sí lastimera, horrenda realidad.

Mi papel de filólogo protector no podría atribularse ante los bombarderos y francotiradores adueñados de edificios enteros, dejando una lluvia de cenizas a su paso, debía guarecer todo lo que pudiera de las llamas ardientes de la guerra, la puta guerra, la insensible, la injusta puta guerra.

Cuerpos dispersados en las calles: supino, tendidos boca abajo, sobresentados, acurrucando un ser querido, la posición final revelaba sus últimos sentimientos, de evasión, de rebeldía, de resignación ante lo que no se termina de comprender, la lluvia de detonaciones, la tormenta de tiros sin explicación, sin lugar a tregua, la paz relegada a discusiones de faisanes políticos alrededor de elegantes escritorios donde abundan papeles de intercambio sobre territorios configurados como entes valiosos, la vida humana es lo último en el tratado.

Olvidados, a expensas de lo recaudado una vez por semana, cuando algunos de los convoyes con bandera de Media Luna Roja Siria y ONU lograban esquivar el ataque terrestre, rogando que la carne enlatada y las frazadas lleguen ilesas, rezando por nuestros hermanos musulmanes quienes olvidaron que estas tierras, esta gente, también su gente, les pertenece; aceptando con decepción el juego de intereses y poder político en el que estábamos inmersos, no involucrados en su lucha pero costeando peleas sin sentido, sin religión, sin razón, sin corazón.

Sí, debí haber escapado, debí haber tomado el ómnibus vía a los asilos cercanos, debí haberme embarcado y dejar atrás mi historia, mi legado, el lento avance de mi madre, una antigua cojera la limitaba, el tránsito la hubiese aniquilado tal como el proyectil atravesando su espalda, mientras insistía en señalarme el sitio inaccesible donde el abuelo había recabado trebejos, parte de su caudal añejo; a pesar del dolor, de mi pérdida, decidí seguir sus instrucciones, el inmueble contiguo soterraba una entrada subterránea con acceso a un túnel de acero que desembarcaba en un recinto amplio, apropiado, con anaqueles de piso a techo y pared a pared, emulando las estanterías de la biblioteca; inmediatamente comprendí su mensaje: podía trasladar hasta allí folios y documentos, salvaguardarlos de la infame invasión, esto no era una epopeya, era una tarea autoimpuesta: rescatar mi herencia, si no luchaba por mi pasado cómo podía advertir un futuro, el detestable presente requería acción. Persuadí a un par de aliados, convenimos en un plan de postas, nos situamos en puntos estratégicos destinados al relevo e intercambio del invaluable cargamento, calculando la distancia-tiempo de recorrido entre el archivo municipal y el novel nido secreto. El ambiente colmado de humo negro, bombazos, multitud alborotada, ahuyentados con la voluntad de llegar a Damasco, espantadas, confundidos; gritos, llantos, acompasaron nuestro raudo ritmo durante los dos días siguientes, concentrados en nuestra misión, pasamos desapercibido un progresivo apaciguamiento, la disminución de sollozos humanos; estallidos espaciados e infraestructura devastada nos revelaban un área sitiada, gobernada por la ofensiva, el silencio incrementaba el sobresalto, hasta que la eclosión de un fragor rompió la ficticia calma: en la esquina de la calle Jhind, Mazen había sido abatido por un disparador invisible; no pude reclamar su cuerpo, desaparecido luego de encontrarme con Huda y de que ésta me relatara la trágica defensa que el occiso había desplegado como escudo humano, sosteniendo con fuerza los pliegos de papel oculto bajo su regazo, salpicada en su sangre, emprendió huida en dirección contraria a donde el sagrado sitio se encontraba, la intención era despistar a persecutores; luego de un día, aprovechó la luminosidad nocturna y el cansancio bélico para hallarme; con la mirada perdida, manos temblorosas y cuerpo a punto de desmoronarse me entregó la carga, devolviendo el juego de llaves que decretaba su renuncia a esta reducida milicia, forjada por las tristes circunstancias, situación que la había desgastado al extremo de enloquecerla, sus ojos desorbitados no volvieron a centrarse luego de aquel acto; frecuentemente la sorprendía en una esquina del refugio, rascando las paredes de tierra y tragándosela, repitiendo: “Esperaré a que duerman los niños para dejar que el cadáver de mi fracaso flote en la superficie; la perfección mata, la sabiduría comete un error cada día”; conocía de su fanatismo por los poemas de Al-Masri, sus preferencias literarias la mantenían despierta, subsistiendo pero hundida en sus fantasmas.

Decidí detener la migración de libros, mi falta de energía y sordera parcial me tornó lento, descuidado; había permitido que dos de mis compañeros sean devorados por la masacre del pueblo; era el único responsable, no podía involucrar a nadie más, empezaba a detestarme, encomio que aumentó con el transcurrir de los meses, tiempo en que fuimos sostenidos por la única asistente sanitaria del grupo, quien verbalizaba consternada su impotencia por no saber cómo curarnos, entre sus plegarias solicitaba sabiduría en su práctica intervencionista, era la única persona que aún conservaba algo del desgastado optimismo; los botiquines recibidos en idioma extranjero eran incomprensibles, requería un diccionario, una guía de traducción, recordé haber rescatado un glosario universal durante uno de los primeros traslados; la conciencia me atacaba, yo tenía la solución pero estaba famélico y timorato, no podría llegar solo hasta el albergue encubierto, cerrado casi medio año, tendría que comprometer a alguien, con el riesgo de caer muertos, torturados o lunáticos; no era capaz de servirme de otra vida, de otra muerte. Uno más de los menesterosos bajo la protección de Ghada, la asistente sanitaria, pereció aquella madrugada, mientras todos los demás seguíamos con apetito y con frío y asolados; obviaba observar los rostros de quienes enterrábamos, sin embargo, aquel día un anillo conocido motivó el escrutinio del fenecido, era una mujer, era Huda.

Llegamos a aquel rincón, camuflado por escombros, protegido por un oxidado candado, hallado entre los bienes de mis ancestros.

 

Mis remordimientos asfixiaban, no podía continuar taciturno, intimidado, sin hacer nada, me atormentaba reflexionando frente a la peor barbarie: ¿morir esperando la muerte o morir luchando contra la muerte? Al final del día, una hora antes de medianoche decidí explorar las zonas aledañas, tratando de no alejarme; detecté una sombra a mi lado, en silencio y con mirada atenta Ghada me acompañó en la labor, mediando un pacto tácito emprendimos la delicada operación: reconocer las posiciones de guerrilleros, eludir sectores de mayor peligro y aprovechar las próximas tinieblas para escurrirnos entre el martirizado asedio, combatiendo con la hostilidad y el ardor punzante en el abdomen, consecuencia de la bulimia, del pavor sofocante. Rápidamente avanzamos por las bocacalles, una sospechosa quietud reinaba, a un par de cuadras de nuestro destino el eco de una metralleta nos tumbó; observé a Ghada, quien atribulada palpaba su cuerpo tratando de ubicar algún daño, al constatarla ilesa temí por mi propio desangramiento, también imaginario; las detonaciones continuaron sostenidas, nos alejamos del impacto arrastrándonos sobre el pavimento, adhiriendo nuestras cadavéricas figuras a un muro que temblaba y parecía deshacerse a nuestras espaldas; una oleada de carrocería militar siria penetraba en la plazuela central, reclamando la declinación de las fuerzas insurrectas, vitoreando la destrucción de su centro de fabricación de explosivos en la entrada de la ciudad; nos ocultamos, negándonos a la esperanza de la salvación y presintiendo un ardid para pillarnos, sufrimos tres horas de enfrentamientos contemplados como el rodar de una película en cine mudo.

Ghada incitó mi andar, apresurándome para finalizar nuestro rumbo, convenciéndome de que por fin, al fin, el recorrido era seguro, cuestionándome con señas enérgicas por la enigmática dirección; llegamos a aquel rincón, camuflado por escombros, protegido por un oxidado candado, hallado entre los bienes de mis ancestros; al ingresar, polvorientos linos cocidos entre sí ocultaban mi fortuna, nuestro futuro: “alththaqafat alssuria”.

Acomodado en el respaldar de esta silla, brindada por una familia de acogida en el área de Hirilleh, cuyos vástagos suelen apilarse en torno a mí, disfruto relatar historias; el entusiasmo infantil ha optimizado mi sentido de la percepción aunque ya no cuente con audición, he recibido reconocimientos oficiales por el resguardo de textos importantes, lo que resulta insignificante, lo más preciado es añorar a mi madre, a Mazen y Huda con holgada aflicción. Más anciano pero vivo, aturdido por momentos, tratando de sobrellevar el bagaje de recuerdos sombríos, articulando a través de fotografías y reportajes las secuelas de la guerra, reorganizándome interiormente para sentirme capaz de coger el diario sin derrumbarme o ahogarme en lágrimas y leer: “Después de cuatro años de enfrentamiento entre el ejército sirio por una parte, y los grupos terroristas por la otra, la ciudad de Daray está hoy en día bajo el control del ejército nacional; sirios expresan su deseo de que este tipo de acuerdos se aplique en otras zonas del país, para limpiarlas del terrorismo. (Bashar Barazi, Damasco)”.

Rosa Via Bazalar
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