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El tesoro de Hulagu Kan

jueves 25 de enero de 2018
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Dentro de la tienda cónica, en la inclemente estepa del Gobi, el Gran Kan se alzó e invitó a los extranjeros blancos a sentarse.

Los occidentales eran dos hombres jóvenes, con el rostro marcado por la fatiga y el hambre. Se sentaron con las piernas cruzadas en las alfombras mullidas y sonrieron al Gran Kan. Era este un hombre menudo, de ojos perfectamente oblicuos y gruesos párpados que le velaban la mirada. Llevaba el largo cabello trenzado y enroscado en la nuca. Era difícil adivinar su edad. Numerosas arrugas le surcaban el rostro, finas y sutiles como regueros de agua cayendo en la roca, pero sus movimientos eran felinos y graciosos, como los de un joven guerrero. Tenía una boca carnosa de fuertes comisuras que parecían plegadas en un gesto constante, una insinuación de sonrisa o una mueca de desprecio. Con manos de larguísimas uñas lacadas llenó dos vasos metálicos con un turbio líquido y se lo ofreció a los viajeros.

La capa del Kan ondulaba con sus pasos, arrastraba descuidado el magnífico armiño y colocaba el alto cuello con manos cuya piel no era posible distinguir entre la filigrana del tatuaje y el brillo de las piedras engastadas.

—Bebed, amigos, ¿qué os trae por estas tierras?

Habló el más moreno de los dos, un tipo alto y flaco con cejas triangulares sobre ojos vivos.

—Somos exploradores, Gran Kan. Hemos vivido aventuras que ningún hombre puede soñar. Las escribiremos en el gran Atlas que proyectamos.

—Y, ¿estará mi pueblo en ese gran Atlas?

—Sin duda, inconmensurable Kan. Hablaremos del valor de tus hombres y de la grandiosidad de tu campamento cónico extendido en la tundra helada.

El Gran Kan se levantó y caminó pensativo por la tienda. Era un recinto grande y confortable, alfombrado y tapizado con pieles de oso blanco, de sedoso visón y de plateado zorro ártico. La capa del Kan ondulaba con sus pasos, arrastraba descuidado el magnífico armiño y colocaba el alto cuello con manos cuya piel no era posible distinguir entre la filigrana del tatuaje y el brillo de las piedras engastadas.

El viajero silencioso bebió de su vaso de plata labrada y miró a su alrededor con una febril avidez en los ojos profundos. Quiso extender la mano para apreciar la finura de las pieles, pero su compañero se lo impidió con un gesto.

—¿Podrías darnos cobijo esta noche, incomparable Kan?

—Cierto. Tendréis una tienda y compartiréis mi cena. Os pido sólo que me contéis lo que escribiréis en vuestro Atlas.

—Nos sentimos honorados, inmenso Kan.                      

El Gran Jefe se dirigió a la puerta y llamó a dos de sus guerreros. Llegaron dos hombres macizos de expresión pétrea. También ellos vestían blancas pieles y sus orejas, sus cuellos y sus anchas muñecas de soldados campesinos estaban cubiertas de sólido oro y piedras verdes y escarlatas. Condujeron a los dos viajeros a lo largo del campamento que se extendía al lado de un arroyo helado, cubriendo kilómetros de tierra desierta e inhóspita. A lo lejos, los rebaños de ovejas, cabras y corderos balaban incesantes y llenaban el aire límpido y cortante con el sonido metálico de sus esquilas y con el olor áspero y picante de su carne.

Los cuatro hombres pasaron ante numerosas tiendas triangulares, todas ellas cerradas y protegidas contra el viento. A través de las rendijas, los viajeros intuyeron ojos oblicuos y silenciosos que los seguían, de hombre, de mujer, de niño; ricas pieles decorando los suelos, piedras reluciendo en la gélida claridad de la estepa.

Finalmente, llegaron a una tienda en todo igual a las otras. Los guías se detuvieron y se la señalaron a los occidentales, que, inclinando la cabeza en señal de gratitud, entraron en ella. Una vez dentro, se tumbaron derrotados sobre los almohadones.

—Esta vez sí que estamos perdidos. No tendríamos que haber salido de China. ¿Qué cuento piensas endilgarle a ese salvaje? Menuda historia la del Atlas…

—¿Qué querías que hiciera? Estamos aún demasiado cerca de la frontera y si nos encuentran nos linchan. Tenemos que llegar al menos a una ciudad. Tenemos que lograr que nos dejen caballos. Una cosa, Daniel, ¿has visto las pieles y las piedras?

El aludido silbó y se sentó.

—Con un puñado de esos pedruscos vivimos como reyes en eterno. ¿Dónde las guardarán?

—Las mejores en la tienda del jefe, supongo. Esta noche, mientras yo cuento la historia de Maricastaña a los bárbaros, infórmate de dónde tienen el depósito. Cuando duerman, intentamos el golpe. ¿Qué queréis?

La pregunta iba dirigida a las jóvenes que entraban en la tienda, cargadas con pesados brocados y jofainas blancas. Eran cuatro muchachas rollizas de cabellos brillantes de aceite y brazos blancos y redondos. Azoradas, cuchicheaban y reían entre ellas. Explicaron por señas que el Gran Kan las mandaba para solazar a los extranjeros.

Carlos y Daniel se dejaron lavar, perfumar y vestir entre cantos y risas infantiles. Eran dos hombres cubiertos con ricos mantos los que salieron más tarde a la estepa, camino de la tienda del Gran Kan.

Sólo hay espacio y frío. Un espacio elástico, firme y recortado entre las montañas y la tierra dura. Un aire denso y limpio donde los sonidos se vuelven niebla y vapor de hielo. No hay lejos, ni cerca, ni detrás, ni delante. Un espacio congelado, el desierto del Gobi.

Los extranjeros caminaron sin prisa, dignos y severos en sus nuevas vestimentas hasta la tienda del Gran Kan. Brillaba con la luz de más de cien lámparas colgadas de los palos, atadas a los ángulos, apoyadas en los bancos, desmayadas en las alfombras. En el centro, una gran mesa de madera oscura y perfumada cubierta de plata, terciopelo, sedas bordadas, piedras multiformes que reflejaban las luces. Los viajeros se sentaron y la cena comenzó.

—Y bien, decidme ¿quiénes sois? ¿Qué es ese Atlas que estáis escribiendo?

—Gracias por la hospitalidad, magnánimo Kan. Permite que nos presentemos. Soy Carlos y este es mi amigo Daniel. Venimos de muy lejos, de más allá de aquellas cumbres nevadas.

Y señaló con la mano un punto impreciso a sus espaldas mientras se inclinaba ceremonioso.

—Nuestra historia no es corriente, deja que te la cuente, celebérrimo Kan. Somos originarios de Villar del Río, un pueblecillo situado en una árida meseta, yerma como tu desierto, gran Kan, pero no blanca, sino toda ella de tierra ocre. Villar del Río dista de aquí días y días de viaje, ni siquiera las bandadas de pájaros cuando emigran hacen travesías tan largas. A las puertas de nuestras casas llegaban las noticias de mundos lejanos, mundos donde se pueden ver maravillas. Un día, unos hombres nos propusieron escribir un Atlas. ¿Sabes lo que es un Atlas, admirable Kan?

El narrador se interrumpió y miró a su compañero que, protegido por la penumbra del rincón donde se había acomodado, torció la boca burlón.

—Un Atlas—continuó— es un libro donde se recoge el nombre de todos los mares, ríos, valles y colinas. Así, empezamos a viajar para escribirlo. Compramos unos caballos del color de la miel, no tan bellos como los tuyos, pero fuertes y veloces, y atravesamos la meseta. Cabalgamos largos días, todos límpidos e iguales, levantando el polvo con los cascos de los caballos, y al fin llegamos hasta las montañas. Son montañas afiladas como cuchillos, con cumbres triangulares llenas de nieve donde sólo viven los bandidos y los cuervos y que abren el paso hacia un continente húmedo y rico. El frío de las montañas heló nuestros caballos, que se convirtieron en estatuas transparentes. Los dejamos allí, prisioneros e inmovilizados, uno de ellos con la pata aún levantada, el otro en el momento mismo de sacudir sus crines, y continuamos el camino a pie. El frío era tan intenso que el aliento se solidificaba en gruesos granos de granizo y caía inmediatamente a tierra. Mi amigo comenzó a sufrir los síntomas del congelamiento. Su mano derecha se amorató y, tras tres noches de dolores indecibles, cayó al suelo como una hoja muerta.

Decenas de ojos oblicuos giraron maravillados hacia Daniel que, confuso, escondió sus bien formadas manos en las amplias mangas.

—Recogí su mano y conseguí cosérsela de nuevo a la muñeca usando una arista de hielo como aguja y un tallo de hierba helada como hilo.

Daniel asintió severo y, para regocijo del auditorio, movió la mano doblándola con evidente dificultad.

—Al fin, logramos dejar atrás las montañas y nos adentramos en el continente. Como habíamos perdido los caballos, compramos unas bicicletas, ¿sabéis lo que es una bicicleta? Es un caballo de metal sin cabeza ni cascos que se mueve con la energía del hombre que la monta. Usando, pues, nuestras bicicletas, atravesamos el continente. Vimos lagos llenos de pájaros naranjas con tres patas y medio pico cada uno, ciudades donde todas las casas eran de cristal y los hombres saludaban a los transeúntes apoyados en las paredes transparentes, mujeres que adivinaban el porvenir mirando las uñas de los recién nacidos, murciélagos grandes como cabras que volaban en vuelo rasante, escarabajos con el caparazón de coral rosa. Vimos todas las maravillas y todas las escribimos en nuestro Atlas. Al fin, llegamos a Rusia, un país inmenso y duro y atravesamos los Urales. Caminamos kilómetros y kilómetros sin ver nada más que tierras vacías y poblados abandonados, cubiertos todos por una fina capa de escarcha. Tras dos semanas, nos quedamos sin víveres y comenzamos a temer lo peor.

Fuera, el viento inclemente acompañaba las palabras de Carlos con un silbido agudo. En la tienda, todos tenían los ojos fijos en el narrador, las bocas entreabiertas, las respiraciones agitadas. Ninguno había notado la ausencia de Daniel que, silencioso y rapaz, había salido del recinto. Tras comprobar que sólo él se había dado cuenta, Carlos continuó su historia.

—Sin agua, sin comida, nos encomendábamos a los dioses protectores de los viajeros cuando, atravesando un lago helado, noté bajo su superficie un gran movimiento. Eran hombres, mujeres, niños y bestias que trajinaban bajo la superficie congelada. Iban y venían, cargaban los burros, los niños jugaban a la pelota y todo bajo el vidrio esmerilado del gran lago. Les hicimos señas y nos invitaron a entrar a través de una grieta que se abría entre las raíces de un árbol amarillo. Eran los irruit, un pueblo de los Urales que pasa el invierno bajo el hielo y, cuando la primavera convierte los torrentes de piedra blanca en agua tumultuosa, salen y se dirigen a su poblado.

—Y, ¿de qué viven? —terció curioso el Gran Kan mientras ofrecía más licor a su huésped.

—Cultivan amapolas. Cuando florecen, las deshojan y con los pétalos fabrican una seda roja tan fina que sólo las arañas producen otra igual, pero infinitamente más brillante y suave. Los granos los extienden para crear senderos que comunican los distintos poblados. Siguiendo uno de estos caminos, pisando las semillas de las amapolas, conseguimos superar los Urales y llegar a un país donde la gente tiene los ojos tan rasgados que solamente se ven sus pestañas y es imposible saber si duermen o están despiertos.

—Es increíble —susurró exaltado el Gran Kan—, el mundo está lleno de prodigios y nosotros no hemos dejado nunca esta tundra estéril.

Suspiró y su comitiva de bailarinas, guerreros y jinetes se unieron al lamento, inclinando con tristeza los fuertes rostros chatos. El momento fue aprovechado por Daniel para entrar de nuevo en la tienda sacudiendo la cabeza en gesto de negación.

—Sigue, gran aventurero —suplicó el Kan—, cuéntanos que más has visto en ese país.

Apenas atravesamos la frontera nos salió al paso el inmenso ejército de terracota, guardián de los palacios del Emperador.

—Como desees, benévolo Kan —e inclinó la cabeza indicando a su cómplice la otra salida lateral de la tienda, que se abría hacia los refugios de los soldados—. En ese país, todos los animales, perros, gatos, mulos, dromedarios, bueyes y toros caminan sobre sus patas traseras. Es el pueblo de los salamala, que ha amaestrado a las bestias desde el inicio de los tiempos, desde antes de que los océanos tuviesen agua y la luna creciese y menguase cada noche. Los salamala han enseñado a los animales a realizar todas las tareas posibles. Los mulos, los caballos, los cerdos y las gallinas limpian las calles, levantan cabañas, comercian entre ellos.

—Y, ¿qué hacen los hombres? —preguntó el Gran Kan mientras Daniel se deslizaba a sus espaldas hacia el exterior.

—Los hombres se han reservado la tarea más delicada y difícil. Cultivan, sobre las copas de los árboles, unos frutos de cáscara blanda y olorosa e interior durísimo. Estos frutos son en extremo delicados, no soportan la lluvia ni el sol y, sobre todo, hay que protegerlos de las mariquitas. A este cultivo dedican su tiempo los salamala, pues uno solo de estos frutos, una vez maduros, puede alimentar a una familia de más de diez miembros y su sabor varía cada vez que se muerden.

—¡Qué maravilla! —exclamó el Gran Kan—. ¡Cómo me gustaría poder cultivarlos para mi pueblo!

—Lo creo, pero sólo crecen en los árboles de tinta, árboles que sólo los salamala saben cómo hacer crecer —contestó Carlos, la mirada fija en la puerta, esperando ver entrar a Daniel.

—Y, ¿después? ¿Dónde llegasteis tras haber dejado el pueblo de los salamala?

—A China, infalible Kan. Apenas atravesamos la frontera nos salió al paso el inmenso ejército de terracota, guardián de los palacios del Emperador. Cuando comprendieron que éramos exploradores, se ofrecieron para guiarnos hasta la Gran Muralla. ¿Has visto la Gran Muralla, poderosísimo Kan?

—Nunca me he aventurado más allá de los confines del Gobi —se lamentó el interpelado.

—Es ciento setenta veces más larga que el desierto y tan alta que no se divisa su final. Toda ella está construida de piedra tornasol.

—¿Qué es la piedra tornasol?

—Es una piedra que sólo se encuentra en la lejana Manchuria. Tiene la virtud de cambiar de color según la luz que recibe y los objetos que tiene alrededor. Si la miras por la noche en la palma de tu mano es traslúcida, pero si la acercas a tu capa de armiño se vuelve más blanca que ella. Cuando llegamos atardecía, así que la Gran Muralla era de un carmín encendido. El capitán de terracota nos guio por senderos escarpados hasta una habitación oscura, toda ella de ébano oloroso, situada bajo la Gran Muralla. Lo que vimos allí era increíble.

—¿Qué visteis? —preguntó expectante el Gran Kan mientras Carlos bebía.

—Millares de enormes escarabajos, gruesos cuanto el puño del más fuerte de tus guerreros. Se afanan noche y día en construir las famosas bibliotecas chinas, que son salas cuadradas, talladas en una sola pieza de mármol, de tres pisos cada una. Las plantas se comunican por escaleras de madera, enroscadas en sí mismas como una serpiente, que se desenroscan y se extienden cuando un visitante apoya el pie en el primer peldaño.

—¡Espléndido! —gritó el Gran Kan. Y toda su comitiva asintió y aplaudió con fervor, levantándose.

Aprovechando la confusión, Daniel entró silencioso y se colocó en un rincón oscuro, desde donde hizo un gesto afirmativo a Carlos.

—Bien, Gran Kan, estamos agotados. Si nos lo permites, nos retiraremos a nuestra tienda. Falta poco para que raye el alba y mañana nos espera un largo viaje hasta Dariganga.

—Es cierto. También nosotros nos acostaremos. Dime solamente, ¿cómo llegasteis hasta aquí?

—Porque en China encontramos un mapa donde se señalaba la estepa helada del Gobi y quisimos verla para incluirla en nuestro Atlas.

—Me siento honorado, aunque nuestro humilde pueblo no puede competir con las cosas maravillosas que habéis visitado. ¡Buenas noches, amigos!

—Buenas noches.

Los viajeros salieron de la tienda y atravesaron los pocos metros que les separaban de la suya pisando breves tallos de hierba. A lo lejos, el balido de alguna oveja insomne se extendía sin encontrar obstáculos. Silenciosos, llegaron a su refugio, entraron y cerraron bien la puerta. Acomodados ya en los almohadones se miraron uno a otro en un cómplice guiño mudo.

—¿Dónde tienen las joyas?

—Repartidas en las tiendas, pero hay una donde guardan una especie de reserva de piedras y pieles. Hay un soldado en la puerta, pero se puede dejar fuera de combate con facilidad. Y justo al lado está el establo con los caballos que necesitamos.

—Perfecto. Esperemos hasta que todo esté tranquilo.

En espera tensa estuvieron un par de horas. Al fin, sobre el campamento cayó un silencio pesado y somnoliento. Se deslizaron fuera de su tienda. Ahora, sin las lámparas y linternas, la oscuridad era casi completa. Pocas estrellas daban una luz pálida y vacilante. Apenas se veían, recortadas con dureza en aquel desierto, los perfiles de las tiendas, con su punta afilada hundiéndose en el aire negro. Caminaron ágiles, con una facilidad y una gracia que sólo la larga experiencia en caminatas furtivas confiere, y llegaron a su destino. Ante la puerta apenas se distinguía una sólida sombra cuadrada. Era el guerrero que hacía la guardia, de espaldas a ellos, acuclillado e inmóvil. Sólo su caja torácica, alzándose leve y regularmente, desmentía su naturaleza de piedra. Daniel se le acercó con las zancadas precisas y flexibles de un gato montés y le asestó un golpe seco en la nuca. El guerrero cayó como un bloque de granito y continuó, desmadejado en la tierra dura, su respiración fatigada. Los viajeros esperaron al acecho unos segundos, hasta que el eco del golpe se difuminó y comprobaron que nada se había alterado.

No tardaron más de diez minutos en completar la acción. Saquearon todo lo que pudieron, piedras, copas labradas, platos de macizo metal reluciente, pieles sedosas. Cargaron un caballo con el botín, envuelto con cuidado en bastas telas, ensillaron otros dos y partieron hacia el este, con un galope ansioso y febril.

Estaban ya lejos cuando el aire comenzó a calentarse y el cielo se estrió de azul pálido. Pasaron, siempre a galope, extensiones áridas con banderas rojas triangulares clavadas en estandartes solitarios, diminutos puntos verdes que florecían aquí y allá, manchando irregulares el ámbar yermo que los rodeaba y, cuando el sol ya caía inclemente sobre caballos y jinetes, llegaron a las dunas que rodean las montañas de Shillin Bogd. Acamparon para descansar y refrescarse y se adormecieron. No habían pasado más de dos horas cuando Carlos despertó sobresaltado. Con los ojos entrecerrados, fingiendo el sueño, entrevió unas sombras imprecisas que caminaban cerca. A su lado, también Daniel lo había notado, se sacudió la pereza y se incorporó de un salto. Carlos lo imitó y los amigos se encontraron frente a cuatro hombres vestidos de oscuro, armados con pesadas metralletas y que hablaban entre ellos en una lengua gutural e incomprensible.

—Estamos fritos —murmuró Daniel—, estos piojosos nos dejarán secos apenas movamos los párpados. ¿Dónde están los caballos?

—Detrás de aquella duna, a la sombra.

El diálogo atrajo la atención de los bandidos, que se giraron hacia los occidentales. El que parecía el jefe, rostro ceniciento de boca saliente, hombros y manos anchos y poderosos, se dirigió hacia ellos pronunciando con dificultad.

—¿Quiénes sois?

—Pacíficos viajeros —Carlos sonrió.

—Vamos camino de las misiones a llevar ropa y libros para los niños. Y Daniel intentó una mueca que podría pasar por sonrisa mientras alzaba las manos vacías, impotentes e indefensas.

—¿Qué traéis con vosotros?

—Tenemos tres caballos atados detrás de aquella duna. Nada más.

El jefe se giró hacia sus hombres y masculló unas palabras incomprensibles. Dos de ellos partieron en un trote ligero. A los pocos minutos, volvían sujetando los tres caballos por las bridas.

Los caballos relinchaban nerviosos. Los occidentales sacudían los pies inquietos. Los mongoles miraban curiosos las gruesas alforjas que convertían a los animales en las caricaturas desdibujadas de un dromedario. En el aire quieto del mediodía, hombres y bestias humeaban de incertidumbre. Se cruzaban miradas recelosas. Grandes ojos oscuros móviles y redondos, mansos ojos pardos aturdidos de calor y de moscas, rasgados ojos negros suspicaces y dudosos. Caía sobre el paisaje una inmensa calma. Las dunas apuntando el cielo con sus cimas chatas, los gruesos insectos zumbando sordamente, las sombras de los caballos arrugándose y disfrazándose sobre rocas desnudas. Parecía imposible que nada alterase aquel momento eterno. Por eso, la voz de Daniel retumbó como un cañonazo.

—Escuchad, somos pacíficos. Si nos lleváis los caballos moriremos en el desierto.

—¿Tenéis dinero, armas, joyas?

—Unos cientos de dólares, los relojes, teléfonos, algún anillo, nada más.

—Tiradlo todo al suelo.

Carlos y Daniel arrojaron al suelo los billetes arrugados, puñados de monedas, un par de relojes, una estilográfica, dos teléfonos, una pulsera y un grueso anillo. Los bandidos lo recogieron todo. Tan rápidamente que Daniel se preguntó si lo habría imaginado. En el suelo, una única moneda devolvía la luz del sol con un brillo que dañaba los ojos. Con la misma rapidez de aves de presa, cogieron los caballos.

Vieron a lo lejos las amplias puertas doradas de un hotel y se dirigieron hacia allí. Llevaban un día sin hablarse porque sentían la garganta irritada y reseca.

—¡Esperad! —gritó Daniel—, por favor dejadnos al menos uno. Os lo hemos dado todo. Dejadnos este, el más cargado. Lleva ropa vieja y libros para los niños de las misiones. Como os decía, nos están esperando en la misión protestante y si no llegamos, la policía saldrá a buscarnos y nos encontrará muertos. Con este caballo, que además está cojo, no llegaréis muy lejos y no os merece la pena. Y nosotros cumpliremos nuestro encargo, los bienes materiales no nos importan, ni siquiera os denunciaremos.

—De acuerdo.

Y con un estrépito metálico y polvoriento se alejaron.

Cuando comenzaron a convertirse en siluetas oscuras en el horizonte azul, Carlos recuperó el uso de la palabra.

—¡Hijos de puta! ¡Grandísimos hijos de puta! ¿Y ahora qué hacemos?

—Calma. Nos han dejado el caballo con el botín del Kan. No estamos lejos de Dariganga. Llegaremos con un poco más de esfuerzo, eso es todo.

El poco más de esfuerzo pronosticado por Daniel fue, en realidad, una terrible fatiga. Los hombres caminaron silenciosos y congestionados sujetos a las bridas del caballo. Cayó la noche gélida y siguieron caminando, tiritando y soplando sobre sus dedos amoratados. Amaneció un nuevo día y luego otro y, al fin, doloridos, suplicantes y agotados, saludaron con lágrimas las primeras chozas habitadas que salpicaban la periferia de Dariganga. Como si la presencia humana y las chabolas de placas de metal y paja les hubieran dado fuerza, caminaron más veloces. Atravesaron los primeros campamentos, los segundos ya más dignos, con las casas con cortinas en las ventanas, las primeras calles asfaltadas donde niños minúsculos de redondas cabezas negras jugaban y llegaron por fin a las anchas avenidas, allí donde un caballo ya no pasa inadvertido.

Cogieron las pesadas alforjas y dejaron libre al animal, que fue a sentarse a la sombra raquítica de un magnolio, el belfo enrojecido y rebosante de saliva. Vieron a lo lejos las amplias puertas doradas de un hotel y se dirigieron hacia allí. Llevaban un día sin hablarse porque sentían la garganta irritada y reseca. El mínimo suspiro les cortaba afilado la campanilla. Consiguieron entrar con la carga preciosa en una suite y, sin descalzarse siquiera, se tiraron sobre las camas y durmieron dieciocho horas seguidas.

Carlos se despertó el primero. Tambaleante, ebrio de sueño, se dirigió al baño donde un hombre joven de párpados hinchados y barba dura le miró perplejo tras el espejo. Se duchó, se afeitó y se envolvió en el albornoz del hotel. Mandó su ropa a la lavandería y pidió el desayuno.

Aquella misma tarde, dos occidentales aturdidos aún pero ya presentables, se dirigían hacia una mísera callejuela en la parte alta de la ciudad. En un cubículo sofocante les recibió un hombre rubio con las mejillas y las manos llenas de manchas. Era Amos Schultz, a un tiempo prestamista, perista y aficionado al chantaje.

—¿Qué tenéis?

—Material para dejarte con la boca abierta —contestó Carlos sonriente.

—Cierra primero la tuya y déjame ver.

Vaciaron el saco sobre una mesa llena de cicatrices. Amos cogió un puñado de piedras y se las acercó a los ojos turbios. Las dejó caer de nuevo.

—¿Queréis fabricar collares para niñas?

—¿Eh?

—Cristales coloreados.

Daniel se le acercó jadeante, con ojos desorbitados.

—Dímelo otra vez y más claro, grandísimo cabrón.

—Tranquilo, hijo, que no es culpa mía. Cristales coloreados made in Taiwan, pieles sintéticas y vajilla de plástico duro. ¿Queréis más detalles?

Carlos se sintió desfallecer en aquella mazmorra húmeda. Con un tic nervioso, se aflojaba una y otra vez el cuello de la camisa.

—Amos, Amos, te estás equivocando. Lo hemos cogido en un campamento del desierto. Eran unos salvajes….

—Más adornados que Moctezuma —interrumpió el chanchullero—. Ya. Unos salvajes ingenuos descendientes del mismo Hulagu Kan y vestidos con más joyas que Alí Babá. Les dijisteis hacia dónde ibais. Y, misterios del azar, en el camino unos bandidos os han atracado. Sólo os importaba salvar el botín así que, sin protestar demasiado, les disteis todo el dinero, tarjetas de crédito, teléfonos y demás.

—No me lo creo.

—Créetelo, hijo, es la séptima vez que oigo la historia. Recoged la quincalla. Igual se la podéis vender al chino de la esquina y os sacáis quince o veinte dólares si sabéis regatear bien.

Atardecía sobre Dariganga. Dos occidentales silenciosos salían de la tienda de Amos Schultz. Fuera, la gente se preparaba para la cena. El olor picante del buuz cubría las calles como el velo grasiento de un viejo mosquitero. Mientras tanto, a ochenta kilómetros de distancia, en el inclemente desierto del Gobi, dentro de una abigarrada tienda cónica, el Gran Kan se preparaba para recibir un grupo de extranjeros blancos, sirviendo un espeso licor con sus manos de larguísimas uñas lacadas.

—¡Ojalá tengan tanta imaginación como los últimos! —suspiró nostálgico.

Y se dirigió hacia la puerta arrastrando digno su pesada capa de blanco poliéster.

Aida Vega Felgueroso
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