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El olor de la lluvia

martes 20 de noviembre de 2018
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Nada hay tan indestructible como el tiempo pasado, porque sus hechos son inmutables y, así quisiéramos, no pueden cambiarse. Sobrevive y reaparece de diversas maneras, siempre para decidir la actualidad, y el futuro también, pues todo está basado en esos acontecimientos, no importa qué lejos esté el pasado o qué cercano esté el futuro. Definitivamente, por el más mínimo orificio, por el más pequeño intersticio, se nos infiltra el pasado. Y cuando eso sucede, no pasa desapercibido.

—Caray, caray —fue como un resignado suspiro que se le escapaba a Gabriel desde quién sabe qué comarca de sus más recónditos recuerdos.

—¿Otra vez soñando con el truhán de Faustino? —decía Remigia, esposa de Gabriel, desde la cocina.

—¿Qué es lo que dices? —musitó Gabriel, haciéndose el despistado.

—Que te conozco más que mis propias manos, y sé que estabas pensando en Faustino el truhán —masculló Remigia con desgano.

Lo que pasa es que uno piensa las cosas, y sin darse cuenta dice en voz alta lo que está pensando.

Remigia se presentó delante de Gabriel, que estaba sentado en la galería, al frente de su casa, en la calle principal de San Gregorio. Remigia tendría escasos cincuenta años, pero representaba como setenta, pues su apariencia desaliñada y abandonada le hacía aparentar ese saco de años. Era pequeñita, achaparrada y desdentada; siempre andaba con un pañolón negro en la cabeza, que de tanto polvo y tanto tiempo sin recibir un toque de jabón, tenía un indescifrable color mugriento. Al igual que las medias; donde metía unos pies juanetudos, dentro de unos chanclos deformes.

—Ahora que tienes la manía de hablar solo —decía Remigia a Gabriel, que aún estaba en las intrincadas revueltas de sus odios impotentes—, ¿me puedes decir qué es lo que te pasa?

—Que a veces uno está dormido y cree que está despierto.

—¿Qué dijiste? —refunfuñó la vieja, lanzando un pestilente escupitajo de chimó.

—Lo que dije es que a veces uno está despierto y cree que está soñando.

—¡Eso no fue lo que dijiste!

—Lo que pasa es que uno piensa las cosas, y sin darse cuenta dice en voz alta lo que está pensando.

—¿Y se puede saber qué es lo que estabas pensando? —curiosa la vieja.

—Pues… nada —con deliberada lentitud, empujó con un pie la mecedora, donde solía pasear sus deshilachados recuerdos.

—¡Cómo que nada! —gruñó Remigia, echando hacia la calle su escupitajo de chimó—. Yo conozco bien que cuando te pones así es que estás pensando en el truhán, y si quieres apostemos una rajadura de leña.

—Caray, caray… usted de verdad que sí me conoce bien… ¡Caray, caray!

—Bueno pues, ya sabe —dijo Remigia desafinada— que le toca rajar la leña.

 

Gabriel… Caray, caray —así le decían, burlonamente, todos en el pueblo— se quedó ensimismado en la telaraña de sus recuerdos que, por más que quería, nunca podría matarlos. Faustino, quien de ninguna manera jamás se le conoció el apellido, fue quien le amargó toda su existencia, absolutamente y por siempre. Sólo se sabía que era un sargento de la selva, simplemente eso. Gabriel había sido telegrafista toda su vida, ahora ya estaba jubilado, gracias a su longevidad.

Pero Gabriel hizo averiguaciones entre sus colegas del apellido del sargento Faustino y para saber quién era este individuo, y lo único que supo fue que venía del Amazonas, y que era un sicario del gobernador Funes. Este Funes también era famoso por sus crímenes y tropelías, y acababa de ser derrotado por el ejército del general Arévalo Cedeño. ¿Por qué vino este sargento desde el Amazonas hasta San Gregorio? Nadie lo sabe, pero daba pie a concluir que el tal Faustino andaba huyendo. Faustino, un sargento malencarado y guapetón, llegó a San Gregorio acompañado de un indiecito que le seguía como un perro faldero; a la sola mirada del sargento ya el indio entendía qué debía hacer. Llegó con la excusa de comprar una finca de café, haciendo ostentación de mucho oro en sus alforjas, y allí se quedó, hasta que se desapareció, pero llevándose a la palomita catirita de Gregorio, la única hija de Gabriel y Remigia.

San Gregorio estaba situado en una pequeña meseta andina, enclavada entre las provincias de Trujillo y Barinas; prácticamente confundida entre nubes y montañas azules y blancas neblinas, realmente era difícil llegar hasta allá. Estaba rodeada, por el este y el sureste, por profundos farallones de roca viva; por el norte tenía al Páramo de Motumbo. Por el oeste era su único acceso, un camino tortuoso como una culebra. Allí se desarrollaban unas faldas onduladas y de bella presencia donde se cultivaba el café, que era un verdadero primor, y al cual debía su fama y su importancia. Tanta era la producción y la calidad de este café, que ameritó que San Gregorio tuviese una estación de telégrafos. Dicen los historiadores que, cuando el coronel Agustín Codazzi estaba trazando la ruta entre Barinas y la ciudad de Mérida, saliendo desde el puente de Barinitas, pasando por Altamira de Cáceres y siguiendo hasta Calderas, tratando de encontrar un pasaje más corto y directo, que fuese de menor pendiente, lo que hizo fue extraviar el rumbo.

Queriendo desechar el antiguo camino de Los Callejones, y en vez de salir a Mérida, iba derivando hacia Trujillo, pero se encontraron con esa bella meseta, donde hoy es San Gregorio. ¡Qué suerte!, dijeron todos, y así la bautizaron por primera vez: La Suerte. Pero el coronel enfermó de fiebres y de mal de páramo, por lo que tuvo que enviar a los capataces; fueron ellos quienes terminaron de trazar la ruta. Éstos eran antiguos soldados de las guerras de independencia, pero que al encontrar aquel bello retazo entre el cielo y la tierra, juraron volver allí para fundarse. Ese es, pues, el origen de San Gregorio y sus precursores. La Suerte, así la fundaron, pero luego de muchas controversias le cambiaron el nombre por el del santo gregoriano, porque fue un diez de agosto, onomástico del santo, el día que descubrieron aquella hermosa y pequeña meseta.

 

La palomita catirita de Gregorio, se llamaba Margarita, apenas tenía trece años cuando cayó en las redes de Faustino; el sargentón de la selva se la robó como quien se roba un coroto. Porque no fue que la haya enamorado y conquistado, sino un prosaico secuestro, gracias a la ingenuidad de la palomita. Desde aquel día se lo tragó la tierra, comenzando así la impotente tragedia del telegrafista Gabriel. Para él, aquel tipo sin apellido se convirtió en Faustino Eltruán. Esa fue la manera que su odio visceral transformó aquel apellido, comiéndose a sabiendas la letra “h”. Entonces, pues, Faustino Eltruán se comió a la palomita catirita, con su cara sanguinaria de un color amarillo bilioso, y su mirada salaz de tigre carnicero. Vanas fueron las largas horas que Gabriel Briceño pasara pegado a sus aparatos telegráficos, en un desesperado afán por conocer el paradero de Eltruán. Reportó el caso a todos sus colegas de la geografía nacional, pero en fútil esfuerzo se convirtieron sus horas, y en terribles dolores todos sus temores.

El fuerte olor a lluvia lo despertó. Ese raro olor que venía en la lluvia en ocasiones especiales cuando, premonitoriamente, algo importante iba a suceder.

Gabriel Briceño volvió a dormitarse en su fiel mecedora. La brisa hacía chirriar un aviso metálico que, en letras azules, ya difuminadas por la continua intemperie, decía escuetamente: TELÉGRAFOS FEDERALES.

Al poco rato comenzó a llover; la brisa se hizo más fuerte, deshilachando las gotas de agua, que formaron en la barbucha de Gabriel un raro tiznado, pero ello no era impedimento para que en sus despiertos sueños fustigase con mordaces imprecaciones a Faustino Eltruán.

El fuerte olor a lluvia lo despertó. Ese raro olor que venía en la lluvia en ocasiones especiales cuando, premonitoriamente, algo importante iba a suceder. Este mismo olor lo sintió por vez primera cuando los telegrafistas de todo el país, en el año de 1914, hicieran huelga en contra de la dictadura del tirano Gómez. Como consecuencia de ello tuvo la suerte de que le deportaran a San Gregorio. Suerte fue, porque sus otros compañeros de huelga fueron encerrados en las lóbregas prisiones de El Castillo. Allí enviaron a casi todos los comprometidos; a la mayoría de ellos sólo los conocía a través del alambre del cable telegráfico: Delgado, Fuenmayor, Gutiérrez, los hermanos Pitaluga, Quintero, Ramírez, etc.

Ese enigmático olor a lluvia le había llegado apenas hace un mes; recordó que el día del robo de su palomita catirita el ambiente estaba cargado con el misterioso olor. Pero Remigia nunca le creyó. En este momento se sintió desfallecer, porque el olor ahora era más penetrante que nunca. Se avivó repentinamente, aspirándolo con fruición, el olor que sólo el percibía, y diciendo para sí mismo, pero en alta voz:

—Caray, caray… será que me voy a morir… ¡el olor de la lluvia!

—Ahora sí, Gabriel Caray, que se te aflojaron las últimas tejas que te quedaban buenas —decía Remigia quisquillosa, en alusión a imaginarias tejas de la memoria—. Dígame… ¡y que el olor de la lluvia!

—No… no es eso, bueno sí, sí es eso —argüía Gabriel—, lo que pasa es ese raro olor de lluvia, que me dice que algo… ¡que algo va a pasar!

—¿Qué tiene que ver la lluvia para que te la pases hablando solo?

Realmente en San Gregorio nunca, nunca pasaba nada. Era el pueblo de la monotonía absoluta; con decir que el último suceso merecedor de hacer mención había sido el robo de la palomita catirita, y de eso hacía ya más de veinticinco largos años. La lluvia arreció con fuerza de ventisquero, la placa de Telégrafos Federales oscilaba desordenada, y por la pendiente de la calle corría el agua como si fuese un río. Se oía el bronco rugir de los truenos luego de los fogonazos de los relámpagos, acallando totalmente la conversación del par de ancianos.

—¡Santa Bárbara bendita! —exclamó Remigia, persignándose, y corriendo para la cocina a colocar cruces de ceniza en el piso de tierra.

—Ahora siento el olor mucho más fuerte —decía maniático Gabriel.

 

Pero al poco rato, acabose el vendaval. Así como había empezado, así terminó, sin que nadie lo esperara. Las nubes huían presurosas escondiéndose detrás de los elevados cerros que circundaban San Gregorio. Pero por los flancos del páramo de Motumbo se oyó un apagado trueno que se despedía. En un abrir y cerrar de ojos, el sol irrumpió con inusitada claridad, secando las calles y sacando a los numerosos pájaros de sus escondrijos a continuar sus zigzagueantes vuelos y con sus cadenciosos trinos.

—¡Buenas tardes! —dijo una voz masculina, recia y fuerte, que le erizó a Gabriel Caray hasta el último de los pelos del ombligo. Su cerebro automáticamente dictaminó: Faustino Eltruán, pero qué equivocado estaba.

—Buenas —contestó Gabriel, todo tembloroso.

—Por aquí debe haber mucha albahaca —dijo el joven, y en su cara risueña se dibujó un rictus idéntico a como lo hacía Eltruán—, porque desde que entré al pueblo lo que se respira es puro olor a albahaca.

—Caray, caray, albahaca, sí… albahaca —tartamudeaba Gabriel—, pero es que por aquí no hay albahaca —y para sí mismo se dijo: así que era albahaca, y yo como un pendejo pensando que era un olor especial que venía en la lluvia. ¡Albahaca!

—Entonces, ¿qué es lo que huele? —contestó rápido el joven, pero su voz era la voz de Faustino Eltruán.

Gabriel, como si le hubiese picado una avispa, se enderezó con presteza de la mecedora; por su mente vertiginosa pasaban raudamente tantos dolorosos recuerdos. Su respiración, su pulsación, y todos sus sentidos estaban alterados en grado extremo:

—¿Y usted quién es? —preguntó con autoridad, ofuscado y nervioso.

—Dígame una cosa, maestro —con voz lenta y fría, en la que se reflejaban patéticamente las entonaciones de Eltruán, con las piernas abiertas y las manos en la cintura, igual como se parara Eltruán—, ¿este pueblo se llama La Suerte?, ¿o no?

El joven, luego de una tensa pausa, dio un profundo suspiro como buscando por dónde comenzar.

—¡No! —Gabriel Caray sacaba fuerzas de sus muchas interrogantes, pero sentía un raro temblor en todo su cuerpo, tanto que tuvo que volver a su mecedora, dejándose caer sobre ella como un destripado saco viejo, casi desmayado de emoción—. Se llama San Gregorio —añadió desfallecido, con voz débil en un apagado susurro.

—Este pueblo se llama San Gregorio —restalló la voz estrepitosa de Remigia, que emergía de las profundidades de su cocina, con las greñas más alborotadas que nunca. Largando un escupitajo de chimó, y mirando perspicazmente al joven, dijo:—. ¿Usted quién es? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué pregunta por La Suerte?

—Usted debe ser Remigia —dijo el muchacho con naturalidad, pero en las ahumadas neuronas de la vieja también retumbaron los tonos de voz de Eltruán.

—Muchacho, sácame de pena, puej, dime puej, carajo, ¿quién eres? ¿Qué haces por aquí? ¿qué se te perdió por aquí?

El joven, luego de una tensa pausa, dio un profundo suspiro como buscando por dónde comenzar, mirando a uno y a otro, al fin se le escapó:

—Soy el hijo de Margarita —y se quedó esperando la reacción de los viejos.

Remigia fue la primera en reaccionar, dando un trémulo alarido, histérico y desafinado. Un torrente de lágrimas saltaba de sus ojos que parecían las calles de hace unos momentos; las lágrimas que por tantos años estaban represadas dentro de su rusticidad, ahora se soltaban irrefrenables, por las cataratas de sus ojos:

—¡Hijo! ¡Hijo querido de mí alma! ¿Y Margarita? ¿Dónde está mi palomita?

Un pesado silencio los congeló; las tres personas se miraban entre sí, sin saber qué decir; estaban viviendo un momento para el que no estaban preparadas, sobre todo la pareja de ancianos.

—Me llamo Rubén Gabriel, y mi madre Margarita ¡murió hace un mes!

 

Ahora fue el viejo telegrafista quien dio un alarido lastimero, cayendo de bruces al suelo, asiéndose a las piernas del recién llegado, al mismo tiempo que gritaba:

—¡No!… ¡No!… ¡maldito truhán! —temblaban de coraje y de dolor las marchitas carnes del sufrido anciano; en un estertor casi, repitió:—, ¡maldito truhán!

—No lo maldigas —dijo Remigia, secándose las lágrimas con su descolorido pañolón, y sacando energías de sus debilidades, con voz increíblemente reposada, dijo:—. Ese que estás maldiciendo es el padre de este muchacho… que es tu nieto.

—Hace un mes me llegó el olor de la lluvia —decía Gabriel; aún tembloroso, abrazándose a las rodillas del joven continuó:—. ¡Perdóname, hijo! —lloraba desconsoladamente—. ¡Mi palomita! Margarita, hija mía, ¿dónde estás? —todos lloraban. Levantándose el viejo, abrazó con todas sus fuerzas a Rubén Gabriel, diciéndole:—. ¡Bendito sea Dios, hijo!… ¡Bendito sea Dios! Margarita, hija mía, ¿dónde estás? —Gabriel, en su desesperado sufrimiento, aún no podía entender la dura circunstancia.

—¡Ya dije que mi madre murió hace un mes! —la voz fue seca y fría, era la voz dura de Faustino Eltruán, pero devolvió a la realidad al par de ancianos, haciendo que la dislocada memoria del viejo enderezara con lucidez.

—Voy a preparar algo de comer —dijo Remigia y, volviéndose hacía Gabriel, le espetó:—. ¡Leña… necesito leña!

—¿Puedo quedarme a dormir está noche aquí? —preguntó suavemente pero, aun así, sobresalía la entonación del Faustino.

—¡Claro, hijo! Desempaca tus cosas, que ya te preparo el cuarto —dijo Gabriel con claridad, moviéndose con celeridad a hacer sus arreglos.

 

Rubén era un personaje conspicuo; al caminar sobresalía en él cierta arrogancia, sus ojos eran de un gris amarillento, de mirar gélido cuando querían; la misma forma de mirar que el carnicero de su padre, pero en el fondo tenían la cálida dulzura de la madre: Margarita… la palomita catirita de Gabriel Caray Caray. Hasta cuando se estaba quieto despuntaba su original altivez, pero era parte de su naturaleza. Vestía un liquiliqui de dril azul plomizo. Amarrada dejó una yegua alazana de fino caminar, por la arrendadura que tenía; de reata traía una mula negra, con la carga tapada por una cobija de pelo. En su cabeza un sombrero pelo e’guama verde oscuro, que intentaba tapar un pelaje cerrero, color de bachaco. Mientras desaperaba a las bestias e iba acomodando sus bártulos en la galería de la casa, pensaba en el juramento que había hecho a su madre poco antes de morir, y que tantas veces ella le obligara a repetir: ¡que jamás de los jamases sus padres se enteraran de la enfermedad causante de su muerte! Margarita había muerto de dolor del alma, postrada en una cama, entre las llagas de la lepra, carne putrefacta que albergara a un ser noble y de dulzura inconmensurable. Era la enfermedad a la que la había condenado Eltruán, eran las inexplicables ironías del destino, o sería tal vez castigo por causar tan fieras heridas a la vida de sus angustiados padres.

Luego de la muerte de Faustino Eltruán, Rubén devolvió a sus legítimos poseedores todas aquellas tierras habidas de mala manera, por la fuerza o por las trampas y el chantaje.

Faustino Eltruán había muerto hacía de cosa seis años, inmensamente rico; poseedor de hatos y de muchos ganados, de morocotas y de dineros mal habidos, gracias a las fullerías y a las trampas con las que obligaba a indefensos comerciantes. Luego de robarse a Margarita, fue a parar a las sabanas del Escondedero. Allí ni siquiera se conocía el telégrafo, en plena mitad del Apure. Dicen las lenguas ingenuas que el indiecito era en realidad un poderoso brujo de las profundidades de la selva amazónica, que lo tenía ensalmado contra todos sus enemigos para que no le entraran balas, ni puñal, ni mapanares, ni picadas de raya, ni tigre, ni oso, ni corriente de temblador, ni siquiera picada de avispas, ni mucho menos conjuros de brujos aprendices. Pero cierta vez, durante un aguacero, de esos que caen en el llano, se guarecieron debajo de un samán, y allí lo alcanzó un fulminante rayo. Eso sí no lo pudo conjurar el indiecito, que también quedó calcinado por el certero y justiciero centellazo.

Luego de la muerte de Faustino Eltruán, Rubén devolvió a sus legítimos poseedores todas aquellas tierras habidas de mala manera, por la fuerza o por las trampas y el chantaje. Mientras su madre moría lentamente, la hizo ver por todos los médicos que pudo, y hasta por facultados naturistas, pero la enfermedad estaba muy avanzada y no tenía regreso. Poco a poco terminó de vender todas las pertenencias de Eltruán, y las que no pudo vender, las regaló, las olvidó y las abandonó. Porque no quería nada de él; lo que sí sintió por Faustino fue un odio atroz y su mayor felicidad la tuvo cuando le dieron la noticia de que éste había sido alcanzado por un rayo. Y para completar la faena, que en el mismo suceso también había muerto el brujo.

 

A sus espaldas sonó inquisitiva y quisquillosa la voz de Remigia, su abuela, escrutándolo con los ojos enrojecidos por el mucho humo de leña y por las muchas lágrimas de este día. Preguntaba sumisa y con mucha humildad:

—Dime, hijo, ¿de qué murió mi palomita? Te lo imploro por lo que más quieras… ¡por su alma bendita! Dímelo, hijito… te lo pido, ¡por favor!

Rubén se volvió hacia su abuela, rodeándola con sus brazos para así esconder las gruesas lágrimas que salían de su rostro compungido, y con trémula voz dijo:

—Mi madre Margarita murió… —luego de una tensa pausa, entonces echó para afuera toda la trama que tanto le había costado elucubrar para la hora de la tan temida pregunta—, ¡murió de tétanos! Murió de tétanos… Sí, de tétanos. Ella sembraba rosas, cebollines, berenjenas y lechugas; las tenía en una troja alta y cercada con alambre de mallas para que no se las escarbaran las gallinas. Bien abonadas, con bosta de vaca y raíces podridas, pero tuvo una herida, posiblemente con los alambres de la misma troja, y eso fue lo que le produjo el tétanos, que en tres días acabó con su vida. Tarde nos dimos cuenta y ya no había nada que hacer, porque esta enfermedad es rápido que mata a la gente.

—¿Y el Faustino? ¿Qué le pasó a Faustino Eltruán? —preguntó remolona Remigia, porque aún persistían dudas en su mente.

—¡A ese viejo desgraciado lo mató una centella! Creo que era la única forma de morir. Quedó chamuscado, convertido en un pedazo de carbón, y el indio también.

Remigia, luego de meditar por largo rato, dejó escapar un gran suspiro de alivio, diciendo en voz queda:

—¡Ah, mi palomita, quién te volviera a ver!

—Ella me indicó el camino para llegar a ustedes, siempre hablaba maravillas de sus padres, arrepentida toda su vida por dejarse embaucar de aquel bandido.

—Hijo… por favor, no sigas. Basta ya, no quiero oír nunca jamás el nombre de ese rufián. Mejor me voy para la cocina, que estoy cruda y atrasada.

 

El viejo Gabriel cortó la leña en una exhalación. Agarró un pavo y en un dos por tres ya lo tenía arreglado. Sacó yuca y guajes y los peló, igualmente todo tipo de aliños de la huerta. De los más escondidos recovecos de sus baúles sacó una botella de brandy; tal vez tendría más de treinta años guardada, y llamando a Rubén Gabriel dijo solemnemente:

—¡Brindemos! Caray… caray —llamó a Remigia y le sirvió un trago de brandy en una taza, diciéndole:—. ¡Brindemos con alegría! Porque tenemos el hijo que siempre quisimos y nunca tuvimos. Ahora tenemos un nieto… nuestro nieto. Caray… caray.

Ahora fue el viejo Gabriel quien se desternilló de risa, pero una risa espasmódica, nerviosa, la verdad era que no sabía reírse y se ahogó en un ataque de tos.

Remigia quiso decir algo, pero sólo le salió un extraño ruido como un amarrado refunfuño, y echando a un lado su consabida mascada de chimó, agarró la taza y de un solo trago despachó el brandy… y salió retorciéndose para la cocina.

—Usted me va a decir, Rubén —decía el viejo Gabriel achispado— que sí estaba cayendo ese soberano aguacero que cayó, porque usted llegó seco y planchado.

—¡Ja, ja, ja! —el muchacho se reía de buen grado, cosa extraña, ahora no tenía reminiscencias de la risa de Eltruán, rio tanto con tanta sonoridad, que Remigia se asomó desde la cocina diciendo: “¡Así se reía mi Margarita!”.

Pero Rubén ni Gabriel se dieron por aludidos; ahora ambos reían, disipando las tensiones y olvidándose completamente de tantas tristezas del pasado.

—Abuelo, no sé qué estará usted pensando —Gabriel se sintió en la gloria cuando oyó la palabra abuelo, refiriéndose a él—, pero cuando comenzó a llover ya estaba en el pueblo, en la casa del comisario, y allí esperé hablando con él, hasta que escampó. Por eso llegué seco y planchado, como usted dice.

Ahora fue el viejo Gabriel quien se desternilló de risa, pero una risa espasmódica, nerviosa, la verdad era que no sabía reírse y se ahogó en un ataque de tos. Apareció Remigia y le dio un fuerte sopapo por la espalda, aduciendo:

—Este viejo no se reía desde tres días antes que se robaran a mi palomita.

—Calle, abuela —la atajó Rubén—, ahora soy yo el que va a brindar, pues gracias a Dios que llegué con bien, estos caminos se han puesto demasiado peligrosos. Pero sobre todo, porque los encontré vivos, sanos y salvos… Eso es lo más importante.

 

La tarde caía lentamente, como si no la esperaran en ninguna parte; una suave garúa hizo acto de presencia ante aquellos tres seres, que tanto había castigado el destino y ahora la vida les daba un momento de paz, bien merecido.

El brandy los tenía hablando con camaradería, como si fuesen amigos de luengos años. La garúa se transformó en lluvia. Fue Rubén el que dijo:

—Es el olor de la albahaca. Cuando mi madre murió, toda la casa se llenó del olor de albahaca.

—Es a rosas lo que huele —dijo Remigia.

—¡Es el olor de la lluvia, caray… caray! —intervino Gabriel con autoridad—. Es el olor que siempre huelo, cuando algo importante va a pasar.

 

Dos días después, paseando sus sueños en la mecedora, Gabriel, el viejo telegrafista, fue personalmente a llevar al Creador un telegrama. Esa misma tarde, Remigia le dijo:

—Espérame, ¡que voy contigo!

Aunque no llovía, de la casa salían bocanadas de aquel aroma. Toda La Suerte está impregnada del aroma de albahaca. ¡Es el olor de la lluvia, caray… caray!

Nemecio Urbano Díaz
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