Se aproximaba la hora de recoger al niño en el cuido. Es increíble la cantidad de horas perdidas sin acumular un solo punto a su favor, pensaba Tina. Al menos se había asegurado de recoger algunas sorpresas que pensaba podrían ser del agrado de Jacobín. Tenía sólo tres años pero, a tan temprana edad, Jacobín manejaba muy bien las estrategias del juego. Al menos de eso estaba convencida Tina. Es por eso que, mientras compraba el almuerzo —la preñez le había dejado últimamente sin deseos de oler ingredientes de comida—, había pensado comprar algunas cosillas para el niño. Se disponía a pagar la comida cuando avistó, cerca de la caja registradora, unas bolsas transparentes que contenían panecillos que lucían deliciosos. Las tomó en su mano y, tras inspeccionar el producto brevemente, decidió no gastar más dinero. El dueño de la tienda aprovechó su titubeo para persuadirla. “Son frescos esos panecillos, ¿sabe? Yo mismo los preparé esta mañana”. Ante esto, cómo negarse, pensó Tina. Además, ¿a quién no habría de gustarle un par de panecillos frescos? Así que los compró. Y ahora la hora cero estaba por llegar. Nadie podía anticipar lo que le esperaba hoy al recoger a Jacobín. Podía ser que estuviera de buen humor la criatura, como también podría ser lo contrario. Tina sabía bien que debía prepararse en caso de que ocurriera esto último. Era necesario repasar las estrategias. No era un juego para ella, en realidad. Quería ser buena madre. Si no podía llegar a ser nada más en este mundo, entonces debía ser la mejor madre. De eso no tenía duda alguna. Quería que Jacobín la quisiera mucho. Deseaba que Jacobín, cuando llegara a grande y se convirtiera en adulto, él casado y con hijos, ella una vieja marchita y dependiente, tuviera piedad de ella y la cuidase. “Cuando tú seas grande, Jacobín”, le preguntaba Tina todas las noches antes de acostarlo a dormir, “¿no me vas a poner en una casa de viejitos, verdad que no? Me vas a cuidar en tu casa”. La mayor parte de las veces, Jacobín decía que sí. “Sí, mamá”. Y Tina proseguía. “¿Me lo prometes?”. Jacobín volvía a responder que sí, y ahí terminaba eso. Recientemente, sin embargo, Jacobín había alterado el libreto. “Mamá, cuando tú seas viejita, ¿te vas a morir?”.
No era justo que Jacobín pensara que sólo ella debía morir. No era justo que el perfecto de Martín quedara impune a tal posibilidad.
—Sí, Jacobín.
—Y cuando te mueras, ¿te voy a poner en un cementerio?
—Sí, mi amor.
—Ahí van todos los que se mueren, ¿verdad?
—Bueno, casi todos, en lo general.
—¿Ah, sí, mamá?
—Sí. Oye, tú me vas a llevar flores bien bonitas, ¿verdad?
—Sí, mamá. Papá y Jacobín van a llevarte flores.
—Y cuando papá se muera, también tienes que llevarle flores a él, ¿sabes?
—No, papá no va a morirse.
—Todos nos vamos a morir.
—No. Papá, no.
—¿No quieres que papá se muera?
—No, papá no.
(Tina presentía que en algún momento había perdido puntos. Pero, ¿tanto así?)
—O sea que, ¿mamá puede morirse pero papá no?
—Papá, no.
Pero mamá es tan buena, pensaba decir Tina. No lo dijo, sin embargo. Prefirió mantener su dignidad. No era justo que Jacobín pensara que sólo ella debía morir. No era justo que el perfecto de Martín quedara impune a tal posibilidad. Tina sentía que perdía vidas en ese momento, así como en los juegos de video que había jugado en antaño. Samus Aran, atacada por los Piratas del espacio, perdiendo ineluctablemente su energía; Jacobín y Martín el Perfecto, entidades indestructibles. Estaba segura. Con ese comentario fulminante de parte de Jacobín, las cinco vidas de Tina se reducían, por el momento, a cuatro.
Aquella era ya una noche terrible. Después de aquel horrendo comentario de parte de Jacobín, éste quiso que Tina le cantase sus canciones de cuna, como de costumbre, como lo había hecho ella cada noche desde el nacimiento del niño. “Canto, salto, brinco, río y bailo”, comenzó Tina. “Soy tan feliz, estando aquí. Corro, grito, brillo, bailo y sueño; mi corazón es un trampolín”. La canción la había aprendido escuchando a la fallecida cantautora Rocío Dúrcal, a quien había podido admirar a través de las películas que rentaba su padre en un videoclub cuando Tina tenía apenas siete años. La canción se había convertido en un éxito rotundo en la casa de Tina. Esa noche, no obstante, Jacobín no tardó en prohibirla.
—¡No! —gritó el niño—. ¡No quiero esa canción!
(Un punto menos para Tina.)
—¡Pero a ti te gusta!
—¡No quiero! ¡No me gusta esa canción!
—Jacobín… Si la canto todos los días…
—¡No quiero esa canción! —gritó con todas sus fuerzas al tiempo que procedía a propinarle un puntapié que alcanzaría la mejilla izquierda de Tina, y que la tomó por sorpresa. Se tocó el área enfurecida.
(Tres puntos menos para Tina.)
Estaba furiosa.
—Entonces, adiós —gritó—. ¡Buenas noches y que duermas bien!
Jacobín lloró sin consuelo. Gritó y lloro repetidamente. Tina salió de la habitación para no escucharlo.
—Lo has provocado tú —le reclamó Martín.
—Yo no lo provoqué —se defendió ella.
—Por supuesto que lo provocaste. Así lo haces siempre.
(Dos puntos menos.)
El brazo le comenzaba a sangrar.
—Después te quejas cuando empieza a llorar, pero eso lo has causado tú. ¡Y qué le pasa a tu brazo, por Dios santo!
(Bajo su manga larga, se acumulaban las marcas de cada punto perdido. Tina sentía que otra vida se esfumaba de su cuerpo. Ahora sólo le quedaban tres.)
Apenas tendría dos hijos. Tenía que hacer lo posible por agradarles y dejar impreso en sus mentes que no era humano que la abandonaran un día en una casa de viejos.
Tenía deseos de irse, de perderse y de nunca más regresar. Se imaginaba corriendo sobre un campo amplio cubierto de nieve, gritando: “Jacobín y Martín el perfecto, ¡váyanse a la mierda!”. Tal vez, un baño caliente aliviaría su ira. No le quedaba otro remedio. No podía irse, en realidad. Lo sabía bien. Era una cobarde. Así lo era en todas las facetas de su vida. A veces no alcanzaba siquiera a atravesar el portal de su puerta para dar un paseo durante el día. Fobia general, lo habían llamado informalmente algunos doctores. Sabía entonces lo que debía hacer. Había perdido demasiados puntos ya. No podía arriesgarse. Su brazo sangraba mucho más cada vez. Debía recuperar aquellos puntos perdidos. No por Martín. No por Jacobín siquiera, sino por ella. Algún día sería vieja y le aterraba la idea de que la encerraran en una de esas casas de viejos donde se muere la gente a dos meses de internados. Así le había pasado a su abuela, y antes de ella, a su tía abuela. Los hijos la habían llevado a una de esas casas cuando todavía la señora tenía intactas sus facultades. Le prometieron ir de paseo, pero la llevaron a aquella casa de viejos. Una maletita con algunas de sus cositas es todo lo que sus hijos adorados empacaron para su nuevo “hogar”.
Tina había visto a su tía llorar de ira, profunda y desquiciada ira. No había nada que pudiera hacer una viejita como aquella, así de lenta como estaba, sin posibilidad de echarse a correr, montarse en un taxi y huir. La abuela había corrido una suerte similar. Sólo que, en su caso, nadie estaba ya seguro de que la viejita estuviera al tanto de lo que ocurría. En momentos de lucidez, tal vez, sospechaba su destino, pero pronto lo olvidaba. Tina no quería llegar a estar así. Apenas tendría dos hijos. Tenía que hacer lo posible por agradarles y dejar impreso en sus mentes que no era humano que la abandonaran un día en una casa de viejos. No había casa de viejitos que valiera la pena, de eso estaba segura. Jamás había visto alguna que lo fuera. Debía meter su ira en un cajón, olvidarse pronto del dolor que le había causado aquel puntapié traicionero, y regresar a la habitación de Jacobín, con sus tres vidas a cuestas.
Quiso decir “Jacobín, ¿cuál canción quieres que cante, mi amor?”, pero no salieron las palabras. No era capaz de abrir la boca para pronunciarlas. Guardaba mucho rencor, incluso hacia aquella criatura de sólo tres años. Se sentó al margen de la cama del niño. Guardó silencio. Tan sólo se dedicó a mirarlo con una expresión muy seria. A Jacobín le pareció extraña, incluso triste, la mirada seria y penetrante de su mamá.
—Mamá —dijo mientras se acercaba a ella para acariciarle la cara y besarle la mejilla dulcemente.
(Un punto para Tina.)
La besó una vez, y luego otra. (Otro punto). Después, incluso, la abrazó. (Dos puntos.)
—Mamá, una canción, por favor —pidió Jacobín, y Tina le concedió tres, más un minuto de caricias en su barriguita.
—Tengo miedo, mamá.
—No hay que tener miedo, Jacobín. Todo está bien. Mamá te ama mucho, y siempre va a estar contigo. Además, tienes muchas sabanitas protectoras. ¿Te hago un escudo?
—Sí, mamá, muchos escudos.
—Pues aquí van —dijo Tina, mientras dibujaba sobre el aire con sus brazos cinco círculos alrededor de la cama de Jacobín. Cinco círculos de los cuales siempre era ella la secante.
—Ahora, duerme.
—¿Qué vas a hacer ahora, mamá?
—Leer y escribir.
—¿Aquí en mi cuarto, mamá?
Mañana será otro día, pensó. Como cada nuevo día, traería consigo la posibilidad de acumular más puntos, de practicar ser más convincente.
—Jacobín, tú sabes que no puedo leer aquí si tú vas a dormir.
El niño se ríe.
—Bueno, ¡vamos a dormir! Que sueñes con los angelitos y con cosas buenas.
Tina salió de la habitación. Se encontraba exhausta. Jacobín, al fin, se había dormido. El día había terminado. Caminó al cuarto de baño arrastrando sus tres vidas, que ya parecían dos. Puso su cabeza debajo de la ducha. El agua caía sobre su vientre abultado. El nuevo bebé no saldría sino hasta dos meses después. En aquel momento, ni se movía. Tal vez, también estaba durmiendo, y Tina lo agradecía. No podía imaginar, siquiera, cómo se jugaba el juego entre cuatro. Aprovechó a contabilizar bajo el agua los puntos que había acumulado esa noche, y al salir de la ducha se aplicó alcohol sobre las marcas en el brazo. Mañana será otro día, pensó. Como cada nuevo día, traería consigo la posibilidad de acumular más puntos, de practicar ser más convincente. Debía usar los reducidos momentos de soledad que tenía para concebir nuevas estrategias. Tal vez mañana recuperaría sus cinco vidas, y no habría de perder tantos puntos. Las heridas que tenía en el brazo ya le empezaban a molestar. Todo dependía de ella, de cuán eficaz fuera, cuán hábil y precisa en su juego. Tal vez, Jacobín la dejaría quedarse con él, en su casa y la de su mujer. Tal vez, jamás la llevaría a una casa de viejitos.
—Te tengo una sorpresa, Jacobín —le dijo al recogerlo en el cuido.
—¿Una sorpresa, mamá? ¿Un regalito? ¿Es juguetes?
—No, Jacobín, no es un juguete. Es esto. Un panecillo bien rico.
—¡No me gusta ese panecillo! ¡No quiero! ¡Quiero un juguete! —gritó el niño.
(Dos puntos menos.)
Era una tarde fría, nublada y de lluvia. Apenas comenzaba. Esa noche, seguramente, le dolerían los brazos mucho más.
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