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Abriendo la puerta

martes 12 de septiembre de 2017
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La noche cayó oscura como nunca antes, impregnando la casa con un silencio ensordecedor, y yo recién me sentaba en la mesa. Por un momento pensé que estaba solo, pero al instante sentí cómo el silencio se rompía con los típicos apuros y gritos de mi madre. Me tiró sobre la mesa un sándwich de queso y mermelada, untado con algo de crema de maní: era lo único que conservábamos en las solitarias alacenas.

Extrañado y nervioso, pensé que era una rara coincidencia el retumbar de los estruendos al tiempo que mordía el sándwich.

Apenas lo mordí sentí a lo lejos un estallido, una explosión que retumbó las ventanas de la casa; mi madre corrió nerviosa desde la cocina gritando a cada paso, se acercó hasta donde yo estaba sentado y me arrastró con ella debajo de la destartalada mesa. La incertidumbre nos invadía, y una especie de angustia iba en aumento dentro de mí, e inconscientemente le di uno y otro mordisco al delicioso emparedado, al tiempo que una y otra explosión estalló más y más cerca de nuestra vivienda, abriendo grietas en las paredes.

Extrañado y nervioso, pensé que era una rara coincidencia el retumbar de los estruendos al tiempo que mordía el sándwich, pero llevado por mi creciente angustia volví con un mordisco mayor y, para mi sorpresa, coincidió con una nueva explosión, esta vez tan cercana que supuse que el barrio entero se había destruido.

Por mi cabeza pasó como un rayo la idea de que el mundo, o más bien la vida, dependía de mí, y de ese último pedazo de sándwich que mantenía en mi mano.

Mi cuerpo temblaba, pero aun así pude mantener el último pedazo del emparedado entre mis dedos, venciendo la tentación de tragar ese último bocado que, parecía, devoraría lo que quedaba de vida. No sabía qué podía pasar, qué coincidencia era esta, y esa incertidumbre se transformó en un extraño miedo dentro de mí, era algo así como una especie de airecito frío, muy frío, que se arremolinaba en mi vientre; mi madre me miró con su rostro trémulo y me abrazó tratando de protegerme. Ella no comprendía mi mutismo, lo que pasaba por mi mente, ni siquiera entendía por qué yo no apuraba el sándwich, y llevada por su presurosa forma de ser, me dijo entre gritos:

—Vamos, cómete ese último pedazo. Mierda.

La miré sin entender por qué le preocupaban unas rodajas de pan cuando el mundo se venía abajo, y sin decir nada hice como si las masticara, dejándolas en la mano, escondidas, evitando la tragedia. Mi madre se dio cuenta y, nerviosa, empezó a gritarme de nuevo:

—No me engañes, maldita sea, no lo hagas. Sólo cómetelo.

Fue ahí que supe entonces que había llegado el momento. Había que dar un cambio. Tenía que controlarla: la miré a los ojos y, cogiendo su brazo fuertemente, le dije:

—No entiendes nada, ¿no lo ves acaso? Si me lo como todo acaba. No quedará nada.

Y bajando la voz un poco, y mostrándole ese pequeño trozo de pan que quedaba entre mis dedos, la miré directamente a los ojos.

—Mamá, ahora por lo menos tenemos este pedazo de vida.

Ella se echó a llorar desconsolada mientras la mermelada empezaba a resbalarse por mi mano, al tiempo que un viento frío se colaba por las rendijas de la puerta junto a un liviano polvo que venía con ecos de gritos y un leve olor a azufre.

Mi madre, trémula y descontrolada, volvió a gritar:

—Cómetelo, carajo.

Me llené de rabia y unas cuantas lágrimas incontrolables salieron de mis ojos. Apreté el último pedazo del emparedado con mi mano y lo destrocé; luego me levanté, abrí la puerta y vi el mundo afuera, más allá de la casa. Todo se cubría de un espeso polvo y de un marcado olor a azufre; volteé mi mirada hacia mi madre, que seguía debajo de la mesa, y sosteniendo todavía la chapa de la puerta le dije:

—Vamos, mamá. Tenemos que salir de aquí.

Ella estaba nerviosa, temblaba, y sus ojos parecía que querían dejar correr las lágrimas, pero éstas no salían.

—No. No saldremos jamás —me respondió.

—Aquí somos presa fácil, mamá. Tenemos que irnos.

—Pero este es nuestro mundo. Debemos quedarnos aquí —me dijo con un tono suplicante.

Boté al suelo las migajas del último pedazo de sándwich que había estrujado con mi mano y avancé por la calle, que llena de humareda y polvo dejaba escuchar estruendos y gritos.

—Nuestro mundo ya no existe, mamá.

—No, no es así, hijo —dijo como si me pidiera ayuda, y después, subiendo el tono de su voz, terminó gritando:—. Esto es todo lo que hay y punto. Acá pertenecemos, acá nos quedamos.

—No, mamá, esto no es todo —le respondí al tiempo que soltaba la chapa de la puerta para después dejarme llevar por mis pasos, que fueron entrando a ese mundo que se abría ante mis ojos, más allá de esas paredes donde había habitado por tanto tiempo.

Boté al suelo las migajas del último pedazo de sándwich que había estrujado con mi mano y avancé por la calle, que llena de humareda y polvo dejaba escuchar estruendos y gritos; percibí de nuevo el mismo olor del azufre y de la pólvora, los cuales marcaban cada paso con más fuerza. Estaba a sólo unos metros de la puerta de la casa y me detuve, pensé en devolverme pero no lo hice, y mirando al frente, a la humareda, al polvo, seguí mi camino hacia adelante, y supe entonces que acababa de internarme en una inestimable guerra: la mía.

Angello Melo
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