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Un puente labrado en hielo

sábado 9 de septiembre de 2017
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Noche. Y la lluvia se acuesta en mis huesos.

Con un hermoso brillo, el empedrado de la calle me habla de magia y yo cruzo hasta tu puerta respirando la melancolía húmeda de una ciudad desganada. Cruje el piso de madera. Hay oscuridades colgadas del pasillo que me van desnudando. El agua conversa tibiamente con el techo y sus años, abraza el piso luego, brilla sin ser vista, mira, muere, escapa levemente. Paso por dos cuartos vacíos. Cosas olvidadas. Humedad. Llego al fondo del pasillo y la puerta entreabierta mira mi pelo mojado.

Entro.

En todo diálogo te salteás una frase. Siempre habrá una frase que no digas, una pregunta que no respondas.  

Mis pasos acompasan las goteras. En varios lugares el agua estalla contra el piso rítmicamente. Sentada contra la pared, tu piel blanca es un alivio desnudo para tanta oscura humedad. Tu cara cubierta por tus brazos y tu pelo por todo vestido. Ruego por un tango, pero no hay banda de sonido. Ni viento. La noche es sólida aquí adentro. Y tu respiración.

—Acaba de irse Jesús.

Y tu voz ronca.

—¿Qué te pidió?

—Agua.

—¿Y se la diste?

—Claro, es de él…

Nunca pude mirarte a los ojos sin sentir inquietud. No sólo son negros, son también exageradamente profundos. Y no es que me queje por caerme adentro, pero en verdad nunca supe que hay en tu fondo.

—¿Nada más?

—Se fue. Me dijo que perdía el último tren a Madariaga si se demoraba.

—¿Ahí está parando?

Siempre tuviste esa costumbre. En todo diálogo te salteás una frase. Siempre habrá una frase que no digas, una pregunta que no respondas. Es como una forma de dejar al otro con la idea de que algo de lo que está preguntando te resulta estúpido. Hace un tiempo odiaba eso. Ahora lo acepto como la lluvia. Como todo lo eterno.

—¿No tenés frío?

No me importaba en verdad, pero quería una excusa para tocarte la piel.

—Sí. Pero no te muevas. Y no hables.

Obedezco. El mundo sigue goteando. Ella respira en silencio, sin mirarme.

Escucho la puerta de entrada abrirse.

Ella alza la cabeza y me mira por primera vez. Sonríe.

 

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—¿Y tu ropa?

Ella se mira los brazos, como si no se hubiese dado cuenta de su desnudez.

—Ya hace demasiado tiempo que voy vestida de agua. Si me seco, me muero.

El mundo sigue goteando. Ella respira olas de humedad y mira a un horizonte desesperado.  

Recién veo la pared tras su espalda y el agua que baja por ella. Cómo se abraza a su piel y cómo se bifurca incontables veces recorriéndola. Sus pestañas como picos de estrellas. Sus hombros perlados. Su boca como una flor glacial enterrada en sangre.

—¿No tenés frío?

Me imaginé abrazándola y secándola hasta su muerte blanca para satisfacer mi egoísmo azul.

—Soy el frío.

El mundo sigue goteando. Ella respira olas de humedad y mira a un horizonte desesperado.

Escucho la puerta de entrada abrirse.

Ella alza la cabeza y me doy cuenta de que no sabe pedir ayuda.

Pasos en el pasillo, lentos.

 

……………………………………………………………………………………………….

 

—¿Dónde queda Madariaga?

—A la vuelta de tu pene, pasando la placenta de tu madre, unas dos cuadras al norte dentro de tu semen.

—Uno de los pocos lugares adonde aún llegan los trenes…

—Y Jesús.

—¿No tenés frío?

—Tocame…

Escucho la puerta de entrada abrirse.

Ella alza la cabeza y me acaricia el futuro con sus párpados. Cierra los ojos mientras suenan pasos en el pasillo, lentos.

 

……………………………………………………………………………………………….

 

—Soñé que estabas embarazada.

Tac… tac… tac… las goteras le ponen puntos suspensivos a mis frases.

—Te soñé parada en puntas de pie, como bailarina, en la baranda de un puente labrado en hielo. Y me mirabas esperando la orden para saltar.

Una sirena encrespada tajea la noche allí en la calle, más allá de nuestra ventana.

—Soñé que estabas embarazada y que te parías a vos misma. Por la noche me invitabas a cenar tu placenta y tu vos-hija se tomaba la teta a sí misma. Los dos reíamos mucho mientras planeábamos nuestras vacaciones en Leningrado, en una casa de hielo que tu tío prometió inundar con agua tibia para que no sufras tanto. Dejabas de reír cuando me veías trenzarte un collar indio con los dientes que se te iban cayendo, congelados; yo te lo colocaba luego alrededor del cuello y vos acariciabas los dientes de a uno, con ese brillo blanco que ambos recordábamos tan bien.

—Dame la orden y salto.

—Dame el puente primero… y te abrazo.

Escucho la puerta de entrada abrirse. Los dos nos miramos pensando en la cantidad de noche y de agua que puede haberse colado desde afuera, por esa puerta, durante esos segundos. Poco falta para ahogarnos y ninguna puerta es piadosa. Suenan pasos en el pasillo, un oleaje sincero, lento y cálido.

 

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—Es mi mamá.

La figura de la mujer alta y blanca parada en la puerta del cuarto acalla el agua de la noche como un sol revelado en negativo.

Sé que si dejo de mirarte puede que te vuelvas hielo de mujer y puede que el puente acabe por saltar dentro del negro de tus ojos. Pero la mujer me habla.

—Hablé con Jesús en la esquina, le pregunté por ella y me negó haberla visto. Le pregunté por el agua y me negó haberla tomado. Le pregunté por su piel blanca y me negó haberla tocado. Tres veces la negó y luego sonó un trueno lejano y pálido, como un tren que anuncia la partida. Jesús palideció y se escurrió en la noche. Vi su túnica amarillear bajó la llovizna encendida por las luces de la calle, flotando, huyendo, negando.

En otro cuarto de la casa el techo se desploma bajo el agua, litros de agua caen sobre el piso de madera y se vuelven hielo, hunden el piso y su brisa de glaciar nos llega erizándonos la piel.

—¿No tenés frío?

Pienso en cómo salir del cuarto mientras el techo comienza a desplomarse bajo el hielo. Los pedazos de madera mojada me pegan en las piernas y rebotan contra las paredes.  

En otro cuarto de la casa el granizo revienta las ventanas. Vidrio en cópula con hielo. Agua como sangre que desarma las maderas del piso. La casa sangra. Su piel de madera se retuerce sin gritos.

—Alzame. Llevame en tus brazos. Necesito escapar hasta el puente.

La mujer alta y blanca se desnuda en la puerta del cuarto. Veo los bloques de hielo avanzar por arriba de sus hombros mientras ella sonríe con gesto de hotel. Y nos dice.

—La casa de Leningrado está lista. Mi hermano acaba de inundarla en agua tibia para el parto.

Sus senos se van congelando y endureciendo, intenta sonreír y los dientes caen al piso, blancos y brillantes, sus ojos se cristalizan y estallan, los bloques de hielo derriban la puerta y la tapan.

—Es mi mamá.

Me lo decís mientras te alzo en mis brazos, con mucho cuidado de no secarte. Tu cuerpo se escurre por mi piel mientras escondés tu cabeza en mi hombro. Pienso en cómo salir del cuarto mientras el techo comienza a desplomarse bajo el hielo. Los pedazos de madera mojada me pegan en las piernas y rebotan contra las paredes. La pared acaba por caer y siento el agua rodeando mis rodillas. Tengo miedo de que te duermas antes de tiempo, pero el techo acaba de caer y el puente de hielo nace a nuestros pies, blanco, brillante y helado.

 

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—¿Vas a subir?

—Voy a parir.

El tren abandona Madariaga y se hunde en el hielo de la noche. Pienso en Leningrado y en la leche helada de tus senos, mientras veo cómo tus piernas caminan hundiéndose en el hielo del puente.

Antes de que termines de cruzar te das vuelta y me mirás a los ojos.

Desde allí.

Al fin entiendo qué hay en tu fondo.

Y al fin termino de caer.

Pablo Baico
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