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Faltas de ortografía

jueves 6 de septiembre de 2018
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Antes del terremoto del ochenta y cinco, la redacción del periódico de nota roja Calle ocupaba la planta trece. Ahora ese número ni siquiera aparece en los botones del ascensor. Del duodécimo piso directamente al catorce, cuartel general de Calle.

Unas diez personas faenan ante las pantallas de las computadoras. Las mesas son un rastro de cocas y jugos verdes mediados, bolsas de papas Sabritas y chicharrones, platos de unicel con restos de mango, limón y chile piquín, y más cocas y… Si se mira por las ventanas en dirección hacia Santa Fe, las nubes se apelotonan en el ocaso como bolas de helado de mamey; la punta de la Torre Latinoamericana se vislumbra por las cristaleras que dan a oriente; al sur, el Eje Volcánico Transversal, velado por la densa contaminación, apenas es un recuerdo conservado en postales. Pese a la distancia y a la altura en que se encuentra la redacción, el ruido del tráfico que colapsa Hidalgo, Reforma y Bucareli se filtra amortiguado hasta los periodistas.

—¿Cómo te llamabas? —pregunta Lucho.

El becario se da la vuelta en la silla y mira con incredulidad al periodista. Se lo habrá repetido, sin exagerar, unas cuatro veces en lo que va de día, veinte en lo que va de semana. Según parece, será su tutor, pero no puede evitar un leve mohín de labios agriados.

—No seas malito: tu nombre.

Valère, el flamante becario del otro lado del charco, estudiante de alguna maestría de la exclusiva Universidad Iberoamericana, igualado con el resto de mexicanos gracias a la negligencia de sus trabajadores públicos.

Tras insistir, Lucho detecta una sombra en el brillo de la mirada del estudiante extranjero en prácticas que le han endosado. “Pinche francés sangrón. Quién se cree que es”. Mientras espera la respuesta, ve que debajo de la mesa hay un montón de páginas de ejemplares atrasados; están hechas un ovillo y parecen manchadas. “¿Qué chingados..?”. Lee un titular de su puño y letra obscenamente mancillado con lo que tiene todo el aspecto de heces: “Sorpresa de cumpleaños”. Las letras del titular, ahora arrugadas, se sobreponen a la imagen de un payaso acuchillado y abandonado en un basurero que tiene como telón de fondo la muralla de vecindarios hoscos de Ciudad Satélite, y ocupando la otra mitad de la página principal: “Lucy rompe corazones con todo y panza”, y la foto de una embarazada en lencería negra. Ahora Lucho se fija en los bajos del caro pantalón del francesito, y sonríe con malicia. Salpicaduras de barro, ya secas, claro, seguramente fruto de un pisotón despistado en cualquier alcantarilla destapada de la Colonia Juárez, y su hipótesis queda confirmada con la lamentable vista del zapato italiano anegado en inmundicia defeña.

—Disculpa, tengo mala memoria. ¿Vicente? —se le escapa cierta sorna en las palabras.

—Valère. Valère.

Lucho imagina el momento de la catástrofe. La confianza del europeo, fruto de la tan civilizada educación francesa, evaporándose de sopetón por la falta de calzada, y la pata hundida hasta la rodilla y la mierda cubriéndole el pie entero. Valère, el flamante becario del otro lado del charco, estudiante de alguna maestría de la exclusiva Universidad Iberoamericana, igualado con el resto de mexicanos gracias a la negligencia de sus trabajadores públicos. “Pinche francés. Irá con la vista puesta en el cielo, como si el mundo fuera un lugar seguro”. Acto seguido, coge aire y busca la manera de explicarle, sin perder los estribos, que “estoy hasta la madre de repetirte que después de ‘necesitar’ nunca va la preposición ‘de’, nunca, carajo, de modo que si sigues haciendo ese pinche error, por muchas tildes que pongas bien, se te va a llevar la chingada de vuelta a Lyon”.

—Aquí: necesitó de la ayuda de…

Basta que lo indique con el dedo para que Valère, que tolera mal el equivocarse, se sulfure y escupa un exabrupto. En cuestión de dos segundos, la frase vuelve a estar retocada: la patrulla necesitó la ayuda de los vecinos para localizar, entre los miles de departamentos no censados, el inmueble donde se había cometido el feminicidio.

—Órale.

—¿Se la envío? —el rostro de Valère emana suficiencia.

—¿A mí? No. Al redactor jefe.

Lucho señala a un hombre que, por el color de piel, parece europeo. Sólo es un redactor jefe, el redactor jefe de Calle, no el vicepresidente de la Cámara de Comercio, pero se desenvuelve y viste como tal. Lucho está a punto de pedirle que especifique el asunto en el correo, porque capaz es Barroso de borrarlo sin leerlo, cuando se vuelve a preguntar, ya riéndose de sí mismo, cómo demonios se llama el pinche francés. “¿Valentino? ¿Vianney?”. Pero sólo lo piensa. Al detectar cierto crispamiento en los hombros del francés, se le acaba la paciencia y se da la vuelta. Camina diez pasos y aterriza el trasero en su silla de periodista estrella. Con un movimiento brusco, hunde la mano en el bolsillo trasero del pantalón de mezclilla y saca la cartera del bolsillo. “Chinga”. La avienta sobre la mesa y con la violencia del gesto sale despedida una foto de su hijito que queda abandonada junto a un ejemplar de Calle cuyo texto está lleno de marcas rojas, y un diccionario de sinónimos.

Al otro lado de la ventana, los rascacielos de Reforma contrastan con un cielo anaranjado de polución y atardecer. Una parvada de pájaros se atreve a surcar el aire que flota encima de la calle Bucareli, inmediatamente contigua a su edificio. De nuevo esa sensación: ese monstruo de ciudad, su ciudad, siempre parece como a punto de hundirse en el antiguo lago de Texcoco, siempre a punto de algo.

—Quihúbo Groucho —escucha Lucho.

De golpe, el Güero Chepino, colega encargado de la página cultural, se ha dejado caer encima de su escritorio. Con un hábil movimiento, caza la cartera de Lucho y la abre.

—Ludovico Hidalgo Ferrer —remarcando la “r” final.

El Güero Chepino sostiene la credencial de elector de Lucho ante sus ojos. Es casi como un espejo. Los dos son cuarentones bajitos, morenos y gruesos. Los dos van rasurados del día y llevan americana gris y camisa clara, él azul cielo, Lucho blanca, con el cuello mugriento. Sus ojos también difieren: los de Lucho oscuros, y tienen una caída en los extremos que recuerda a cierto pez; el Güero Chepino los tiene, quién sabe por qué, claros como el agua del Caribe.

—Pinche Groucho. Estás bien feo.

Le llama así porque Lucho, que se considera marxista, una vez, ya mítica, confundió a Karl y al cómico. Chepino da varias vueltas a la tarjeta, como si tuviera más de un reverso, como si fuera diferente a la suya.

—Ya te gustaría a ti que estuviera feo. Putito —corresponde Lucho.

—¿Nos dejará salir Barroso antes de que den las ocho?

—No.

La cartera, de nuevo cerrada, aterriza sobre la mesa, donde aún descansa, abandonada, la foto de su hijito. El Güero Chepino hace un estiramiento, alzando sus cortos brazos por encima de la cabeza, juntando las manos. Tras un sonoro bostezo, agarra el diccionario de sinónimos y lo abre por una página que está marcada:

—Matar, dos puntos, asesinar, ajusticiar, despachar, ejecutar, liquidar, neutralizar. Morir, dos puntos, fallecer, expirar, perecer, fenecer, finar, diñar, espichar, cascarla, estirar la pata, pasar a mejor vida, irse al otro barrio, hincar el pico, petatearse. Híjole.

—Dame —Lucho le arrebata el diccionario, vuelve a doblar la esquina de la frecuentada página de la “m”, de matar y morir, y lo deja donde estaba.

Ahora el Güero Chepino pesca el periódico ametrallado de marcas de bolígrafo rojo y, entre dientes, murmura: “¿Y esto?”. Lucho no responde. Sus ojos dicen: “¿Qué pasa contigo hoy? ¿Qué quieres que haga yo si a un tarado le ha dado por enviarme mis noticias corregidas ortográficamente?”.

—Está cagado… —y de repente, con otra nota de voz—. ¿Qué onda este fin de semana? —Chepino ya se ha desentendido del periódico, y lo utiliza como baqueta de batería sobre el mismo Lucho.

—¿Fin de semana? Quita. Quita… Amalia chambea. Dejaré al niño con mi suegra, y aprovecharé para avanzar.

—¿Aún con la tesis?

—Una lanota que me costó la colegiatura.

—¿E insistes con la mamada esa de aplicar la dialéctica marxista a la historia prehispánica?

—¿Y tú con la de querer demostrar que tu abuela era alemana? —y le arrebata el periódico de entre las manos y lo tira a la basura.

De repente, antes de que Lucho pueda justificarse aludiendo a sus lecturas, el licenciado Barroso, redactor jefe de Calle, le hace una seña con la mano desde su escritorio. Sin que nadie diga una palabra, el Güero Chepino desaparece y Lucho abre su correo electrónico. Una última tragedia antes del cierre del viernes para zanjar la semanita con broche de oro. ¿Sólo un accidente de tráfico? ¿De quién la culpa? ¿Adelantamiento de adelantamiento de adelantamiento y pues no quedó espacio en el carril de sentido contrario? Echa un vistazo a las fotos y le sorprende la carnicería por sólo tratarse de un accidente de colectivo en la ruta Chalco-Iztapalapa. Evita una ojeada más detenida. Enseguida tiene el titular: “Uno de picadillo, por favor”. Combinará maravillosamente con su patrocinador Tacos El Chimuelo, cuyo simpático logotipo lucirá el Calle mañanero del sábado al lado de la espantosa foto del accidente.

Tras enviarlo al redactor jefe, apenas espera dos minutos antes de atisbar de reojo nuevas señales, esta vez de aquiescencia, desde el otro lado de la redacción.

—Órale —piensa o murmura mientras echa un vistazo al cielo nocturno.

Lucho pone el ordenador en hibernación —hace semanas que no lo apaga— y con un hábil gesto ya tiene la chamarra enfundada y el morral le cuelga en bandolera terciada sobre el pecho. Ni siquiera se despide del Güero Chepino, menos del francés quién sabe cómo se llame.

Abajo, la calle le espera bombardeada de taquerías, torterías y otras tantas decenas de changarritos de garnachas. Es viernes. Multitud de oficinistas invaden las calles sentados en taburetes rojos, verdes y azules, cojos o enteros, mojados de agua o lodo, pero todos de plástico y bien calentados por las posaderas de media Ciudad de México. Emprende el camino cruzando las nubes de vapor colgadas en medio de la calle y que emergen de debajo de los plásticos transparentes que cubren los tacos de cabeza. Como el francés, él también tiene la vista puesta en lo alto, a veces en el cielo, ya casi completamente oscuro, la mayor parte del tiempo en los innumerables carteles, anuncios y rótulos de negocios. Pero Lucho no tropieza, no cae en las trampas que la ciudad parece haber tendido a los confiados turistas del gabacho y del viejo mundo. Así, oteando con tanta atención como deleite la propaganda popular, se le ocurrieron muchos célebres titulares. “Una vida difícil; una muerte fácil”, en relación con el asesinato de una puta o algo así encontrada hecha pedazos dentro del tambo de las carnitas de un mercado de Ecatepec, en virtud de un vistazo rápido a “Tacos El Pinche: difícil servir tacos tan fáciles de comer”. O un sencillo “tacos de cabeza” enfrente de una Escuela Normal, le inspiró el “No sabe dónde tiene la cabeza”, tan aplaudido por el Güero Chepino, y que coronaba la consabida noticia de un decapitado encontrado en un paso elevado de la carretera hacia Puebla.

Tres horas después, cuando por fin ha conseguido acabar el prólogo a la décima edición, lo cierto es que le arde la cabeza como si se hubiera leído el libro entero.

Descendiendo las escaleras del metro Hidalgo, no puede evitar reparar en el vagabundo que vende libros a pocos pasos. Se detiene y salva la distancia hasta el tendido. “Con permiso”, dice en tanto, agachado, agarra uno. “El origen de la familia…, Engels”. Intenta leer la contraportada, pero la poca luz que sale del interior del Centro Cultural José Martí a través de sus ventanales es constantemente obstruida por el paso de viandantes. “¿Cien varos?”, piensa con mofa al leer el precio escrito en una esquina de la primera página. “Don.., ¿por cuánto me lo deja?”. Lo dice con uno de cincuenta en la mano. Siente su tacto plastificado, como de billete falso, siempre piensa; contempla de refilón el reflejo de las luces amoratadas destellando en su superficie, sobre el retrato de Morelos. “Deme”, y alarga la mano hasta asir el billete. Lucho prosigue el descenso y se funde en la muchedumbre y debe esperar ocho trenes antes de decidirse a embutirse en el noveno, porque ya quiere llegar a casa, abrir una Victoria y penetrar en la dialéctica marxista de su nueva adquisición.

Tres horas después, cuando por fin ha conseguido acabar el prólogo a la décima edición, lo cierto es que le arde la cabeza como si se hubiera leído el libro entero. Lo deja a un lado y va a la nevera y abre una cuarta Victoria, esta vez botaneando de una gigantesca bolsa de snacks variados bañados en salsa Valentina, anegados, sumergidos en ella, tanto que, como el cartón empapado que cede por su propio peso, los snacks no llegan enteros a su boca. Ya empieza a extrañarle que su mujer no esté en casa. El último pesero debe de estar viajando en ese instante. Si tarda más de veinte minutos, llama a su suegra. Tal vez haya ido a dejar el niño a casa de su madre para que puedan pasar la noche de viernes solitos en casa. No es mal plan.

Y cuando pasa ese tiempo y decide llamar, no a su suegra, sino primero a ella misma, le atiende un policía y le dice que ese móvil ha sido encontrado en un colectivo de la ruta Chalco-Iztapalapa, gravemente accidentado apenas tres horas atrás. No sabe si el policía bromea cuando le informa de que las únicas supervivientes han sido dos gallinas que iban dentro de unos huacales.

 

Como si fuera un apestado, a su alrededor, en la redacción de Calle, desde hace semanas, se abre un círculo de silencio y circunspección exagerada. El Güero Chepino se limita a invitarlo unas veces a echarse unos tragos, otras a medio gramo de marihuana michoacana, deliciosa. Lucho declina todo ofrecimiento, también el del jefe redactor, que le propone cogerse la baja. La baja. Ya sabe él cómo acabará si coge la baja. Así que sólo gracias a la ignorancia hay alguien que le trata normalmente. “Uve”, como ya ha decidido llamar al francés, se le acerca cada mañana y le da los buenos días y le pregunta con un divertido acento: “¿Qué onda Lusho?”. Piensa que algo se olerá, piensa que es raro que nadie se haya tomado la molestia de ponerle al corriente de la desgracia.

—Vamos a desayunar —le dice. Y Uve obedece con una sonrisa en el rostro, como diciéndose: “Increíble esta gente, empezando la jornada con el descanso para el desayuno”.

En el ascensor no intercambian palabra. Lucho se mira en el espejo, más bien mira en el espejo a la persona que hay al otro lado. ¿Ese soy yo? Ni pena, ni alegría.

Bajan hasta Artículo 123 y allí tuercen a la derecha, rumbo Bucareli. Dos calles más esquivando merolicos “¡Llévele, llévele! ¿Busca ópticas? ¡Los mejores lentes del rumbo! ¡Llévele!”, charcos sospechosos, y dejando pasar a la camioneta de “¡Se cooooompran: colchones, estufas, microondas, refrigeradores… y todo fierro viejo que vendaaaa!”. Después de una vulcanizadora, cuyos altavoces inundan la cuadra de bachata y merengue, aparece el cartel “Las Chingonas” en tipografía que imita la de Cocacola. Tortas gigantes. Uve sigue a Lucho al interior del local, y con él arrastra una expresión de asombro infantil, de antropólogo internándose por primera vez en la tribu yacumama de la mano de un nativo. Uve, pese a la advertencia de Lucho, pide una francesa. Él una clásica, una cubana. En una mesa vecina se acumulan ejemplares atrasados de Calle, Basta y Metro. Lucho dirige una mirada furtiva al montón, Uve hace como que toca el piano con la mesa, cuando de repente su tutor se lleva una mano a la cara, como sosteniéndose la cabeza, sin fuerza, y la otra se cierra en un puño apretado, vibrante de tensión. El francés se queda petrificado, sosteniendo presionada una tecla imaginaria con el dedo anular. “¿Lusho? ¿Todo es bien?”. “Su pinche ma…”, piensa Lucho justo antes de levantarse y moverse entre las mesas, como a la búsqueda de un aire fresco que no existe en esa ciudad. Sólo vuelve a su asiento cuando llegan las tortas. Lucho ni se entera de que Uve paga, ni le da las gracias, pero sí le detiene cuando el muy puerco está a punto de echarle salsa valentina a su torta francesa: bolillo bofo embarrado de frijoles negros y mayonesa, milanesa, frankfurts, aguacate, rajas de jalapeño y queso azul, como para afrancesar el pecado. Tras eso Uve se abalanza sobre el desayuno. Tiene un raro mohín en los labios, la mano en la tripa, cuando acaba. “Un expreso, por favor”, dice con el dedo levantado hacia el camarero. Lucho sigue mirando su torta cubana, intacta; ha oído la sofisticada petición de Uve para cerrar la comida como se debe. Ni el camarero mueve un pelo, ni él se esfuerza por aclararle nada. Uve parece entender, pues no insiste con lo de su expreso. Vencido, Lucho manda que se la pongan para llevar, y cuando salen de Las Chingonas, tuerce a la derecha, sin avisar a Uve, y se aleja solitariamente de la redacción. “¿Lusho?”, escucha a sus espaldas.

Si camina por la ciudad, no piensa. O, si piensa, no puede estar atento al tráfico y hay más probabilidades de morir cristianamente atropellado. Así que se ve caminando como si en ello le fuera la vida rumbo al sureste, pasándose semáforos en rojo, esperando que alguna alcantarilla destapada y de decenas de metros de profundidad lo engulla. Pero tres horas después sigue vivo y caminando cruza el viaducto y se detiene. De la mano le cuelga la bolsa con la torta cubana fría. Alza la vista. El cielo, a la altura del horizonte, es color café de calcetín. Siempre bromeaba muy seriamente con su hijo que veía la cúspide del Popocatépetl emerger entre nubes. Era imposible, pero su hijo decía: “Sí, papá, yo también lo veo”. Ahora no distingue nada: sólo un polvo de mierda flotante, vapor mierdoso que con el viento gélido se licúa o se desplaza para el norte. Pero sabe que con paciencia y suerte, de quedarse ahí el tiempo suficiente, cabría la posibilidad de discernir el pico del volcán. A diferencia de otras cosas, no es imposible.

 

El licenciado Barroso le da el pésame y luego le asegura que no habrá ningún problema si decide acogerse a la baja. “Sólo que habrá que hacerlo a nuestra manera, ya me entiendes, Ludovico”. Claro que entiende. No cobrará su sueldo, Barroso no informará a sus superiores de su ausencia, y él se quedará con el sueldo. “Gracias, licenciado”, dice Lucho antes de colgar. A su alrededor, fuera de la nueva mugre acumulada, la casa está exactamente igual que antes del accidente. En la cocina se acumulan decenas de envases de unicel en forma de tambaleante columna, y muchas botellas vacías de refresco de manzanita, su preferido. El bidón de agua está vacío, así que se vuelve sin vaso y con la boca seca al comedor. La mesita baja también rebosa de envases, y vasos, y cubiertos, todo de plástico. Caza un culito de manzanita tibia por ahí, y al llevárselo a la boca se fija en que estaba apoyado encima del libro de Engels: El origen de la familia… Lo coge y lo abre por donde lo había dejado, justo después del prólogo a la décima edición, aún le quedan dos prólogos más, a la traducción de no sé cuántos y uno conmemorativo de no sabe qué cosa, y una nota extensísima de los traductores al castellano, y sólo después de todo eso llegará el texto de Engels. Pero es igual, las lágrimas no le dejan leer. Le emborronan las letras, y con los estertores el libro le baila en las manos, de modo que se limita a abrazarlo y poner la vista en el techo y dejar que el techo también desaparezca por efecto de las lágrimas.

Justo se cumple un mes. Atardece. O amanece. Lucho no sabe. La cocina sigue igual, en el comedor se han acumulado cajas de pizza y hojas de maíz de tamales. Su cuarto, donde dormían los tres, en cambio, se ha convertido en un santuario a su memoria. Lucho se las arregló para que el Güero Chepino le imprimiera en la redacción todas las fotos que conservaba de su mujer y su hijo, todas, incluso las desenfocadas, las cuales, una vez ampliadas a tamaño DIN-A4, son las más. Sólo echa de menos una que llevaba en la cartera, y de la que no tiene copia. Fue Uve quien le trajo el resto, procedente de las impresoras de Calle. Por su cara, Uve ya había comprendido el tamaño de la desgracia, y su actitud denotaba un respeto máximo. Lucho le dio las gracias y cuando le iba a invitar a pasar se puso a llorar y la cara de Uve se tiñó de embarazo.

—¿Puedo hacer algo por ti, Lusho? —dijo notoriamente compungido.

—Ya has hecho mucho.

Algunos días después, vuelven a llamar al timbre. Lucho no puede creer que Uve se haya tomado la molestia de comprarle víveres. No tiene palabras.

—¿Quieres compañía? —le pregunta Uve.

Él mismo hace espacio en la mesita baja y desaparece en la cocina. Durante media hora un notable escándalo de cacharros reverbera dentro del piso. Luego Uve sale, sonriendo y blandiendo una bandeja con un pollo frito desmenuzado y una botella de dos litros de manzanita. Lucho detecta el aroma del friegasuelos Pinol en el aire. Por primera vez en semanas, siente algo distinto a la tristeza y la rabia. Siente vergüenza, y con mayor intensidad, siente un inmenso agradecimiento. Uve come sin esperar nada de su presencia. Sólo come, y lo hace con una naturalidad que se le antoja absolutamente extraña al carácter mexicano, menos en una situación así. Intuye, supone, y lo hace de un modo pasivo, que es algo usual en Francia. Da las gracias por ello.

—¿Te gusta? —le pregunta Uve rescatando el libro de Engels de lo más hondo del sofá.

Lucho tarda en reaccionar. Traga el pollo, lo baja con un largo trago.

—Es, es, es para mi tesis.

—¿Tesis? ¿Del PhD?

—Se supone que sí.

—¿En la UAM?

—Unam.

—Órale —suelta el francés. Y Lucho, también por vez primera en semanas, sonríe.

—Has mejorado, cabrón.

Ahora es Uve quien sonríe.

—A huevo. ¿Pero te gusta?

—¿El qué?

—Engels.

—Sí…, no, más o menos.

Necesita una mano en el hombro, y un hombro para apoyar la cabeza, y una mano amiga que le acaricie esa cabeza.

—¿Has llegado al párrafo donde rescata a Morgan, en especial la parte en que sostiene que los antiguos mexicanos estaban en un estadio medio de barbarie?

—Este…, creo que sí.

Tras un extraño silencio, Uve sirve manzanita en los dos vasos. Muerde una pata que le deja un rastro de aceite en la boca. Como no hay servilletas, se la limpia con el dorso de la mano. Por el gesto con que deja el plato de unicel sobre la mesita, Lucho entiende que ha acabado.

—Me vas a tener que perdonar —dice—, no hay café.

Uve enrojece.

—Lo siento —dice.

Lucho se pregunta si se refiere a la tragedia que para él supone terminar una comida sin café.

—Lo siento muchísimo —y en otro tono que pilla a Lucho por sorpresa:—. Desgraciadamente, puedo decir que te entiendo.

No hace el esfuerzo por intuir qué hay más allá de esas palabras. No tiene ánimos para algo así. Necesita una mano en el hombro, y un hombro para apoyar la cabeza, y una mano amiga que le acaricie esa cabeza. Pero sabe que a eso Uve no va a llegar, y que ya ha llegado más lejos de lo que nunca hubiera pensado. Lucho cierra los ojos y dice:

—Me gustaría poder no pensar. Sólo sentir dolor, sin todos estos pensamientos que lo enturbian, que lo hacen todo más complejo. Sólo el dolor.

Al acabar, se da cuenta de lo que ha dicho, pero ahí, a un paso, está Uve. Y Uve vuelve a esbozar una sonrisa, una sonrisa natural, que ni perdona ni compadece ni quiere ser una solución a nada, sólo una sonrisa que intenta entender, una sonrisa que inesperadamente hace que Lucho se sienta menos solo. Entonces se percata de que el francés lleva los bajos del pantalón y los zapatos sucios, y se esfuerza por devolverle algo parecido a una sonrisa.

Durante un rato más hablan de la vida. Lucho le explica que una vez, “hace un chorro de años, de chavo”, se fue a Estados Unidos a trabajar en la marihuana y luego con el dinero “pude darme un rol por Europa”. Que le pareció increíble eso de tener castillos, como en las películas, y que la gente sea tan blanca y hable tantos idiomas. Que le impactaron sus catedrales, las calles tan limpias y los campos de concentración. No le gustó, eso sí que no, que los europeos no supieran bailar. “¿Tú bailas?”. Uve parpadea lentamente. “No”. “Ves”. Acto seguido Lucho confiesa, sin llorar, que había prometido llevar a su familia a París.

Cuando se ha ido Uve, Lucho repara en que, además de comida, le ha dejado un voluminoso sobre sin sello, timbrado con el logo de Calle. Se siente idiota al abrirlo, idiota por haber sentido ilusión. Contiene tres o cuatro ejemplares con las noticias corregidas ortográficamente. Sólo son sus noticias, las firmadas por Ludovico Hidalgo Ferrer, las que tienen el estilo y la ortografía meticulosamente revisadas. “Su pinche madre…”, piensa Lucho. “Ocsiso”, subrayada, “lo hechó por la ventana” insistentemente marcada, “empleo una llabe para…”. Mucho rojo. “Su pinche madre. Este wey me va a…”. Indolentemente, pasa páginas hasta dar con la cultural. Reseña de la autobiografía de una actriz de telenovela famosa por sus garbeos iniciáticos en un grupo de música adolescente que hace años salía a menudo por la tele cantándole a Nuestro Señor Jesucristo. Firmado: Luis Wifredo Escabeche Pino. Durante cuestión de diez segundos las carcajadas le contorsionan, arquea la espalda desbaratando la funda del sofá hasta el grado que lanza los cojines al suelo. Se jura que esta se la va a echar en cara. Ya fantasea con el Güero Chepino quitándole hierro: “Ni modo, carnal, te lata o no, también son cultura”. A la hilaridad desatada le sigue una extraña paz apoderándose de su cuerpo, y si cierra los ojos, ve la cima del Popo emergiendo de entre las nubes de su estado de ánimo.

La tarde cae con dulzura. Es uno de esos extraños fenómenos de la Ciudad de México, siempre ha pensado, que a veces resulta amable, y le abraza y arrulla como si estuviera contenta de tenerle en sus calles, como si, a pesar de albergar a más de veinte millones, le reservara algo particularmente agradable, hecho a medida, a la de Lucho, sólo uno de esos muchos millones.

Se sorprende al consultar la fecha. Es miércoles. ¿Cuántos días hace que no trabaja? ¿Cuántos que no se baña, ni se rasura, ni se quita el pijama? Dando una vuelta por la casa, repara en el increíble trabajo realizado por Uve. No es que reluzca, pero la cocina vuelve a ser un lugar donde se pueden preparar alimentos, y la mesa está bastante despejada. El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado comparte la esquina con los restos fríos de pollo frito aún en el envase de Los Pollos Locos. Como obedeciendo a un impulso interno, se ve instalándose en el sofá, frente al ordenador, abriendo el archivo del marco teórico de la tesis y rescatando a Engels de la compañía del pollo. Combina lectura y trabajo a destajo durante cuatro horas, hasta que tiene demasiada hambre como para poder conformarse con los muslos medio mordidos. Entonces baja a por unos tacos. Don Facundo le da las buenas noches, le dice: “Qué bueno verle aquí, licenciado”, y luego, sólo con la mirada: “¿cuántos le sirvo?”. “¿Le queda de lengua?”. Don Facundo asiente y con un gesto que denota un cariño especial le señala con el cuchillo la pieza que busca de entre los muchos trozos que se fríen. “¿Con todo?”. Se zampa cuatro y luego cuatro más de suadero. Bebe Boing de mango. Vuelve a enfrentarse a la pantalla con la barriga llena y ardiente. Y esta vez le fluyen tanto los argumentos que sin darse cuenta está amaneciendo al otro lado de las ventanas. Más dormido que despierto, envía los avances a su director de tesis. Y luego cae fulminado por el sueño en el sofá.

 

“¿Qué onda, Groucho?”, le saluda el Güero Chepino cuando ocupa la silla vecina a la suya. “Dos tres, güero, dos tres”. Enseguida llega la camarera, guapísima pese al horrendo uniforme del Café Habana. “Dos órdenes de enchiladas verdes”. “Las mías suizas”, corrige Lucho. Están a dos pasos de la redacción. Lucho ha aceptado la invitación de encontrarse el mismo viernes por la noche, para abrir boca al fin de semana. “¿Cómo va el franchute?”. El Güero Chepino le mira detenidamente, husmea el aire, no contesta. “Te has bañado. Qué bueno, carnal”. Algunas mesas más allá, un grupo de cuarentonas obesas, aún enfundadas en sus trajes chaqueta de oficinistas, cenan en triste silencio. Y es viernes. “Pues ahí va, Barroso no sabe qué hacer con él, especialmente desde que tú no estás. Le da más trabajo pensar qué trabajo darle que tenerlo ahí sentadito en un rincón…”. “A propósito”, le interrumpe, “está bien fregona la reseña de la autobiografía de Bertita. ¿Neta sabe escribir?”. Chepino enarca las cejas, y sus azulísimos ojos pardean. “A huevo, tú harías algo mucho más original, como por ejemplo alguna recomendación de algún autor desconocido y marginal… ¿García Márquez, Carlos Fuentes?”. Una de las oficinistas cruza frente a ellos. Tiene cierto garbo muy femenino sobre los tacones, y el Güero Chepino cierra la boca para girarse y ponderar si aprueba o reprueba. Cuando ella desaparece en los sanitarios, interroga a Lucho con los ojos mientras un camión gigantesco pasa estruendosamente al otro lado de las ventanas, calle Bucareli abajo. “Oye wey, ¿cómo lo llevas?”. Lucho sólo escucha ese “lo”. Dos inocentes letritas que sustituyen y aluden al derrumbe de su vida. “Le he echado muchas ganas a la tesis”. “Qué bueno, qué bueno…”, Chepino silabea. Llegan las enchiladas, y comen en un silencio sólo roto por los cubiertos, sus mandíbulas y las vibraciones y silbidos de sus móviles, ignorados, enterrados en lo más hondo de los bolsillos de sus americanas. Cuando los platos sólo contienen restos de salsa fría, helada, Lucho ensombrece el semblante y ataca: necesito un favor, güero. Justo en esas pasa la camarera, y quiere darse aires. “Por favor, un expreso… ¿tú quieres algo?”. El Güero Chepino casi ni le escucha. “Ve al grano”. Coge el tenedor, y le apunta. “¿Todavía tu hermana sigue con el wey ese de la editorial?”. El Güero Chepino esboza una sonrisa; ¿le ha sorprendido la petición? “Híjole, Lucho. Creía que me ibas a pedir que nos paráramos en seco a alguien”. Llega el expreso, y Lucho, recordando un personaje de Simenon, se resiste al impulso de ponerle azúcar. “Pero esto es mucho peor”. Otra de las oficinistas, una con cuerpo de peonza y los ojos burdamente maquillados con un brochazo esmeralda en los párpados, inicia el paseo hacia los aseos como si el pasillo entre mesas fuera una pasarela de moda, y a su paso deja una estela de perfume de golosina. Chepino le echa un descarado repaso. “Me vas a conectar con él”, prosigue Lucho, “mi tesis se está poniendo buena”. Seguidamente, le explica a su compañero que, según Engels, ya un gringo a finales del XIX aplicó el materialismo dialéctico a la historia americana, y que aquello supone una base estupenda sobre la que construir un andamiaje de argumentos científicos mucho más sólido. “¿Sabes lo que ha avanzado la ciencia desde 1870?”. Lucho no hace caso de las miradas oblicuas que Chepino larga en derredor, y se enfrasca en los pormenores del marxismo. Plejánov, Lenin, Trotsky, Stalin, Nin. El Güero Chepino alza el dedo a la camarera. “¿Tiene mezcal?”. La muchacha articula muy educadamente: “No, señor, disculpe, se lo quedo a deber”, pero se aleja ofendida. Lucho se ha callado, y los ojos le brillan de entusiasmo. Chepino le indica que tiene sed, que qué sigue. “¿Crees que es casualidad que te platique de todo esto justo aquí, en el Café Habana, donde Fidel y el Che se citaron en los cincuenta para planear la revolución?”. “¡Vamos a por unos roncitos!”, tercia el Güero Chepino.

En su escritorio, hace rato que le espera otro montón de periódicos con sus noticias meticulosamente corregidas con bolígrafo rojo. Suspira.

La noche se les va de las manos al ingresar en una cantina con la que se topan en la siguiente cuadra. Franquean la entrada con buen pie y salen trastabillando. Luego se meten en una pulquería cercana porque Chepino asegura haber visto que las oficinistas grises de antes acaban de entrar, pero se adentran en un marasmo de hípsters defeños que parecen abúlicos, anémicos, anhedónicos y también afásicos y agnósicos. “¿Qué pedo con la juventud, Groucho?”. Ya puestos, buscan impresionar a jovencitas de primero o segundo de carrera. Como suena música de los noventa, se sienten jóvenes de nuevo, como si el mundo volviera a ser de ellos. Los ojos azules del Güero Chepino son un buen anzuelo. Mientras está allí, Lucho lee los rechazos de sus objetivos en clave de perdedor, pero al amanecer, cuando recorre Avenida Río Churubusco en un taxi sin placa, sólo piensa en su familia y vuelve a rezar por que le secuestren y le maten, con dolor o sin dolor, pero que le maten. El Güero Chepino ha desaparecido en algún momento de la noche, cree que en un viaje al inodoro, y lo cierto es que ha olvidado la respuesta a su petición. Desayuna una guajolota en el semáforo de la esquina de su casa. Al subir, rehúye la habitación de matrimonio y se desploma en el sofá sintiendo el tamal y el bolillo arder en una piscina de mezcal y chile verde, su estómago. “Mucha manteca, demasiada manteca”, piensa mientras escucha la campanita del camión de basura, “¡gaaaaas! ¡gaaaas!”, y el perro de la vecina en el techo. Antes de sepultarse por las mantas y fundirse en negro, abre el correo electrónico. Lo encabeza: “Estimado Ludovico. Siento profunda…”. Blablablá. “He leído atentamente sus avances en el marco teórico y debo confesarle que de un estudiante de doctorado se espera un nivel que…”. Blablablá. “Insuficiente investigación bibliográfica…”. Chorizo de autores y obras. Blablablá. “Rigor científico…, confusión de términos…, reincidencia en el anacronismo…, y abundantes faltas de ortografía”. Zanja: “Saludos. Doctor López Willow. Departamento de Filosofía”.

 

Lucho se reincorpora justo un mes después de haberse acogido a la baja ofrecida por el licenciado Barroso. Puede disfrutar de un par de horas de calentamiento revisando el pliegue de demandas que tiene el periódico y que están a la vista de los trabajadores para motivarlos y, de paso, dar algunas ideas. Le regalan entre todos un kit de camisas claras, y se permiten una broma para romper el hielo: le regalan un blanqueador para puños y cuello. “Qué manchados…”. Barroso disuelve la atmósfera de intimidad con cuatro palabras: “Ludovico, a mi despacho”. Lo primero que le dice en cuanto se cierra la puerta es: “Mira, las cosas han cambiado”. Lucho piensa en que a partir de entonces va a subirle un café cada mañana, o algo así. “Horóscopos”, repite para sí. “¿Y consultorio sexual?”. “Así es”, prosigue Barroso, “invéntate un apodo que case con el título de doctor”. Lucho baja la vista, mastica: “Ya se me ocurrirá algo”. “Bien. ¿Algo más?”. “¿Y Uve?”. “¿Quién?”. “El francés”. “Ah, ese”. El licenciado Barroso hace ese gesto de mano, gesto que denota que está muy ocupado como para pensar en según qué cosas.

En su escritorio, hace rato que le espera otro montón de periódicos con sus noticias meticulosamente corregidas con bolígrafo rojo. Suspira. Todo parece en su lugar. Se lleva la mano a la cabeza y se rasca el graso cuero cabelludo. Siempre el mismo tipo de bolígrafo, siempre el mismo tipo de correcciones. Subrayado el mal estilo, circuladas las faltas de ortografía. Lucho levanta la vista y la clava en su compañero, que le observa de cerca, asintiendo. “Está cañón”, le concede Chepino, “está cañón”. De golpe, Lucho dice: “Estoy hasta la madre, voy a poner fin a tanta chingadera”. Se pone en pie, briosamente sale de la redacción y se mete en el ascensor. Sabe que el conserje, don Edelmiro, suele recibir el correo, seleccionarlo por plantas, luego distribuirlo. Él sabrá quién carajo anda detrás de todo aquello. “¿Le suena este sobre, don?”. “Buenos días, licenciado”. “Buenos días, dígame, ¿le suena o no?”. Don Edelmiro se lo mira detenidamente. “Un sobre tamaño carta”. “Sí”. “Qué decirle, licenciado, qué decirle…”. “Dígame”. “Pues…, lo trae el cartero”. La cara de Lucho pierde las facciones, se asemeja a la de los hípsters de la otra noche. “¿Y ya? ¿No puede decirme nada más?”. Don Edelmiro señala una esquina del sobre. “Licenciado, lleva sello. Lo trae Correos. Ni modo”. En el ascensor, de subida, Lucho cavila ensimismado. Pero arriba en la redacción le espera una nueva desgracia que narrar y el imperativo del presente le disuelve los pensamientos. De reojo ve los aspavientos de Barroso, y apenas le hace caso. Los detalles del accidente son escasos: cuerpo sin identificar por no encontrarse la cartera ni otra documentación en los bolsillos; raza caucásica; el Consistorio no se hace responsable del boquete de siete metros en que cayó, puesto que había cubierto los gastos de su adecuado señalamiento; causa del deceso: fuerte golpe en la parte occipital del cráneo. En la fotografía de la agencia, el cuerpo aparece de espaldas, pero los bajos de los pantalones, que se intuyen de buena calidad, y los zapatos, a todas luces de marca, están manchados. Cuando se pone manos a la obra —es para la edición vespertina— y despeja el escritorio para trabajar en condiciones, descubre aquella fotografía de su hijo que creía perdida.

 

Semanas más tarde, una mañana cualquiera Las Chingonas dan de almorzar tanto a los que sí fueron a trabajar como a los que, como ellos, se acogieron a la sagrada tradición mexicana del San Lunes. Gritos y cumbias saturan el aire del local, tortas van, licuados vienen, y Lucho se sienta en una mesa del fondo del local. Sobre su cabeza, un cotorro en una jaula viene a aportar un grado más de ruido a la atmósfera de bullanga. Plátano, guayaba y granola. Por qué será que cuando hacemos el amor nos comemos vivos…, suena. De pronto, bajo el dintel de la entrada, la figura del Güero Chepino se recorta sobre la luminosidad exagerada que ciega la calle. Por las miradas que echa a su alrededor en tanto sortea las mesas, aprueba el lugar. Pide lo mismo que Lucho y se enfrenta a su mirada. “Bien ¿y tú?”. Chepino lo ha soltado como una metralleta. Lucho deja transcurrir algunos segundos. “Mal”. No sonríe, pero tampoco el otro le rehúye los pozos de sus ojos. “Tiempo”, dice Chepino, y los altavoces ahora desgranan procura coquetearme más…, y no reparo de lo que te haré. El Güero Chepino se entretiene echando furtivas miradas a las estudiantes de preparatoria que desayunan en la mesa vecina mientras Lucho limpia un tenedor que no va a usar con una servilleta. “¡Híjole, Groucho!”, exclama de golpe Chepino, como acordándose de algo. “Es sobre mi cuñado”. Lucho baja a la tierra. ¿Su cuñado? ¿Qué chingados tiene que ver su cuñado con nada? “El de la editorial”. Y ahora recuerda y al acto siente una acidez no sólo estomacal, sino una que le corroe el cerebro. “Chepino, mejor olvídate de eso”, corta Lucho un instante antes de que lleguen las tortas cubanas. Chepino le obedece con una facilidad increíble y se abalanza sobre la suya como si estuviera a un minuto de caducarse. Lucho sólo puede mirársela como a un pez en una pecera, con curiosidad. Masculla algo. “¿No comes?”, pregunta Chepino con la boca llena. “Algún día”. Lucho se entretiene leyendo la carta, a la búsqueda de algo. Señala la “z” de “milaneza”. Es fácil para ti abandonarme, llevándote mis sentimientos. Hace semanas que no recibe ningún periódico corregido, pero se fija más que antes en ese tipo de detalles. Chepino alza la vista. No comprende por qué Lucho le mira de ese modo, con esos ojos de pez que ahora parecen de pez a punto de convertirse en pescado, de pez en una red de la que ni siquiera intenta escapar. Le pone la mano sobre la suya. “Te comprendo”, dice con uno de sus ojos azules puesto en lo que le queda de torta.

Esa noche, la Ciudad de México es barrida por un frente de vientos gélidos que bajan del Ajusco y del Eje Volcánico del que forman parte el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl. Lucho se arrima al calor que expele la taquería, a las nubes de vapor de los tacos de cabeza. Don Facundo, una vez le ha servido sus ocho tacos de ley, suadero y lengua, se distrae ojeando Calle. “Se la rifaron con el titular”. Lucho se encoge de hombros y posa la vista en un trozo de carne informe a punto de ser picado. “¡Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente!”, vocea don Facundo en relación con la noticia del atropello a un vagabundo en el Eje Lázaro Cárdenas. “Firmado: Groucho”. Sus clientes, ateridos, de pie en la calle defeña, a merced de una ventisca que arrastra el aroma del atole y los tamales de la esquina, sostienen con una mano sendos platos de plástico rojo y con la otra, al tiempo que adelantan el cuello y contraen el pecho para evitar manchas de salsa, doblan el taco con maestría mexicana y se lo llevan a la boca. Se oye el susurro de las páginas de Calle. “El amor en los tipos de cólera”, dice ahora don Facundo mientras deja el periódico a un lado, abierto por la página cultural, “este lo conosco, lo leyó mi señora y dise que es rebonito”.

Guillem Borrero
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