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El error de Phanhhotep

sábado 2 de diciembre de 2017
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Quienes le conocían aseguraban que el rostro del faraón, severo, gélido, distante, de cerca, intimidaba tanto como el del chacal ante su presa y que su mirada hermética, impenetrable, quemaba igual que la ira del dios Ra.

Pronto yo mismo lo iba a comprobar. Estaba ansioso por tenerlo frente a frente y al fin había llegado el momento.

Dejamos atrás los gruesos muros de adobe cubiertos de estuco y pintados de blanco que conformaban la fachada principal del palacio.

Me coloqué en un lateral de la sala, junto a una de las grandiosas columnas decoradas con llamativas y coloreadas flores de loto, tan cerca del faraón que podía sentir el roce del lino blanco de su túnica con la pátina dorada del trono.

Continuamos por el pasillo de los ánades cuyo zócalo, decorado con peces y aves de vivos colores, recordaba la orilla del Nilo, llena de vida y de luz.

Yo encabezaba la numerosa y real comitiva de los pueblos del sur que caminaba solemne tras de mí para encontrarse con el gran mandatario.

Ante las altivas puertas de cedro que daban acceso al salón de audiencias me detuve, empujé con fuerza ambas hojas a la vez y las puertas se abrieron de par en par, como las alas de una mariposa al iniciar el vuelo.

Al fondo de la inmensa sala, alzado en su trono, se hallaba el faraón; un nemes azul y amarillo ensalzaba la realeza de su rostro; llamaba la atención un vistoso y amplio pectoral de lapislázuli que le cubría gran parte del torso, su brazo derecho soportaba un pesado brazalete de coralina.

El cortejo permaneció inmóvil al final del pasillo, sólo se escuchó un indiscreto murmullo, reflejo de la admiración y sorpresa que la imagen del faraón causó en ellos.

Yo crucé el estrecho y permisivo umbral de piedra y me coloqué en un lateral de la sala, junto a una de las grandiosas columnas decoradas con llamativas y coloreadas flores de loto, tan cerca del faraón que podía sentir el roce del lino blanco de su túnica con la pátina dorada del trono. Era mi primera vez, la trompeta de cobre pesaba más que nunca, la alcé hasta colocarla sobre mis labios asustados. El aire indómito se escabullía sin consideración y los sonidos se desvanecieron.

Respiré hondo aunque la voz también parecía haberse disipado, y prácticamente sin aliento, anuncié:

—Se presenta ante el más grande mandatario, ante el faraón de las fértiles tierras del Alto y del Bajo Egipto, el rey de los hititas.

Al instante bajé la cabeza abochornado, consciente del tremendo error que acababa de cometer. Cómo podía haber sucedido; llevaba días repitiéndolo.

Probablemente mi tremenda equivocación acarrearía alguna condena. Me cortarían las dos orejas o me azotarían hasta despellejarme. Pero más que cualquier castigo me torturaba la idea de haber defraudado al faraón.

Alcé los ojos buscando el amparo de la diosa buitre Nejbet, cuya imagen dibujada en lo más elevado del techo protegía al faraón con sus alas extendidas.

Por un instante mis ojos avergonzados se cruzaron con los del faraón; poseía unos ojos grandiosos, vigilantes y custodiados por una espesa línea negra. Pude comprobar entonces que su mirada no era hermética e inaccesible como aseguraban sino todo lo contrario, era tan cristalina y transparente que enseguida supe leer todo cuanto quería decirme y sin dudarlo decidí seguir sus mudos consejos.

Los nobles visitantes aún esperaban. Posiblemente no se habían percatado de lo ocurrido.

El rey nubio, con la tez oscura y el caminar pausado, accedió a la sala; tras él todo su séquito, cuyos miembros fueron colocando ante el faraón ricos presentes.

De nuevo anuncié, esta vez con fuerza, sin miedos, sin titubeo.

—Se presenta ante el más grande mandatario, ante el faraón de las fértiles tierras del Alto y del Bajo Egipto, el rey de los nubios.

Esta vez sí, presenté con acierto a nuestros aliados los nubios y no a los hititas, los mayores enemigos de Egipto.

Ataviado con un pesado y macizo collar de oro, ese preciado metal que producen sus tierras y con una delicada piel color arena del desierto sobre los hombros, el rey nubio, con la tez oscura y el caminar pausado, accedió a la sala; tras él todo su séquito, cuyos miembros fueron colocando ante el faraón ricos presentes, un espejo de plata, dos desmesuradas arracadas de oro, varias vasijas de alabastro y hasta un fiero guepardo.

El rostro del faraón cálido y cercano lanzó una ligera sonrisa cuya complacencia llegó también hasta mí.

María Eloísa Caro Durán
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