Nota del editor
“La última llamada” es el cuento con el que se inicia el libro Las espinas del rosal, que le valió al escritor mexicano Arturo Molina Hernández el Premio Nacional Noveles Escritores 2016, que convocan en Bolivia la Cámara Departamental del Libro de Santa Cruz y la Editorial Comunicarte.
I
Diego caminaba por el camellón de la avenida Paraguá, o más bien debería su nombre a “canal de Paraguá” en días lluviosos. Su posición geográfica la hace vulnerable de inundaciones, eso sumado a la inconsciencia ecológica de los habitantes de la ciudad, quienes tiran basura como si las calles fueran un basurero gigante, hacen de la avenida un lugar para transitar apenas con balsas.
Autos iban y venían, gente desesperada por llegar a su hogar y guarecerse de la tormenta invernal que azotaba la ciudad. En los microbuses no cabía un alma, el clima tropical provocaba que el calor se encerrara y la humedad incomodara a los usuarios. “Aquí nos tocó vivir”. Para Diego nada de eso importaba, él deambulaba sin dirección concreta; las llantas en movimiento levantaban el agua que se acumulaba en el asfalto y lo salpicaban hasta un poco más arriba de la cintura. Eso era irrelevante pues la lluvia ya se había encargado de empaparlo de pies a cabeza.
Y aunque no estuviera completamente mojado, igual poco le hubiera preocupado que los autos lo salpicaran. Diego era para entonces un cuerpo sin esencia, sin espíritu, su mente no lo acompañaba. En nada podía pensar desde que había sonado su teléfono celular, una llamada entrante, la última que sería contestada en ese móvil, de un número desconocido:
—¿Hola? —contestó a la llamada.
Diego bajó la mano que sostenía el móvil y por un momento quedó sin fuerzas.
—Buenas tardes, ¿tengo el gusto con el señor Diego Mamani? —una voz seria, masculina, se escuchaba al otro lado de la línea.
—Sí, soy yo, ¿en qué puedo servirle? —respondió un poco dubitativo.
—Nos estamos comunicando del Hospital San Juan de Dios, ¿conoce usted a la señorita Arely Justiniano? —preguntó con voz pasiva.
Diego sabía que a ese hospital eran enviadas todas las personas que se encontraban en la calle. Con la mano temblorosa respondió entre sollozos:
—Es… mi novia.
—Lamentamos informarle —prosiguió resignada, después de una pausa, la voz en el auricular— que su cuerpo fue encontrado sin vida a unas cuadras de la rotonda de San Pedro el Alto, un infarto fulminante, ¿sabe si tenía antecedentes clínicos cardiacos?… señor Mamani… señor…
Después de que la persona al otro lado del teléfono hubiera pronunciado “sin vida”, Diego bajó la mano que sostenía el móvil y por un momento quedó sin fuerzas, el celular cayó secamente sobre el piso adoquinado a las afueras del centro comercial Las Brisas. Para entonces el cielo nublado anunciaba una torrencial decantación. Como alma en pena comenzó a andar, sin ser dueño de sus movimientos, sus pies avanzaban involuntariamente sobre la avenida Banzer, pero en su mente sólo estaban los últimos minutos que pasó al lado de Arely.
II
—Siempre es lo mismo contigo, llevo más de veinte minutos esperándote —reclamaba Diego con una mezcla de exaltación y molestia—, quedamos claramente: a las cinco en la rotonda de San Pedro.
—Lo siento, bebé —se disculpaba Arely—, tenía que pasar por algo aquí cerca y me tardé más de lo esperado.
—Pues eso dices tú —continuaba él, alterado—, lo que sí sé es que ya no estoy para aguantarte, llevamos mucho tiempo juntos y tengo que esperarte cada vez que te da la gana.
—Te juro que era importante, amor —se lamentaba—. Más bien, es importante y tengo que decírtelo.
—Nada de eso, Arely —no lograba calmar sus ánimos—. ¿Ahora cuál va a ser tu pretexto? Ya conozco todos: que si tu mamá te pidió algo, que si tu hermana quería salirse contigo, que si llegó tu tía de Roboré. Es lo mismo que cuando estamos por terminar, te inventas una enfermedad, la muerte de un pariente o insinúas que te vas a suicidar.
—Mi vida —intentaba tranquilizarlo—, lo de mi tío Manuel fue cierto y lo sabes. También sabes que tengo las mil enfermedades…
—Porque eres una hipocondríaca —le interrumpió.
—Por favor, Dieguito, estoy hablando en serio.
—Y yo también, Arelyta —mencionó su nombre en tono sarcástico.
—De verdad necesito decirte algo importante —su voz se tornaba seria, más que triste.
—¡Ja, ja! —rio sardónicamente—. No te creo nada, es más, ya se me quitaron las ganas de ir al cine contigo, mejor me voy solo, a lo mejor así se me quita el enojo.
Diego dio media vuelta decidido a irse, pero Arely lo tomó de brazo y sin más soltó unas palabras al aire:
—¡Amor! Estoy embarazada.
Él volteó incrédulo y la miró fijamente durante unos segundos. Se acercó hacia ella, vacilante, puso sus manos en las mejillas de la chica y dijo:
—De todas las ocurrencias que te has inventado, esta es por mucho la peor —se alejó un poco de ella, la soltó y se frotó la frente con la mano derecha—. Mira que decir que estás esperando un hijo mío se lleva el premio.
—Pero ¿qué estás diciendo, Diego? —exclamó entre sollozos—, es verdad, no inventaría algo así, ¡por Dios!, te voy a enseñar los…
—¡Bah! No quiero seguir escuchando tus estupideces, sabes que te quiero, pero esto es una exageración. Chau.
Dio un par de pasos hacia atrás mientras la miraba, giró y se echó a andar en dirección contraria a ella para subirse al primer microbús que pasó.
—¡Diego, por favor! —gritaba Arely desesperada mientras inútilmente intentaba alcanzarlo—. Tienes que creerme… ¡Te amo!
Él abordó el microbús y desde el primer escalón sacudió la mano a manera de despedida. A lo lejos, Arely, bañada en llanto, veía cómo el automotor arrancaba a marcha veloz. Esa era la última imagen que Diego tenía de ella.
III
“Tienes que creerme… ¡Te amo!”. Se repetía una y otra vez esa frase, la última en voz de Arely. Al llegar al 4º anillo dobló a la izquierda, como si una fuerza inexplicable la atrajera cual imán de polo opuesto. Sólo se detenía en los semáforos; nadie hubiera podido adivinar cómo, pues su mirada estaba perdida, no alzaba la vista para asegurarse de si se indicaba alto o siga, sólo se detenía. Quien lo viera, bien podría creer que era un alma en pena divagando en nuestro mundo.
Su rumbo lo llevó nuevamente al centro comercial Las Brisas, que estaba justamente en el cruce de la avenida Banzer y el 4º anillo. La lluvia se había detenido un par de minutos antes y el ambiente se tornó curiosamente calmado, como el ojo de un furioso huracán. Su teléfono móvil estaba unos pasos más delante de donde había recibido la llamada; mojado, desarmado, la batería y la tapa estaban cerca.
Aún no volvía del trance, pero la fuerza espiritual le ayudó a levantar las partes de su celular para sacudirlas e intentar secarlas. Mientras soplaba la parte trasera del teléfono, justo en donde se coloca la batería, sus pasos lo arrastraban hacia el puente vehicular que se eleva sobre el 4º anillo para cruzar la avenida. Muchos autos le pitaban, advirtiéndole del peligro que significaba deambular por ahí.
Aún no estaba cien por ciento convencido de que fuera realidad, como en un mal sueño del que intentas salir para aliviar tu preocupación.
Sin importarle las bocinas preventivas, Diego seguía. De fondo se veía casi toda la ciudad, aquella que se fracciona en anillos, cuna del majadito y el orgullo camba. Durante su ascenso colocó de nuevo las piezas del móvil en su lugar. Sorprendentemente el teléfono encendió como si nada hubiera pasado. Estaba en lo más alto del puente vehicular y se detuvo para abrir su bandeja de mensajes entrantes: un par de llamadas perdidas del que ahora sabía era el Hospital San Juan de Dios, y un mensaje que le había llegado minutos después de haber dejado a Arely en la rotonda de San Pedro. Era una imagen de unos análisis de sangre, realizados en un laboratorio, en donde se confirmaban los dos meses de embarazo.
Inmóvil, un tanto incrédulo aún, miró al horizonte, bajó la vista, volvió a ver la imagen en la pantalla, como esperando que ésta desapareciera y en su lugar estuviera un mensaje en el que le dijeran: “Fue un error, no es el cuerpo de su novia el que encontramos sin vida”. Anexo a la imagen, Arely había añadido unas palabras: “Por esto fue que me tardé en llegar, no podría mentirte en algo así, discúlpame si crees que son invenciones mías las enfermedades, o que soy hipocondríaca, sólo que elijo momentos inoportunos para informarte sobre ello. Tampoco te pido siquiera tu total apoyo para esto, sólo quiero que sepas que vas a ser papá. Te amo”.
Diego seguía sin creer todo lo sucedido en una fracción de tiempo, en apenas unos instantes tal cambio de perspectiva. Los conductores de los autos pitaban, alguno hasta le gritaba “loco de mierda”, “quítate de aquí”, “ándate por la acerca”. Mas él no hacía caso, no importaba ya, para él se había perdido todo, esa era la sensación momentánea; tan rápido que aún no estaba cien por ciento convencido de que fuera realidad, como en un mal sueño del que intentas salir para aliviar tu preocupación dándote cuenta de que nunca te moviste de tu cama. Pero esto no era un sueño, esto en verdad estaba sucediendo.
En ese intento de evasión, subió a la barda que protege la orilla del puente, guardó su móvil en el bolsillo derecho del pantalón, con su mano izquierda secó una lágrima solitaria que su ojo emanaba; sintió el viento golpear su rostro, era un aire diáfano de invierno, mismo que fue testigo de cómo Diego se lanzó del puente, al encuentro con su destino.
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