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Buenas amistades

viernes 3 de noviembre de 2017

Arnoldo, como pudo, se las ingenió para abrir la puerta del dormitorio de Rosalía con una mano. Mientras tanto, entre una rodilla y el antebrazo de la mano minusválida, luchaba para mantener el equilibrio de la bandeja con el desayuno, de modo de no terminar derramándolo por el piso una vez más.

Despertar a Rosalía con ese accidente era algo que condicionaría el humor de la dama, por lo menos, durante toda la mañana. A ella le ofuscaba ver cómo el parquet se manchaba y continuaba con su degradación progresiva, después de haberlo cuidado celosamente por tantos años. De hecho, cada vez le disgustaba más escuchar el rechinar del piso al caminar, igual que tantas otras cosas que denotaban el inexorable paso del tiempo por su hogar. Su casa ya tenía olor a tiempo estancado.

Él había llegado a la vida de Rosalía varios años después de que ella fuera abandonada por su marido, quien al cabo de más de veinte años terminó pateando el tablero y se fue del pueblo.

Cuando Arnoldo le llevaba el desayuno, siempre prefería fingir que aún dormía en el momento en que él entraba. Al fin y al cabo, este hombre no se merecía otra cosa que tener que despertarla suavemente cada mañana, y ella consideraba que tenía ganada de sobra esa atención.

Arnoldo entró con la bandeja en la mano. Con pasos cortos, pisando suavemente para no hacer ruido y no despertarla de su falso sueño, llegó hasta la mesita de luz, donde apoyó la bandeja. Dio media vuelta y se propuso a marcharse porque, como siempre, ella abriría sus ojos apenas escuchara el ruido de la puerta y los pasos de él alejándose con el rechinar del parquet.

Pero esta vez ella interceptó su huida, desechando la simulación de estar dormida; al fin y al cabo él siempre lo supo y ella también sabía que él lo sabía.

—Arnoldo —se apresuró a decir antes de que él llegara a la puerta para abandonar la habitación—. Mañana voy a necesitar que te quedes hasta tarde, por favor.

—Buenos días, Rosita… ¿Cómo durmió? —le preguntó él, dándose vuelta para dirigirle una mirada que simulaba la sorpresa por advertir que estaba despierta.

Cualquiera hubiera creído que él le dirigía un sarcasmo al contestarle de esa manera, cuando ella se había dirigido a él sin antes saludarlo. Sin embargo, esto estaba lejos de corresponderse con la realidad, porque a Arnoldo no se le hubiera ocurrido hablarle a Rosalía en otra forma que no sea directamente y con absoluta sumisión, y por otro lado, ella nunca hubiera esperado de él algo distinto.

Él había llegado a la vida de Rosalía varios años después de que ella fuera abandonada por su marido, quien al cabo de más de veinte años terminó pateando el tablero y se fue del pueblo para atarle los cordones a otra mujer a quien duplicaba en edad. El desenlace era obvio, porque Rosalía estaba enterada del romance paralelo de su marido hacía mucho tiempo, pero había preferido continuar con su vida simulando que no lo sabía. Lo último que hubiera querido era darle qué hablar a la chusma de ese pueblo de mierda, donde nunca pasaba nada, y donde las noticias volaban con tanta rapidez que solían llegar a cualquier rincón aun antes de ser verdaderas.

Entonces, algunos años después, al ver a Rosalía hundida en una profunda depresión, una buena amiga le recomendó un hombre que podría serle de suma utilidad; todo un caballero, buenos modales, refinado y hacendoso. Él podría encargarse de su jardín y le repararía cualquier desperfecto que tuviera en las instalaciones de su casa. Esto no le gustaba tanto como cuidar las flores, pero su sentido de la responsabilidad lo llevaba a realizar perfectamente cualquier tarea que se le encomendara. Además hasta podría ayudarle en todo lo referente a las necesidades de una mujer sola, que aún no se había resignado a comenzar a marchitarse en vida.

El hombre recomendado llegó una tarde y fue recibido por la dueña de casa, quien se había arreglado para esperarlo, como si estuviera a punto de ir a una cena de gala. Arnoldo fue impactado por el semblante y el perfume de la señora que le abrió la puerta, pero definitivamente no sintió nada parecido a la atracción física. En un mal entendido, le estrechó la mano que ella había extendido para que él le acercara sus labios. Así, sin darse cuenta, la dejó esperando la concreción de aquella añeja ceremonia en desuso, del saludo entre un caballero y una dama.

Ella le asignó unas tareas en el jardín y no tardó en notar la extremada delicadeza de sus movimientos, casi femeninos, y el manifiesto amor que tenía por las flores. Por un momento, cuando las manipulaba, a Rosalía le pareció que las estaba acariciando con un amor que no podía disimular. Arnoldo hizo hermosos arreglos en el jardín, optimizando lo que en ese momento tenía a su disposición, y además procuró cuidar su bella obra: al descubrir que las plantas estaban amenazadas, se preocupó de hacer un cerco virtual con kerosene, delimitando una zona libre de hormigas.

Además, la patrona le encomendó algunas reparaciones en la cocina, que él terminó de hacerlas más rápido de lo que a ella le hubiera gustado. Es que hacía años que Rosalía no sentía esa inquietud que le provocaba tener al alcance de su mano un hombre que parecía estar a su entera disposición. Por eso inventaba excusas para acercarse a él intentando llamar su atención. Se acercaba, intercambiaban un par de palabras, y volvía a entrar en su dormitorio para agregarse perfume. Llegó a hacerlo tantas veces para ser notada, que en uno de sus acercamientos Arnoldo frunció el ceño y olfateó el aire haciendo ruido con la nariz, en una actitud que a ella le resultó primitiva, pero que le hizo hervir la sangre como no lo había sentido por mucho tiempo.

A partir de esa tarde lo mandaba a llamar periódicamente, y cada vez con más frecuencia, inventando desperfectos, o bien generando proyectos de jardinería que lo mantuvieran teniendo que ir casi todos los días. Por último, cuando ya había llegado a sentir que iba a explotar, una mañana decidió recibirlo con la vestimenta más sensual que tenía, y apenas entró a la casa se le abalanzó con la convicción de que si era rechazada jamás volvería a requerir de sus servicios.

Esa mañana Arnoldo no tuvo más remedio que entregarse a los brazos de su patrona, y en el sillón del living perdió la virginidad que había conservado intacta por cuarenta años, frente a los gritos exagerados e innecesarios de Rosalía. Él hizo todo lo que supuso que debía hacer; algunas cosas que había visto en películas o insinuándose en las telenovelas mejicanas que solía mirar, y otras que su imaginación le había sugerido que correspondían a un fogoso amante casual.

Así es como, una mañana, el flamante semental de Rosalía se vio frente a una nueva revelación en su vida: al final de todo, era capaz de lograr que una mujer disfrute con su sexo. En realidad esta novedad, que lo tomó por sorpresa a estas alturas, venía a echarle más condimentos a un montón de tribulaciones que lo habían perseguido desde su más temprana edad, y que lo habían llevado a decidir transcurrir su existencia en castidad, con tal de no tener que mortificarse con sus dudas.

Arnoldo había sido criado por su madre y una tía, y no tenía una pizca de recuerdo de su padre, quien sólo se había limitado a tener una aventura sexual en una noche de amor clandestino con la mujer que engendraría a su hijo. Si bien Arnoldo nunca había sentido algún tipo de atracción sexual por una mujer, también se había preocupado de no sentirlo por un hombre, porque nunca quiso defraudar a sus mayores, quienes se habían encargado de criarlo como a un verdadero hombrecito de bien. Y por otra parte, nunca le había dado importancia a las burlas malintencionadas que había recibido por parte de sus pares durante la niñez, por causa de sus modales refinados.

Por eso, la mañana en que perdió la virginidad con Rosalía, si bien no se podría decir que lo disfrutó, en cierta forma sintió que se cerraba un círculo en su vida: ahora ya había cumplido con la promesa implícita que había quedado latente después de la muerte de su madre y de su tía. Ahora ya podía decir que había cumplido con realizarse como hombrecito, en el plano más íntimo; seguramente las mujeres que lo habían formado debían estar mirándolo orgullosas desde el Paraíso.

Después de aquella primera vez, Rosalía comenzó a necesitar de sus servicios todos los días, y al cabo de menos de una semana ya no fue necesario inventar excusas para que Arnoldo acudiera a sus llamadas de inmediato, para bautizar cada rincón de la casa con una embestida de sexo desenfrenado.

El fuego parecía crecer en una escalada vertiginosa, y ella ya no tenía la menor intención de ocultar, frente a sus buenas amistades, que se había enamorado de un caballero fino y moldeable a su entera disposición. Pero la pasión comenzó a debilitarse cuando la contingencia hizo que Arnoldo terminara mudándose definitivamente a la casa de Rosalía. Lo que sucedió es que la convivencia fue transparentando las verdaderas intenciones de la patrona, quien en realidad sólo necesitaba de la compañía que podría haberle brindado una mascota, si existiera alguna que tuviera las habilidades suficientes como para servirla como a una doncella.

Los encuentros sexuales fueron siendo cada vez menos frecuentes, hasta que en algunos meses simplemente dejaron de existir. Para Arnoldo habían sido más que suficientes como para honrar la memoria de quienes lo habían criado, y por otro lado, Rosalía había logrado asegurarse a su lado la compañía que necesitaba para tener algo que ostentar en su vida.

Pero el tiempo no se detuvo, y regresaron los fantasmas de la depresión para nuevamente mantenerla más tiempo en la cama que fuera de ella. En ese estado, la presencia de Arnoldo fue causándole una controversia que no se preocupaba en dilucidar: ahora, cada vez que lo veía, no podía evitar sentir algo de repugnancia ante aquel hombre afeminado, llegaba a molestarle su presencia y se sentía cada día más alejada de aquella atracción sexual de antaño. En ocasiones le molestaba escuchar su voz, percibir sus pasos, y odiaba el olor a kerosene impregnado en sus manos, como consecuencia de su eterna guerra contra las hormigas del jardín. Pero a la vez, cada día temía que se vaya para siempre, porque antes de conocerlo, la soledad no había dejado de atormentarla. En este aspecto, a tal punto se acostumbró a las atenciones de Arnoldo que se le llegó a hacer imposible imaginarse cómo podría continuar con su vida normal sin la compañía de su hombrecito útil para todo servicio. E inexplicablemente, tal vez por aburrimiento, o quizás por la imperiosa necesidad de confirmar el sometimiento de su compañero, cada tanto se inventaba padecimientos, y hasta llegaba a hacerse internar en una clínica de modo de llamar su atención.

Por su lado, Arnoldo había dejado de trabajar, había dejado su antiguo hogar en el total abandono, y sólo percibía el salario que Rosalía le entregaba para encargarse de ella. Así que ya no podía ni quería dejar su actual estilo de vida de un día para el otro. Entonces, el tiempo fue convirtiéndolo en nada más que un servil compañero a sueldo; sin embargo, desde afuera, nadie hubiera dudado que ambos formaran una pareja unida por una relación sentimental. Una pareja extraña, a juzgar por la disparidad de quienes la conformaban, con una notable diferencia de edad, pero al fin y al cabo, como se dejaba escuchar entre los chismes del lugar, cada uno vive como puede.

Sin dudas, el primer quiebre se produjo cuando la tensión acumulada explotó en una discusión que terminó haciendo que Rosalía perdiera la compostura y le diera la orden de que se marchara para siempre de la casa. Y como si fuera poco, mientras discutían, Rosalía movió accidentalmente la escalera en la que él estaba montado, logrando que caiga desde varios metros de altura. Así que, además del destierro, se ganó una muñeca fracturada que le dejaría la mano con su utilidad disminuida por el resto de su vida.

La reconciliación sólo incluyó la reaceptación de su amistad, de su empleo, y la continuidad de una vida en mutua compañía, pero habitando casas distintas.

Tal vez lo echó de su casa porque el estado de ofuscación la llevó a olvidar que el carácter de Arnoldo le impediría intentar conseguir un perdón antes de obedecer al pie de la letra una orden concreta, como si fuera una receta de cocina. Así que él simplemente obedeció, y se marchó para volver a habitar su casa abandonada, dispuesto a no dar marcha atrás.

Evidentemente ella no esperaba esa manera de actuar por parte de él, porque después de haberlo expulsado del hogar no habrían pasado más de un par de semanas hasta que volvió a inventarse una enfermedad, y se hizo internar en la clínica por enésima vez, a expensas del rechazo unánime de todo el personal. En esa oportunidad, Arnoldo, al recibir el llamado de la clínica, no tardó en ir hacia ella con una mano enyesada y un ramo de begonias en la otra.

A pesar de que Rosalía le insinuó que volviera a la casa, primero muy discretamente, luego, cuando juzgó que no había captado el mensaje encubierto, con mayor ímpetu, y por último hasta llegó a esbozar una súplica, él simuló no haber acusado el recibo. Así, la reconciliación sólo incluyó la reaceptación de su amistad, de su empleo, y la continuidad de una vida en mutua compañía, pero habitando casas distintas.

Probablemente, el principio del vuelco de la historia se produjo aquella mañana que, como tantas otras, Arnoldo le llevaba el desayuno a Rosalía, y ella decidió suspender el eterno ritual de simulación del sueño para hablar con él:

—Buenos días, querido —le contestó el saludo, Rosalía, aquella mañana—. Te decía que mañana te voy a necesitar hasta más tarde.

—Mmmmmm —murmuró Arnoldo como pensando en voz alta—, está bien, tenía algunas cositas que hacer en mi casa, pero las puedo hacer después.

—Van a venir algunas de mis amigas a tomar el té, y voy a necesitar que me ayudes con los preparativos y que te quedes a compartir con nosotras —continuó ella sin escucharlo, o bien, sin ningún interés en lo que él había dicho.

Era la primera vez que Rosalía le hacía un pedido de esta naturaleza a Arnoldo, desde que la única crisis hasta entonces en esta relación los había separado. Quizás ella hubiera estado necesitando una experiencia distinta a lo que la cotidianidad le brindaba, y además quisiera presumir su actual estado delante de sus amistades, ahora que podía hacerlo, después de haber expuesto frente a ellas su triste soledad.

—¡Qué lindo, Rosita!, por fin me hace caso… tiene que socializar con sus amigas, esto le va a hacer bien.

Arnoldo se acercó entusiasmado y se sentó al borde de la cama, dispuesto a seguir conversando.

—Sí, ya lo sé. Ahora que estoy bien, me dan ganas de verlas —dijo Rosalía.

—Hace tiempo que tendría que haber empezado, Rosita. Ellas son buenas con usted —le dijo tomando suavemente una mano de ella con las dos suyas.

—Es que no quería que me sigan viendo mal.

—Y ¿quiénes vienen? —preguntó Arnoldo, mostrando interés.

—Vienen María Eugenia, María Luz… la esposa del juez. El marido de ella no está nunca, así que a ella también le va a venir bien que nos juntemos. Y viene María Teresa también.

—¡Teresita! ¡Qué bueno que venga! ¿Ya dejó el luto? Sufrió tanto, pobrecita…

—Sí, querido, ya está usando algunos colores, por fin ya pasó más de un año… qué bárbaro, che… ¡Cómo pasa el tiempo! Además ese desgraciado de su marido no se merecía tantas lágrimas después de haberle hecho tanto daño… Ahora está sola.

Y se le traslució una oculta sonrisa.

—¿Y María Eugenia? No la ubico a ella…

—La Quenita, no, a ella no la conocés… Dejé de verla un tiempo antes de que nos conozcamos nosotros. Hace años que no la veo. También ella y su novio me acompañaron mucho, después de que se fue mi marido. Después supe que su novio murió luego de pedirle matrimonio… ¡Al cabo de tantos años de noviazgo, pobre de ella! Al final quedó solita no más… ¿Quién se va a fijar en una mujer de esa edad, a esta altura del partido?… Uno agarra tantas mañas…

A Arnoldo no parecieron importarle los verdaderos motivos de la reunión, porque inmediatamente, comenzó con los preparativos, sin demostrar ninguna contrariedad por tener que hacerlo, sino todo lo contrario.

De hecho, a juzgar por su modo de actuar, se hubiera dicho que la idea había sido de Arnoldo y no de Rosalía, porque desde el instante en que comenzó con los quehaceres, manifiestamente intentaba contagiar de su creciente entusiasmo a su compañera. Ella, por su parte, al darse cuenta de la actitud de él, disimulaba su ansiedad, mostrándose desganada y haciendo, de esta forma, que él estuviera continuamente arengándola innecesariamente para levantarle el ánimo falsamente apagado.

El hombrecito, gracias a su extremada diligencia, logró alargar las horas, y en el día y medio de tiempo que tuvo para hacerlo adornó el salón de la casa como si fuera un palacio preparado para una boda. Armó arreglos florales que hubieran enamorado a cualquier corazón con su belleza, con los que adornó cada rincón del salón, preparó originales suvenires para las invitadas, bordó servilletas y las plegó en forma de distintos animales silvestres tan realmente logrados que Rosalía llegaba a asustarse al verlos reposando plácidamente sobre el mantel, esperando a las invitadas. Construyó un enorme centro de mesa con frutas de estación, que por su brillo parecían artificiales, y las ordenó en un equilibrio tan llamativo que parecían estar en una lucha continua contra la gravedad. Y por último, para coronar el lugar, construyó una pérgola de más de dos metros de altura donde cientos de flores desplegaban su belleza; rosas de distintos tipos y colores, tulipanes rojos, blancos y morados, delicadas azucenas amarillas, y muchos otros tipos de flores que arrancó de su jardín. Toda la estructura era autosustentada por varas trenzadas en diseños sofisticados y adornadas por hojas verdes en cuya superficie reposaban gotas de agua cristalina que inspiraban una placentera sensación de frescura a quien se acercara atraído por el aroma de las flores.

La pérgola fue instalada justo en la puerta de entrada al salón, del lado de adentro, de modo que fuera imposible entrar al lugar sin tener que atravesarla y admirar su evidente belleza.

Las invitadas fueron puntuales y llegaron las tres al mismo tiempo, como si hubieran estado esperando afuera que diera la hora señalada para anunciarse. Arnoldo les dio la bienvenida y les recibió la cartera y el sombrero para acomodarlos en el colgador de la recepción. Luego las invitó a sentarse en el living y las entretuvo con una animada conversación que logró romper el hielo y ponerlas al tanto de la contingencia, antes de que la anfitriona hiciera su ingreso majestuoso.

Las damas eran cautivadas por el carácter de este hombre refinado, reían ruborizadas con la conversación y, en el momento en que llegó Rosalía, se veían tan animadas que por un segundo pareció que nadie notó su presencia. Pero fue sólo por un segundo, porque ella se encargó de levantar la voz para proclamar su llegada simulando un alegre entusiasmo, y así logró arrebatar momentáneamente a sus amigas de la red invisible que Arnoldo ya había comenzado a desplegar.

Rosalía se acercó a cada una de sus amigas para saludarlas con besos que lanzaba al aire antes de hacer contacto con las mejillas. Ellas respondían de igual forma y se intercambiaban preguntas de rutina, a cuyas respuestas no prestaban atención, sin más propósito que el de cumplir con la formalidad. Lo que sí realmente tenía un origen genuino y gozaba de absoluta autenticidad en esta pequeña ceremonia eran los comentarios de halago que le hacían a ella con respecto a su compañero, y a la entretenida charla con que él las estaba agasajando, justo en el instante en que ella había aparecido para recibirlas.

—¡Qué simpático tu Arnoldito, querida! —dijo María Teresa sonriendo—. Pero hubiéramos jurado que seguían viviendo juntos.

—Pero qué bonito que aún puedan seguir compartiendo —agregó María Luz—. Eso quiere decir que realmente se quieren —hizo un pequeño silencio, y remató—… a pesar de vivir separados.

Rosalía, lejos de sentirse halagada por recibir estos comentarios relativos a su relación, interpretaba en ellos perfectamente los sarcasmos mal camuflados, y comenzaba a sentirse incómoda. Entonces, como para huir del momento, las invitó a pasar al salón, donde la mesa y los ornamentos que Arnoldo había preparado con sus propias manos refinadas esperaban para darle vida a una mágica velada.

Todas las invitadas tuvieron que pasar por debajo de la pérgola para llegar a la mesa, y antes de alcanzar su destino eran embrujadas por la penetrante fragancia de la mezcla de flores, que las hacía caer en un exquisito estado etílico antes de sentarse.

Arnoldo poseyó más de una vez a cada dama, quienes parecían disfrutar del sexo como nunca lo habían hecho en sus vidas.

Entonces comenzó la reunión: a partir de ese instante, sumidas en una especie de embrujo, creían conocer la felicidad en su absoluta pureza, y ser capaces de saborear lo bueno de la vida que ya se les mostraba despojada de todo lo malo. Sin perder contacto con la realidad ni el control de sus actos, se sentían transportadas a un mundo perfecto, que estaba desprovisto de maldad y de barreras sociales, y cuyo único temor latente lo constituía la posibilidad de tener que abandonarlo. Entonces, no veían el motivo por el cual no dejarse llevar, y se entregaban en cuerpo y alma al embrujo de este nuevo mundo, que rápidamente comprendían que era el mismo mundo en el que siempre habían estado, pero al que nunca habían visto desde la perspectiva actual. Se sentían estúpidas por no haberlo visto antes, y esto fortalecía el argumento para abrir los brazos y dejarse flotar en el aire, sumergidas en la fragancia de la pérgola de las flores.

En Arnoldo veían al único soberano de este nuevo mundo perfecto, y sólo en sus manos confiaban su integridad y depositaban en él su absoluta confianza; ¿por qué no hacerlo, con el único creador de este mundo? Después de todo, que él lo haya creado, o bien, que haya sido él quien creó la nueva perspectiva desde la cual lo veían ahora, era como si las hubiera creado a ellas mismas. Así que, una por una, fueron dejándose llevar por sus deliciosos instintos animales y se fueron quitando la ropa para ser poseídas por el nuevo rey, y para llegar mucho más allá del orgasmo.

Arnoldo poseyó más de una vez a cada dama, quienes parecían disfrutar del sexo como nunca lo habían hecho en sus vidas. Estallaban en un profundo gemido cada vez que los gruesos labios de Arnoldo hacían contacto con sus pezones turgentes por la calentura. Y no dudaban en suplicar por una vez más, porque sabían que no estarían por siempre en este mundo perfecto, y que por fuera de él resultaba absurdo el placer a tan elevado nivel.

Nadie reparó en la palidez de María Rosa, quien al ver el desarrollo de la escena, y al asumir la imposibilidad de evitarla, quedó desmayada, sentada en la primera silla que pudo alcanzar antes de caer al piso. Luego, con sus brazos colgando, pasó desde la pérdida del conocimiento al sueño, sin escalas en la realidad, y ya no despertaría hasta el otro día.

Ante la indisposición de la anfitriona, después de algunas horas tuvo que ser Arnoldo quien despidiera a las invitadas, luego de que se reacomodaran sus vestidos y el cabello, y tuvo que ser él quien le devolviera el sombrero y la cartera a cada una de ellas para que se retiraran a sus hogares suspirando, y saboreando su propio aliento impregnado por el perfume de las flores. Ellas se iban sin salir del estupor hipnótico; no podían ni querían dejar de recordar a Arnoldo, y sólo pensaban en qué excusa inventar al día siguiente para volver a visitar a su queridísima amiga Rosita.

Al otro día, como siempre, Arnoldo despertó a Rosalía con el desayuno y el aborrecido rechinar del parquet bajo sus pies. Cuando él se aprestaba a retirarse de la habitación con sus pasos cortos y sigilosos, ella, igual que el día anterior, interrumpió su huida llamándolo:

—Arnoldo, querido —dijo junto con un delicado bostezo—. Hoy voy a necesitar que te quedes un rato más.

Arnoldo no pareció sorprenderse por el hecho de que su compañera no le tocara el tema de la tarde anterior.

—No hay problema, Rosita —contestó con algo de impavidez, suspendiendo su marcha—. ¿Qué vas a necesitar?

Ella tampoco se sorprendió porque él ni siquiera le insinuara algo respecto a lo acontecido, pero no pudo dejar de notar que ahora la tuteaba.

—Quiero que vayas al centro a pagar algunos servicios… luz, agua… esas cosas… Y después, necesito que me traigas los recibos, por favor.

Durante todo el día no se habló de lo acontecido en la víspera, como si nunca hubiera ocurrido, y ninguno de los dos se mostró sorprendido por esta actitud. A la tarde Arnoldo siguió al pie de la letra las instrucciones de su compañera, lo cual le valió alrededor de tres horas de ausencia de la casa antes de volver con la misión cumplida.

Al llegar, se sorprendió de encontrar en la recepción a las tres amigas de Rosalía, esperándolo con una ansiedad que resultó obvia cuando abrió la puerta.

—¡Hola, Arnoldito! —lo saludaron casi al unísono las tres Marías, y se rieron juntas al notar que sin habérselo propuesto habían formado un improvisado coro de ranas.

Justo en ese momento, antes de que Arnoldo abriera la boca, y antes de que pudiera salir de su asombro, apareció Rosalía, quien abrió la puerta del salón y los invitó a todos a pasar por debajo de la pérgola para sentarse en la mesa.

—Arnoldo, querido —le dijo Rosalía sin cuidar el volumen de su voz, mientras sus amigas iban pasando al salón sin prestar atención a lo que ella decía—. Hoy sí vamos a tomar el té. Estas hienas parecían estar esperando cualquier excusa para venir a husmear en mi casa otra vez, porque cuando las llamé por teléfono, cada una de ellas me propuso venir antes de que yo la invitara. Parece que no se resignan a ver que una vive mejor que ellas.

Él continuó sin poder articular palabras, y el pánico ya se le evidenciaba en sus ojos fuertemente abiertos, y en la palidez de su rostro. Quizás él fue el único que notó el nauseabundo olor a kerosene cuando pasó por debajo de la pérgola, antes de que Rosalía cerrara con llave la puerta del salón, porque las amigas prefirieron dejarse llevar por el obstinado recuerdo del aroma del día anterior.

Entonces, por un segundo Arnoldo pensó que debería haberle puesto candado al cobertizo donde guardaba su arsenal de guerra contra las hormigas del jardín, pero sólo por un segundo, porque inmediatamente después de trabar la puerta Rosalía arrojó un fósforo encendido a los pies de la pérgola, y las llamas comenzaron a crecer en menos tiempo del que sus amigas tardaban en quitarse la ropa. El fuego rápidamente también tomó las cortinas, el mantel, los animalitos silvestres plegados en servilletas bordadas, el gigante canasto que contenía las frutas brillantes que seguían luchando contra la gravedad, los vestidos y los calzones de las tres Marías que yacían desparramados por el piso, el parquet del salón que rechinaba como si el fuego le estuviera extirpando una legión de demonios y, finalmente, los cuerpos de Arnoldo, Rosalía y las amigas, aún hipnotizadas por el recuerdo del perfume de las flores.

La noticia sucumbió como una bomba en los estertores de este pueblo donde nunca pasaba nada, y por mucho tiempo dio qué hablar a toda la chusma del lugar. La pregunta unánime era cómo la desgracia se las había ingeniado para llevarse la vida de gente tan decente… de tan buenas amigas. Nunca nadie supo qué sucedió aquella tarde en que el fuego consumió las llamas de la pasión, y convirtió en cenizas los cuerpos de unas almas que no tenían paz.

Nicolás Foti
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