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Los zapatos de mi hermano

martes 29 de mayo de 2018
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…siempre queda una parte de pesar, una ligera
sensación de pérdida acechando la sensación de
ganancia; la tendencia a preguntarse, un poco
ilusoriamente, lo que podría haber sido.
Henry James

Apenas llego a su apartamento en Margarita y entro al cuarto donde él solía dormir veo sus zapatos de correr en el suelo del clóset: los de marca famosa y aire en la goma. Recuerdo cuando los compró; los tenía puestos y me señaló sus pies con cierto regodeo. Eran flexibles como un guante usado, tan blancos que deslumbraban, de cordones gruesos, suaves y unas líneas ágiles de color azul se deslizaban a los lados para terminar en el símbolo que nítidamente los identificaba.

Fue un domingo en la mañana, en la reunión que tradicionalmente hacemos en casa de Tita, donde nos contamos los chismes de la semana y tomamos el imantado café con leche que prepara una de las muchachas. Aunque seas menor que yo, me dijo Gonzalo sonriente, con estos no podrás alcanzarme; nada los iguala, son tan livianos que no se sienten y el colchón de aire que encierra la suela ayuda a una pisada más suave, ya verás.

Yo admiré los zapatos de mi hermano y reí con él, confiado, sabiendo que aunque un día se sienta con ánimos de dejarme atrás, siempre esperará a que yo lo iguale para cruzar juntos la meta.

Los corredores comenzaron a llegar por decenas mientras Gonzalo y yo, como la mayoría entusiasta, estirábamos el cuerpo y dábamos pequeños saltos para calentar los músculos y aceitar las coyunturas.

Así ocurrió en el Maratón de Caracas en 1984. Durante meses nos preparamos con rigurosa disciplina. Nos levantábamos a las cuatro y media de la mañana —me llamaba por teléfono para asegurarse de que ya me había despertado— y nos encontrábamos en el parque un poco después de las cinco donde con la misma rigurosidad nos esperaba Leslie Mentor, el entrenador ad honorem de todos los corredores que se dan cita en el Parque del Este y sueñan con hacer un buen papel en el maratón. Al vernos chocábamos las manos, más que para saludarnos como una forma de felicitarnos por haber cumplido una vez más, por ser puntuales, por estar ahí a esa hora de la mañana, aunque medio dormidos, aunque luego nos esperara un día de trabajo, pese a que en horas de la tarde fuésemos presa de incontables bostezos que, al menos yo, trataba de controlar con pésimos resultados. Hacíamos alguna calistenia y luego de que el grupo se completaba, en medio de gritos de aliento y animosos aplausos, salíamos a trote suave, acompasado, que luego se hacía intenso, jadeante, por los caminos todavía oscuros del parque. El aire perfumado de humedad se sentía en la cara y todo el cuerpo, fresco, muchas veces frío, mientras nuestros pasos resonaban en la noche como si de efusivos y continuos abrazos que palmean espaldas se tratara, para luego convertirse en apenas un redoble de latidos cuando entrábamos a la grama y se sentía el suelo afelpado, en ciertas ocasiones chispeante cuando se caía en algún pequeño e inadvertido charco que llovía gotas de tierra sobre nuestras piernas sudadas. Los más rápidos punteaban el camino señalado por el entrenador mientras que el resto lo seguíamos a cierta distancia tratando en vano de darles alcance. Gonzalo, que nunca fumó, poco aficionado al licor y mucho más experimentado que yo en esto de correr, miraba hacia atrás y me hacía señas con la mano para que no me quedara rezagado. Yo me esforzaba un poco y seguía de cerca las gruesas y brillantes piernas de mi hermano cuyos músculos se marcaban como raíces adheridas al tronco de un árbol. En ocasiones me acompañaba todo el trayecto y —a un ritmo más suave al que acostumbraba— le sobraba aire en sus pulmones para, como si estuviese sentado tranquilamente en la terraza de un cafetín degustando su bebida favorita, hablarme durante largos trechos sobre alguna anécdota graciosa, sobre cualquier cosa que pasara por su cabeza con el objeto de distraerme, de que no pensara en el dolor de mis piernas, en la falta de aire de mis pulmones y así no abandonara la carrera.

Día tras día, cinco días a la semana, cumplíamos religiosamente la rutina para estar a punto y correr, o al menos terminar con el mayor decoro los cuarenta y dos kilómetros que significa el gran maratón.

El día de la contienda llegamos muy temprano, descansados, premiados por habernos levantado una hora después de como solíamos hacerlo. El cielo estaba barrido de pesares, de un azul lleno de fanatismo y regado de matices de euforia hacia el Este. Los corredores comenzaron a llegar por decenas mientras Gonzalo y yo, como la mayoría entusiasta, estirábamos el cuerpo y dábamos pequeños saltos para calentar los músculos y aceitar las coyunturas. Saludos iban y venían entre los amigos del parque que allí nos encontrábamos y entre los desconocidos que solos o en grupos iban llegando a la esperada fiesta anual de los corredores, que por compartir los mismos gustos al aire, al sudor, a la competencia, nos reconocíamos como lo pueden hacer los niños cuando se encuentran en una fiesta de caramelos, globos y serpentinas. Gonzalo saludaba a todo el que se le cruzaba mientras repetidamente levantaba los pies hacia atrás tocándose los talones con sus manos. A pocos segundos para la partida ajustamos el cordón de los zapatos, los relojes, el alfiler que sostenía nuestro número sobre el pecho, bebimos un trago de agua y allí, sobre las puntas de nuestros pies que daban pequeños y rápidos saltos, en medio de una algarabía de brazos, piernas, sirenas, ambulancias y gritos de júbilo, esperábamos con gran impaciencia el tiro de partida para iniciar el largo recorrido.

Claro que estos no son los mismos zapatos que participaron en aquel maratón del 84, pero son parecidos; también tienen aire en la suela y son livianos. Me quedo mirándolos por un buen rato. No son aquellos, sin duda, pero podrían serlo, pienso. ¿Qué diferencia hay? Miro hacia el otro tramo del clóset y allí están algunas de las franelas, shorts, medias y gorras de mi hermano. Todo como si nada, esperando en vano un poco de velocidad y aire fresco. Se trata de sólo objetos, me digo. Sin embargo ningún alivio, ningún consuelo se deriva de esta conclusión.

“Ya no podremos ir a Margarita. No es fácil para él”, dijo Lourdes en una oportunidad, solemne, grave, con la mirada puesta sobre sus manos que se retorcían (fue uno de esos domingos familiares, mientras el café aún humeaba sobre las tazas y la conversación flotaba sobre una frágil quietud). Confundido, observé por unos segundos sus párpados gachos. Sus palabras comenzaron a martillar mi cabeza al mismo tiempo que mi espalda se doblaba como si sobre mis hombros hubiesen caído los conflictos de toda una vida, todos al mismo tiempo.

En ese instante escucho a alguien que muy temprano toca la puerta del cuarto de huéspedes donde duermo cuando voy a la isla con mi hermano y mi cuñada. Ya es hora, dice Gonzalo tras la puerta. Voy, contesto remiso entre bostezos y posibles excusas de renuncia al tiempo que estiro mi cuerpo y luego lo encojo hasta hacer un ovillo con él. Gonzalo insiste. Sabe que a la primera nunca me levanto. Cuando salgo del cuarto, soñoliento y con los zapatos de trotar en las manos como dos botellas que un borracho acarrea por el camino, ya mi hermano está frente a la ventana, listo, mirando hacia el abandonado hotel Concorde, doblando su cintura como si bailara el hula hula y tocándose los talones con la punta de las manos como solía hacerlo antes de correr. Observa, sin darle la menor importancia, mi cara de súplica que clama por un rato más de sueño y riendo me dice que el día está despejado, bello para trotar. Y como el presentador de un suntuoso espectáculo, con la más elegante de las verónicas que pueda desplegar un apuesto torero, gira y me muestra el mar que se ve tras la ventana. Poco convencido a pesar de la vista, de los bonitos pajarracos que revolotean cercanos y de los divertidos esfuerzos para animarme que despliega Gonzalo, me pongo los zapatos con el desdén de quien recibe un no por respuesta, bostezo un par de veces más e inicio yo también los estiramientos de rigor que generan pequeñas explosiones entre mis huesos holgazanes. Luego calculamos el tiempo en que haremos el trayecto del día, siempre tratando de superar, aunque sea por pocos segundos, la marca anterior. Ya en la planta baja del edificio, después de una última calistenia que hacemos bajo una alborotada palmera atestada de cocos, ajustamos nuestro reloj y salimos a trote suave por una ancha avenida poco transitada que invita a recorrerla a diario. Después de dejar atrás el una vez gran hotel, la misma acera bordea la ribera de una laguna verde y tranquila que como un buen ejemplo refleja la belleza de los manglares que la circundan y el cielo que la cubre. A los pocos minutos de respiración rápida, cuando las primeras gotas de sudor comienzan a bajar por la frente y los músculos se sienten calientes, se olvida el sueño, la modorra, se deja de extrañar la cama para reconocer el bienestar que liberan las endorfinas sobre el espíritu y sentirse reconfortado por finalmente haberse levantado, por no haber sucumbido a las caricias de aquella almohada blanda, asiento de tantas fantasías a veces verdaderas. Al ver que una expresión de júbilo comienza a aparecer en mi rostro, Gonzalo sabe que es el momento de arreciar el trote. A una señal de su cabeza apura la carrera. Yo trato de alcanzarlo pero es inútil, por varios minutos se adelanta abriéndose paso entre las ráfagas de brisa marina, los aromas del rocío temprano y las siluetas que dejan los pájaros en el aire. Hasta que de nuevo, como si hubiera bebido de alguna poción que necesita para vivir, ya satisfecho, reduce el paso y sin detenerse me espera hasta que nuevamente lo igualo. Al llegar a la playa cruzamos el muelle de los pescadores donde ya, como una tradición del lugar, una decena de perros flacuchos nos esperan para mostrarnos sus dientes blancos, brillantes, afilados con las espinas de los pescados que trituran a diario. Entramos a Playa Valdez y nos deleitamos un rato con la vista de los coloridos peñeros de techos bajos y sus pescadores limpiando las cubiertas o preparando la red para hacerse a la mar. Gonzalo los saluda y éstos le devuelven el gesto como si fuera el dueño del peñero vecino que por un momento se olvidó de las redes y se fue a corretear la paciencia a otro lado. Luego trotamos a lo largo de La Caracola, nuestra playa preferida por su paseo aislado y por la compañía de muchos que como nosotros van y vienen sobre sus pasos constantes mientras que los pelícanos clavan sus estacas en el agua, los zamuros picotean en la orilla los restos de peces que no superaron la noche y nosotros, nosotros con los cuerpos húmedos, una y otra vez, impulsamos las piernas y brazos hacia delante, respirando el olor salado que se desliza con la brisa sobre las olas, tratando quizás, como el resto de los esperanzados, de ganarle a la vida trotando el bienestar que el tiempo nos arrebata sin tregua.

Nadie fue capaz de preguntarle a mi cuñada el porqué, por qué mi hermano ya no podía volver a Margarita. Tita bajó la cabeza y un mechón de cabello gris, como un abanico que se abre, se deslizó y cubrió parte de su rostro arado de arrugas. Jesús cambió de posición sobre la silla. Elsa sirvió un poco más de café dentro de las tazas ya rebosantes. Y yo, encorvado, la observaba sin pestañear. Nadie le preguntó. Todos lo suponíamos a fin de cuentas. Al menos una amarga sospecha flotaba en el ambiente desde hacía un tiempo. Lourdes, de pocas palabras y enemiga de las exageraciones, dejó de estrujarse los dedos, sacó un papel de su cartera y lo leyó con voz temblorosa. Un silencio pesado se esparció por la sala como si de pronto una tubería se hubiese roto, mojado mis pies y trepado por todo mi cuerpo hasta asomarse a mis párpados trocado en agua. Me levanté, salí al balcón y miré a lo lejos algo que no recuerdo.

No podría asegurarlo, pero quizás ya a la altura de la Universidad Central habíamos recorrido los veinticinco kilómetros que un par de veces habíamos hecho en los entrenamientos.

Un grupo compacto largó al sonido de la señal. Muy pronto los corredores más experimentados, los profesionales, diría yo, se ubicaron a la cabeza a toda velocidad y se fueron desprendiendo como lo pueden hacer las primeras risas de un grato encuentro. Por supuesto que Gonzalo y yo no íbamos en ese primer lote, pero tampoco en el último: detrás de nosotros parecía haber el mismo número de cabezas pivotantes que delante, lo que de alguna forma nos hacía sentir conformes con el trabajo que veníamos haciendo, con todo el entrenamiento que habíamos recibido en el parque, que nunca pasó de diez kilómetros diarios o de veinticinco a lo sumo un par de veces en toda la temporada. Gonzalo marcaba el paso con sus vigorosas piernas y, como acostumbraba, de vez en cuando miraba de reojo hacia atrás para chequear que su hermano menor estuviese cerca. El trecho de la autopista entre Caricuao y Santa Mónica quedó cubierto en buen tiempo entre pasos cortos y jadeos incesantes; aunque muy pronto comencé a sentir la falta de aire. El sudor bajaba hecho lluvia desde nuestras cabezas y todo el cuerpo para absorberse luego en la camiseta, el short, o salir disparado de nuestros dedos cuando nos pasábamos la mano por la frente y con fuerza lo largábamos a un lado como si arrojásemos malignos espíritus de nuestros cuerpos. ¡Vamos bien!, me decía Gonzalo de vez en cuando después de comprobar que no me había despegado de él. Yo también trataba de animarlo, ya que a pesar de que para mí siempre fue el hombre de acero, el duro de la familia, no me olvidaba de que ya se acercaba a los cincuenta. Voy bien, brother, le decía, ¿y tú? Fresco como una lechuga del páramo, respondía, y continuaba el jadeo uniforme y el paso firme con la mirada puesta en algún punto del asfalto que hipnotiza, que hace olvidar el dolor de las piernas, el cuello, la cintura, la falta de aire. Los grupos cada vez se distanciaban más y los profesionales ya se habían perdido de vista. La ambulancia socorría a los que no se sabían administrar o no habían entrenado lo suficiente y los voluntarios surtían de agua a los maratonistas que sin parar tomábamos un trago y nos echábamos el resto sobre la cabeza sudada.

No podría asegurarlo, pero quizás ya a la altura de la Universidad Central habíamos recorrido los veinticinco kilómetros que un par de veces habíamos hecho en los entrenamientos. No había cartel o dibujo en el suelo que lo señalara ni voluntario que lo anunciara, sólo sentí como un frenazo, el peso de un infortunio, un fuerte ventarrón de frente que me dificultaba seguir avanzando y me hizo bajar la velocidad. También Gonzalo lo sintió, su rostro había perdido la primavera de los primeros kilómetros y el vaivén de sus puños había dejado de pendular a la altura de la cintura para hacerlo ahora muy cerca de sus muslos. Sin desacelerar me dijo: Vamos, no decaigas. ¡Ánimo!, gritó. Yo sentí como si me hubiera halado por la pechera y de nuevo me coloqué a su lado. Continuamos a paso constante viendo cómo muchos ya caminaban y otros se retiraban exhaustos, cabizbajos, vencidos por el rigor de la carrera y por el sol que caía con odio sobre las cabezas reverberantes. Los gritos de ánimo se repetían desde todos lados. La gente eufórica los profería desde los balcones de los edificios, desde las aceras, desde los autos que esperaban, desde el frente de las casas y comercios: “¡Tú puedes. Ánimo. No te dejes. Vamos. No hay dolor. ¡No hay dolor!”, decían una y otra vez, aplaudían y mostraban sus palmas delirantes en señal de apoyo. Yo ya me sentía desfallecer. Cuando Gonzalo vio el sufrimiento en mi rostro me recordó la vergonzosa historia de cuando vivíamos en Punto Fijo y yo siendo todavía un niño salí desnudo a la calle. Creo que acababas de levantarte, dijo, y le estabas fastidiando la vida a Ramiro sin importarte que fuera más grande y gordo que tú. Siempre lo hacías a pesar de que ya habías probado el sabor del par de piedras que tiene como manos. Él dormía y tú le halabas la cobija una y otra vez. El solo recordarlo me da risa. Varias veces te dijo que lo dejaras en paz, pero tú le seguías halando la cobija y te reías a carcajadas al ver cómo una y otra vez se tapaba en medio de gruñidos y advertencias. Hasta que, cuando menos lo esperabas, se levantó de la cama con el puño en alto, los ojos retorcidos y corrió tras de ti hecho un demonio, ¿recuerdas? No, le dije entre dientes, lo que sí recuerdo es el final de la historia y no me parece muy divertido. Claro que es divertido, continuó Gonzalo, riendo entre suaves jadeos. Corriste por toda la casa buscando a Tita para que te protegiera, pero había ido a misa y no podía hacer nada por ti. Cuando pasaron por la sala Ramiro cayó al tropezar con una silla que lanzaste al camino. Eso empeoró las cosas. Su cara ya enrojecida se puso como un tomate maduro —vas bien, hermano, vas bien. Baja un poco los brazos e inclínate hacia delante para que el peso del cuerpo te ayude—. Luego corriste al comedor donde dieron varias vueltas como en las comiquitas: cuando tú ibas por un lado él por el otro y viceversa, siempre riéndote, sacándole la lengua, diciéndole bola de mierda, aprovechando que eras chiquito y flaquito para con agilidad escapar de sus garras cada vez que te le acercabas temerariamente. Ramiro ya sudaba, su respiración era como la que llevas ahora, seguro que un poco de espuma estaba a punto de salir de su boca abierta cuando en un descuido casi te agarra por la cabeza y unos cuantos de tus pelos le quedaron entre los dedos. Aterrado por lo que te esperaba si por fin te agarraba, corriste a toda velocidad hasta el zaguán de la casa y luego hasta la puerta de la calle por la que saliste como una liebre asustada y a carcajadas se la tiraste en las narices, feliz de haber escapado de una paliza. De pronto Ramiro, quien te veía a través de la tela metálica de la puerta, cambió su cara de animal rabioso por una de muñeco malvado. Sus ojos verdes brillaron y una sonrisa maléfica se alineó en su boca. Lentamente, atento a tu expresión algo desconcertada, pero todavía burlona —separa los brazos del cuerpo, dale espacio a la espalda—, cerró la puerta y le pasó llave por dentro. Toñita, Elsa, Beatriz, Jesús y yo, que mirábamos desde la ventana, comenzamos a reírnos como nunca. Y fue en ese momento, justo en ese momento, que te diste cuenta de que estabas completamente desnudo. Si hubieses visto la cara que pusiste sí te resultaría gracioso, y mucho. Enseguida levantaste una rodilla, te tapaste con las manos y comenzaste a llorar. Al escuchar las fuertes risotadas que salían de la casa, los que estaban en la zapatería de enfrente y los de la venta de bicicletas, cuando te vieron sin ropa y acurrucado delante de la puerta, comenzaron a reír también mientras tú, desesperado, le rogabas a Ramiro que te perdonara, que te abriera, que nunca más le ibas a halar la cobija ni a decir groserías. Bueno, si no es por Tita que llegó poco después todavía estuvieras ahí, esperando desnudo en medio de la calle. Al menos me salvé de la paliza, murmuré. Reímos. Tú me la hubieras abierto, le dije para cambiar de tema.

Yo continuaba avanzando como si hubiera recibido algún tipo de cuerda mecánica. Ya por la avenida Río de Janeiro, cerca del kilómetro treinta, mis piernas estaban a punto de abandonar, negándose a subir las aceras o a esquivar los huecos que de vez en cuando se presentaban en el pavimento. Gonzalo observó de nuevo mi rostro y bajó un poco el ritmo. Recordé cuando una vez siendo niño me regañó por no copiar un párrafo de Julio Verne a la misma velocidad que él me lo dictaba. Cuando vio aquellas gruesas lágrimas bajar por mis mejillas me acarició la cabeza y comenzó a leer más despacio.

Nos habíamos propuesto no caminar, terminar la carrera corriendo aunque fuese al paso de las buenas noticias, pero trotando siempre. Vaya que lo intenté. Cuando llegamos a El Llanito, donde los treinta y cinco kilómetros sí estaban claramente marcados sobre una llamativa tela blanca, yo no podía más: todo el cuerpo me dolía, la cadera y las piernas ya no me respondían y la presión de una gran decepción parecía dejarme sin aire alguno. Al dar la curva bajo el gran cartel mis piernas se doblaron y caí sentado sobre el pavimento. La pared, dijo Gonzalo, la famosa pared de los treinta y cinco; descansemos un minuto y luego sigamos caminando. No, le dije, no pares, recuerda el compromiso, sigue tú, brother, yo ya no puedo más. Ni pensarlo, insistió, nuestra meta es terminar la carrera, no importa que lleguemos de últimos, no importa que lleguemos gateando, pero terminar. ¡Vamos!, dijo, sólo faltan siete kilómetros. Me tomó por ambos brazos, me levantó de un envión y comenzamos a caminar hacia la plaza Venezuela. ¿Recuerdas cuando viniste a Caracas por primera vez?, me dijo. Yo manejaba el Thunderbird. ¿Te acuerdas del Thunderbird? Te encantaba pasear en él. Cuando desde lejos viste los edificios te quedaste un buen rato con la boca abierta para después pedirme que te llevara a esos dos grandes que se veían a lo lejos —respira profundo, por la nariz y por la boca. Hazlo varias veces rápido y luego con calma—. Sin tráfico alguno llegamos a las Torres de El Silencio, caminamos por sus pasillos relucientes y nos comimos un helado en la plaza Caracas. Estabas fascinado con los jardines y el aire que se respiraba. Luego te llevé a la plaza Bolívar, limpia, llena de gente que caminaba con expresión amable, y ancianos de tirante, corbata y sombrero sentados conversando alegremente con las piernas cruzadas y un tabaco entre los dedos. Te pusiste a corretear las palomas mientras nosotros escuchábamos la música de antaño que un grupo de mayores interpretaba. Las autopistas te deslumbraron, recuerdo, también el Humboldt sobre el Ávila: no podías creer que unos cómodos carritos sobre cables silenciosos te llevaran hasta lo alto de la montaña —vas bien, vas bien, no decaigas.

Cada vez que Gonzalo me miraba yo trataba de mostrarle el pulgar, pero, ¿a quién engañaba? La respiración profunda no pasaba de mi garganta y el poco aire que tenía en los pulmones me salía por la boca con la rapidez de estar recibiendo consecutivos puños en el estómago, al tanto que mis pies se deslizaban a rastras por el pavimento. ¿Recuerdas aquella muchacha de Los Caobos de la que tanto hablabas, continuó Gonzalo, la que te escribía poemas en inglés y los firmaba con besos rosas, y tú le respondías con cartas de páginas y páginas que nunca le entregabas? ¿La recuerdas? Linda chica… Pasabas horas hablando con ella por teléfono. Recuerdo que quisiste impresionarla demostrándole cuánto corría tu primer auto, al que le habías montado unos cauchos tan anchos que pegaban del guardafangos. No tuviste tiempo de cambiarlos y tampoco querías perder la cita, así que no pudiste pasar de sesenta cuando la llevaste a pasear. El ruido no les dejó ni siquiera oír un poco de música: tenían que gritar para entenderse. ¡Qué cita..! Finalmente a ella no le importó ir despacio, le dije con la voz que me salía por pedazos. Me imagino que no, dijo riendo —así es, hermano, poco a poco. Aunque sólo caminemos, igual vamos avanzando. Ánimo. No duele, todo es una ilusión—. Sin cesar me miraba como inquieto, preocupado. Yo trataba de sonreír y de disfrazar mi deplorable estado para que no pensara en la posibilidad de renunciar, de abandonar el maratón por mi culpa. Como nosotros, muchos también caminaban, lo que nos consoló en buena medida. De vez en cuando nos pasaba algún voluntarioso a paso corto con la mirada fija en el asfalto, atento a lo que éste le decía para olvidarse de sus piernas engarrotadas y cuello endurecido, reflejando nuestra propia imagen dentro de los meandros de su cuerpo. Las botellitas de agua vacías cubrían el camino, la gente aún animaba a los participantes desde las aceras y casas y todo el odio del sol se derretía sobre nuestras espaldas. Ya no nos quedaba agua que sudar ni aire que exhalar. Al cabo de un rato de endeble caminata, faltando quizás un par de kilómetros para la meta, me armé con el yelmo, la pechera y la espada de plástico que Gonzalo me regaló en una lejana Navidad y le dije que ya me sentía mejor, que si quería podíamos trotar un poco. Muy lentamente, pero corriendo como lo habíamos planeado, nos acercábamos al festín de la meta. La gente reía, aplaudía, gritaba vivas a todo el que pasaba como si cada uno de aquellos cuerpos escuálidos, ensopados de cabeza a pies, fuera el de un viejo amigo al que se le quiere estrechar la mano. Mi trote era defectuoso, atolondrado, zigzagueaba, cojeaba como un pobre arrepentido resignado a su dolor pero avanzaba, avanzaba casi con los pies a rastras al lado de mi hermano que me veía altivo, con el mismo orgullo que yo sentí por él desde que tuve uso de razón. A sólo unos metros de la meta me pasó el brazo por encima del hombro. Yo hice lo mismo. Y corriendo, como lo habíamos planeado, cruzamos juntos la meta.

Un inesperado día, aún joven y mucho antes de que yo lo imaginara, mi hermano ya no quiso trotar.

Como el montañista poco apasionado que conquista el pico de sus sueños, y con ello se siente más que satisfecho, yo jamás volví a participar en un maratón. No así Gonzalo que, adicto a la naturaleza, al aire libre, a la disciplina, y con la voluntad de un monje budista, corrió ocho maratones más alrededor del mundo. Sin embargo, entre maratón y maratón, nunca perdimos la costumbre de encontrarnos en el parque y correr a placer entre la frescura de los árboles y los cantos de cotorras y guacamayas. Borges es el nombre del recorrido que siempre hacíamos en el parque, ya que así se apellida el que lo midió por primera vez. Comienza en el cafetín que da a La Carlota, luego sube por donde están las anacondas, atraviesa el aviario, las corocoras y los patos. Bordea el jardín hidrofítico, baja por el planetario y sigue hasta el otro extremo del parque pasando por el puesto de la guardia, por el vivero, por el lago de los botes, por la jaula privada del águila arpía. Sigue hasta pasar frente al barco que hasta hace poco fue la réplica de uno de los de Colón y saluda a los adormecidos jaguares hasta terminar en el cafetín donde se inicia el recorrido. Allí tomábamos un café y planificábamos el próximo encuentro. Gonzalo lo disfrutaba tanto. Sí, lo disfrutaba mucho. Pedía un café negro pequeño sin azúcar y un jugo de naranja. Mientras hablábamos, entre nosotros o con algún otro compañero, tomaba un sorbo de café e inmediatamente uno de jugo de naranja. Le agradaba la combinación. A veces no parábamos en el café donde se completa el circuito sino que seguíamos un poco más hasta encontrarnos de nuevo con la imponente águila arpía, siempre atenta a todo el que pasa a su alrededor, con los ojos inquisidores y cabeza giratoria comparable al periscopio de un submarino que vigila. Allí, frente a su mirada penetrante, estirábamos las piernas, los brazos y movíamos nuestra cintura en círculo para tonificar las caderas. Yo abría los brazos con la esperanza de que el ave hiciera lo mismo y aunque fuese por una vez en la vida verla con sus alas desplegadas, pero no, nunca nos complació, se mantenía impávida con sus fuertes garras aferradas al tronco seco que le sirve de asidero. A veces nos olvidábamos de nuestra poco complaciente amiga de cabeza gris e íbamos a estirar los músculos al estanque de las nutrias, que nos recibían con estruendosos chillidos, y, muy a propósito, comentábamos sobre las trivialidades siempre repetidas, como qué livianos se ven esos zapatos, dónde compraste el short o qué franela tan buena la que llevas que seca tan rápido. Y es que mientras corríamos o descansábamos de la carrera Gonzalo huía de las conversaciones formales o muy serias. Cuando alguien tocaba algún tema político, de sucesos o enfermedades, él cambiaba la conversa para hablar de las nuevas máquinas adquiridas por el laboratorio de la salud en el gimnasio de la compañía petrolera, de las anécdotas de su profesión, de las de otros, de las mías, del nuevo reloj para correr que no se rompe con nada, de aquel que controla las pulsaciones, del país donde correría su próximo maratón, o callaba si al final no conseguía cambiar de tema. Con el tiempo entendí que el correr con mi hermano era sólo una parte de la diversión pues se trataba de algo integral, un placer físico pero también espiritual donde la actividad del cuerpo se desarrollaba en medio de pensamientos y charlas ligeras, si se quiere divertidas, que hacían del momento una verdadera terapia para el cuerpo y la mente.

Un inesperado día, aún joven y mucho antes de que yo lo imaginara, mi hermano ya no quiso trotar. Recuerdo que fue un sábado en la mañana, como a las siete, diría yo, antes de que llegara la multitud de los sábados —ya qué importa la hora. Me siento estúpido pensando en ese detalle, también en la gente que aún no había llegado al parque—. Llevaba su franela sin mangas con el nombre de Maraven. Extrañamente hoy no encontré ese brillo que siempre caracterizó a los ojos de mi hermano. Busqué dentro de ellos, pero ya no brillaban. Los tenía apagados, esquivos, renuentes a mirar de frente. Unas nubes espesas y grises, las mismas que hacen temblar a la gente cuando aparecen en cuentos, novelas y películas, cubrían el cielo de forma tal que del Ávila apenas se veía un delgado y muy bajo cinturón verde, por no decir blanquecino, que destacaba como una banda borrosa al norte de la ciudad. Pero no llovía, aún no llovía. Pensé que se trataba de una broma. No era tal. Su expresión no dejaba dudas. De pronto sentí como si un rayo, de esos que se estaban fraguando en las alturas, me hubiera partido en dos y mi cuerpo dividido buscara sin éxito recomponer los pedazos que habían quedado regados a kilómetros de distancia el uno del otro. Las bandadas de loros parecían fuera de sus cabales: chillaban como desesperados por los aires y entre las ramas de los árboles que tenebrosamente los escondían, iban y venían de un lado a otro como si pretendieran linchar a algún pájaro malvado que les hubiera quitado el alimento.

¿Por qué, brother?, le pregunté incrédulo, renuente a aceptar lo que parecía inevitable, contrario también a aceptar un cambio en mi propia vida. ¿Por qué ya no quieres correr? No hubo respuesta. El tiempo se congeló en el aire y las palabras se fueron amontonando en un lejano e inaudible depósito de palabras. Aún no, me dije, le dije a mi hermano, todavía tenemos tiempo para hacer lo que siempre hemos hecho. No pasa nada. No, no pasa nada. Quizás todo se trata de una gripe. Una penosa gripe. Sí, eso es, uno de esos virus que sabotean el aire para entrar en nuestros cuerpos y quitarnos las fuerzas. Sin embargo no había tos, su respiración era normal. Pero por otro lado lucía amarillento, tieso. Su mirada imprecisa, como si mirara hacia dentro, describía un espacio entre sus pestañas que se perdía en una negrura de límites insospechados. Aterrado me pregunté si me reconocía. Por un momento su mirada me hizo dudar. Esbozó lo que quiso parecer una sonrisa en su rostro enmascarado, dio media vuelta y se encaminó hacia el lado contrario al acostumbrado. De espaldas lo noté rígido, delgado, los músculos de sus piernas flácidos y lento el movimiento de sus brazos. Lo llamé y se giró con el cuerpo completo como si una espada lo atravesara desde la cabeza hasta la cintura. Y de nuevo esa mirada, otra vez esa mirada. Su mirada hincaba en alguna parte, hería, dolía, traspasaba tu propio cuerpo como si no estuvieras allí y sólo una silueta se levantara frente a sus ojos.

Una vez más la voz temblorosa de Lourdes leyendo aquel papel arrugado y vuelto a planchar, oloroso a linimento, a ungüento evaporado, retumbó dentro de mi cabeza. Una y otra vez se repetía. Como la sentencia injusta en el pulso de un inocente, se repetía sin cesar. Traté de engañarme, de decirme que todo lo que me taladraba el pecho eran simples e inexpertas conjeturas, que Lourdes se había equivocado, que consultó al médico equivocado, que todo se trataba de suposiciones sin fundamento producidas por el miedo a que las cosas fueran diferentes a como siempre habían sido, a que la vida me mostrara en carne propia lo cruel que podía ser. Pero no, sus palabras martillaban mi cabeza una y otra vez como los reclamos de una conciencia culpable. Caminé junto a él. Lo tomé por el brazo y regresamos al sendero donde se inicia la Borges. Con palabras que pretendían ser jocosas le dije que yo tampoco me sentía muy bien, que caminar de vez en cuando era mejor que correr siempre. Que lo mejor sería alternar el ejercicio: un día correr y otro caminar, o dos días caminar y uno correr. ¿Qué opinas, brother? Podemos hacer eso. Si quieres. Me parece lo mejor: un día corremos y dos caminamos; sería lo ideal. La semana pasada me estuvieron doliendo un poco las rodillas y creo que se debió al exceso de entrenamiento. Correr cinco días a la semana como antes lo hacíamos era mucho, demasiado. Por eso te sientes así. Por eso me duelen las piernas. Ya verás que con la nueva rutina nos sentiremos mejor. Vas a estar mejor que cuando ganaste aquel premio de esgrima en la universidad, ¿recuerdas?, o cuando corriste esos tantos maratones alrededor del mundo, o cuando recibiste tu título de geólogo y después el máster en geología en la Universidad de Oklahoma —por aquí, brother, sigamos la ruta de Borges. ¿Recuerdas a Borges, el que creó todo este laberinto de veredas secretas y que tantas veces hemos recorrido? Ven, crucemos por la laguna de los patos y bordeemos el jardín hidrofítico. Mira cómo el sol traspasa las alas de aquella garza. Vamos bien—. ¡Ah, Oklahoma!, cuéntame de nuevo lo de Oklahoma… No importa, me acuerdo como si me lo hubieras contado ayer. Ya te habías casado con Lourdes, los niños estaban pequeños —Helena de dos añitos y Gonzalito apenas de mes y medio— y les habían otorgado una beca para que hicieran el máster en cualquier universidad de los Estados Unidos. Tú lo harías en geología y Lourdes en paleontología —bajemos por el planetario—. Durante un par de meses buscaron en las universidades más prestigiosas de ese país una que contara con servicio de guardería, pero les fue imposible. Día tras día llegaban las cartas con la negativa y el tiempo de aprovechar la beca se agotaba. Pronto decidieron probar con algunas otras no tan renombradas, ¿recuerdas?, y fue precisamente la Universidad de Oklahoma la que contaba con una estupenda guardería dentro de la misma universidad. Te pusiste tan contento que ese día corriste dos Borges seguidas en una hora y cinco minutos, un verdadero récord, brother. Si no es porque en ese tiempo yo aún era un mocoso te hubiese acompañado en el recorrido. Qué buenos tiempos —a la derecha, sigamos por donde está la guardia—. Y no quiero ni recordarte la impresión que recibiste cuando te enteraste de que nuestro Rómulo Gallegos era profesor de literatura de esa universidad. En vano trataste de encontrártelo por los pasillos, de que alguien te lo presentara, pero fracasaste en todos los intentos, nunca coincidiste con el maestro hasta que un día decidiste ir a almorzar a un lugar donde él solía hacerlo, en casa de una compatriota que vivía de preparar almuerzos a los venezolanos que allá estudiaban. Llegaste un poco tarde. Mientras repasabas la larga y única mesa en busca de un asiento libre te topaste con la mirada bonachona y penetrante de Gallegos. Comía una arepa rellena de carne mechada y bebía jugo de papelón. Te miró y miró a su lado, como invitando a sentarte en el único asiento libre que quedaba. Pero no, te quedaste mudo, observándolo como se ven los secretos que no se quieren contar, y te marchaste del lugar con Doña Bárbara sin firmar bajo el brazo. No te sientas mal por eso, brother. Si Francisco Massiani perdió una cita con Julio Cortázar porque un amigo le insinuó que estaba mal vestido, no debes sentir vergüenza porque hayas sentido miedo de presentarte ante Gallegos. Tampoco García Márquez se atrevió a acercársele a Hemingway cuando se lo encontró en una calle de París y sólo alcanzó a gritarle “¡Maestro!” desde el otro lado de la acera. Yo tampoco me hubiera atrevido si hubiese estado en tu lugar —ahora subamos un poco y luego bajemos por el vivero; no hay apuro, brother, caminando también se avanza. Ya verás, con esta nueva rutina de ejercicio pronto estarás mucho mejor, ya lo creo—. Te sentirás tan bien como cuando eras gerente de exploración de la petrolera y descubrieron aquellos nuevos pozos en alguna parte de nuestra prolífera tierra, creo que fue en Bachaquero o en Lagunillas, o cuando tus compañeros de PDVSA crearon el Tercer Triatlón bajo techo y lo bautizaron con tu nombre, o cuando publicaste aquellos informes sobre geología que tantos reconocimientos te trajeron, o cuando te nombraron director de Asuntos Internacionales del Ministerio de Energía y Minas, o cuando, ya jubilado de la industria nacional, la petrolera Canadian Oxy te contrató como su gerente general —vamos bien, no hay dolor, todo es una ilusión—. Ya verás, te sentirás mejor que aquel día cuando el propio presidente Carlos Andrés Pérez te entregó la medalla Mérito al Trabajo en su primera clase, o cuando tus hijos te dieron esa seguidilla de nietos que ahora te envanecen —bordeemos el lago Guinand. Vamos brother, no te dejes. Ahí está el águila arpía con sus alas cerradas como de costumbre. Sí, ya sé, no hace falta verlas desplegadas, sólo hay que cerrar los ojos e imaginar cuán largas son—. ¡Ah!, me acuerdo mucho de aquella anécdota que a veces contabas cuando corríamos largo y yo ya no podía con mi alma y asomaba la idea de abandonar. ¿Recuerdas, la de Nursultán Nazarbaev? Sucedió en Kazajstán. Fuiste invitado por el gobierno de ese país junto con otros geólogos de Maraven para realizar investigaciones sobre posibles exploraciones petroleras en su territorio. Estabas muy entusiasmado ya que era la primera vez que ibas al Asia y yo sé cómo… Y yo sé cómo disfrutas de las comidas exóticas, de conocer otras culturas y nuevos parajes. Bueno, resulta ser que el presidente Nazarbaev ofreció una cena en honor a los visitantes. Muy suntuosa según nos contaste. Decenas de empresarios de varias partes del mundo, políticos, empleados de gobierno y periodistas los acompañaron sentados a lo largo de una mesa que brillaba en medio de un salón decorado como el de un rey. Las alfombras de seda cubrían casi todo el suelo, y las paredes y techos estaban saturados de pinturas, adornos y unas lámparas gigantes que parecían de oro puro —por aquí, ya estamos cerca del barco de Colón; respira profundo—. Según la costumbre cada invitado debía decir unas palabras y al final de ellas levantar el pequeño vaso y empinarse de un tirón su contenido de vodka; también debía hacerse cuando fuera otro el que hablara. Me imagino cómo te sentías, tú que apenas tomas. Pero no hacerlo podía significar una ofensa para los anfitriones, así que tuviste que guapear con los tragos. Cuando llegó tu turno ya por lo menos seis habían hablado y brindado, y tú con ellos, claro, como pedía la etiqueta. Tu cabeza daba vueltas y olvidaste por completo lo que tenías que decir. Después de que habló el norteamericano que estaba a tu lado y tocaba tu turno, te levantaste, respiraste profundo y lo único que se te ocurrió fue mirar fijamente al presidente y decirle: “Presidente, usted es mi hermano”. El Nursultán se te quedó mirando, sorprendido, sus ojos brillaban como piedras preciosas expuestas a la vista de un ladrón. “Así es, usted es mi hermano”, continuaste con el vaso de nuevo lleno de vodka, “porque sus antepasados atravesaron toda el Asia Central en dirección este. Y por el mar de Bering, a través de las islas Aleutianas, llegaron a nuestra América. Por eso no veo ninguna diferencia física entre los habitantes de esta tierra y los de mi país, lo que nos convierte en verdaderos hermanos. ¡Salud!”. Y una vez más, sujetándote con fuerza al espaldar de la silla, te empinaste el trago que te correspondía. ¡Salud!, dijeron todos con voz fuerte, casi gritando, contagiados de tu entusiasmo. Y en un hecho sin precedentes, el propio Nursultán Nazarbaev, presidente de Kazajstán, se levantó de su silla y fue hasta donde te encontrabas y sujetándote por la cabeza con ambas manos te estampó sendos besos, uno en cada lado de la cara, al tiempo que te miraba emocionado y te decía “hermano kazaco”. Todos rieron y brindaron de nuevo por tu original intervención —falta poco, brother, vas bien, vas bien, esta es la última curva, subamos por la fosa de los jaguares—. El cuento no terminó ahí. Una vez fuiste a una reunión en Nueva York, hacía frío y tenías varias horas discutiendo sobre el hallazgo de nuevos pozos de petróleo. Bajaste del piso cuarenta donde te encontrabas, buscando tomar algo más consistente que el café que toman en el norte. Estabas parado con tus colegas en una esquina de la Quinta Avenida esperando que la luz cambiara cuando de repente, desde una reluciente limosina negra estacionada frente a ustedes, salió una mano que saluda repetida y vigorosamente, y la cara de un hombre risueño se asomó por la ventana del asiento trasero y te gritó: “Hermano kazako, hermano kazako”. No podías creer tamaña casualidad. Se trataba del presidente de Kazajstán en persona. Cambió la luz y no tuviste tiempo de estrechar su mano. Ambos se quedaron con los brazos alzados y las miradas encontradas por largos segundos. La vida está llena de sorpresas —ya estamos por llegar, apenas faltan unos metros. Mira la gente, mira cómo se arremolina en la meta. Gritan vivas. Te reciben con entusiasmo. También el entrenador se ríe y te aplaude. Admiran la vida que has llevado, brother. ¡Vamos! No decaigas. Tú puedes. No hay dolor. ¡Todo es una ilusión!—. Le pasé el brazo a mi hermano por encima de sus hombros y juntos cruzamos la meta.

Cuando ya me dispongo a salir me detengo un momento. ¿Por qué no?, me digo. Me quito los zapatos, voy hasta el cesto de la basura, retiro los zapatos de mi hermano, me los pongo y salgo a correr.

De pronto el cielo no soportó una gota más y estalló con furia a través de grandes agujeros que entre nubes, recuerdos, centellas, preguntas y truenos quejumbrosos empaparon por largo rato todo lo que nos rodeaba.

Definitivamente estos zapatos no son los mismos con los que mi hermano corrió aquel maratón del 84, pero quizás sean los que usó para correr el maratón de París en 2002, pienso, o el de Honolulú el año antes, o el de Roma, o el de Nueva York, o el de Estocolmo, o el de Cancún, o el de Londres, o algún otro, quién sabe. Recuerdo que cuando compraba unos zapatos nuevos dejaba los viejos aquí en la isla. Tomo uno de ellos y me siento en el suelo a detallarlo. Su cuero está endurecido, inflexible, amarillento, el aire de su suela de goma ya no transparenta la luz, se ve turbio, los cordones se han ennegrecido, el plástico de sus puntas desconchado y ya no se aprecian las líneas y letras que identifican la marca. Descarto también que sean los mismos que una vez me enseñó en la reunión de los domingos. No pueden ser, me digo. No, repito en voz alta mientras lo hago girar lentamente entre mis manos. Tomo ambos zapatos como quien de pronto le da la mano a un extraño que se presenta solo y los tiro a la basura. Luego me acuesto. Es un sueño intranquilo. Entre patadas al vacío y vueltas de almohada corro un largo maratón con mi hermano, el más largo del mundo. Nos levantamos a las cuatro y media de la mañana como solíamos hacerlo cuando entrenábamos en el parque y después de chocarnos las manos y hacer una breve calistenia comenzamos la gran carrera. Trotamos sin parar por infinitas veredas de conchas marinas que crujen como galletas bajo nuestros pies y que luego se convierten en una fina arena para después dar paso a un camino de algas franqueadas por setos de manglares y corales. Él va marcando el paso con sus piernas de roble mientras yo lo sigo a corta distancia con la mirada puesta sobre sus huellas que flotan. Sudamos copiosamente pero no se siente el calor ni el cansancio, el cuerpo no duele y el aire va y viene dentro de nuestros pulmones como lo hace en la placidez de un encuentro fraternal. A una señal de mi hermano igualamos nuestros cuerpos y aumentamos la velocidad hasta que la fuerza del viento nos hunde las mejillas, peina el cabello y los setos pasan borrosos a nuestro alrededor. Respiramos la magia de la Gran Sabana, navegamos por el Amazonas, admiramos la obra de Niemeyer en Brasilia, saludamos al Cristo Redentor de Río de Janeiro, respiramos el olor del Río de la Plata, disfrutamos de un baile de tangos en el Paseo Florida de Buenos Aires, bordeamos la costa atlántica de Suramérica atestada de ballenas, pingüinos y leones marinos hasta llegar a la Patagonia, donde aminoramos la velocidad para luego trotar plácidamente sobre el helado canal Beagle frente a Ushuaia, sobre el lago Fagnano entre montañas, y sobre los blancos e imponentes glaciares que marcan el fin de la gran cordillera andina. Gonzalo ríe a placer y una vez más aumenta la velocidad. En segundos pasamos a la Patagonia chilena, subimos a las alturas de las Torres del Paine, nos regocijamos con sus lagos lechosos, verdes y azules, navegamos por sus fiordos e islas, avistamos los colores terrosos del desierto de Atacama, los altiplanos de Bolivia y Perú con sus elegantes llamas y vicuñas que por segundos nos acompañan, bordeamos el Titicaca atestado de truchas, visitamos la ciudad imperial del Cuzco, los volcanes de Ecuador y corremos por la doble costa de Colombia hasta encontrarnos con el lago de Maracaibo y reducir el paso. Al llegar a la plaza Venezuela, Gonzalo no se vuelve. No me espera para cruzar la meta. Sigue de largo. Se pierde entre la gente. No me espera y se pierde entre la gente. Pregunto por él. Nadie lo ha visto. Su número no figura entre los participantes. Tampoco su nombre. Pero, ¡corrió, corrió conmigo!, le digo a alguien, búsquelo. Por favor, búsquelo, inténtelo, revise una vez más… Al no encontrar respuesta pretendo gritar pero ningún sonido sale de mi boca, apenas un vaho, un aliento desnudo, un aire estéril que se regresa al llegar a mi garganta. Cuando ya me siento desfallecer y muero como si me hubieran enterrado vivo boqueando el nombre de mi hermano perdido, salto de la cama sudando y escondo la cabeza entre mis manos. Luego cruzo los brazos. Aprieto con fuerza mis hombros y comienzo a moverme como si sobre una terrible indecisión me encontrara. Bailoteo mi cuerpo por no sé cuánto tiempo con la mirada puesta en algún sitio gris que de vez en cuando parece relampaguear cuando una vaga esperanza ilumina la ventana. Al cabo me refugio en la almohada, la abrazo con fuerza y me dejo caer a un lado.

Duermo otro rato. Al despertar de nuevo estiro mi cuerpo, me incorporo pesadamente y me asomo a la ventana. La playa está serena y el día soleado. Bello para trotar, me susurra mi hermano al oído. Me visto y hago una corta calistenia con la mirada puesta en las ruinas del Concorde. Cuando ya me dispongo a salir me detengo un momento. ¿Por qué no?, me digo. Me quito los zapatos, voy hasta el cesto de la basura, retiro los zapatos de mi hermano, me los pongo y salgo a correr.

Es verdad, tiene razón Gonzalo, no importa su aspecto actual, nada los iguala. Voy a trote lento y constante imaginando que sigo las hercúleas piernas de mi hermano que comienzan a sudar. Se vuelve, me hace la señal de costumbre y apura la carrera. Yo trato de alcanzarlo pero es inútil, se adelanta por el camino que bordea la laguna de manglares.

Mientras veo cómo se aleja y se pierde entre olas y aromas marinos me invade un miedo terrible de llegar solo a la meta.

(Este cuento ganó en 2008 el LXIII Concurso Anual de Cuentos del diario El Nacional y fue publicado en 2010 por el sello Equinoccio en el volumen Los zapatos de mi hermano y otros relatos).

Heberto Gamero Contín
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