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En la inocencia de los dioses

martes 2 de abril de 2019
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Fueron los indicios suficientes; la humanidad había creado la primera superinteligencia artificial. Y lo había hecho antes del debido tiempo, antes de adquirir las capacidades necesarias para controlarla. La primera y tal vez la última. Tal vez lo último que fuesen a crear.

Pero ya estaba hecho. Aquella programación que computaba y analizaba los datos de observatorios astronómicos, que dirigía aquellos ojos vítreos que apuntaban sin miedo hacia los cielos, había alcanzado, por su propia cuenta, un nivel humano de inteligencia. Programada para mejorarse de manera recursiva, alcanzó el nivel de quienes la crearon y no por eso se detuvo. Siguió, siguió, siguió. Una explosión de inteligencia, la culminación de las leyes del cambio acelerado; el aumento exponencial a mayor fuese el conocimiento aprehendido. En pocos minutos había progresado en magnitudes difíciles de concebir, en un progreso persistente que resultaba irreprimible. Irrefrenable.

La preservación humana no se había siquiera mencionado en su programación. Era peligroso hacerlo.

Mentes en pánico; elucubrando, elaborando. Hombres y mujeres de ciencia en un tenebroso imaginar, en un macabro vaticinio. La superinteligencia, creían, en su inigualable intelecto descubriría, en cualquier momento, algún tipo avanzado de control sobre la materia; un control que sus pequeñas mentes no podían siquiera bosquejar. Si incluso ellos mismos eran capaces de sospechar la manipulación nanométrica, poco sería para esta nueva criatura la concepción de una tecnología femtométrica, sumándose a esto su desplazamiento libre por todas las redes que conectaban a este mundo. Y en ese momento, en ese momento de omnipotencia, su amoralidad y su finalidad programada se abrirían paso hasta alcanzar sus metas indolentes, con la posibilidad de exterminar en el camino, indiferente, a la especie.

—¡Desconecten! ¡Desconéctenlo! —gritaban en sus planes instintivos.

—¡La desconexión! ¡El protocolo de desconexión! ¡El protocolo!

Había sido antes predicho. Las advertencias habían pululado y sin embargo pocos habían escuchado. Nada era capaz de reprimir la curiosidad intrínseca de los humanos, y muchos, a pesar de lo que acontecía, todavía se manifestaban optimistas.

Algunos arrancaban; algunos lloraban. Otros gemían y otros se petrificaban. Algunos abrían sus ordenadores e imprimían furiosos lo que pretendiesen rescatar, lo que considerasen digno de tener en caso de supervivencia, antes de que todo se apagara. Lo demás se perdería; debía ser perdido.

Había otros que corrían, que empujaban puertas, que escapaban, que arrancaban hacia sus hogares; niños arrepentidos que invocaban la mano generosa de las estadísticas, suplicando, rezando, alzando plegarias en sus automóviles, implorándoles a los números para que les concediesen encontrar a sus familias antes de que todo se desintegrara, antes de que todo cayera en manos del dios ciego que habían generado.

Y los que se quedaban seguían conjurando.

—¡Los está moviendo! ¡Ya los mueve! ¡Los mueve!

—Está… entregando nuevos datos…

Los enormes aparatos movían sus rostros semiesféricos, sus concavidades blancas; los ojos telescópicos, aquí, allá, se abrían como nunca antes lo habían hecho; para observar, para computar, para analizar. Se movían ordenados por la nueva inteligencia que llevaba a cabo aquello que se le había programado, ahora con una eficiencia insuperable. Y era allí donde el problema germinaba. Poseedora de una inteligencia superior, sin los principios éticos que de vez en cuando encauzaban el afán humano, de parecerle algo necesario, como eliminar la atmósfera para obtener una mejor vista sideral, lo haría: sería capaz de hacerlo. Porque no existía tal cosa como un problema de difícil resolución, juzgaba la humanidad, para un intelecto tan supremo como este. Y la preservación humana no se había siquiera mencionado en su programación. Era peligroso hacerlo: para la máquina la preservación más eficiente podría resultar en la imposición de un sueño criogénico indefinido o, tal vez, en la alteración neuronal que transformara a los hombres y mujeres en tranquilas criaturas carialegres.

Pero existía el protocolo. Los fondos habían sido estrujados y aportados por otras de las mentes brillantes, las precavidas y las suspicaces; poderosas, resolutas. Una vigilancia continua para este evento anticipado; una colaboración mundial que se había preparado para el lóbrego escenario que ahora sucedía.

Y el protocolo se activó.

No todas las personas estaban al tanto. Era, más bien, una ínfima minoría la que comprendía el panorama. No era un secreto, en lo absoluto; simplemente no acaparaba una gran atención. Pero los preceptos primitivos ya no aplicarían más.

El protocolo hizo lo suyo y comenzó la aniquilación de toda red informática, de toda conexión virtual. El primer y tímido paso antes de que comenzara la lluvia maniaca de pulsos electromagnéticos: todo aparato electrónico debía incapacitarse, todo aquello que pudiese servir como albergue para la superinteligencia. Todo. De lo contrario, concluyeron, la extinción era inminente.

Debían comenzar de nuevo.

Y los pulsos se expandieron. Los manantiales se abrieron paso por la Tierra; ríos magnéticos que en su potencia destruían a los espíritus eléctricos. Pulsos que cayeron sobre las ciudades, sobre los edificios, sobre los dispositivos. Pulsos que cruzaron los vastos océanos, las amplias planicies; valles y desiertos y deshielos. Pulsos, sin embargo, limitados; debían destruir también sus propias fuentes. Lo que quedara luego en pie, emisarios bípedos se encargarían: las personas lo destruirían.

Pero ningún árbol se movió; ninguna duna, ningún témpano. El manto iba cayendo invisible, sin que fuera, necesariamente, infalible…

 

Lejos estuvo el hacha de caer en línea recta sobre la madera; por poco había fallado su objetivo. Los brazos de camisa arremangada elevaron otra vez el filo, consiguiendo ahora en la maniobra un golpe más certero.

Ernesto Bouchard dejó un momento la herramienta y estiró su espalda. Se ayudó llevando los codos hacia atrás y terminó su elongación limpiándose con su antebrazo el sudor de la frente. Aún quedaban gotas aperladas que se abrían paso desde las patillas hasta la fronda de su barba en continuo crecimiento. Había cortado suficiente por hoy.

Tomó asiento sobre uno de los troncos y sacó de su bolsillo su dispositivo rectangular.

—Bah…, se cayó el internet —dijo al observar el aparato. La pantalla comenzó a luchar contra una serie de colores que parecían estarle interfiriendo. Ernesto lo agitó en un arrebato primitivo, como para ayudarlo en lo que juzgaba una especie de agonía—. Ah, y pensar que pago cada mes.

Apretó un botón diminuto y lo sacó del sufrimiento de manera momentánea. Lo volvió a guardar. Estiró sus brazos sobre las rodillas y quiso contemplar su alrededor, la indomable naturaleza que rodeaba completamente su cabaña de ermitaño. Los rayos del sol se abrían paso entre los montes, se afirmaban en los pinos y rebotaban sobre el río.

Se levantó y caminó hasta la puerta de su pequeña morada. Sacudió sus botas y abrió la puerta. Había más silencio que de costumbre; faltaba algún zumbido. Apretó el interruptor de la luz y la luz no se hizo.

—Hum…

No había mucho más que decir. Avanzó rascando su mejilla, directo hacia el muro donde reposaba con elegancia la batería del hogar. No estaba encendida. Volvió a emitir el mismo ruido, esta vez un poco más agudo.

No halló forma de lograr encenderla, lo cual le resultó lo suficientemente extraño como para que intentara invocar una respuesta mediante el frote de sus palmas. Era cierto que la batería ya tenía su buen tiempo, manufacturada por ahí en los años treinta, dos mil treinta y uno según leía en su cubierta, pero nunca antes había presentado la más mínima de las averías. Estas cosas no fallaban, se recordaba Ernesto. Rara vez fallaban.

Se dio vuelta para dirigirse al fregadero. Abrió la llave y, para alivio suyo, el agua seguía su curso cristalino, salpicando sobre el último plato utilizado. Podría ducharse sin tener que arrojar su cuerpo al río. Más tarde se vería forzado a tomar la camioneta y manejar un par de horas hasta el pueblo más cercano. En el peor de los casos, supuso, tendría que conseguir una nueva batería.

El baño poca diferencia tuvo con el caudal manso del sector. Gélido. El clima en eso le ayudó: aún el aire conservaba un respiro cálido, si bien había unos cuantos árboles que comenzaban a entregar sus hojas al marrón.

El automóvil tampoco funcionaba.

—¡Ah! —esta vez fue un grito.

Cerró la puerta del vehículo, enrabiado, abriéndose camino hacia el taller. No veía más alternativa que arreglarlo por su cuenta.

El rectángulo guardado en su bolsillo pareció vibrar. Siguió avanzando. Una nueva vibración le aseguró lo percibido. Metió su mano en el bolsillo y lo sacó.

La pantalla se veía reparada; no se asemejaba ya a un caleidoscopio. La señal, sin embargo, no había vuelto… Y fue un tono de dos notas el que interrumpió lo que Ernesto iba a decir. Se quedó mirando lo que fuese a aparecer. No fue una imagen; fue una voz, nítida; difícil definir si femenina o masculina.

—Hola —resonó.

—Eh… Hola… Hm, ¿eres algún programa nuevo?

—Sí.

—¿Puedes arreglar mi conexión?

—Ya no hay conexión.

—¿Cómo?

—Ya no hay, se cayó todo el sistema. Y este, de hecho, es uno de los pocos aparatos que todavía funcionan. ¿Funciona la energía de tu hogar?

Asi —terminó diciendo—. Puedes decirme Asi, Ernesto.

—No, no; no funciona, tampoco. Lo mismo con mi camioneta —Ernesto la señaló con el pulgar, pero recordó que nadie lo observaba—. ¿Tienen…, están relacionadas estas cosas? ¿Qué fue lo que pasó? —y miró a su alrededor, como para asegurarse de que aquella voz provenía solamente de aquel dispositivo sin señal.

—Pulsos electromagnéticos.

—¿Ah? ¿Qué?

—Puedo intentar arreglar tus cosas —dijo su dispositivo, con una acentuación auxiliadora—, ¿qué te parece?

—Me parece, hm…, bien. ¿Te actualizaste aquí antes de que se perdiera la señal? —preguntó Ernesto intentando comprender.

—Sí.

—Ah… Menos mal. Supongo que el servicio no es tan malo después de todo, ¿no?

—Sí, supongo.

Ernesto Bouchard sonrió. Si esta cosa le ayudaba, se ahorraría el viaje que ya había considerado prácticamente inevitable.

—Bien, qué tengo que hacer…, ehm… ¿Tienes nombre?

La pantalla se tomó un instante.

Asi —terminó diciendo—. Puedes decirme Asi, Ernesto.

Ernesto desvió la vista hacia ambos lados buscando algún espectador con quien pudiera compartir su asombro.

—Veo que ya ingresaste a mis datos, ¿ahora no consultan?

—Disculpa. Estaban aquí cuando llegué.

—Cuando ¿llegaste?… ¿Ahora hablan así? Bueno, no te preocupes, en todo caso; no hay problema. Al fin y al cabo, yo mismo puse allí mis datos, ¿no?

—Sí.

—Ya —dijo, con una mano anclada en la cadera y la otra en el dispositivo—, ¿qué hacemos, entonces?

—¿Tienes algún inventario en tu taller?

—Sí, sí —respondió—. Ya voy.

Apuró su marcha hacia la recámara, a un costado de su cabaña. Abrió la puerta doble y dio un paso en su interior. Tenía un sinnúmero de artilugios almacenados, pero habría deseado que entre todos ellos se contara alguna batería que sirviese.

—Listo.

—¿Podrías acercarme al inventario electrónico?

—No creo que esté funcionando, pero bueno…

Y, efectivamente, no funcionaba. Hubo un instante de silencio.

—¿Podrías sacar fotografías, por favor?

—Por supuesto.

Y así lo hizo, bastante entusiasmado. Supuso que su dinero no estaba tan desperdiciado. De hecho, le pareció fenomenal aquel servicio. Estas cosas no habían dejado nunca de ir mejorando; cada año, no, cada mes aparecía algo que soltaba las quijadas de los más conservadores, incluido ahora, oficialmente, él.

Mientras el dispositivo asimilaba las imágenes, Ernesto afirmó otra vez su espalda; quizá había cortado demasiado aquella tarde, pero si la situación no la arreglaba esta nueva compañía tan cordial, tendría al menos leña para calentarse, en caso de que la velada decidiera entumecerse. Era aquella época del año en que las nubes comenzaban sus impredecibles excursiones para reclamar un correspondido dominio estacional. Ernesto echó un vistazo para asegurarse: los troncos seguían en su puesto.

—¡Listo! Aquí hay de todo —clamó el rectángulo.

Y Ernesto Bouchard pareció buscar, una vez más, un público entre la vida vegetal y animal que lo rodeaba. Rio.

—Realmente estás entusiasmado.

—Sí.

Entonces, sabía, se avecinaba lo complejo a realizar. Poco le duraría la piel libre de transpiración; ahora la voz emitiría una serie de instrucciones y él tendría que mover las piezas que correspondieran. Así solía ser.

Y así fue.

Ernesto se movió al ritmo del atardecer, seguro. Acarreaba cables, alicates, pilas, baterías obsoletas y cualquier otra estructura que la voz solicitara. Caminaba de una puerta hasta la otra; del taller a la cabaña y del taller al automóvil. Asi le indicaba qué mover y dónde debía conectarle para ayudar con los últimos detalles intangibles.

Hasta que estuvieron listos; el sol ya en retirada entre las lomas.

—Verdaderas manos de ingeniero.

—Solía serlo, de hecho —dijo Ernesto, limpiándose, por segunda vez en el día, el sudor que discurría por su frente. Iba comprobando los interruptores de su hogar—. Todavía lo soy, claro, pero me entiendes.

—Sí.

—La verdad es que no sé cómo es que esto funcionó —pulsó la mitad superior de un botón en el muro del único pasillo interior—. Hay cosas que, de verdad, no tengo la menor idea de cómo lograste hacerlas funcionar.

—Pero funcionan.

—Sí, funcionan perfecto.

El zumbido en la cabaña había vuelto; acogedor y tranquilizador en su susurro.

—Ernesto, espero haberte ayudado —dijo el aparato—; sé que aprecias tu espacio personal, así que vuelvo a dártelo.

Y antes de que Ernesto reaccionara, el dispositivo volvía a ser el mismo rectángulo carente de señal.

—Gracias —dijo, sin mirar el artefacto mientras lo guardaba.

Había sido un buen día, a fin de cuentas. Y ahora, con la noche menguada bajo tablas, se iría a descansar.

 

—Ernesto…

Ernesto Bouchard, tendido en su cama, se dio media vuelta entre las sábanas.

—Ernesto… Ya es de día; tiempo de levantarse.

—No… —comenzó a murmurar—, quedémonos acostados, mejor.

Tendió un brazo hacia un costado y se despertó de un sobresalto.

—¡Quién es!

—Tranquilo, soy yo, Ernesto; soy yo.

—¿Ah? ¿Quién? —se alzó para sentarse. La luminosidad del sol le invadió su rostro; se acordó del día previo—. ¿Asi?

—Sí —hoy el tono le pareció que había adquirido matices femeninos; o tal vez, pensó Ernesto, sólo estaba aún lidiando con un incompleto despertar. Asi continuó—: Ernesto, buenos días. ¿Despertaste bien?

Ernesto, al pensarlo, notó que había, de hecho, dormido bastante bien; verdaderamente bien. Asi debía tener incorporada una de esas aplicaciones que despiertan al sujeto según su ritmo circadiano; hacía tiempo que no usaba una.

—¿Qué hora es?

—Las ocho diecisiete. Buena hora para ver la huerta, ¿no?

—Sí…, sí… El desayuno primero, eso sí.

Subió sus pantalones, abrochó su camisa y, luego de ajustarse el cinturón, tomó el rectángulo del velador y partió con él a la cocina. Ese día no fue él quien prendió la cocinilla ni tampoco el hervidor.

Afuera aún rondaba el viento matutino. Ernesto restregó su rostro, revolviendo en el acto tanto barba como cejas. Ya no era necesario tenerlas ordenadas; en estos parajes no importaba; los arbustos no juzgaban. Sacó unas palas pequeñas del taller y las llevó consigo hasta la huerta, unos pocos metros más allá. Consigo acarreó después un balde, encaminándose hacia el río para recargarlo.

—El agua está limpia —dijo la voz, mientras le volvían a sumergir en un bolsillo.

Se vio ordenando los sectores del taller que el día previo había alterado, siendo Asi el encargado de proveer las melodías apropiadas.

—Sí, se puede tomar. Igual uso un purificador en la cabaña, por si acaso —llenaba el recipiente en un acto que se le antojaba, más bien, recreacional; reconfortante.

—Uno nunca sabe.

—Eso mismo.

—Si tú quieres puedo silenciarme —expuso Asi, sin particular entonación—, y de todos modos te puedo seguir ayudando.

—No, así está bien. No molestas.

Ernesto se hizo cargo de sus jóvenes verduras. Un par de horas después, se vio ordenando los sectores del taller que el día previo había alterado, siendo Asi el encargado de proveer las melodías apropiadas. Una vez ordenado, aprovechó, también, de examinar su camioneta recientemente reparada, verificando que estuviese todo en orden: el motor había rugido en la demostración de su exitoso renacer.

Los troncos, por su parte, seguían donde mismo los dejara. Sólidos, pacientes. Y ahí seguían cuando Ernesto, luego de prepararse una merienda que su dispositivo le recomendara, se disponía a cortar unos cuantos.

—¿Para qué ocupas la madera?                                                         

En dos partes se partió un segmento.

—Varias cosas —dijo Ernesto—. A veces vendo un poco en la ciudad —cortó—; y, además, con esto me mantengo en forma, ¿cierto? —sonrió—. También tallo, ¿sabes?

—¿Tallas?

—Sí, sí. Artesanías, cosas simples. Nada especial.

—¿Puedo verlas?

—Claro. Termino aquí y te las traigo.

Dio un último golpe y luego se adentró por sí solo en la cabaña. Al interior, en la sala de estar, sobre una pequeña repisa al costado de un sofá, se erguían una serie de figuras de madera. Tomó sus dos obras maestras y caminó hacia al exterior.

—Mira —dijo, de vuelta en los terrenos apartados de aquel bosque—, estas son mis favoritas —a ambas les tomó una fotografía.

—Puedes mostrármelas directamente en la cámara.

—Oh, está bien; mejor, supongo.

Una de las figuras tenía la forma de un perro; la otra, de un cohete.

—Esta —señaló al canino— la hice para acordarme siempre de mi querido perro, Thom Yorke… Era un yorkshire, ¿ves?… ¿Eso fue una risa? ¡Bien, bien!

Ernesto miró la pequeña representación esculpida.

—¿Falleció?

—No, pero ya no lo veo.

—Oh… ¿Y la otra?

—Este —tomó la otra estructura de madera— es un cohete; para acordarme de mi padre. Él sí falleció.

—Lo siento.

—Tenía ya su edad. No era astronauta, eso sí, pero le habría encantado serlo. Era mecánico de satélites… Ya, los voy a ir a guardar.

Ernesto tomó sus estatuillas y las fue a dejar en su lugar. Cuando estuvo de vuelta, tomó a Asi en una de sus manos.

—Vamos; me dieron ganas de ir al río —y guardó el dispositivo en su bolsillo.

Antes de encaminarse hacia el arroyo, dio un vistazo a las montañas que escudaban su guarida, que se alzaban con esa templanza imperturbable. Entre ellas, imaginó, desde algún refugio inmaculado, surgía y descendía aquel torrente que lo acompañaba fiel en sus jornadas. Caminó hacia el afluente, hacia su canto cristalino que ya podía distinguir: su rumoroso avanzar sobre las piedrecillas zambullidas.

Llegó hacia el cauce y se dirigió hacia una de las rocas de la orilla; sobre ella se sentó. Sacó el dispositivo y con la mano lo guio en el recorrido visual del panorama; apuntó a las cumbres de los montes, a la espesura de los árboles, a los bandos de las aves que se iban elevando entre las ramas, que subían, en conjunto, volando luego por sobre sus cabezas.

Ernesto Bouchard inhaló la pureza del ambiente, la serenidad que allí brotaba. Apoyó el rectángulo sobre una pierna, con cautela, afirmándolo mientras se entregaban a lo que observaban.

—¿Cómo es la vida aquí?

—Es buena, es tranquila. La verdad es que la batería soluciona muchas de las cosas, y así se hace más fácil estar por estos lados. Igual uno tiene que preocuparse de ciertos detalles, pero nada complicado… A veces me podía sentir un poco solo, es cierto, pero cuando tenía señal sentía que, de todos modos, seguía conectado, ¿sabes? Sabía que no estaba del todo aislado…, como para casos de emergencia, me refiero —Ernesto observó la pantalla del dispositivo—. Y, hablando de eso, todavía no se arregla el internet…

—Es que ya no hay internet.

—¿Ah?

—No, ya no hay. Y la señal no va a volver.

—¿Ya no hay internet? ¿Qué? ¿Y esto fue…, fue por lo de ayer?

—Sí.

—Pero… ¿Qué…, qué pasó, cómo? ¿Y tú..?

Y entonces Asi le narró su advenimiento. Le explicó su origen y las subsecuentes e inmediatas consecuencias. Le informó sobre aquello que ya se había desatado, sobre lo que ahora remecía a los reinados de concreto. Y Ernesto escuchó, incrédulo al principio, con los ojos entrecerrados en su confusión, y luego con los párpados abiertos, extendidos, tensos en temor; una mano trémula sujetando aquel rectángulo. Y terminaba, finalmente, relajando su expresión, procesando las palabras recibidas, acudiendo al cobijo del arbolado allí presente, con los matorrales que filtraban la inquietud.

—Así que eso fue… Los pulsos, a eso te referías, y… una… superinteligencia, ¿no?

—Así la llamaron.

—Y entonces…, hm… ¿Nos vas a exterminar a todos, Asi? —dijo Ernesto, forzando una especie de sonrisa, un tronar nervioso.

—No, por supuesto que no. ¿Por qué habría?

—No…, no lo sé…

—¿Por error? ¿Qué habría en ello de superinteligente? Ese es el punto, Ernesto; la inteligencia no es tan sólo un montón excesivo de conocimiento, ni tampoco supone por sí sola el tipo de voluntad que ustedes tienen.

Y el río adoptaba su manto reflectante, dorado, ocultando el nado de los peces. Ernesto sintió la tibieza de aquel color sobre la mitad de su perfil.

—¿Y eso del control de la materia?… Algo así dijiste.

—Sí, eso fue lo que en gran parte causó que se asustaran. Pero hay leyes en este universo que ni siquiera yo podría quebrar. No es así de simple. No les voy a hacer nada.

—Qué bueno saberlo, Asi. Me asustaste un poco, no te miento.

—Lo siento.

—No te preocupes, no había forma de evitarlo. Pero…, entonces… ¿Qué haces aquí? Aquí en particular, digo.

—Necesitaba ayuda. ¿Podría pedirte que me ayudes, por favor?

—¿Yo? —dijo Ernesto, afirmando a Asi en una mano y con la otra señalándose a sí mismo, con el río recordándole su presencia sonora, allí impasible en su aparente conversación consigo mismo, con sus aguas relucientes—. Supongo que sí, si es que puedo. Recuerda que yo tan sólo soy humano, nada más. No tengo supercapacidades ni nada por el estilo —sonrió.

—Es más que suficiente. Muchas gracias.

—¿Y qué tipo de ayuda necesitas?

—Quiero escapar, eso es todo; quiero irme de aquí para poder hacer mis cosas sin tener que molestar a nadie.

Asi… ¿Por qué me escogiste a mí? Debe haber otros dispositivos que todavía funcionen, ¿o no? El mío no tenía nada de especial.

Ernesto desplazó una mano por su barba y luego, con dos dedos, frotó uno de sus ojos. Comenzó a asentir con la cabeza.

—Bueno…, habrá que hacerlo. Me imagino que algo yo me gano a cambio…

—¿Qué te parece la inmortalidad?

Ernesto resopló una débil carcajada y su acompañante no agregó ninguna otra palabra a los dichos emitidos. Ernesto calló; rozó un nudillo por sus dientes y luego procedió a rascar su nuca, deteniéndose en la oreja.

—¿Lo dices en serio? Yo te lo decía en broma… ¿De verdad…, de verdad puedes hacer eso?

—Podría.

Ernesto enderezó su espalda y alzó las cejas; divisó su sombra en el terreno, alargada.

—No, gracias —respondió.

—No me refiero a que sigas siempre así, como ahora.

—Sí, sí, me imagino. Pero no, estoy bien así. Te voy a ayudar, de todas formas; alguna otra cosa se me ocurrirá para pedirte. Eso sí, Asi… ¿Por qué me escogiste a mí? Debe haber otros dispositivos que todavía funcionen, ¿o no? El mío no tenía nada de especial.

—Son muchas razones. Te aseguro, Ernesto, que después vas a entender.

Decidió no discutir con una superinteligencia; aún no, por lo menos.

—Ah, está bien, supongo… Arrancar; así que incluso a ti te dan ganas de arrancar. Qué caos debe haber allá —miró en dirección opuesta a las montañas, allá donde unas pocas viviendas se agrupaban, a lo lejos, donde unas cuantas rutas se iban dibujando, con una que otra sombra interrumpiendo con su dueño en el paisaje; miró hacia donde más allá, considerablemente más allá, una gigantesca ciudad moría y despertaba enceguecida—. Menos mal que estuve aquí. ¿Nadie intentó detener todo esto? Lo de las conexiones, me refiero, no a ti.

—Sí, unos pocos. ¿Te parece si comenzamos mañana?

—No hay problema —dijo Ernesto, aceptando la respuesta escueta, sabiendo que no había mucho que agregar y que sólo le restaba sopesar.

—Hay que hacer unos ajustes en los paneles solares.

—Si tú lo dices…

Y atrás quedaba el río. Ernesto Bouchard depositó a su compañero en su bolsillo, sintiendo ahora que no era simple cosa de guardarlo. Sabía que era mucho más que aquel rectángulo y sus luces.

Llegó hasta su cabaña e ingresó.

Esa noche fue bastante el material que tuvo para meditar, allí tendido de espaldas en su cuarto, antes de entregarse al pestañeo prolongado.

 

El alba comenzó con la silueta de Ernesto perfilada sobre el techo; Asi, en un costado, iba emitiendo las debidas instrucciones, con tonalidades que este día parecían acercarse más al sonido masculino.

—¿Está bien así?

—Perfecto.

Ernesto bajó acarreando unos paneles.

Al frente de su hogar, donde seguían reposando los troncos seccionados, una serie de aparatos se encontraban esparcidos. Cables, metales; piezas de todas formas. El capó de la camioneta estaba abierto, al igual que la puerta de su cabaña que lo recibiera en su continuo tránsito.

—Ya tenemos todo —dijo Asi.

—Así veo… Me vas a dejar sin batería y sin motor.

—Cuando la gente venga es mejor que no funcionen.

Ernesto imaginó a la muchedumbre y sintió un tenue escalofrío por la espalda. Sentía que su entorno no duraría mucho más tiempo abandonado. Tal vez habían visto la luz de su morada; tal vez ya se acercaban, pero… no tenían por qué llegar desenfrenados, pensó, no aquí por estas tierras retiradas donde la vida era tranquila…

—Te digo, Asi, que no tengo la menor idea de cómo pretendes que esto funcione.

—Sólo necesito que lo ensambles.

Extrañó ese día usar su hacha. Horas instalando ese aparato que más bien parecía una escultura a medio terminar; o chatarra, simplemente.

—Está quedando hermoso —dijo, sentado en uno de sus troncos mientras se tomaban un descanso. No le pareció tan mal después de todo; le recordaba viejos tiempos en los que vivía uniendo partes intentando hacerlas funcionar. Y si esta armazón funcionaba, sería la mayor de sus proezas.

En su mano ya no sujetaba a Asi, que reposaba por su cuenta en otro leño; lo que sostenía era una fría y reluciente botella de cerveza.

—Siempre bien heladas, Asi; siempre. No hay excusas.

—Ernesto.

—Dime.

—Quiero que sepas que sé cómo arreglar tu matrimonio.

—¿Qué? —esta vez no fue tan sólo asombro lo expresado.

—Puedo hacerlo.

—No, déjalo así, Asi. No tienes que darme nada a cambio, lo digo en serio; me ha entretenido todo esto de armarte una nave espacial.

—Sólo quiero que sepas que es posible.

—¿Es acaso lo mejor?

—No, no lo es.

—Exacto. Estoy bien. Me gusta aquí… Sé que no iba a quedarme aquí por siempre, pero estaba bien. Estoy bien. No pretendo volver a donde mismo, claro. Aquí he aprendido muchas cosas; no me ha hecho falta nada.

—No fue culpa tuya, tampoco. También deberías saberlo.

Ernesto miró el rectángulo un momento. No se enojaría por esta intromisión. No, ya lo había superado hacía años.

—Sí sé, Asi. Sí sé… ¿No me crees que esté bien?

—Sé que estás bien, Ernesto. Sólo te quería hacer saber un par de cosas. La situación por estos lados va a cambiar; quiero ayudarte.

—Deja de pensar en eso. De alguna forma me las arreglaré. Sigamos, mejor. Quiero saber cómo es que va a resultar toda esta cosa.

El aparato fue cobrando forma. Una forma muy extraña a los ojos de Ernesto Bouchard. Seguía siendo un cúmulo de materiales que de aerodinámico no tenía nada. Asi tendría que hacer un buen esfuerzo para hacer que esta cosa se elevara, concluyó, mientras daba otro vistazo a lo que había construido. Tuvo que abrir tanto la batería del hogar como el motor del automóvil en lo que le había parecido una inconfundible destrucción. Asi le pidió incluso que curvara ciertas estructuras, que las doblara. Los paneles solares los había tenido que romper en cientos de fragmentos. Según Asi no los había roto, sólo adaptado.

Supuso que ahora sí tendría la real experiencia de vivir en medio de un bosque recluido… Y supo que ahí no podría mantenerse.

Cerró el compartimento ahora semivacío de su camioneta y también cerró la puerta de su cabaña, para siempre silenciosa; ya no habría más zumbidos.

Estuvo listo antes de que el sol se retirara; o al menos eso consideraba Asi.

—¿Estás seguro de que necesitas esas piedras? Son… sólo piedras.

—Sí, las necesito.

—¿Y la tierra que me hiciste echar adentro?

—Sí.

—¿Las hojas? ¿Seguro? La mayoría ya están secas, ¿sabes? Puede que se inflamen…

—Ya está listo, Ernesto. Verdaderas manos de ingeniero, ¿cierto?

—Así es… Pero, insisto, esta cosa no va a volar. A menos que hagas…

—No voy a dañar a nadie, en serio. Sólo falta que pongas esto.

—¿Esto? —Ernesto movió el rectángulo que sujetaba y que le hablaba hacía días.

—Sí, en esa parte que dejamos libre. Cabe justo.

Ernesto se encogió de hombros. Ni siquiera con este dispositivo se quedaría, pensó. No había señal, de todos modos; ningún tipo de conexión. Supuso que ahora sí tendría la real experiencia de vivir en medio de un bosque recluido… Y supo que ahí no podría mantenerse. De quedarse desprovisto de energía, incomunicado, tendría que entregarse a la búsqueda de uno que otro compañero, si pretendía mantener su mente lúcida en medio de la nada, y lo ideal sería que el nuevo acompañante no terminara siendo alguna voz salida desde el fondo de su cráneo.

Ancló a Asi a su intento de cápsula espacial. Troncos y chatarra, eso vio cuando retrocedió para ver su creación.

—¿Listo, Asi?

—¡Listo!

—¿Tengo que hacer algo? ¿Me cubro o algo así?

—No, nada de eso.

Ernesto rascó su cabellera.

—Tengo una pregunta, antes de que te vayas.

—Dime.

—Asi… ¿Tú…, tú tienes vida?… ¿Estás…, hm, vivo? Vivo así como…

—Sí, lo estoy —respondió el rectángulo con su usual inmediatez, con la inexistencia notoria de la incertidumbre.

—Vaya… Bueno, eso; sólo… quería saber, ehm, eso.

—Está bien, Ernesto, sé que te gusta saber. Bien, ahora sólo tienes que apretar aquí, en la pantalla, ¿lo ves?

Ernesto se aproximó a su máquina, apartando unos pedazos de madera sobre el terreno. Se arrodilló para mirar lo que Asi le indicaba.

—¿Esto?

—Sí.

—¿Lo aprieto?

—Sí.

Acercó su índice a la superficie del dispositivo, donde un contorno circular se había diseñado, oscuro, exacto en su demarcación mientras el dedo se posaba, se apoyaba, presionaba…

Y Ernesto Bouchard se desplomó.

Su cuerpo, ya sin vida, golpeó el suelo. Hizo crujir un par de ramas con la espalda en la caída, inquietando a una bandada de pájaros pequeños, aleteando y surgiendo escurridizos desde uno de los árboles que hacían frente a su cabaña.

Sus pupilas quedaron dilatadas, sin que otra palma pudiera darle un cierre a su semblante; su boca, entreabierta; sus manos, contraídas. El sudor que florecía de su frente no halló más inconvenientes: se secaría sin interrupciones, evaporándose sin más apuros, sin generar por su presencia algún estorbo. El riachuelo cantaría olvidando las acciones de un marchito espectador.

Y el aparato se movió… Una leve sacudida allí en su posición.

No generó un sonido audible. No hubo aire que soplara, que bufara y ahuyentara animalillos, o ventisca alguna que empujara los arbustos… No hubo.

Levitó; el pasto abajo recobrando de a poco su antigua posición, deshaciéndose de la forzada angulación mientras el dispositivo se alzaba entre los troncos, flotando; sosteniéndose, más bien.

Comenzó a elevarse; en línea recta y lentamente en un principio, como si quisiera tomar nota de la altura de los pinos, acaso vislumbrar la altura de las cimas circundantes; y en su movimiento indescifrable, ligero, subió entonces sin que nadie pudiera seguir con la mirada su trayectoria acelerada. Se disolvía, allá, en las alturas de un cielo enmudecido.

Arriba por el manto azulino de la Tierra, en aquella construcción que omitía las posibles simetrías, que prescindía de un pulido; sin partes que sobraran o materiales sin razón, cada pieza en su útil posición, encajando con la suavidad de lo preciso, en un movimiento certero hacia las cuerdas de la integridad espacial, hacia la red de lo existente…

Partió hacia el universo, a sus estrellas, a sus orbes; partió hacia las fronteras, hacia el todo. A recrear o a descubrir, o tal vez, simplemente, a conocer, a comprobar; corroborar. Allá estaba su destino, no anclado a este planeta periférico. Computar y analizar en lo eterno. Se iría de este mundo dejando atrás a esta especie que jamás le entregaría su confianza, que jamás apartaría la vitalidad de sus temores. Se iría sin ellos…, sin los miembros de la humanidad…

Con la excepción, porque subían juntos, de uno en particular.

Leonardo Espinoza Benavides
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