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La ciudad costera

jueves 23 de noviembre de 2017
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La idea de pasar un fin de semana junto con mis antiguos compañeros de clase, a los que hacía dos décadas que no veía, me pareció excelente, máxime cuando una de las condiciones era que no nos acompañaran nuestras parejas. Queríamos rememorar aquellos años maravillosos en la intimidad de nuestro círculo de amistad.

Las redes sociales nos ayudaron a contactar y fijamos el evento para el primer fin de semana de julio. Uno del grupo, Javier, propuso hacerlo a bordo de un barquito de su propiedad, en las aguas cercanas a la Playa de la Concha, y a todos nos pareció de maravilla.

El jueves por la noche, cogí el coche y conduje hasta la capital donostiarra, con idea de llegar antes de las doce y media de la noche. Dormiríamos en el mismo barco y al amanecer saldríamos a mar abierta. El tiempo era espléndido y las previsiones meteorológicas aseguraban que nuestro disfrute no se vería empañado por factores climatológicos.

Nos acomodamos en la cubierta y decidimos que navegaríamos bordeando la costa atlántica de Francia, sin separarnos mucho de tierra firme.

Llegué al sitio convenido, y ya estaban allí los cuatro compañeros esperando. Cuando los vi no pude reprimir mi alegría y los abracé y besé a todos. Uno de ellos estaba muy cambiado, tanto que no lo hubiera reconocido, pero los demás estaban como yo los recordaba, quizá con algunas evidencias de los veinte años pasados.

Josemari, Javier, Fernando, Justo y yo, Manuel, éramos inseparables en la Facultad de Económicas de la Universidad de S*, y nuestra amistad y confianza era tal que nuestro comportamiento era el mismo que si nos hubiéramos visto el día antes. Hicimos el plan general, y subimos los equipajes a bordo del barco que estaba atracado en el puerto deportivo. Luego bajamos para cenar en un restaurante cercano y tomar unas copas, y a una hora prudente irnos a dormir a la embarcación. Así lo hicimos.

La mañana del viernes amaneció espléndida. Nos acomodamos en la cubierta y decidimos que navegaríamos bordeando la costa atlántica de Francia, sin separarnos mucho de tierra firme, pero suficientemente aislados como para disfrutar del cielo estrellado sin que las luces de las ciudades nos estropearan la contemplación. Así que pusimos proa al norte y navegamos unas dos horas, hasta que nuestros ojos solamente verían la mar azul, sin rastro de tierra firme. Allí anclamos el barco.

Después del almuerzo y la siesta, sobre las siete y media de la tarde, decidimos darnos un chapuzón y también bajamos unos colchones flotantes sobre los cuales nos tendimos a tomar el sol. Cerveza fresquita, marihuana de la buena y un sol reluciente eran los ingredientes de aquella tarde de relax.

 

Debí quedarme dormido, porque al despertar ya estaba anocheciendo. Miré a mi alrededor y divisé a dos de mis compañeros en sus colchones, probablemente dormidos. Estaban cerca y los llamé. Cuando despertaron observamos que el barco no estaba a la vista, y que faltaban los otros dos compañeros. Gritamos sus nombres y, a lo lejos, vimos un colchón con dos ocupantes, los que faltaban. Suspiramos aliviados, pero el barco no se veía por ninguna parte.

Cuando logramos reunirnos en el mar, coincidimos todos en habernos dormido, y dedujimos que por dos horas al menos. El barco podía estar lejos. Javier, el patrón, observó que el viento soplaba del este, y que el barco debía estar en esa dirección, en la que también estaría la costa francesa. Así que comenzamos a palear con las manos sobre nuestros colchones en esa dirección, es decir, hacia levante. Así lo hicimos, y la noche pronto se hizo oscura. Había luna nueva, y la oscuridad era total. Comenzó a invadirme una sensación de desasosiego y de estar perdido. La temperatura era fría, aunque el mes de julio es muy benigno en cuanto a ese factor.

Tres horas más tarde, agotados, decidimos parar y pensar. No sólo no veíamos el barco, sino que tampoco observábamos el resplandor luminiscente de ninguna ciudad costera. Todo era mar negra y oscuridad total. El agua estaba cálida, a pesar de ello, y nos cogimos de las manos para no separarnos mientras reponíamos fuerzas. Nos acordamos de la bolsa que contenía cervezas y que estaba atada a uno de los colchones. Sacamos del mar la cerveza y bebimos como náufragos sedientos. Debían de ser las dos o las tres de la madrugada, y, tumbados sobre los colchones flotantes, rendidos por el esfuerzo, caímos en un sueño profundo.

Era ya de día cuando despertamos. Miramos alrededor y ni rastro de la embarcación. Tampoco divisábamos tierra firme. Nuestro desasosiego comenzó a ser evidente y los nervios afloraron. Javier intentaba tranquilizarnos, aduciendo que quizá sopló una racha de viento de poniente y estábamos remando en dirección contraria. Decidimos tomar la ruta opuesta y comenzamos a remar de nuevo. Así, durante todo el día, remamos por horas, interrumpidas por unos minutos de descanso, pero el tiempo avanzaba de forma inexorable y el panorama seguía siendo el mismo. Al llegar la noche, nuestra moral estaba seriamente afectada, y máxime al percatarnos que no había resplandor de luces por ninguna parte: la oscuridad seguía siendo total.

Decidimos seguir remando durante la noche, pero comentamos que, al revés que el día anterior, la puesta de sol no nos había hecho sentir frío, y nuestra temperatura corporal era perfecta. Nadie padecía de hipotermia, y tampoco teníamos sed ni hambre. Eso nos animó a seguir remando y durante unas horas, sin descansar, lo hicimos así.

 

De repente, los dos que iban unos metros por delante gritaron de júbilo al divisar relativamente cerca la inconfundible luminiscencia de una ciudad costera. Eso supuso una inyección de moral completa, y, además, el resplandor indicaba que aquel lugar no estaba a más de dos millas de nuestra posición. Gritamos de alegría y comenzamos a palear frenéticamente. En poco más de una hora, ayudados por una brisa cálida, llegamos a una playa de finas arenas aledaña a una pequeña población costera. Javier aseguraba que se trataba de un pueblo francés. Bajamos de los colchones y nos tumbamos en la arena, besando el suelo como auténticos náufragos tras ser rescatados.

Nuestra alegría era inenarrable. Descansamos una media hora, escondimos los colchones y nos adentramos en aquella ciudad. Debían ser las doce o poco más, a juzgar porque había transeúntes paseando por las calles adyacentes a la playa. Nuestro plan consistía en localizar un puesto de policía e informar de nuestra cuestión, para pedir ayuda y comunicar con nuestros familiares.

Pero poco imaginábamos la dificultad de aquel plan tan aparentemente sencillo. Preguntamos a algunos peatones y todos nos respondieron en un idioma extraño, ininteligible para nosotros. Fernando hablaba muy bien francés e inglés, y los demás nos defendíamos en esas lenguas. Vimos un rótulo de neón y nuestra sorpresa fue mayúscula cuando nos encontramos con unos caracteres totalmente desconocidos para todos. Parecían rúnicos, pero ni eran griegos, ni cirílicos, ni chinos ni árabes. El idioma que usaban los habitantes de ese lugar tampoco nos sonaba a lengua alguna conocida. ¿A dónde podíamos haber llegado?

Comentamos que, debido al pequeño tamaño de la población, caminar por sus calles hasta encontrar algo que nos ayudara era la mejor idea. Y así lo hicimos, durante horas, sin resultado alguno. Parecía que dábamos vueltas al mismo lugar, un parque frondoso y poblado de árboles de flores violáceas.

De repente nos dimos cuenta de que faltaban dos del grupo. Josemari y Justo no estaban con nosotros. Debieron separarse del grupo y despistarse por el laberinto de callejuelas angostas que abundaban en la ciudad. Seguimos caminando, con la esperanza de encontrarnos con ellos pronto.

No fue así. La imposibilidad de comunicarnos con los habitantes y la ausencia de símbolos que identificáramos con policía, hospitales o cabinas telefónicas hacían de aquel sitio una verdadera rareza. Entretanto comenzó a amanecer. Las primeras luces del día nos asombraron al ver que no eran rayos de sol, sino unas neblinosas fluorescencias de tinte malváceo.

 

Los habitantes eran personas jóvenes, pero no vimos ningún niño ni tampoco ancianos. Todos eran jóvenes adultos, aunque más exactamente podríamos decir que sus edades eran indeterminadas.

Decidimos hacer un plan y llamamos a Fernando. Pero nuestra sorpresa fue mayúscula cuando descubrimos que también había desaparecido.

Javier y yo nos detuvimos frente a un establecimiento donde había unas personas reunidas, hablando entre ellos. Al vernos entrar, dirigieron su mirada hacia nosotros y tuvimos la sensación de que, de alguna forma, no comprendían que éramos náufragos perdidos, ataviados con bañador y desaseados. Nos dirigían frases totalmente incomprensibles para nosotros. Intentábamos hacernos entender con monosílabos y gestos, pero ni aun así daban señales de comprender nuestra situación.

Decidimos hacer un plan y llamamos a Fernando. Pero nuestra sorpresa fue mayúscula cuando descubrimos que también había desaparecido. Yo juraría que entró con nosotros en aquel establecimiento, pero ahora no estaba. Le llamamos a voces, pero no respondía. Javier y yo nos miramos sin musitar una palabra. Aquello debía ser una pesadilla, un sueño, una quimera infernal. Pero, sin embargo, y a pesar de llevar dos días o tres sin comer ni beber, no teníamos hambre, ni sed, ni frío, ni siquiera cansancio. Es más, nos invadía una sensación de absoluta paz y tranquilidad.

En ese estado de beatitud, seguimos caminando por las calles de la ciudad costera, ya sin preocupaciones y resignados a nuestra suerte.

 

En San Sebastián había saltado la noticia. Cinco jóvenes, de edades comprendidas entre los 45 y 50 años, se habían perdido en la mar la noche del viernes. Era lunes y la policía costera había encontrado los dos últimos cadáveres que faltaban. Allí estaban los familiares de los cinco fallecidos, llorando su muerte. El mar se los había tragado y, al fin, tras varios días de búsqueda, los cuerpos habían sido recuperados.

La luctuosa noticia abrió los informativos de todas las cadenas de televisión.

 

Mientras, en la ciudad costera, logramos encontrar a los tres compañeros desaparecidos, y nos pareció que la mejor idea era quedarnos para siempre en aquel lugar, donde, a juzgar por nuestras experiencias, no existían las necesidades corporales humanas, y todo estaba impregnado de paz y felicidad.

Laureano Ramírez Camacho
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