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Contornos

martes 24 de mayo de 2022
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Cuando empecé a trabajar en la enciclopedia, me trasladé al sur. Dejaba detrás de mí una hilera de oficios mal pagados y peor hechos, varias noches confusas, tres o cuatro amantes despechadas y medio año de alquiler sin pagar. No eran, pues, amarras muy fuertes las que me sujetaban a la gran ciudad. Tampoco quisiera darles la idea de un ángel sombrío, incomprendido y atormentado, que ahoga en alcohol su angustia vital y que permanece fascinante y diabólico en medio de los naufragios. Nada de eso. Yo soy un tipo corriente. Miope y barrigón, por más señas. Si no pago el alquiler, es porque caigo en la repetida desgracia de encontrar trabajos inestables y mal pagados. Si tengo varias amantes, se debe a que sólo me soportan en pequeñas dosis. Si, en fin, algunas noches me retiro borracho, obedece a que en esta ciudad de asfalto derretido es más fácil beber como una esponja que comer como un gorrión. Cuesta menos y llena de breve ilusión la barriga. Así que, cuando empecé a escribir para la enciclopedia, me trasladé al sur.

Llegué allí a principios de julio, que no es el mejor mes para instalarse en las Alpujarras almerienses. Los termómetros de la farmacia marcaban 45 grados con números grandes y desmayados. Caía del cielo una luz blanca ardiente. Quemaba el aire al entrar en los pulmones.

Alquilé una casa de piedra en las afueras. Tenía dos pisos y un pañuelo de tierra calcinado alrededor. Era grande y espaciosa. Me explico. Grande, porque ocupaba un terreno tan pobre, pedregoso y desgraciado que ni los alacranes se lo habían disputado al remoto constructor; espaciosa, porque a la ruina de las paredes interiores sumaba la ausencia de muebles. Si yo fuese, al menos, una efímera celebridad en las redes sociales, habría podido inaugurar, con despreocupada elegancia, mi loft vintage. Pero no tengo perseverancia para intentar acceder por caminos tan empinados a la fama.

No sabía manejar un martillo, ni he aprendido en este tiempo, pero en aquellas circunstancias, colocar una cortina era ya una mejora apreciable.

Firmé un contrato de alquiler con una mujer obesa y desdentada, de ojuelos pitañosos y edad indefinida. Hablaba un español tan rebosante de andalucismos, tan ceceante y aspirado, que sólo cuando ya llevaba tres días instalado en mi nueva casa comprendí las condiciones del contrato. Al parecer, bajo la influencia de aquel rubísimo sol africano, me había comprometido a realizar obras de mejora en el inmueble a cambio de vivir en él sin pagar renta durante seis meses. Como aún no había empezado con los artículos de la enciclopedia, me sentí lleno de ingrávida felicidad al leer “sin pagar renta”. En las obras de mejora ya pensaría, largo me lo fiaba, tenía seis meses por delante. No sabía manejar un martillo, ni he aprendido en este tiempo, pero en aquellas circunstancias, colocar una cortina era ya una mejora apreciable.

Con un techo sobre mi cabeza, sin necesidad de ropa de abrigo y con un pozo olvidado pero operativo a pocos metros, aún tenía que pensar en llenar el estómago, en la electricidad, el teléfono, Internet, los transportes, y demás cargas que gravan sobre las poco épicas espaldas de la modernidad. Por ello, aplicado y metódico, comencé con la enciclopedia.

¡Ah, sí, la enciclopedia! En ella trabajaba entonces. En la elaboración de artículos deslavazados para una fantasmagórica enciclopedia. Me pagaban a tanto la palabra, así que, con ánimo de obrero sacrificado, me obligaba todos los días a teclear al menos dos mil palabras sobre los asuntos más disparatados. Solía trabajar en las horas previas al alba, bajo una luz vacilante, hasta un poco después del amanecer. Eran los únicos momentos en los que un rocío breve creaba un espejismo temporal de frescura. Después, dormía. Las largas tardes de cigarras y somnolencia las pasaba en el bar. Me daban un vino oscuro que quemaba en la garganta y unas albóndigas picantes en un platillo de porcelana. Las comía despacio, porque en uno de los artículos de la eterna enciclopedia yo mismo había escrito que lo ingerido lentamente sacia más. Seguía con el vino y las albóndigas hasta que me invadía una dulce sensación de abandono, sentía las piernas pesadas y la cabeza ligera y, poco a poco, despacio, despacio, el mundo se desdibujaba. Primero desaparecían las paredes manchadas, luego los altos taburetes carcomidos. Al tiempo que se evaporaba la luz, se suavizaba la cara del dueño. Se amansaban los ojos hundidos y se borraba la sombra azulada del mentón mal afeitado. Cuando salía del bar, cualquier ser vagamente humano se me presentaba envuelto en un algodonoso encanto. Así pasaban mis días.

Fue entonces cuando la casa empezó a respirar.

No fue nada brusco, ni me preocupó demasiado. Lo noté un amanecer blanquecino, mientras terminaba de trabajar. Una respiración se sobrepuso a la mía. Era profunda y calmada, como la de un durmiente. Miré a mi alrededor. La disposición de la casa había cambiado ligeramente. Nada espectacular, no crean. El ángulo de las esquinas no era del todo recto, era algo inferior, una minucia, una centésima de grado. Y la inclinación del techo tampoco era exactamente la misma. Y, sobre todos esos mínimos cambios, la respiración acompasada de la casa continuaba. Me acostumbré enseguida a ella. Comencé a percibir sus variaciones. La casa dormía hasta bien entrada la mañana; después, con una inhalación profunda, se desperezaba y comenzaba a respirar afanosa y jadeante, buscando con ansia oxígeno en aquellos días de fuego sólido. Se relajaba al atardecer, cuando yo me iba al bar y solía oírla suspirar cuando cerraba la puerta. A mi regreso, envuelto en las tinieblas pegajosas de la madrugada, la casa ya había vuelto a recuperar el ritmo profundo de la respiración del sueño. Los pequeños cambios que habían acompañado al inicio de la respiración se volvieron estables, no aumentaron ni tampoco retrocedieron. Se quedaron así, provocando una sensación irreal, como las percepciones de un sonámbulo. Un poco más tarde, creo recordar que ya era agosto, la casa comenzó a dormir la siesta. Fue, más o menos, por los días en que conocí a Maite.

La belleza es inefable, yo mismo lo he escrito en la enciclopedia. Maite era hermosa.

La encontré en el bar, un martes. Sé que era martes porque yo comía un lomo reseco y salado que los martes sustituía a las albóndigas. Maite sacudió la cortina de la puerta al entrar. Los abalorios de plástico se bambolearon y tintinearon, el dueño levantó la cabeza, tres o cuatro parroquianos se callaron. Durante un instante, el suave fluir del tiempo se detuvo, supongo que incluso la casa contendría el aliento. Después, volvió a discurrir cuesta abajo, como agua espumosa saltando entre guijarros, acelerado.

Maite era hermosa. Una afirmación así de simple no da, quizá, la idea. La belleza es inefable, yo mismo lo he escrito en la enciclopedia. Maite era hermosa. Maite tenía ojos claros, largo cabello oscuro denso y brillante como cobre fundido, piel lisa y ambarina, boca fruncida en un mohín ambiguo, brazos finos y piernas largas. Quizá tampoco esta es la manera. Está bien, miren abajo.

Contornos, por Aída Vega Felgueroso

Sí, es un esbozo y además de espaldas, porque no sé, nunca he sabido dibujar caras. Nunca le hice una fotografía. Podría haberla hecho, hacemos miles, millones de fotografías todos los días. Pero no la hice nunca. Me distraían entonces otras cosas, la enciclopedia y la respiración de la casa y la charla continua de Maite. Además, no sé dónde se acumulan esos miles, esos millones de fotografías que hacemos todos los días. En las tarjetas de memoria, según creo y he escrito para la enciclopedia. Así que las tarjetas de memoria estarán llenas, colmas, rebosantes de momentos helados, de caras sorprendidas en un rictus bello o feo, de manos crispadas y condenadas a sujetar siempre el mismo objeto, de pies en precario equilibrio, uno en el aire y el otro con el talón recién levantado del suelo. Si todas esas imágenes empiezan un día a respirar, como la casa, romperán todos los diques de contención y nos sacudirá un vendaval furioso. Pero no quiero divagar. Era martes cuando conocí a Maite.

La invité a vino y lomo. Hablamos durante toda la noche, de la enciclopedia y de sus vaciados. Era una artista. La técnica del vaciado, según escribí en 1.780 palabras, consiste en verter una sustancia solidificante en el interior de un molde. Lógicamente, la sustancia toma la forma del molde y así se consiguen esculturas. No me pareció una técnica difícil, ni siquiera para mí que no tengo ningún tipo de habilidad manual. Yo también podría rellenar un molde, le dije a Maite. Y ella se rio con un sonido ronco y oscuro que no parecía provenir de ella.

Me enamoré de Maite enseguida. Nos veíamos en el bar, al atardecer, y pasábamos las noches en su casa. Había alquilado un cortijo encalado y fresco, rodeado de arbustos floridos y senderos de grava. Las habitaciones blancas daban al patio, donde una fuentecilla borboteaba salpicando de vez en cuando el suelo de mármol. Desayunábamos al alba, en la cocina luminosa decorada con cacharros de cobre. Cuando llegaba la vieja sorda y malhumorada que le hacía la limpieza, yo recogía mis tristes ropas y me volvía a casa, a componer desganado mis artículos enciclopédicos.

Así pasó todo el mes de agosto y entró triunfante septiembre, sin traer ningún alivio al calor. En el sur, el otoño es tardío y se va infiltrando en el verano poco a poco. Un día se ve caer una hoja, al día siguiente las cigarras enloquecen por el bochorno, después sopla un vientecillo inquieto y un buen día llega el otoño almibarado y triste. Pero no en septiembre. Y menos aún en aquel septiembre que, según el patrón del bar y los pastores de los cerros pelados y mi casera y la pobre asmática de la plaza, era excepcionalmente caluroso y polvoriento. Cierto que fue polvoriento. Envuelto en un remolino de tierra tostada, ligera y dispersa, llegó Mitgard. O Midgard o Migardt. Me perdonarán, no sé a ciencia cierta cómo se escribe. Podría haberme informado, pero hasta hace bien poco no sentí la necesidad de escribir sobre él.

Era alto y rubio. Con esto basta. Quizá tenía los ojos grises o azules. Quizá no. Bien, era alto y rubio y dibujaba. Vivía de expediente, comía en cualquier sitio, dormía donde le dejaban. Arrastraba tras de sí una pesada mochila rota por los extremos y cargada de papeles pintarrajeados, zapatos sin cordones y camisas sucias. Tampoco quiero extenderme mucho. A la semana de su llegada, su mochila reposaba, vacía y abierta como una boca desdentada, en la entrada del blanco cortijo, y yo volví a pasar las noches escuchando la respiración de mi destartalada casa de piedra.

El dolor, ¡ah, sí, el dolor! y los celos, supongo, y el abandono. Una ciénaga pantanosa, una herida abierta, lodo pegajoso circulando desde el corazón a las rodillas, esas cosas. Seguí con la enciclopedia. A veces, en la casa solitaria, o mientras comía las albóndigas en el platito con la cenefa azul, era capaz de imaginar a Maite con una precisión minuciosa, de relojero o de forense. Veía la larga melena compacta que el viento deshilachaba, veía los ojos claros, la boca fruncida, las rodillas dulcemente ovaladas, el repliegue del ombligo, la piel tensa sobre la caja torácica, los lunares irregulares del hombro derecho, el hueso agudo del codo, la mano izquierda con los tres dedos principales de idéntica longitud que ella ocultaba como una deformidad, y la mano derecha con el dedo corazón sobresaliendo. Todo, veía todo. Luego, volvía a la casa jadeante o a la enciclopedia y mi memoria volvía a ser fragmentaria e imprecisa. A veces, soñaba con ella; otras, con los ojos azules o grises de Midgard o Mitgard o Migardt.

Mientras que los vaciados permanecían inmóviles e inertes en el tablón que les había dedicado, los otros, con el alma de plástico dentro, respiraban al ritmo de la casa.

Empecé a practicar el vaciado. Rellenaba de barro los pececitos de plástico con los que juegan los niños, los dejaba secar y los desmoldaba con una cierta dificultad. Luego, practiqué el sistema inverso: cubría de barro los caballitos de mar y los dejaba endurecerse. De esta manera, no tenía que desmoldar. Recubrí así una buena cantidad de objetos, hasta tener una colección de figuras de barro. Algunas las pintaba con esmalte. Las puse junto a los primeros vaciados, pero al poco tuve que separarlos. Mientras que los vaciados permanecían inmóviles e inertes en el tablón que les había dedicado, los otros, con el alma de plástico dentro, respiraban al ritmo de la casa. Intenté también, sin mucho éxito, algunas de las labores de mejora. Compré una mesa y un armario y colgué un cuadro con un velero confuso flotando en el reflejo de un mar grisáceo.

Llegó, por fin, el otoño y ocurrieron dos cosas: decidí empezar a esculpir sin moldes y Maite desapareció. Compré una buena provisión de barro y acudí a la policía. No podía hacer más. Los tornos eran muy caros y yo no era siquiera un familiar lejano. Parecía que se la hubiera tragado la tierra. En el cortijo, en las habitaciones bellamente amuebladas, quedaron sus ropas colgadas y sus zapatos con las punteras hacia la puerta y sus bolsos de piel flexible y sus vaciados. Me uní a los grupos de búsqueda. Pasamos varias noches, ahora frescas y claras, sacudiendo matorrales y guiando perros. Tuve pesadillas con el río que fluía, turbio, a pocos metros del cortijo. Pero era un triste riachuelo mestizo, inocente y torpe, sin caudal apenas. Luego, comencé a soñar con los ojos grises o azules de Migardt o Mitgard o Midgart. Y con sus manos blancas, grandes como palas, atadas a unos brazos poderosos por las muñecas cuadradas. También la casa tenía pesadillas. Se despertaba agitada en medio de la noche, boqueando aterrada.

Hice tentativas de esculturas: una hoja de higuera, una bota con la suela rota, la mano izquierda de Maite con su deformidad delicada y sus uñas ovales, las falanges marcadas, los huesos del anverso prominentes y los tres dedos principales de la misma longitud. También la policía empezó a sospechar del extranjero alto y rubio que había dejado en el cortijo su mochila abierta. Me fui acostumbrado, poco a poco, a la idea de no verla nunca más. No fue tan difícil. El dolor del abandono es mucho más agudo, más cruel y afilado que el de la ausencia y yo ya había convivido con él.

Seguí con la enciclopedia, seguí intentado esculpir. Detuvieron a Mitgard (creo que lo escribieron así en los periódicos).

Allá por diciembre, un mes antes de que venciera mi contrato de alquiler, me ofrecieron un trabajo en Ohio. Volví a leer mi artículo sobre las regiones centrales de Estados Unidos. En Ohio no hay petróleo ni casas de juego. Tampoco barcazas ni tapas de albóndigas.

Antes del puente de la Constitución ya estaba haciendo las maletas. La maleta, en realidad. Cuatro pantalones, dos pares de zapatos, un abrigo y seis camisas. Varios cachivaches electrónicos en diversos grados de descomposición y cinco cuadernos con apuntes. Con el pasaporte en el bolsillo de la chaqueta y el viejo bolsón de cuero cerrado, llamé a mi casera para devolverle las llaves.

Me despedí del dueño del bar, de la farmacéutica, de la mujer asmática de la plaza y del vendedor de lotería. Me mantuve alejado del cortijo vacío. No podía acercarme sin sentir un mordisco en el pecho, un dolor muscular en la respiración, un ardor insoportable en los ojos. Guardé el cortijo con su fuentecilla y sus habitaciones encaladas en el fondo más oscuro de mi memoria de donde, aún hoy, emergen de vez en cuando ya transformados, transfigurados por la neblina dorada de las Alpujarras y por la niebla blanca de Ohio.

Cuando llegó la casera, aún más pitañosa y obesa de cuanto la recordaba, le puse en la mano temblorosa el mazo de llaves y la acompañé, apático, en su vagabundeo por la casa dormida. Admiró las cortinas y los cuadros, la mínima vajilla y las sillas inestables que dejé allí. Miró con gesto torcido mis torpes vaciados y mis figuras de barro esmaltado creadas sobre los moldes de plástico. Siguió torciendo el morro ante mis esculturas más ambiciosas, la cabeza de gato, las ramas retorcidas de olivo, la pescadilla enroscada, el cangrejo huraño, la mujer.

—¿Y ezo? —ceceó señalándola.

Maite, con sus brazos finos y los lunares irregulares en el hombro derecho, los tres dedos centrales de la mano izquierda iguales.

La mujer, la única figura humana que pude esculpir, la mujer de cabellera larga y densa, de boca fruncida, de rodillas ovaladas.

—¿Y ezo?

Me encogí de hombros.

—Maite.

Maite, con sus brazos finos y los lunares irregulares en el hombro derecho, los tres dedos centrales de la mano izquierda iguales. Maite, perfectamente cubierta de bronce fundido y vuelto a enfriar. Maite que no volvió nunca al cortijo blanco.

En el aeropuerto compré revistas de arte e historia. Muy aburridas, en realidad. Me adormecí cuando sobrevolábamos el Atlántico que, desde allí arriba, era un laguito azul salpicado de espumas. No encontraría un alquiler tan ventajoso en Ohio, ni otra Maite. Podía habérmela llevado conmigo, pero el peso de un esqueleto recubierto de bronce supera los límites de las compañías aéreas. Por eso tuve que abandonarla.

¿Que por qué lo hice? Ya ven, cosas que pasan. ¿El amor, la posesión, el abandono, los celos? No, no, esperen. Ya les he dicho que soy un tipo vulgar y anodino. ¿Por qué lo hice? Pues por dinero, como cualquiera. ¿Por qué, si no?

Aida Vega Felgueroso
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