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El petirrojo y el tulipán

sábado 2 de febrero de 2019
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Él observaba el vibrante aleteo del colibrí, tratando de canalizar la misma avasallante energía en su propio cuerpo, pero ni sus alas ni su lomo eran anfitriones suficientes para tal fuerza. Ella observaba la belleza imperfecta de las rosas y las envidiaba, esperando en cada nuevo sol notar algo distinto en su figura.

Sobrevolando de rama en rama, a la espera de algún insecto, él los observaba de reojo con sus oscuros ojos. Veía a los colibríes, polinizando curiosos las flores del mundo que los rodeaban, mientras él trataba de limpiarse la tierra del pico, ayudado por alguna rama estratégica o por sus propios pelos. No había mejor testimonio para lo que sentía que sus colores: frente y pecho rojos enmarcados en gris; parecía vestido para la ocasión.

 

Cada vez que picoteaba algo, en su imaginación su pico crecía. Cada vez que volaba, su vuelo era más rápido.

Desde el mar de la monotonía de los tulipanes que la rodeaban la única distracción que ella tenía era una insulsa pared gris, la cual de a ratos parecía hasta más interesante que el ejército de idénticas flores que la rodeaba. Con el tiempo su visión fue ascendiendo, sin nunca llegar a divisar más que frío cemento. Las demás flores, entre ellas las rosas de otras camadas vecinas, mostraban sin pudor sus estambres y estigmas, bañándolos al desnudo con el sol radiante, y refrescándolos a la luz del sol negro.

Una tarde un ruido lejano lo sobresaltó; a lo lejos un pájaro gigante de metal parecía sobrevolar su mundo junto con otro atrás suyo. La línea que trazaba en el cielo con su dirección era inmaculada, mientras que sus alas no parecían temblar ni desestabilizarse un ápice. No parecían querer sobrepasarse uno al otro, respetando su lugar y ritmo. El que iba adelante parecía uno con el aire y consigo mismo, sin estar condenado a ver a otro volar arriba suyo. Ambos pájaros parecían estar conectados por un tubo, mientras cruzaban la línea de visión del petirrojo, enmarcada por su triste y carcomido pico y desacomodados pelos. Mientras lo observaba su blanquecino vientre vibraba de emoción.

Por meses le cantó; cuando lo veía, llamándolo, y cuando no, también. En su canto de a poco iba creciendo una influencia del sonido distante del pájaro brillante y de su conectado compañero. Ese pájaro metálico lo que lograba principalmente era darle esperanza; esperanza de que las diferencias entre él y los colibríes no eran tan grandes. Sus largos picos y velocidad de repente parecían estar más cerca de él, más a su alcance, casi como opciones de su anatomía más que decisiones de la naturaleza. Cada vez que picoteaba algo, en su imaginación su pico crecía. Cada vez que volaba, su vuelo era más rápido. Cuando miraba hacia arriba, no miraba a los colibríes, miraba a los lejanos pájaros metálicos, hasta que simplemente comenzó a ver la nada, imaginándose como uno de los reyes de los cielos.

 

Desde la cima de sus femeninos tallos el tulipán también empezaba a divisar nuevos horizontes. La pared había dejado lugar al marco de una ventana, con plantas chicas que desprendían aromas nuevos cada vez que les cortaban un par de hojas y las ponían en una mesa adentro de la cocina. Fue en esas alturas que el petirrojo se le cruzó.

Inicialmente su interés en la curiosa flor nació al imaginarse llevándole su néctar a las petirrojas, un néctar distinto al que manejaban los colibríes; uno sin ser todavía descubierto y uno que sólo podría conseguir emulando a sus nuevos dioses. El néctar de una planta que parecía reservada, como una región desconocida pero cercana, congelada en el tiempo esperando un pretendiente.

Con el tiempo su interés sin embargo pasó a ser estrictamente llegar al tulipán. No lo iba a hacer por ellas ni tampoco para parecer más al lado de los colibríes; lo iba a hacer por él, y fue ahí cuando de verdad empezó a sentir los cambios, cambios desgraciadamente que él, si bien sentiría conjurándose en su cuerpo, no llegaría nunca a ver reflejados en el agua de los arroyos cuando tomaba agua. Serían cambios que sus descendientes portarían, como un secreto en sus genes, algo que no se pronunciaba y de lo cual no se cantaba pero que era y siempre sería sabido.

Los pájaros metálicos, avionetas militares que practicaban maniobras, iban y venían ya que la guerra nunca tuvo fin. Siempre estaban a lo lejos, observando todo y recordándoles su cometido, marcando los soles que iban y venían, dando lugar a milimétricos cambios en sus picos y alas. Mientras tanto los petirrojos volaban alrededor de los tulipanes, como en una suerte de rito de pasaje, cada vez con más sentimiento de dueños de su destino.

Lo que no sabían, sin embargo, era que durante todas las estaciones arrastradas por los vientos del tiempo y del cambio la flor también había encontrado un nuevo dios. La gris pared que dio lugar a la ventana le había mostrado un universo nuevo, un universo que ni siquiera dependía de los cambios de los soles. La cocina, en su total independencia, con luces que se prendían constantemente desafiando a la oscuridad de la naturaleza y cortinas que se cerraban negándoles el tributo a los soles, albergaba variedad inagotable de vida. Recetas de todo tipo eran desarrolladas casi científicamente, como si de cirujanos se tratase, irradiando todo tipo de aromas al jardín. La gente cambiaba, la pintura cambiaba, las luces cambiaban, pero esto sólo agregaba más a la riqueza de lo guardado en su interior.

No sólo no estaba preparada para su nueva pesadilla sino que nunca se había imaginado la insistencia rebelde de los petirrojos.

El ruido que más le llamó la atención desde el primer día era el producido por el lavabo, cuando alguien tocaba un botón, como si de una sierra eléctrica se tratase. Todos los ingredientes que sobraban iban a parar al lavabo, acompañados por un mecanismo metálico con hélices que giraban casi hipnóticas, llevando a su interior siempre cosas nuevas. Esas ganas de cambio, algo mucho mayor que una simple curiosidad carnal, germinó en ella y en las que la siguieron, sin importar su color, como una rebelión escondida, con la cual festejaban, sabiendo que era inevitable que su día llegaría. Esa idea, tallada en sus venas como un tatuaje y transportada en sus pigmentos, desgraciadamente la convertiría en una bestia voraz.

La primera vez que sucedió fue una tarde de otoño, antes del anochecer, cuando el primer petirrojo se presentó a su lado, determinado a descubrir qué escondía en su interior, como una frase cortada a la mitad, pausada por décadas, que encuentra sus últimas palabras en su vibrante aleteo. Al asomarse al tulipán y meter el pico, un ruido como de maquinaria empezó a vibrar desde su tallo, acompañando la violenta fuerza giratoria que absorbió al pájaro, como una planta carnívora.

Al darse cuenta del desenlace, el tulipán no pudo hacer nada al respecto. No sólo no estaba preparada para su nueva pesadilla sino que nunca se había imaginado la insistencia rebelde de los petirrojos. Uno después del otro, como si de ingredientes de una tarta se tratasen, sobrevolaban buscando el ángulo perfecto antes de sumergirse. Comenzaba a entender que durante todo ese tiempo le había rezado a los dioses equivocados, como si sus ojos se despertaran de un sueño y pudieran ver de verdad lo que pasaba en la cocina, sin poder divisar nada salvo destrucción colorinche y aromatizada.

De sus tallos con el tiempo florecieron grandes y resistentes hojas, y cuando los petirrojos paraban a descansar sobre ellas antes de largarse en su aventura, ella los escuchaba respirar a través de las caricias que sentía por sus pelajes mientras los hamacaba sutilmente.

Trataba de demorar la siesta lo más posible para impedir lo inevitable, rogando que se despierten con una idea distinta, mientras con las hojas parecía darles un beso de perdón por adelantado.

Andrés Mora
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