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El malabarista

martes 12 de diciembre de 2017
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“Mi nombre es Michelangelo”, dijo. ¿Quién podía creer semejante tarugada? Era un chiquillo más moreno que el pan de centeno y la pésima entonación italiana no hacía sino remarcar su acento latinoamericano. “Como la tortuga ninja”. Asentí en silencio mientras me limpiaba la comisura con una servilleta y escrutaba sus grandes ojos blancos, dos copos de nieve destacando en la ambientación selvática del restaurant. “Bueno, Doc, ¿me invita o no a esas papas fritas?”, añadió, y en tanto esperaba la respuesta, puso las manos sobre los reposabrazos y levantó los codos, como un resorte que, en caso de escuchar “no, niño, vete”, o algo similar, se accionaría y le lanzaría en busca de otra mesa. Pero no sucedió nada parecido. Tras un silencio con el que quise aleccionarlo, dije sí a esas papas y también a la limonada que exigió para bajar el bolo. Me importaba un comino cómo era que un niño de su edad (una que calculaba alrededor de los diez años) iba solo por el mundo. Cuando llegaron las papas, el tal Michelangelo las inundó de kétchup y empezó a engullirlas como un animal. A esas alturas ya me arrepentía de haberle invitado. Pensaba “acábatelas y lárgate”. En efecto, hizo exactamente eso. Ni tiempo tuvo de dar las gracias.

La noche en que conocí a Michelangelo se inauguró con honores el reino anual del dolor.

Hablemos de mí. Ningún inconveniente en aceptarlo: soy un cabrón, un mal tipo, alguien desagradable, hasta la fecha no me he topado con nadie que, tras cinco minutos de tratarme, se olvide de mi honorable título de doctor y me considere un villano. Todo es culpa del dolor. Y ahora: ¿de quién es culpa el dolor? De mi ex mujer, o mejor sería decir mujer. ¿Por qué le importan tanto esos papeles? Como he dicho, soy un cabrón, pero juro que no es mi culpa, sino del dolor, por eso me llaman así: Doctor Dolor. ¿Ahora me creen? No quiero desilusionar a nadie. ¿Creen que no siento el rechazo en cada uno de los huéspedes de la habitación de abajo? Saco la cabeza por la ventana cuando entran por primera vez. How you doing?, pregunto desde arriba. Al inicio no entienden de dónde proceden esas palabras, hasta que levantan la cabeza y me ven y al acto intuyen que soy un tipo raro. ¿Será mi mirada de hombre solitario, mis movimientos de individuo esquinado, el bosque penumbroso que pintan mis palabras? Hasta un niño adivinaría, con sólo proponérselo, que en verdad solamente estoy loco por un hombro sobre el que llorar mis penas de enemigo público.

¿Casualidad? Lo dudo: la noche en que conocí a Michelangelo se inauguró con honores el reino anual del dolor. ¿Saben que a san Quirico lo hirvieron en aceite y luego lo serraron del ano a la coronilla? ¿O ese era san Eladio? No sé, qué importa. El caso es que si a mí no me han beatificado no será por falta de martirio. Ese día, el Jungle Palace, las ruinas de un resort otrora mítico en la selvática región de El Petén, y en las que vivo desde hace veinte años, estaba inusualmente calmo. Qué insólito; siempre había pachanga. De pronto me vi albergando la esperanza, infundada —como un niño que acaba de descubrir que los padres son los reyes pero se esfuerza por negar esa atroz verdad—, de que ese año con la época de lluvias no llegara el reino del dolor, de que la cefalea hubiera desaparecido. ¿Era posible? Cada médico al que había preguntado tenía una opinión diferente. Era posible. Tal vez, al haber conocido a Michelangelo y cerciorado de que hay desgracias mayores que la mía, se me quitaba. A mi edad y aún con esperanzas. Y entonces, muy suavemente, inadvertidas al principio, empezaron a caer las primeras gotas de la temporada, y luego los primeros relámpagos iluminando el cielo cuajado de nubes negras, y en cuanto retumbaron los primeros truenos, también retumbó mi cabeza. Por un momento —como cada año— sospeché que la historia de la humanidad había llegado a su final y los cuatro jinetes ya trotaban y ya se había celebrado el juicio final y a mí me había tocado la condenación eterna y el reino anual del dolor, sí, ese que tanto conocía pero cuya feroz y desgarradora intensidad, de año a año lograba desconocer —y así hacer posible la vida—, no era sino el zaguán del infierno. Sin falta, al cerrar los ojos visualicé, entre truenos de agonía que estallaban en algún lugar entre el ojo derecho y la oreja del mismo lado, la imagen de los papeles del divorcio. Qué nitidez. Mi nombre: Doctor Paul Knut, y el espacio en blanco donde debía estampar la firma. Sonreí en silencio: a saber dónde y cuándo los había perdido. Pronuncié la sonrisa, como retando a la tormenta que caía en el reino del dolor. De golpe me puse en pie como movido por un muelle y eché mano del oxígeno, preparado de antemano junto al escritorio. Encendí la luz de la mesa, y busqué a Napoleón. La figurita de plomo destacaba entre el ejército imperial como un mesías. Incluso era de mayor tamaño que los soldados, igual que mi dolor era el dolor más intenso sufrido por humano alguno en toda la historia. Tenía toda una noche de martirio por delante. Y la tormenta arreciando al otro lado de los cristales. Herví un litro de agua, le eché ocho sobres de manzanilla, y acto seguido me esforcé por concentrarme en pintar el emperador con todo detalle. Parcialmente, funcionaba. Mientras estaba trabajando en la túnica, sólo existía la túnica, sus pliegues, su conseguido tacto de terciopelo. Pero sólo era necesario que la túnica quedara terminada, para que el dolor volviera a reinar y se intensificara el lagrimeo del ojo derecho. Entonces sacudía violentamente la mascarilla de oxígeno, y escogía otra parte del cuerpo de Napoleón, por ejemplo las botas, o los pantalones, e intentaba concentrarme en ellos. Sin duda, lo que más me gustaba era pintarle el rostro; era con lo que más me tardaba, tan lleno de detalles, y lo que por ende me proporcionaba el alivio más largo. Cuando vi que el trozo de cielo recortado en la ventana se asalmonaba, sentí una tristeza inmensa. Con lo mucho que antes me gustaba ver salir el sol… El dolor remitió, pero la pena me acompañó hasta la cama.

Me despertaron pasado mediodía los ruidos de los nuevos huéspedes en el piso inferior. Cada dos días, máxime tres, lo mismo. Por milésima vez pensé: “Qué mierda de cabañas, tengo que mudarme”, y luego me puse en pie, eché un vistazo al panorama de la cabaña, serví lo que quedaba de manzanilla en una taza y me acodé en la ventana. Entre las ramas de una ceiba, cruzando el sendero de guijarros, identifiqué al niño con tres mazas de colores, de esas que usan los malabaristas, caminando rumbo…, ¿hacia dónde? ¿Hacia un futuro negado? Fue extraño. De golpe se paró en seco, se dio la vuelta y como si supiera mi posición, me clavó una mirada tan trasparente que me asustó. Alzó un brazo y me saludó, agitando una maza de color verde. Enseguida me aparté de la ventana. El miedo que sentía era inclasificable. De algún modo, intuía que el orden sagrado de mis días de mierda se podía ver afectado por ese niñato maltratado por este mundo injusto. Nada volverá a ser igual, y cualquier cambio será a peor. ¿Qué culpa tenía yo de que el mundo sea así de bonito? Minutos después, tomaba asiento en la misma mesa del mismo restaurant, el único en varios quilómetros a la redonda. Me sirvieron lo de siempre, con la diligencia acostumbrada. Por supuesto, me preguntaba constantemente ¿dónde estará el niño?, por eso, al verlo aparecer bajo el dintel de la puerta, mirarme, saludarme con desinterés, y luego ir a sentarse a otra mesa ocupada por una pareja de gigantes rubios que enseguida hicieron un gesto al camarero, el miedo de antes dio paso al desconcierto. Debía sentirme aliviado, puesto que me lo había sacado de encima. Sin embargo, no era así. Me sentía rechazado, dejado de lado. Qué penoso, reparé al saberme afectado por el rechazo de mocoso interesado. Entonces vi la sonrisa maligna que Michelangelo dibujó cuando llegó su plato de papas y dejé de sentir lo que sentía y pasé a sentir curiosidad. ¿Acaso había alguien más malvado que yo? Una gran rabia no tardó en apantallar cualquier otra emoción.

Vi a Michelangelo otras veces. Las circunstancias siempre eran similares. Yo estaba acodado en mi ventana, o sentado en mi mesa, contando cuántas horas faltaban para la siguiente batalla en el reino anual del dolor, y él aparecía cargando sus mazas de colores, me saludaba y se desentendía de mí. Invariablemente, me sentía incómodo. Yo no quería sino que desapareciera, sin importar el cómo: que se matara solito atragantándose con una papa, que lo atropellara un camión, que lo secuestraran, o que agarra sus cosas (si es que sus cosas no consistían en el short y la playera que siempre llevaba puestas), pero que se largara. Con el transcurso de los días, contra todo pronóstico, ese pensamiento se transformó en un particular sentimiento hacia él, como si le debiera algo. ¿Unas disculpas? Era absurdo, casi humillante, pero así sentía, y viviendo como vivía en el reino del dolor, ese pensamiento no hizo sino sobredimensionarse, acaso competir con la imagen de los papeles nunca firmados de mi divorcio, tan cuidadosamente enviados al fin del mundo por la zorra de mi ex mujer. ¿Qué esperar de mí? ¿Versos líricos sobre la niñez? Aquellas noches estaban siendo especialmente productivas en términos de mariscales, capitanes y almirantes del ejército imperial pintados con esmero…, lo que no hace sino reflejar unas cefaleas asimismo especialmente desgarradoras. Recuerdo que fue por entonces que volví a pensar en el suicidio como la única salida. Pero seguía siendo el mismo cobarde de siempre, ese cobarde que se repetía “las primeras luces del amanecer disolverán todo dolor…, pinta, Paul, pinta, Doctor Dolor, pinta dos, tres, diez ejércitos imperiales”. Esa noche, para colmo, se me agotó el oxígeno. Mis cálculos habían sido erróneos. Incapaz de caminar hasta el armario (donde tenía otra botella), arrojé la miniatura que tenía entre manos por la ventana, lancé un grito (pero no un grito de desesperación, de dolor, sino de odio, de nuevo ese odio inmortal contra lo que no tiene nombre —o tiene muchos— y que me jode la vida) y salí corriendo de la cabaña escaleras abajo. Me tiré al río del Jungle Palace y, creyéndome en soledad, estuve azotándome contra la superficie hasta que el ataque de los mosquitos logró superar el martirio de la cefalea.

Gracias al extraño movimiento de sus ojos, no de izquierda a derecha, sino demasiado aleatoriamente, comprendí que no sabía leer, que fingía.

Una semana después, se terminaron los alimentos que había mandado traer a la cabaña, y me digné a salir. La reacción alérgica de las centenares de picadas aún deformaba mi rostro, a lo que hay que sumar una palidez vampírica y cierta aparatosidad en mis movimientos. Había pasado todo ese tiempo buscando algo en que concentrarme, que lograra, aún más que pintar figuritas de plomo en tanto cantaba temas de Janis Joplin, llamar mi atención. Había usado el último recurso: buscar los papeles del divorcio. Era una idea vieja: embadurnarlos de mi mierda, dejar que se secaran, luego rascar con la uña del meñique una dedicatoria especialmente ominosa, y al fin meterlos en una carta y enviarlos sin remitente a mi ex mujer. Había detenido la búsqueda al recordar la noche en que se los había dado de comer a los pecarís que rondaban mi cabaña. Y de vuelta en el restaurant, demudado, mudo, deforme, volví a coincidir con Michelangelo. Hizo como siempre: echar un vistazo, saludarme, pero luego, al ver que yo era el único comensal, se resignó a ocupar la silla vecina a la mía y dejar sus mazas sobre otra silla. Por su actitud, o parecíamos perfectos desconocidos o amigos de toda la vida; ni me saludó ni hizo comentario alguno sobre mi aspecto. Dijo “tengo dinero”, y luego “mesero, unas papas fritas”. Yo no sabía qué pensar. Más bien: no pensaba; estaba demasiado absorbido por la pregunta ¿puedo contratar un sicario para que me mate? como para preocuparme por un chaval abandonado por el mundo. Llegaron las papas, dijo “¿me alcanzas la sal?” y empezaron los sonidos de su mandíbula. Y entonces pasó algo extraordinario. Michelangelo, de golpe, paró de comer. Una papa se quedó a medio camino entre la boca y el plato, colgando de dos dedos, y luego cayó de vuelta a la piscina de kétchup que anegaba el plato. Michelangelo tenía los ojos cerrados con fuerza, y había bajado la frente hasta apoyarla en el canto de la mesa. Y ahí reposaba, resoplando, muy quieto. Al acto supe qué le pasaba. “Chico”, dije, porque era obvio que Michelangelo no era su nombre, “con esta música, cerrando los ojos no vas a conseguir nada”. Michelangelo no se inmutó. Al rato, murmulló con desdén: “¿Mejor sería lanzarme al río?”. Permaneció en la misma posición: helado, sin mover un pelo, inspirando y expirando. El gesto que yo hice a continuación con la cabeza, lo juro, no fue de condescendencia, sino de asombro. Luego pronunció algo que no entendí y se metió en el baño. Debió de usar otra puerta para abandonar el restaurant, porque yo no lo vi salir, y tuve que pagar sus papas fritas. Me llevé las mazas a la cabaña y mientras duró mi puntualísima cefalea, las estuve abrazando junto con la botella de oxígeno.

Durante días, esperé su aparición. Guardaba con celo su único acicate para vivir. Preguntando a los camareros, obtuve una mueca ambigua, y luego: “Estos niños vienen y van con el viento”. Pero ahora era diferente. Yo ya no veía a un niño. Ni yo mismo creía el cambio que había sufrido mi imagen de Michelangelo. Ya no me parecía la especie de farsante que antes, pese su temprana edad, creía que era. Su actitud arrogante y al mismo tiempo tranquilamente desesperanzada encajaba a la perfección con su figura delgada, bajita, de rasgos infantiles violados por unas arrugas que delataban un pasado tan simple como espantoso. De algún modo, supe que ese individuo sí era Michelangelo, ahora ya sí.

“¿Unas papas fritas y una limonada?”, le pregunté en cuanto reapareció por el restaurant. Aquel día, como el precedente y el que siguió, afuera diluviaba. Sin variar el semblante serio, Michelangelo tomó asiento. Estaba completamente empapado. Cuando llegó el camarero le preguntó si le podía dejar la carta. El empleado se sorprendió tanto como yo. Llevaba dos minutos leyéndola con atención cuando el camarero regresó. “No seas malito, dame otro par de minutitos”, dijo Michelangelo, y siguió sumergido en el menú de diez platos durante un rato. “¿Ya se decidió?”, volví a escuchar, y entonces, gracias al extraño movimiento de sus ojos, no de izquierda a derecha, sino demasiado aleatoriamente, comprendí que no sabía leer, que fingía, y que lo hacía con la naturalidad que otorga la práctica, claro, como una anciana con demencia avanzada que simula conocer a su hija para no ofenderla. Me adelanté: “Un filete de res con ensalada y arroz. Y una limonada”. El recuerdo de la mirada que acto seguido me dirigió Michelangelo todavía logra partirme el corazón. En ella pululaban, amalgamadas, las tres emociones básicas: amor, miedo y odio, dándose de ostias y besos a partes iguales. No dije nada, sólo sonreí un poquito, muy poco. No quería que él interpretara algo así como que yo quería protegerlo, ni que viera en mí a un padre, líbrame dios de algo semejante, nada, nada de eso, sólo que entendiera que yo le comprendía y que, sobre todo, no le juzgaba. “Me llamo Paul”, dije y señalé a un lado. Las mazas estaban sobre la silla vecina. Él chasqueó la lengua, así deshaciendo el hechizo que durante breves segundos había flotado entre los dos, y luego espetó: “Pinche Doc…, no se quite méritos, usted es ni más ni menos que el Súper Chingón Doctor Paul Knut de la Fregada”. Alargó las manos, abrazó las mazas y dibujó una sonrisa infantil tan prístina que me hizo sentir —por primera vez en mucho tiempo— feliz. Me asusté. Si había niños solos en el mundo capaces de sonreír de ese modo, ¿no todo estaba perdido? ¿Era él ese niño capaz de vislumbrar la poca luz que todavía anidaba en mí? Poco después llegó su filete y mi gin-tonic y por fin empezamos a hablar de la vida de hombre torturado a hombre torturado.

Así me enteré de que Michelangelo tenía catorce años. Llevaba cuatro viajando. Conocía al dedillo Nicaragua, de donde juraba proceder, Honduras, donde no recomendaba ir porque “hay gente que le gusta hacer daño”, El Salvador, Guatemala y el sur de México, de donde sólo conocía el campamento del Jungle Palace. Según él, sufría migraña desde siempre. Cabe señalar que para él “siempre” significaba “desde que mis padres ya no están”, es decir, “toda mi vida”. Entonces: “¿y tus padres?”. Simple: muertos en un accidente de la combi en la que viajaban de Managua a Rivas, o asesinados en esa misma combi por un grupo de rateros de menos de quince años, o un poco de cada. Su única tía viva le había dicho que no volviera a llamar a su casa porque él era un niño malo y luego le había cerrado la puerta en la cara. Y como Michelangelo entonces era un crío de diez años y afortunadamente no había tenido que trabajar, tampoco tuvo dinero para pagar el departamento a fin de mes. Y sólo entonces Michelangelo conoció la calle. En lo que se refiere a mí, adivinó mi historia casi antes de que se la empezara a explicar. “Un gringo como usted sólo puede vivir en un sitio como este por problemas con la tira”. Y ahí me hizo algunas preguntas. “¿Drogas?”. Denegué sin poder evitar una sonrisa. “¿Te paraste en seco a alguien?”. Pero enseguida descartó esta opción con un gesto de la mano. Acto seguido, Michelangelo se lo pensó, a lo sumo, cinco segundos. “Mujeres”. No dije nada. “Pinche Doc”, dio un sorbo a la tercera limonada que le pagaba, y añadió: “huye de su esposa”.

Michelangelo nunca llegaría a ningún sitio. Conocería a quien no debía conocer. Haría lo que nunca debería hacer. Correría delante de quien nunca se debe correr.

El restaurant del Jungle Palace era un oasis de comodidades en medio de la selva. Lo pensé durante un segundo. Me imaginé viviendo en un árbol, comiendo bayas y cagando desde veinte metros de altura, habiendo muerto hacía veinte años sin nunca haber sufrido cefalea en racimos. Tras eso, nada cambió. Michelangelo se había dejado la guarnición de ensalada en el plato, y ahora me pedía, con esa sonrisa insolente tan suya, que “órale, Doc, dispárese un flan”. Al tiempo que hacía un gesto al camarero, dije: “Y dime, ¿qué te gusta hacer además de chantajear a los adultos?”. Michelangelo abrió los ojos de par en par, pero no de sorpresa, sino de indignación. “Usted no es muy observador, ¿verdad?”. Dejó un silencio tan calculado que no pude menos de creerme en una teleserie. Movió las mazas. “Seré malabarista, ¿sabe?”. Mostré verdadero interés. Pero él dijo: “No me mire así. Sé lo que me digo”. Y yo me pregunté: ¿incluso cuando soy sincero parezco actuar? Estoy perdido… Y me interrumpió. “Hace unos meses me topé con este cuate, un ruco que me habló de una escuela de malabaristas del DF. Como le caí rebien me escribió una recomendación para el director de la escuela, que es amigo suyo”. Asentí. “Ese papel no pienso perderlo”, añadió Michelangelo, y tras escuchar eso desconecté. Pensé en dios, en cómo, de niño, hablaba con él. Escuché el silencio. Y entonces se abrió paso el fragor de la tormenta sobre la selva. ¿Dónde estaban todos los animales en un momento así? Pensé que sería apropiado desearle suerte, que encontrara esa escuela y pudiera estudiar en ella, pero después me sentí un miserable y me dije que lo que ese niño necesitaba no era suerte, sino unos padres. Sin pensarlo dos segundos abrí la cartera, saqué dos billetes de doscientos pesos y los puse sobre la mesa. “Para el boleto”, dije. Michelangelo no me miró; miró los billetes. En verdad no sé qué esperaba, tal vez que se abalanzara sobre el dinero y saliera corriendo. Lo que seguro no esperaba es que tras escrutar los billetes verdes con unos ojos brillantes por espacio de medio minuto, prorrumpiera: “Pinche Doc, el puro boleto cuesta ochocientos”. Y luego se los metió en el bolsillo y sus ojos perdieron todo brillo.

De camino a la cabaña, supe que no lo volvería a ver. Michelangelo nunca llegaría a ningún sitio. Conocería a quien no debía conocer. Haría lo que nunca debería hacer. Correría delante de quien nunca se debe correr. Diría las palabras prohibidas. Aceptaría los tratos irreversibles. Moriría como nunca un niño debería morir. Y todo porque Michelangelo, aunque parecía un niño de diez, no era un niño. Pero qué más daba, yo nunca sabría ni vería nada de todo eso. A la mañana siguiente, tras una intensa sesión nocturna de pintado dedicada exclusivamente a un regimiento de dragones imperiales, decidí desayunar en el restaurant antes de acostarme. La selva chorreaba la última lluvia de la temporada, los pájaros despertaban. Franqueé el umbral, hice un gesto al camarero y me dirigí a mi mesa. En efecto, las mazas seguían en la silla en que las había dejado anoche, y casi me pareció ver sobre su superficie el último brillo infantil de la mirada de Michelangelo, o como se llamara. No me avergüenza decir que me sentía estupendamente, por ese año se había acabado el reino del dolor.

Guillem Borrero
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