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Una historia muy humana

sábado 16 de septiembre de 2017
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Aquel niño decía tener 7 años, pero era responsable y evidenciaba una inusual madurez para esa edad. Solía llegar a clase el primero, en una vieja bicicleta con las cubiertas gastadas, sin frenos y casi inutilizable por lo ajada y deteriorada que estaba. A veces irrumpía en clase una vez empezada, pero nunca con más de cinco minutos de retraso, y se disculpaba con una sinceridad indiscutible. Era, además, un muy buen alumno: diligente, trabajador, atento, correcto y muy inteligente.

“A las siete cojo la bicicleta y vengo al colegio, sin que mi padre se entere ya que no me permitiría de ninguna manera asistir a la escuela”.

Recuerdo que en cierta ocasión puse como tarea a mis pupilos una redacción sobre su familia, el trabajo de sus padres y la convivencia doméstica. Yo, en realidad, buscaba conocer algo más de aquel alumno, porque debo reconocer que estaba intrigado en cuanto a su persona.

Rellenó cerca de tres cuartillas, en las que apenas encontré dos o tres faltas de ortografía. Se expresaba muy bien, y apenas llevaba cuatro meses de escolarización. Pero, si bien estos extremos me sorprendieron, fue el contenido el que me dejó estupefacto hasta tal punto que he conservado su trabajo durante toda mi vida, y por ello lo transcribo aquí literalmente. Rezaba el texto:

Manuel Alcázar Rivera. Grado elemental. 1r curso.

12 de enero de 1952. Gerena (Sevilla).

Redacción: Mi vida familiar.

Me llamo Manuel, y tengo 7 años y diez meses. Soy el menor de 4 hermanos, todos varones, y vivimos en una granja a doce kilómetros del pueblo. Allí criamos cabras, ovejas, cerdos, gallinas y vacas. También tenemos una huerta y dos fanegas de trigo y una de olivar. Mis padres y los cuatro hermanos trabajamos también en la granja y en la huerta.

Mi padre se llama Serafín y mi madre Eulalia. Mi hermano mayor tiene 15 años y se llama José; el segundo doce y se llama Antonio; luego va Luis, que tiene 10 años, y yo que tengo casi ocho, que cumpliré el próximo 17 de marzo.

Cada día me levanto a las cuatro de la mañana. Ordeño, realizo mis labores en la granja y a las siete cojo la bicicleta y vengo al colegio, sin que mi padre se entere ya que no me permitiría de ninguna manera asistir a la escuela. Mi madre y mis hermanos me cubren, pero más temprano que tarde me descubrirá, y su castigo será severo.

Me encanta aprender y el colegio me entusiasma. Mi profesor, don Federico, es un hombre sabio del que quiero aprender todo lo posible antes de que mi padre me prohíba terminantemente seguir viniendo a las clases. Pero yo quiero ser médico, o farmacéutico, y salvar vidas ayudando al prójimo. También me interesan mucho las matemáticas y las ciencias naturales.

De camino a la escuela recojo a mi amigo Eduardo, que tiene 8 años, y lo monto en mi bici para traerlo al pueblo ya que trabaja de aprendiz con un zapatero. Yo le he dicho que venga al colegio, pero dice que su familia es pobre y debe ayudar en su casa porque es muy necesario.

A la una y media, cuando acaban las clases, cojo mi bici y pedaleo doce kilómetros hasta la granja, justo cuando mi padre está en la taberna, de la que llega siempre borracho y pasadas las cinco de la tarde.

Mi tío Horacio me compró dos cuadernos, el libro, dos lápices y un plumín. Le estaré agradecido toda mi vida.

Por eso debo aprovechar el tiempo y aprender lo máximo, porque el día menos pensado, mi padre se presentará aquí y me llevará a correazos a la granja y… adiós escuela y conocimientos.

Espero que eso sea lo más tarde posible y que, al menos, tenga tiempo para acabar este curso.

Y así terminaba la narración. Quedé sorprendido por su calidad literaria, y pensé que estaba ante un diamante en bruto que se dejaba pulir. Pero también confieso que tras leer aquello no pude reprimir una tristeza infinita que invadió mi corazón. Un nudo en la garganta y una tremenda emoción se apoderó de mí. Aquel chaval me había abierto su corazón y con la mirada perdida y su redacción en mis manos, pensé en un día de lluvia y viento, con los caminos embarrados y Manuel pedaleando de noche para asistir a mis clases, y eso día tras día, ya sea otoño o el duro invierno de estas tierras. Aquel chaval tocó mi corazón y me propuse ayudarle.

Al día siguiente, acabé la clase media hora antes y me quedé a solas con el chaval.

—He leído tu redacción, Manuel —le dije—, y quiero ayudarte. He pensado que podrías aprovechar la ausencia de tu padre para venir a clase y yo estoy dispuesto a darte cinco horas, de dos a siete, todos los días. ¿qué dices?

—Es usted muy amable, pero ¿y si mi padre lo descubre cuando salga borracho y violento de la taberna y viene aquí? Entonces estaremos ambos en peligro —dijo mirándome a los ojos.

—El médico viene todos los días a las ocho y media. Puede recogerte en su moto y así no tendrías que pedalear dos horas y antes de las dos estarías en la granja —le propuse.

—No quisiera ocasionarle molestias ni compromisos —replicó.

—Manuel, ese hombre es mi amigo y no tendría reparos en hacerme ese favor.

—Déjeme que lo piense, y el lunes hablaré con usted —me dijo, y añadió:—. Es usted muy amable, don Federico, y le estoy muy agradecido.

—Por alumnos como tú sigo en esta profesión, créeme —le dije, y estreché su mano mientras me embargaba una inenarrable emoción.

Aquel bárbaro le propinó una sonora bofetada y lo levantó del pupitre cogiéndole de una oreja.

El lunes, al final de la clase, Manuel se quedó allí y me dijo que si aceptaba mi propuesta no podía traer a su amigo al trabajo. Yo le contesté que los dos cabían en la moto de mi amigo, y entonces me dijo que aceptaba la propuesta. Me tendió su mano, curtida y áspera como la de un adulto, y con lágrimas en los ojos y una mirada sincera musitó:

—Le estaré eternamente agradecido, don Federico.

Y dándose media vuelta, se marchó.

Un espléndido día de principios de mayo, salimos al campo a dar la clase de ciencias. La naturaleza estaba en su esplendor, y cuando quise mirar la hora reparé en que eran cerca de las cinco de la tarde. Manuel se puso nervioso y me suplicó que debía marcharse de inmediato. Pero mi amigo no estaba porque ese día se había tenido que marchar antes de tiempo, y pedí prestada una bicicleta para Manuel, que montó en ella y salió disparado hacía la granja.

A la mañana siguiente, regresó como siempre en la moto de mi amigo, y me aseguró que no había ocurrido ningún percance.

Al dar las doce, rezamos el ángelus y al acabar, irrumpió en el aula un tipo violento y vociferante preguntando por Manuel Alcázar Rivera. Al verlo, mi pupilo palideció de inmediato.

Aquel bárbaro le propinó una sonora bofetada y lo levantó del pupitre cogiéndole de una oreja. Corrí a defenderlo, pero me propinó un puñetazo que me tumbó en el suelo.

—Así que esta es tu forma de ayudar en casa, ¿no? —le dijo fuera de sí.

Yo salí del colegio y avisé a la Guardia Civil, y una pareja me acompañó al aula. En ese preciso instante, Manuel salía de la oreja mientras su padre blasfemaba y vociferaba como un poseso.

—Quiero denunciar esta situación, agentes —les dije a los civiles.

—¿Qué exactamente? —preguntaron.                   

—Explotación infantil, negativa a la educación de su hijo y malos tratos —dije—. Además, este hombre está borracho y es violento.

—¿Es usted el padre del niño? —preguntó un agente.

—¿Y a usted qué cojones le importa? —respondió el padre fuera de sí.

El Guardia le obligó a soltar al niño y le propinó un puñetazo, mientras le advertía que debía guardar respeto a la autoridad.

—Es mi hijo y hago con él lo que me dé la gana —dijo el bárbaro.

—Pues yo también —dijo el agente—, y por eso le voy a detener y llevarle al calabozo mientras espera que el juez decida sobre su conducta.

El otro agente me hizo una señal y me llevó un poco apartado para preguntarme algunas cosas sobre el alumno. Le conté todo y le mostré incluso la redacción de Manuel.

—Es un chico muy maduro y hace treinta kilómetros diarios para venir a clases, y eso tras levantarse a las cuatro de la madrugada para dejar terminada su tarea en la granja familiar.

El guardia quedó impresionado y ante mis ruegos de que ayudara al chaval me prometió que haría cuanto pudiera para que siguiera viniendo a clases.

Manolito siguió asistiendo a clases, pero unos veinte días antes de las vacaciones de verano, una mañana apareció con moretones en la cara y un ojo casi cerrado. Había recibido una monumental paliza, aunque él no culpaba a su padre, sino a unos golfillos que le habían zurrado. Le llevé a mi despacho y le dije que se quitara la ropa, entonces pude observar que tenía la espalda llena de latigazos hechos con un cinturón y con una hebilla de metal.

Reanudamos la clase, pero al poco, la puerta se abrió bruscamente y entró el padre de Manolo en evidente estado de embriaguez. Cogió su cuaderno y lo hizo trizas allí mismo. Partió los lápices y tras unas bofetadas, prendió a su hijo del brazo y lanzándome una mirada venenosa me dijo:

—Le aseguro que pagará bien caro todo esto.

Mientras se marchaba, el niño me dedicó una última mirada. En sus ojos, anegados en lágrimas, se leía una triste despedida, que me partió el alma. Desde aquel funesto día ya no le volví a ver.

Más de veinticinco años después de aquello, mientras hojeaba un periódico, leí con asombro una noticia que decía: “Ayer fueron nombrados los secretarios de Estado del Gobierno de Adolfo Suárez, (….), Don Manuel Alcázar Rivera, secretario de Estado de Educación (…)”.

Unas semanas más tarde recibí una invitación del Ministerio de Educación y Ciencia en la que se me invitaba a acudir a una reunión con don Manuel. Escrita de su puño y letra, decía:

Estimado profesor:

Durante todos estos años no he dejado de recordarle ni un solo día. Sería un honor para mí que aceptara mi humilde invitación, ya que gracias a usted he llegado aquí. Le emplazo para el próximo día 30 a las 17 horas en el Ministerio. Aunque es posible que ya esté usted jubilado, haré cuanto esté en mi mano para financiar su encomiable labor pedagógica y su compromiso con los más desfavorecidos.

Reciba un abrazo y mi más sincero agradecimiento por sus acciones en pro de mi educación, porque gracias a usted mis esfuerzos han tenido recompensa, pues le aseguro que sin usted jamás hubiera logrado mis sueños y metas. Suyo

Manuel Alcázar Rivera
Secretario de Estado de Educación.

Me enjugué las lágrimas que se deslizaban por mis mejillas, y di gracias a Dios porque, con su mano, el pequeño Manuel había triunfado allí donde se estrellan los que no han sido agraciados por la fortuna.

Un niño es tan respetable como podría serlo el mejor de los adultos, porque realmente no es peor que el mejor de ellos.

No me equivoqué cuando aposté por este chaval. Mi instinto pedagógico me advirtió que así son los grandes hombres cuando todavía les llamamos niños. Yo aprendí durante los cuarenta y cinco años que estuve como profesor que los niños son seres excepcionales. Ellos han ganado guerras, han salvado patrias y han sido elegidos por un ente superior para dar ejemplo al mundo.

Menospreciarlos o tratarlos como a imbéciles es propio de jumentos. Un niño es tan respetable como podría serlo el mejor de los adultos, porque realmente no es peor que el mejor de ellos.

Y, sentado en mi sillón, con la mirada perdida, recordé esos ojos que me miraron suplicando ayuda cuando su violento padre le arrastró lejos del colegio. Si en aquel momento no hubiera reaccionado como lo hice, jamás me lo hubiera perdonado, habría debido vivir con ese lastre sobre mis espaldas. Pero no lo hice así, jugándome el físico, y protegiendo a un niño que era todo lo que un profesor necesita para realizarse con su trabajo. Aquella historia me dejó muy marcado, y es por eso que jamás la podré olvidar.

Laureano Ramírez Camacho
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