Juana provenía de una familia que vivía en la extrema humildad, en un barrio de las afueras de Reconquista, y desde que tuvo uso de razón creció aborreciendo la pobreza en la que estuvo inmersa los primeros años de su vida. Cuando ya era adulta no recordaba su etapa de carencias con nostalgia ni melancolía, sino que lo hacía con una especie de nauseabundo rencor que la llevaba a fruncir el ceño cada vez que se refería a ella. Durante su niñez, junto con sus padres y sus hermanos, habitaban uno de los pequeños ranchos de la zona, de paredes de adobe y techo de paja, que se iba deshaciendo lentamente con el pasar de los años y las lluvias, en calle Colón, cerca de La Cortada.
Si bien la familia que vivía bajo el humilde techo de paja era bastante numerosa, hubieran sido aún más si uno de los niños no hubiese muerto antes de cumplir los tres años de edad.
Vivían de los trabajos esporádicos que conseguía su padre, pero en mayor medida, de los cigarros de chala y tabaco aromatizado con cáscaras de naranja, que vendían a una cigarrería, luego de que su madre, Rosario, los armara todas las tardes, mientras se fumaba parte de la mercadería. Además, a medida que los hijos iban teniendo la edad suficiente como para saber obedecer órdenes que no vinieran sólo desde sus padres, los mandaban a trabajar en casas de otras familias por algunas monedas.
Ricardo, el padre de los niños, a quien de tanto llamar “Caio” habían terminado por olvidar su verdadero nombre, no era una persona que demostrara demasiado interés ni grandes virtudes para el trabajo, y si su familia despertaba algún tipo de sentimiento amoroso dentro de él, esto era algo que sabía disimularlo muy bien, y por lo tanto nadie hubiera podido aventurarse a suponer que existiera. De hecho, si cada uno de los integrantes de esta especie de matriarcado no tomaba el camino que les marcara el azar individualmente, conduciendo la familia hacia una disolución definitiva, era sólo debido al férreo carácter de Rosario. Ella llevaba las riendas tan cortas que no cabía la menor posibilidad de que cualquier decisión no fuera tomada exclusivamente por ella, o bien bajo su implacable supervisión. Cada aspecto de la educación de los niños corría sólo por su cuenta y, si había algo que compartía con su marido, esto era la absoluta convicción de que la escuela no servía para nada. Además, en el aspecto religioso, no perdía oportunidad para intentar contagiar a sus hijos de su ciega devoción por la Virgencita del Itatí, y ella misma era la encargada de bautizarlos después de que nacían, con sus propias plegarias, y con el agua bendita que acostumbraba siempre tener de reserva en algún recipiente, con inmediata disponibilidad para hacerle frente a cualquier emergencia.
Si bien la familia que vivía bajo el humilde techo de paja era bastante numerosa, hubieran sido aún más si uno de los niños no hubiese muerto antes de cumplir los tres años de edad, bajo el negligente cuidado de una de sus hermanas mayores. Francisquito era el último niño al que Rosario había dado a luz, y llegó al mundo entre los alaridos del parto más sangriento y desgarrador que había tenido lugar en el rancho. Debido a esto, y a la impavidez del progenitor de sus hijos ante sus carencias, el día que nació Francisquito Rosario se juró con su vida nunca más volver a quedar embarazada “del vago de su marido”.
Por la felicidad que irradiaba en todo momento desde que nació, el niño parecía revestido de un aura distinta a las del resto de sus hermanos, y Rosario sentía que había llegado al mundo para aportar un tinte de color a su vida desteñida. Era muy evidente que gozaba del privilegiado consentimiento de su madre, que llegaba a tornarse obsesivo, tal vez porque ella estaba segura de que no volvería a tener otro hijo. Quizás también debido a esta certeza, Rosario, sin ser del todo consciente, le transfería su arsenal de temores, tal como lo había hecho con ella su madre, Nazaria. Esta era su manera de intentar que desde muy pequeño aprendiera a tomar todas las precauciones necesarias para que nunca nada pueda separarlo de su lado.
A Rosario siempre le inquietaba la costumbre de Francisquito de perderse entre las malezas, persiguiendo a las palomas que revoloteaban por el fondo del terreno del rancho:
—Esos bichos asquerosos lo van a llenar de piojos —solía decir—. Además, desde chiquita me vienen diciendo que a donde hay palomas va la Solapa.
En efecto, desde que ella podía recordar, le habían advertido que a los niños que no dormían por la siesta los secuestraba la Solapa para quitarles la esencia de su aún inocente vida. Y Rosario, como continuando una tradición ancestral, aprovechaba cada ocasión para transmitirles a sus hijos este mito. El temor que así les infundía los mantenía durante toda la siesta dentro del rancho, y le daba a ella la posibilidad de tirarse en su cama para poder escapar por algunas horas de su vida en el medio del día.
Por otro lado, algún tiempo atrás había optado por inventar el cuento de que entre los matorrales del fondo del terreno habitaba alguna especie de fantasma, que era el artífice del espanto de las palomas. La veracidad de esta historia, que solía contarle a Francisquito, intentando evitar sus periódicas incursiones en aquella selva llena de piojos, se favorecía porque cada tanto se podía ver cómo las aves huían espantadas de entre las malezas, como perseguidas por una legión de demonios. Sin embargo, Francisquito, quien tal vez por su corta edad aún no alcanzaba a vislumbrar la advertencia encubierta en el cuento, continuaba yendo a jugar a ese bosque encantado, como atraído por la curiosidad de presenciar desde cerca el revoloteo de las palomas.
Un día, casi todos dormían después de almorzar, con excepción de Juana, que había logrado escapar de su cama, después de esperar que los demás perdieran la conciencia bajo sus propios ronquidos. Ella había salido sigilosamente del único dormitorio de la vivienda, para jugar afuera y evitar el aburrimiento de dormir la siesta sin tener sueño. Mientras jugaba con unos carozos de duraznos, Francisquito, que era el único que se había percatado de la osadía de su hermana, decidió imitarla, y también logró salir sin ser notado por los demás. Juana, arrodillada en el suelo de tierra seca, se divertía lanzando un carozo hacia arriba para intentar recoger otro que estaba en el suelo con la misma mano, y cuando vio a su hermanito que salía del rancho, hizo un gesto que denotaba una explícita molestia:
—Puta, carajo, guacho de mierda…, más vale que no hagas ruido y no despiertes a nadie —dijo ofuscada—. Porque si me retan a mí por culpa tuya, vas a ver lo que te pasa…
Francisquito aún no lograba comprender por completo lo que se le decía, pero aparentemente sí pudo percatarse de que su hermana lo estaba regañando, porque la carita de felicidad que tenía cuando apenas había visto a Juana se transformó en un puchero con sollozos, al borde del llanto, que logró doblegar el rígido corazón de la niña.
—¡Está bien..! ¡Está bien..! —se apresuró a decirle mientras iba hacia él, un poco para acariciarle la cara en señal de compasión y otro para taparle suavemente la boca—. No vayas a llorar, que podés despertar a alguien. Jugá por ahí no más.
Sintió que su corazón le explotaba cuando Juana le dijo que había dejado de verlo durante la siesta, mientras ambos eran cómplices de la travesura de haber escapado de la cama.
Juana, con su razón anestesiada por el canto de las palomas que andaban sobrevolando el rancho, continuó concentrada en su juego, y llegó a olvidarse por completo de la presencia de su hermano, que se había perdido jugando en la selva del fondo.
Unas horas después de que todos ya se habían levantado, Rosario estaba sentada armando sus cigarros y echó de menos las corridas de Francisquito a su alrededor, mientras ella hacía su trabajo. Rosario, todos los días, solía encomendarle a Francisquito la tarea de alcanzarle las cáscaras de naranja que ella iba guardando para perfumar el tabaco, lo cual él realizaba con entusiasmo, y ya podía considerarse que era su aporte concreto al negocio de los cigarros de chala. Entonces comenzó a buscarlo, indagando por él a cada uno de los integrantes de la familia, mientras iba gestando una angustiosa sospecha que intentaba sacudirse de la cabeza con todas sus fuerzas. Pero finalmente, sintió que su corazón le explotaba cuando Juana le dijo que había dejado de verlo durante la siesta, mientras ambos eran cómplices de la travesura de haber escapado de la cama.
—¡Cuántas veces les dije que con la Solapa no se juega! —dijo en un grito desgarrador, mientras se dejaba caer desecha en una silla de la cocina.
Entonces, mientras profería estridentes alaridos de desconsuelo, se envolvió la cabeza con sus brazos y, como intentando evadirse del mundo, estampó violentamente su rostro contra la mesa, dejándolo allí impreso para la posteridad con la corrosión de sus lágrimas.
Desde ese momento, su corazón se ensombreció para siempre, y el dolor que comenzó ese día nunca cesó, sino que sólo fue cambiando de forma y, lejos de aniquilarlo, el tiempo sólo fue enseñándole a convivir con él. En más de una oportunidad Rosario puso un plato extra en la mesa, como esperando que Francisquito llegara a comer con ellos. Decía que deberían estar preparados, porque en cualquier momento la Solapa podría devolverles al niño obligada por sus continuos rezos. Cuando ocurrían este tipo de sucesos, los que estaban con ella intercambiaban miradas de espanto mientras un gélido silencio flotaba por la habitación.
Los primeros días, Rosario salía todas las siestas a caminar por el barrio, intentando seguir el vuelo de cada paloma que veía a su paso para ver si se posaba en alguna casa, anticipando el arribo de la Solapa. Por entonces ella era atormentada por una sensación de culpabilidad, porque aunque desde su simplicidad no fuera capaz de entenderlo claramente, intuía que de tanto repetir sus miedos había sufrido la desgracia de hacerlos reales, y como si se tratara de una medida correctiva, éstos habían intensificado el desastre volviéndose contra sus propios hijos. Por eso, como una forma de expiación, tenía el firme propósito de encontrar a la Solapa para hablarle de frente, ya que durante una de sus travesías había pergeñado el plan de ofrecerle su propia esencia a cambio de que devuelva la de su hijo al mundo en el exacto estado que estaba en el momento en que se lo llevó. De modo que, mientras caminaba espiando en cada patio del barrio, lo hacía con la irrevocable decisión de, si era necesario, volver a su casa ya sin alma y con su propio pellejo reseco, con tal de tener la certeza de que Francisquito no continúe siendo el sumidero de su desgracia. Muchas veces, el ocaso la encontraba aún en su recorrido insensato, y sin darse cuenta llegaba hasta la zona que quedaba por fuera del perímetro de miseria, donde las casas de los patrones de la gente de su barrio lucían vanidosas presumiendo de su belleza. Rosario entonces recordaba que la Solapa sólo andaba por la morada de los pobres, y que la gente rica probablemente ni siquiera debería preocuparse de su existencia. Y así, por un segundo se daba cuenta del carácter absurdo de su búsqueda, y decidía volver, cansada y derrotada, para emprender su marcha nuevamente al día siguiente.
Sus caminatas desesperadas se repitieron por varios días, porque su obstinación por no doblegarse a los caprichos del destino no le permitía ver la imposibilidad de evitar las profundas heridas cuyas cicatrices perdurarían por siempre. Sin embargo, al no hallar ningún tipo de resultado, dentro de ella se comenzó a gestar una especie de rebeldía que la llevó a jurarse por su vida nunca jamás volver a esbozar ni un mínimo ápice de respeto por esa maldita deidad. Y además, su corazón comenzó a aborrecer con cada uno de sus latidos el hecho de no poder detener su marcha, y morir para evitar el dolor que no dejaba de torturarlo por un segundo.
—¡No quiero volver a escuchar el nombre de esa ladrona en esta casa nunca más, mientras Dios me siga castigando con la vida sin dejarme morir! —gritó una noche, explotando de rabia, después de volver con las plantas de sus pies casi sangrando, de tanto caminar.
Unas semanas después, el luto aún ensombrecía cada rincón del rancho, y la tristeza casi le había robado la voz a Rosario, que decidió hablar menos de lo indispensable, y deambular todo el día como un fantasma, realizando sólo las tareas que por su automatismo no demandaban de su atención. Una de las únicas labores que continuaba realizando era el armado de los cigarros, tal vez porque cada movimiento involucrado en ella lo tenía tan grabado en su sangre que no se daba cuenta de que lo estaba haciendo, o quizás porque los aromas le traían el recuerdo de Francisquito parado a su lado, con las cáscaras de naranjas en sus manitos. Pero había días en que su fuerza de voluntad no le alcanzaba ni para moverse de la cama; entonces eran sus hijos quienes la vestían, y la sacaban a la vereda para sentarla en un tronco que oficiaba de banqueta. Ella allí se quedaba con una mirada inerte en el aire, mientras la brisa movía sus pelos despeinados, que habían comenzado a emblanquecer rápidamente, y sólo se levantaba para ir caminando lentamente hacia el patio, y emprender la automática tarea del armado de los cigarros.
Por su parte, en aras de su propia supervivencia, Caio se había visto forzado a realizar tareas domésticas cotidianamente, que por la precariedad de su destreza lo hacían ver evidentemente inexperto. Pero esto era indispensable para reemplazar la ausencia funcional de Rosario en casi todo lo que tuviera que ver con continuar viviendo. En más de una oportunidad, cuando sus hijas se aprovechaban de la situación de indefensión de su padre, para vengarse de tantos años de impavidez, Caio debía terminar cocinando para no morirse de hambre. Luego de desperdiciar los abarrotes en comidas que no hubieran podido ser tragadas por ningún ser viviente, Juana lograba que su padre terminara suplicándole de rodillas que le dé un plato de comida preparada por sus manos, y después de regocijarse del patético espectáculo de su progenitor, le cocinaba algo sólo para conservar la posibilidad de repetir la escena en algún otro momento.
Una noche, Caio sintió frío y se levantó a poner el bracero, tal como lo hacía Rosario periódicamente antes de tomar la decisión de tramitar sus pasajes hacia la muerte. De lo que nunca se había percatado era que su esposa dejaba siempre abierta la ventana que quedaba por encima del bracero, para que el humo saliera por ella. Caio, en sentido contrario, se aseguró de que la ventana quedara bien cerrada, para que no se escapara ni una sola gota de calor hacia la intemperie, y se acostó nuevamente con la satisfacción de la labor cumplida. Esa noche la familia se salvó de morir asfixiada sólo porque Juana, en forma providencial, se despertó mientras tosía espasmódicamente, y moviéndose a gatas logró abrir las ventanas y puertas del rancho, y luego despertar a cada integrante de la familia para que evacuaran el lugar. A Rosario tuvo que arrastrarla por el piso tomándola desde sus pies, porque no tenía la menor intención de responder a su llamado. Y mientras lo hacía notó que su madre tenía en la cara estampada una sonrisa de alivio, y entonces por un instante sintió el arrepentimiento de haberle interrumpido su viaje hacia la eternidad, para obligarla a permanecer en esa vida miserable.
El cajón con el cuerpo de Francisquito, y las chalas que Rosario prefería seguir confundiendo con el pellejo reseco de su hijo que había devuelto la Solapa, fueron enterrados a los pies de un naranjo que asomaba entre las malezas del fondo.
Fue por esos días, en que Rosario ya parecía resuelta a dejarse morir, cuando fue en busca de unas chalas que había dejado secándose al sol, y entre ellas pudo ver que yacía tendido el pellejo de Francisquito, reseco igual que las cáscaras de naranja que traía en sus manos, sin una sola gota de su esencia de vida. Entonces cayó arrodillada, largando un agudo llanto que, sin querer hacerlo, había estado reprimiendo desde la tarde en que supo de la desaparición de su hijo. Toda la familia corrió hacia ella para enterarse de lo que sucedía, y a medida que iban llegando, y al verla arrodillada en el piso con algunas chalas secas apretadas con sus manos, caían a su lado, y la abrazaban intentando consolarla. Caio también se sumó al llanto colectivo, emitiendo unos chillidos infantiles que le salían del alma, y que denotaban la emoción de sentir que la dama había vuelto, e intuyendo que su propia existencia ya no tendría que cargar con la pesada cruz de la libertad, hacía esfuerzos para llegar a ella y tocarla como si fuera una especie de santa. La patética actitud de Caio producía un notorio rechazo entre sus hijas, que rodeaban herméticamente a su madre mientras él forcejeaba intentando abrirse paso hacia ella a través de una barrera infranqueable. Todos caían en la cuenta de que por fin Rosario había aceptado convivir con su dolor, y resignado la oculta esperanza que había abrigado hasta ese momento: dejaba de esperar que la Solapa decidiera devolverle su hijo con vida, después de que algún error inducido por sus continuas plegarias impidiera que la arrebatadora notara la extremada pureza en la esencia de Francisquito.
Esa misma tarde, con una especie de entusiasmo que por el contexto se tornaba macabro, Caio tomó las chalas resecas que la razón adormecida de Rosario había decidido confundir con los restos de su hijo, con la compasiva intención de seguir la corriente de las descabelladas instrucciones de la matriarca. Con pala en manos, mientras su esposa vigilaba atentamente la tarea con una fría mirada inquisidora, quitó la tierra que habían puesto algunas semanas atrás para cubrir un pequeño cajón de madera. En el interior del cajón aún yacía el cuerpo de Francisquito en plena descomposición, con un carozo de durazno atravesado en la garganta. Recién entonces, al ver la indiferencia de Rosario ante la presencia de la osamenta del niño que tanto penaba, el hombre pudo comprender lo que sus hijas ya habían entendido desde el principio, y él no había podido ver por estar demasiado ocupado en los tremendos desafíos que le implicaban su propia subsistencia: ahora él se daba cuenta de que el corazón de Rosario había eliminado de la memoria de la dama, cualquier vestigio de recuerdo del entierro del niño, que juntos habían llevado a cabo después de hallar su cuerpo asfixiado entre las malezas, la misma noche del día de su desaparición.
El cajón con el cuerpo de Francisquito, y las chalas que Rosario prefería seguir confundiendo con el pellejo reseco de su hijo que había devuelto la Solapa, fueron enterrados a los pies de un naranjo que asomaba entre las malezas del fondo. De las cáscaras de los frutos del árbol, Rosario decidió empezar a extraer el perfume para el tabaco de los cigarros, tanto para los que vendía, como para los que ella misma se fumaba. De esta forma, escogía consolarse sintiendo que le torcía el brazo al destino, quien se había obstinado en quitarle para siempre a su hijo de su lado, y sin embargo ella, pacientemente, iba recuperando su esencia, para sí y para el mundo, en el humo aromatizado de cada uno de sus cigarros de chala.
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