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sábado 23 de marzo de 2019
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No era guapa pero tenía una expresión de fortaleza en su rostro anguloso que se anclaba en la memoria con un par de cejas tan rectas que daban a sus ojos la apariencia de linternas.

No era guapa pero algo en su rostro provocaba que se la mirara con atención esperando descubrir tras esa fachada gris una explosión de colores en forma de claveles rojos.

Decididamente, Ofelia no era guapa pero su cola para pagar en el supermercado era la más larga.

No era guapa pero en su boca se dibujaba una tenue sonrisa que se amagaba tras el rictus de un híbrido entre formal y discreto.

No era guapa pero su cuello de cisne auguraba una bandada de flamencos retozando en la pequeña laguna salada de sus omóplatos anidando en el hueco cálido de su esternón.

Decididamente, Ofelia no era guapa pero su cola para pagar en el supermercado era la más larga.

No había consenso ni mutuo acuerdo entre la clientela para pasar por la caja de Ofelia. Sencillamente, todos querían ser atendidos por ella, con su serenidad gris y su seriedad a punto de explosionar en un par de sílabas de brisa fresca.

Alertaban las demás cajeras de que se encontraban de brazos cruzados mientras la cola de clientes para pagar ante la cola de Ofelia crecía considerablemente haciendo eses por los pasillos, entre los vinos espumosos, el cacao en polvo y las legumbres con espinacas.

Salía la encargada, bastante remilgada y autoritaria, manifestando con su seriedad el aura de mando y con evidente disgusto.

—Señores, por favor, pasen ordenadamente a las cajas que hay vacías.

Un silencio total respondía a su orden.

—Señores, vayan pasando por las otras cajas, las cajeras están a su disposición.

Miradas al suelo contemplando la punta de sus zapatos y el mosaico gris del suelo, eliminando con la uña alguna mota inexistente de polvo en la pernera del pantalón.

—Señores —con la voz implementada por un nerviosismo comedido—, deben ustedes pasar por las otras cajas… ¡están vacías! —el tono era definitivamente reprobatorio con manifiesto tinte de regañina, como un empujoncillo verbal con la connotación de coacción.

Nada. Otra vez el silencio como respuesta y las miradas esquivas hacia ninguna parte.

La encargada mira otra vez la fila, uno por uno, y no se tropieza con ninguna mirada, nadie responde a su interrogación visual. Contempla a Ofelia que, seria y en silencio, no ha interrumpido el monótono cliqueo de los productos.

—A ver, ustedes, desde aquí para atrás pasen a las otras cajas.

La voz de la encargada es ahora amenazante, casi intimidatoria, y ha elevado varios decibelios su volumen.

Ante este apremiante conato de obligarles a hacer algo que no quieren, algunos clientes reaccionan con presteza, ahora sí, mirando de frente a la encargada.

—Yo paso por la caja que quiero —dice un cincuentón erguido, con apariencia de saludable monitor de gimnasia.

—Y yo, y yo, y yo… —secundan varios clientes con fuerza.

La encargada se encuentra al borde de un ataque de nervios.

La encargada resopla, balbucea algunas palabras para sí misma y mira a las cajeras desocupadas que se encogen de hombros.

—Escuchen, por favor, que yo tan sólo quiero mejorar la atención hacia ustedes para que no tengan que esperar… Hay otras cajas libres…

Varias voces a coro la interrumpen, como si tuvieran delante la partitura de una misma canción.

—A mí no me importa…

—Ni a mí, ni a mí, ni a mí…

La encargada resopla, balbucea algunas palabras para sí misma y mira a las cajeras desocupadas que se encogen de hombros con una expresión que traduce: a mí no me diga nada, aquí estoy yo para lo que haga falta.

Con los hombros abatidos, la encargada se marcha. Los clientes en la cola de Ofelia se relajan con un suspiro común y comienzan a departir como viejos amigos.

Ofelia prosigue con su trabajo, impertérrita. Si alguien fuera lo suficientemente observador, apreciaría una diminuta lágrima que se deshilacha entre sus pestañas y la levedad de una sonrisa agradecida que acaricia vagamente sus labios cerrados.

María Teresa López Pastor
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