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Tres relatos de Ricardo Enrique Pérez Lares

jueves 2 de noviembre de 2017
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Nostalgia

Entre los demonios disidentes existe uno que no es invocado a través de la voluntad. Aparece cuando estamos solos, en el instante en que nuestra mente divaga en recuerdos náufragos. Sólo hay algo que puede alejarlo un poco, sólo un poco, la compañía. Si hay visitas en la casa se esconde detrás de las cortinas, debajo de los muebles o detrás de la oreja. Cuando estamos solos, y nuestros pasos resuenan en el vacío del espacio ya habitado, se hace presente. Susurra en nuestros oídos, mientras sus garras enraízan poco a poco nuestro corazón. Habla de muertes en Alepo; entre sollozos, hilvana recuerdos de hambre y guerras en Sierra Leona.

No entendía de dónde proviene su poder. Ve el mundo a color, desde otras perspectivas, retorcidas y únicas.

Las palabras que nacen de sus labios son inentendibles para nuestras mentes, pero su voz hace vibrar las cuerdas de nuestra alma, con lamentos espectrales. Culturas más allá del Atlántico lo conocen, en sus leyendas se relata que es presagio de la muerte; de ser así, su lamento sería constante, sería un suplicio. Abandonó las huestes infernales para atormentarnos, nos considera los verdaderos ciervos de la oscuridad. A veces interpretamos mal su mensaje, lo confundimos con amores pasados, con momentos vividos. A veces su voz es un susurro, otras veces un graznido de cuervo en la noche serena. A veces lo llamamos por su nombre, sólo a veces.

 

Inspiración

Horizonte, ángulo y enfoque pasan por el útero, en parto inverso, de la materia al mundo que Platón soñó. Su ojo, imán de maravillas, lo rozo con los dedos, intentando desvelar sus secretos, su mágico poder. Introduzco mi brazo en su pupila y del fondo del pozo extraigo la tinta con la que doy vida a estos símbolos, a estas manchas. La imagen se queda atorada en el diafragma, estática; la priva de aire, sin respeto por su progenitora, por la hechicera con poder de detener el mundo, de congelarlo en un parapeto de pasado no degradable.

No entendía de dónde proviene su poder. Ve el mundo a color, desde otras perspectivas, retorcidas y únicas. Al volver de sus viajes me muestra sus recuerdos: pequeños universos, algunos mundos y unas pocas personas, víctimas en blanco y negro o en sepia, como si estuvieran de luto, como olvidadas.

Las imágenes también se fijan de mi pecho, me obligan a respirar profundo, intentando salvarme del éxtasis que liberan como polen en primavera. La chispa característica de la hechicera la he notado antes en otras personas, aunque en menor medida, tal vez porque lo ignoran: el que tarareando crea una canción mientras camina, aquel que con ahínco hiere la piedra con cincel y martillo, o el que se entrega al lienzo y lo cubre de ideas. Pero ella es diferente, ella atrapa el alma del observador y la deja vacía, errante.

La curiosidad me sobrepasó y me deshice en preguntas; en aquel momento no entendí, no creía sus palabras: “Vendí mi alma a un demonio. Su nombre es tan antiguo que se perdió en el aire y en el mar. Aun así, ha movido a miles desde el inicio de los tiempos”. Ahora creo que es verdad y que todos los que hemos visto sus fotografías somos la ofrenda con que paga su pacto.

 

Vivían detrás de las hojas azules; se vestían con pétalos de agua y se adornaban con tiaras de aire luminoso.

Asombro

El viaje a la selva amazónica es uno de los que recuerdo con más gratitud, aun cuando la humedad y el calor eran sofocantes. Entre las tribus indígenas de sur del Orinoco conocí a un chamán, de aspecto famélico y con la vista ya oscurecida por los años. Al caer la noche, me invitó a participar en una especie de culto o ritual. Sentado frente al fuego, junto al grueso de la tribu, escuchaba las historias de aquel hombre. La noche, los alimentos o tal vez el té, preparado con una planta de nombre extraño, convertían las palabras en un hilo de agua vibrante en el desierto. De todas las historias contadas, sólo una se mantiene fresca en mi memoria. Habló de unas mujeres del tamaño de una abeja, con las alas de colibrí y cabellos de pistilos.

Originarias de los bosques antiguos que cubrían la tierra antes de que el hombre aprendiera a talar los árboles. Vivían detrás de las hojas azules; se vestían con pétalos de agua y se adornaban con tiaras de aire luminoso. Ahora huyen de los hombres, aunque no son muy buenas en el arte de esconderse. Se ocultan en lugares peculiares: la pólvora de los fuegos artificiales, los ojos verdes de un niño trigueño, las notas de amor sorpresa o dentro de las cajas de regalos que se dan sin ningún motivo. Recuerdo el rostro de todos, absortos en las palabras del chamán. Ahora comprendo que también en esos hilos de viento habían encontrado un escondite. La noche fue de imágenes fauvistas. Recuerdo las sonrisas y los sabores, el fuego crepitando y el frío de la noche. A mi pesar, no recuerdo la receta para invocarlas, sólo viene a mi mente uno de los ingredientes: esquirlas de un cristal roto por una mariposa en pleno vuelo.

Ricardo Enrique Pérez Lares
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