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Mi camisa azul

martes 6 de febrero de 2018
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Volví a leer la nota una vez más.

Estimado aspirante a escritor:

Nos ponemos en contacto con usted sin otra intención que la de pedirle disculpas por la demora en nuestra respuesta. Recibimos toneladas de basura diariamente y nos es imposible leerla, valorarla y rechazarla con la rapidez que se merece.

De nuevo nos vemos en la tesitura de negarnos a publicar su relato “Llenos de muerte” debido a que no encaja con nuestra línea editorial. Lamentamos profundamente la decisión y esperamos que comprenda que no podemos mandarle ninguna razón lógica en la cual explique el motivo, puesto que no podemos permitirnos perder el tiempo en estas mierdas.

Sin más, reciba un cordial saludo de parte del equipo de MagazineArtist.

Me temblaban las manos de la impotencia. No entendía qué había podido salir mal. El cuento que mandé era perfecto. Poseía vida propia. Además, me había esforzado muchísimo en redactarlo una y otra vez con la intención de que encajara en la revista. Leí de nuevo la nota y me la metí en el bolsillo.

Entré al apartamento a oscuras. Sabía que Beatriz, mi mujer, se encontraba durmiendo en el dormitorio. Anduve despacio sin hacer ruido, me desvestí y me acosté a su lado. Me sumí en un profundo sueño.

 

Ya estaba más que acostumbrado a sus desvaríos. Una vez se presentó en casa diciendo que nos había tocado la lotería de Navidad.

Desperté gracias al quejido de la alarma. Beatriz no se encontraba ya a mi lado. Me senté en el borde la cama y me desperecé despacio. Anduve hasta el pasillo. Vi la luz por la rendija de la puerta del baño, lo que me hizo suponer que Beatriz estaría duchándose. Volví al dormitorio con la intención de elegir la camisa que me iba a poner para la enésima entrevista de trabajo. Justo cuando fui a agarrar mi camisa azul de la suerte, el teléfono sonó. Era la loca de mi suegra. Solía llamarme a mí cuando Beatriz no contestaba.

—Perdona, Bosco, ¿estabas durmiendo?

—Acabo de levantarme para ir a trabajar —mentí.

—Noto bastante fría a Beatriz.

—Perdona, ¿qué? —no entendí nada, aunque ya estaba más que acostumbrado a sus desvaríos. Una vez se presentó en casa diciendo que nos había tocado la lotería de Navidad. Me lo hubiese creído de no ser porque era agosto y estábamos en mitad de una fuerte ola de calor—. Espera un segundo, voy a avisar a Beatriz…

—No hace falta, ya no…

—No sé entonces el motivo de la llamada, Antonia, ¿qué ocurre?

—Hace tiempo que Beatriz no es la misma, quiero decir, soy su madre —esto último lo hizo con gran énfasis— y no cuenta conmigo para nada. Se está volviendo muy egoísta.

Mientras me hablaba agarré la camisa y comencé a vestirme.

—Bueno, no sé, a mí me cuenta todo. No me ha referido nada de ti…

—Pero soy su madre, y merezco saber las razones por las que pasan las cosas —me interrumpió.

Me cambié el teléfono de oreja mientras me ataba los cordones de los zapatos.

—Bueno, cuando vuelva de trabajar hablaré con ella, puedes estar tranquila —dije.

—Pero si erais felices…

Antonia no paraba de hablar, conque arrojé el teléfono en la cama y continué vistiéndome. Escuchaba su voz de fondo como el hilo musical de un gran centro comercial. Cuando terminé de vestirme agarré el teléfono de nuevo.

Beatriz se encontraba en el baño, lo sabía porque se escuchaba el agua correr por las viejas tuberías del apartamento.

—Tienes razón, Antonia. Se lo contaré a tu hija —dije. Pero al otro lado parecía que no había nadie—. ¿Hola?, ¿Antonia?

Se escuchaba la respiración entrecortada de la mujer. Lo que me dijo a continuación me dejó la espalda empapada y un fuerte dolor en las sienes. A mí también me costó respirar con naturalidad.

—Dicen que ha muerto —dijo y colgó. Los pitidos de la línea me lo confirmaron.

Fui directo al cuarto de baño para decirle a Beatriz que a la chiflada de su madre se le había vuelto a ir la pinza.

Llamé varias veces a la puerta. Dado que Beatriz no me contestaba giré el pomo y la abrí. Lo que vi fue peor que mil llamadas de Antonia. Mi mujer se encontraba tumbada en la bañera con las venas abiertas.

 

Abrí los ojos en la oscuridad y tiré el despertador al suelo intentando encontrar el interruptor de la luz. Había sido un mal sueño; otra estúpida pesadilla. Miré la nota de MagazineArtist.

“Eso sí que es real, maldita sea”, dije en voz alta.

Abrí despacio la puerta del dormitorio. Beatriz se encontraba en el baño, lo sabía porque se escuchaba el agua correr por las viejas tuberías del apartamento. Me temblaba todo el cuerpo y la boca me sabía a metal. Aún conservaba los resquicios de aquel desagradable sueño.

Cuando iba a poner un pie en el pasillo el teléfono volvió a sonar; antes de ver quién llamaba corrí hasta el armario en busca de mi camisa de la suerte.

Guillermo Arbona Rojas
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