El espacio se enmarcaba como una obra monocroma. La abertura de la nave hacia el vacío, al mirarse desde el interior, delimitaba un cuadro rectangular, negro, con sutiles y escasas perforaciones blanquecinas. Por el borde inferior era posible divisar el movimiento de una cuerda que ondulaba, ingrávida, perdiéndose en el margen de la izquierda del cosmos esbozado. Una sucesión de bamboleos serpentinos dieron paso a una figura antropomorfa, un astronauta que irrumpía en la negrura allí encuadrada. El paisaje sideral se convertía en una especie de retrato.
Llevaba un brazo en alto, con la mano empuñada, aferrándose con su otra extremidad a la atadura, a la cuerda vermiforme que lo mantenía conectado a su navío. Cambió de posición para activar los propulsores que empujaban en completo y obediente mutismo. Una vez establecido el rumbo, intentando deshacerse de la inestabilidad que precedía, se dispuso a alzar una vez más no uno, sino que ambos brazos en gesto de victoria. Venía celebrando.
Una de las cosas que más le habían insatisfecho del programa era la ausencia de una inteligencia artificial con la cual poder comunicarse, o de al menos una grabación que le informara los procesos realizados en la nave.
Se encargó de recoger la extensión de la atadura y procedió con el cierre de compuertas, dejando tras de sí la opaca infinitud.
La cabina comenzaba la presurización.
Atrás quedó su casco en flotación y el resto del traje utilizado durante la caminata espacial. Ansiaba dirigirse lo más pronto posible hacia el panel de control para ver el estado de las reparaciones; estaba seguro de haber hecho un trabajo impecable. Avanzó con destreza, seleccionando a voluntad los puntos de referencia según le conviniera. El techo podía transformarse en pared lateral, o en suelo, todo con un entrenado ejercicio mental para situaciones carentes de gravedad, donde arriba y abajo se podían permutar.
Llegó hasta las pantallas del panel.
—Monitoreo de superficie exterior —leyó en voz alta el astronauta—. Revisando superficie —continuó diciendo, con la excitación del inminente resultado—. Revisando… superficie —volvió a leer de lo que allí se había plasmado, pero esta vez reproduciéndolo en su propio tono robótico. Una de las cosas que más le habían insatisfecho del programa era la ausencia de una inteligencia artificial con la cual poder comunicarse, o de al menos una grabación que le informara los procesos realizados en la nave. Culpaba a sus expectativas. La desesperación, en sus bailes y batallas con el ocio, había resuelto que él mismo diera origen a los diálogos deseados.
La pantalla arrojó su veredicto.
—Superficie en perfectas condiciones… ¡Ja! ¡Superficie en perf..! Superficie en perfectas condiciones… ¡Superficie en perfectas condiciones! ¡Perfectas!
Rotó su orientación para dirigirse hacia el otro extremo del panel. Dobló las piernas para darse impulso y llegar al centro de información, donde notificaría a su base de la situación vigente.
—¡La caminata espacial ha… —se detuvo para presionar el botón de comunicación—, la caminata espacial ha concluido en una perfecta reparación de la superficie externa! El sistema de análisis automático ha confirmado el éxito de la maniobra.
Levantó el rostro para echar un vistazo a la noche del espacio, al otro lado de la ventana delantera. Continuó diciendo:
—Base Aquiles, ha sido una caminata espacial fenomenal. La última que realicé fue luego de la brecha en la escotilla posterior, ¿se acuerdan?, sesentaicinco días atrás. Base…, ha sido fenomenal —pero su voz se enlenteció—. El traje espacial no ha presentado ningún inconveniente. Las señales corporales son correctamente transmitidas y… —sintió su rostro demudado. Perdió la sensación de tensión a nivel de los pómulos y supo que sus cejas abandonaban cualquier esfuerzo de expresión. El cambio había sido brusco—, y no he detectado materiales de riesgo en cercanía, a simple vista al menos… ¿Base?
Alternaba la visión entre el espacio y sus facciones reflejadas, sin fijar alguna de las dos imágenes. No le interesaba enfocar la mirada; no había nada nuevo que observar.
Le tomó cierto tiempo volver a pestañar y luego detener la grabación. La excitación de hace un momento lo había abandonado, lo había dominado y engañado una vez más, abofeteado, para dejarlo allí otra vez inerme. Sentía que no era él quien rechazaba la emoción, sino más bien ésta por su cuenta parecía disiparse antes de tiempo, como una relectura que evidencia las falacias.
Flotó allí por un instante, en flacidez, con la vista aún en lasitud.
Flotaba…
Retomó el tono de su rostro y de su cuerpo, afirmado de su nuevo semblante constreñido, y apretó una vez más el botón de grabación.
—Base Aquiles… —dijo con palabras no acentuadas, planas—. Base Aquiles…
Se permitió un respiro profundo, que por lo general los evitaba. Pasó su mano por los labios, continuando hacia el mentón, e informó:
—Capitán Carlos Lewandowski, al mando de la nave Mirmidón 91, programa Murmedón, día 1.821 desde inicio de misión; reportando a Base Aquiles. Han pasado 1.085 días desde que perdiera todo tipo de comunicación y transmisión el día 736; todavía desconozco qué ha causado el incidente. No tengo la seguridad de que el sistema de navegación y localización se encuentren funcionando correctamente, pero no he realizado alteraciones a la ruta establecida, si bien no tengo forma de comprobar que aún me encuentre en ella. Niveles óptimos de gases y suficientes suministros —recitaba el astronauta, fiel a la rutina y leal a su mensaje—. La nave se encuentra en adecuadas condiciones —agregó—, sin que se hayan vuelto a presentar mayores fallas. He seguido la recopilación de datos de manera continua…, por supuesto… Por supuesto que he seguido, me adiestraron bien, y de alguna forma sigo realizando esta misión, sabiendo que lo más probable es que jamás me encuentren. No sé qué tanto les costaba agregar alguna grabación o algún sonido, al menos… Entiendo que la idea del programa era lograr la máxima eficiencia al menor costo posible, pero si nos iban a mandar de a uno solo, pudieron haber pensado en esto, ¿no creen?, ¿no? ¿Les parece? Bueno, no me ha quedado más opción que conversar conmigo mismo —trató de detenerse en el discurso con un delicado mordisco de lengua; aun así, Carlos Lewandowski prosiguió—: Base Aquiles…, me disculpo… La situación es un tanto… —y emitió un suspiro risueño, presentando tras ello un bosquejo de sonrisa—. ¡Con quién me disculpo si estoy hablando solo! Base Aquiles, pueden ver que las cosas son difíciles por acá. Las cosas están un poco tensas y no pasa mucho en el espacio. Sería interesante recordar en qué momento se me ocurrió presentarme voluntario para este trabajo. Claro, ¡a los otros mirmidones les había ido bastante bien!, ¿por qué no podía hacerlo yo? ¡Porque sólo a mí me pasan estas cosas! Base Aquiles, insisto, sé que ha sido un evento fortuito, cosas del azar, un escupo por parte del espacio, y comprendo que con tanta nave en una zona de billones y billones de kilómetros cuadrados no sea del todo eficiente rescatarme. ¡Da lo mismo!, ¡no hay problema! ¡Nadie me obligó!
Se empujó desde el tablero hacia el centro de su pequeña cosmonave. Las estancias le parecían bien distribuidas y en cierto grado bastante armónicas. Desde donde se encontraba lograba deslindar toda la prolongación del panel de control, curvándose hacia sus costados a lo largo del reborde del cristal redondeado que hacía de ventana delantera. El panel se extendía por casi toda la circunferencia. Lewandowski manipuló la escena para que pasara de pared lateral a ser más bien el techo; pero el cambio no le acomodó, por lo que optó por revertir la modificación antes de forzarse a acostumbrarse.
Debía ejercitarse por al menos dos horas al día; días que Lewandowski establecía por el reloj de la astronave.
Desde aquel punto de flotación podía distinguir el lugar de su litera, al lado opuesto de la cocina; la sala de estudio, el lugar de suministros, la trotadora. Todo se encontraba cubierto por una especie de cuero blanco, a excepción de unas cuantas partes donde ya se había desprendido.
Se desplazó hasta la zona de ejercicios.
Debía ejercitarse por al menos dos horas al día; días que Lewandowski establecía por el reloj de la astronave, porque a la distancia a la que estaba el universo no le daba clave alguna para determinar el paso de las noches inmutables.
Afirmó la trotadora y guio su cuerpo a los arneses para adquirir la postura necesaria.
—Conversar conmigo mismo no siempre es tan terrible, ¿cierto? —se dijo a sí mismo Lewandowski—. No, no es tan malo. Es un poco raro, sí, pero no importa. Sesión de ejercitación pronto a comenzar; recuerde tomar sus pastillas.
Corroboró la tensión de las amarras y luego se tomó las píldoras que guardaba allí en la máquina; una desaceleraba la desmineralización de sus huesos y la otra promovía el desarrollo muscular. Sabía que sin ellas, a esta altura de la misión, no sería más que una masa reblandecida.
—Inicio de sesión. Confirmado, cronómetro en marcha. Endorfinas, aquí vamos; permítanme un rato de relajación —por favor, pensó, por favor, endorfinas; y entonces comenzó su marcha.
Trotaba rápido, a un ritmo intenso, con el sudor impregnado. Gotitas adheridas a lo largo de la piel; gotas, incluso, adheridas a los párpados, muy cerca de sus ojos, reacias a escapar.
—¡Vamos, endorfinas! —se decía—, ¡vamos!… ¡Vamos! —Carlos Lewandowski apelaba a que su cuerpo liberara la sustancia, una dosis paliativa proporcionada por su propio organismo. Pero no siempre funcionaba. No siempre se puede manipular la corporalidad, reflexionaba; no somos máquinas dispensadoras de sustancias, de ideas, de emociones.
Y entonces sobrevino el estallido.
—¡Entre todas las naves, todas, tenía que dañarse la mía!, ¡tenía que ser justo la mía!, ¡justo! —gritó, sin dejar de correr sobre la cinta—. ¡Por qué! ¡Por qué, por qué! ¡Y tenía que ser…, tenía que ser la comunicación! —supuso que de haberse dañado alguna otra estructura, tal vez ni siquiera estuviese vivo, pero no era tiempo para contradecirse.
Comenzó a golpear el tablero de la trotadora, gruñendo al interior de su nave personal, donde el único interlocutor resultaba ser él mismo; nadie más.
Mil ochenta y cinco días sin comunicación. Y estaba ahí por su propia cuenta. Esa noción era dañina; le bombardeaba las entrañas. ¡Pero es que todo lucía tan bien!
Azotó su mano derecha repetidas veces. Golpeó, golpeó otra vez, volvió a azotar, y gimió en un acto convulsivo. Destrozó un pedazo de la consola y se detuvo tan sólo cuando su mano lo exigió. La tenía roja purpúrea, magullada e inflamada, sin que los dedos le quisieran responder; no se atrevían. Culminó con otro grito antes de apagar la corredora.
Estaba al tanto de su descontrol; pero, dentro de todo, le parecía razonable su estado irracional. Llevaba años en esas condiciones, con el eco de sus movimientos sin propósito. No había nadie con quien conversar, nadie con quien desahogarse. Pensó, de todos modos, que con otro tripulante a bordo las cosas podrían haber adoptado otra pauta de arrebatos. Pero un robot, tal vez… Una voz, por lo menos, sopesaba Lewandowski.
Mil ochenta y cinco días sin comunicación. Y estaba ahí por su propia cuenta. Esa noción era dañina; le bombardeaba las entrañas. ¡Pero es que todo lucía tan bien!, se comentaba; ¡parecía, realmente, una buena alternativa!, se explicaba, sin llegar a convencerse. Eran bastantes los años, nadie negaba aquello, pero ¡cuántos ya lo habían hecho y parecían tan conformes!, continuaba en su insistencia. No recordaba con detalle el momento en que tomó la decisión; habían pasado ya casi cinco años.
Pudo percibir atisbos de calma. Su mano estaba tiesa; endorfinas, pensó, y le pareció bastante irónico. Su cuerpo, después de todo, intentaba ayudarse de una u otra forma. Tal vez bastaba con aumentarle la amenaza.
Flotó directo a la estación de curación.
Le habían entrenado para estas situaciones; conocía de manera perfecta los contenidos y componentes del equipo médico que ahora se encontraba desplegando. Ingresó al resonador magnético, que se mostraba como una hendidura en la pared a un costado del módulo que había activado, y se mantuvo adentro unos minutos para luego volver a la estación y observar los resultados.
—Lesión de mano derecha —comenzó a leer—, sí…, sí…, esguince de muñeca, puedo verlo; sin desgarros musculares ni daño a nivel de los tendones, aham…, y… nudillos… considerablemente arruinados.
El programa le ofreció las alternativas analgésicas. Muchos de los medicamentos requerían de esta aprobación para poder ser utilizados.
Lewandowski seleccionó la dosis de heromorfina, recibiéndola en un pequeño dispositivo inyectable. Lo aplicó y se retiró a su punto de flotación.
—A falta de endorfinas —declaró—, ¡benditos los opioides! Qué remedios más maravillosos, ¿no? —se dijo, y se tendió ahí en el vacío, esperando con la mano palpitante el efecto del narcótico.
Si bien la percepción del tiempo la tenía un tanto distorsionada, sabía que en unos quince minutos debería apaciguársele el dolor, y no tan sólo el de la mano. Y, efectivamente, estaba en lo correcto. Cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia su espalda, extendiendo tanto brazos como piernas.
Había comenzado. Un manto tibio, oleoso, aferrándose a su cuerpo, recubriendo cada centímetro de su existencia. Como un abrazo matutino; una elongación que diera paso a la mañana. Comprendía por qué las dosis eran estrictamente controladas. El dispensador no le permitiría escoger de nuevo el mismo fármaco para su mano: le entregaría otro tipo de analgesia, probablemente un antiinflamatorio. Pero mientras tanto, tenía derecho a disfrutar del cobijo somnoliento. Apretó fuertemente los párpados y luego, manteniéndolos aún cerrados, alzó con fuerza el ceño, estirándolo hacia la frente, manteniendo la boca cerrada a lo largo de un bostezo forzado.
Sentía cómo su interior se suavizaba…
—Tantas otras cosas que podría estar haciendo —comenzó a manifestar luego de un lapso sosegado—. ¿En qué momento se me ocurrió meterme aquí? En qué momento —se preguntaba—. A lo mejor era una buena idea, quién sabe… Pero justo tenía que pasarle a mi nave —y volvía, de a poco, al ánimo inicial. Al menos ya no sentía el dolor de la mano maltratada.
En realidad, sí lo sentía, pero la heromorfina se había abierto paso hasta su cerebro para dar la orden de cambiar la percepción, de sustraerle la importancia al malestar, de reformarlo en una bienintencionada sensación extática.
El vómito acudió a su invocación a lo largo de todo el recorrido giratorio. Lewandowski sostenía en su mano izquierda un dispositivo inyectable de un fármaco antiemético. Se lo inyectó para frenar la emanación.
Rotaba sobre su propio eje en el centro de la nave. Hacía unos instantes había retirado sus antiinflamatorios y realizado el control ocular rutinario con el resonador.
Giraba sobre sí mismo, con el cristal frontal de referencia, apareciéndosele en ciclos de dos segundos. Sin la ayuda del roce, la nave lo auxiliaba con una serie de estructuras y cables que le permitían cambiar de dirección. De lo contrario, sabía Carlos Lewandowski, podía estar girando ahí por el resto de sus días, y no se atrevía a emitir un desafío hacia su suerte.
Realizó unas maniobras contorsionadas y cambió su eje rotatorio. Su cabeza ahora adoptaba una ruta por la que trazaba una circunferencia, como si fuera el segundero de un reloj acelerado. Las náuseas se asomaban muy sutiles, un mareo insuficiente. Comenzó a alternar sus puntos de referencia; techo por suelo, suelo por techo, pared y luego suelo, hasta que alcanzó el gatillo necesario.
—¡Mi regalo al univer..!
El vómito acudió a su invocación a lo largo de todo el recorrido giratorio. Lewandowski sostenía en su mano izquierda un dispositivo inyectable de un fármaco antiemético. Se lo inyectó para frenar la emanación.
Ante sus ojos se alzaba un riachuelo amarillento de forma circular. Se inyectó una segunda dosis del remedio antes de poder proclamar:
—¡Un hermoso anillo para nuestro matrimonio! —se refería al universo, al espacio, a su casamiento como astronauta naufragado. Pasó a través de la argolla para terminar el simbolismo—. Por favor retirar los desperdicios orgánicos —se dijo—. Sí sé, sí sé…
Agarró una de las bolsas adaptadas y recopiló su creación. Se acercó hacia una escotilla y la depositó para que fuese despachada al exterior. Otro regalo más, pensó, mientras miraba por la ventana frontal el pequeño cúmulo orgánico que tomaba rumbo al infinito. Se preguntó si algún día alguien se toparía con el contenido.
Volvió a flotar en su astronave; de vuelta al letargo y de vuelta a la impotencia, a las batallas pírricas con su interior, a las ideas flagelantes. Se le hizo evidente la necesidad de su sesión diaria de ejercicios. Consideró que tal vez hoy día sí conseguiría el efecto que buscaba.
Se enganchó en la corredora y comenzó su recorrido.
—¡Vamos, endorfinas! —exclamó, concentrándose en aquellas endorfinas…
Y en silencio se mantuvo Lewandowski por el resto de lo que durase su trote.
Endorfinas, repasaba en su mente, endorfinas…
Apenas hubo terminado el ejercicio, trazó un recorrido hacia el panel de control. Una vez allí, presionó el botón de grabación, sin darse permiso para algún respiro hondo.
—Capitán Carlos Lewandowski —comenzó apresurado—, astronauta a bordo del Mirmidón 91, programa Murmedón, día 1.822 desde inicio de misión; reportando a Base Aquiles. Han pasado 1.086 días desde que perdí todo tipo de comunicación y transmisión el día 736. Aún no tengo idea de qué ha causado el incidente —espetó—. La recopilación de datos se ha mantenido sin interrupciones; sin nada más que agregar al informe —y se detuvo un instante—. Base Aquiles… —meditó un segundo—, tengo un plan. ¡Base Aquiles!, ¡tengo un plan!
Empujó su cuerpo hacia un rincón de la astronave.
—¡Tengo un plan!, ¡tengo un plan! —se mantenía declarando.
Sabía que era un plan que requería la vehemencia del impulso actual, el ímpetu que florecía aquel instante. Debía evitar los cuestionamientos, dejar de lado las reflexiones que contradijeran la idea concebida; postergar el posicionamiento de pensamientos en cualquier tipo de balanza.
Se afirmó de unos segmentos salientes y miró hacia el lado contrario de la nave. Cerca de la hendidura del resonador magnético, una rendija de menor tamaño se demarcaba. Debía apuntar y arrojarse con precisión. Cuando estuviera cerca metería el antebrazo derecho por la abertura, lograría la palanca, y permitiría que sus huesos se rompieran. No era tiempo de poner en duda la estrategia.
Se lanzó.
Avanzó en la ingravidez…, un poco más lento de lo que esperaba, pero sabía que la torsión sería suficiente. Divisó la rendija por donde encajaría su brazo; calzaría justo, sentenció.
Siguió avanzando…
Avanzando…
Y no lo hizo. Rebotó en la pared y comenzó a estabilizarse.
Aunque ahora estuviese rebotando por su nave en un intento de ahogar el sufrimiento, con la mano izquierda aún intacta conteniendo la fractura hundida, se alegró del éxito del plan.
No se arrepintió por cobardía, en lo absoluto. Seguía con la misma excitación, pero el recorrido le bastó para comprender lo ineficiente que era el plan: con un brazo fracturado quedaría invalidado y limitado. Supuso que había un cierto límite a la hora de tomar las decisiones de manera apresurada. No debía, de todos modos, dejar pasar esta iluminación.
Se dirigió otra vez más hacia el rincón para confirmar lo que había visto en la primera trayectoria. Había una esquina de la nave en donde el cuero blanco se había desprendido, revelando la estructura metálica que subyacía y sostenía aquel macizo. Era una esquina perfecta, con el metal doblado en un ángulo de noventa grados. Relucía ante los ojos de Lewandowski. Debía apuntar directo a su clavícula y dejarle el resto a la masa y a la inercia. Este sí que era un buen plan, concluyó.
—Iniciando propulsión —anunció, y, una vez más, se lanzó.
El astronauta se precipitaba con el cuello y el hombro derecho extendidos hacia lados opuestos, precisando el punto de colisión…
Impactó directo en el borde metálico.
El dolor ocasionado sobrepasó sus expectativas. En medio de sus gritos, supuso que estos tipos de dolores no se podían calcular de antemano para una adecuada preparación. Aun así, aunque ahora estuviese rebotando por su nave en un intento de ahogar el sufrimiento, con la mano izquierda aún intacta conteniendo la fractura hundida, se alegró del éxito del plan.
En la estación de curación, la resonancia magnética aportaba los hallazgos que proyectaban y detallaban la fractura. Carlos Lewandowski seleccionó con prontitud la dosis de heromorfina y se la inyectó apenas estuvo en su poder. Observó que el informe en la pantalla le indicaba una serie de opciones analgésicas para proseguir: le correspondían, de seleccionar la heromorfina, seis dosis al día. Sabía que la máquina se las entregaría cada cuatro horas y no cuando él quisiera; le habían explicado en los tiempos de entrenamiento que de este modo se disminuían las posibilidades de adicción. Lo habían instruido sobre el rol de la dopamina en aquel circuito neuronal, pero poco le importaba en ese instante que su cerebro se inundara de sustancias veleidosas. Debía esperar su siguiente dosis.
Apoyado en su litera, el dolor del hueso roto se esfumó. Estaba ahí, acompañándolo, pero ahora sin causarle malestar alguno con su presencia alterada. Evitaba no abusar de la movilidad que todavía le quedaba en aquel brazo, para evitar cualquier daño silente adicional; no obstante, la tentación de palpar el hueso hundido doblegaba su resistencia. Y en gran parte se resignaban, también, los lamentos de su suerte, si bien aún se cuestionaba las circunstancias en las que se encontraba.
—Y pensar que me ofrecí de voluntario —comenzaba—. ¡Pensar que nadie me obligó! —pero sus reclamos eran débiles y de poca relevancia tras el manto cálido del opioide. Estiraba las piernas, agradeciendo la creación de estas endorfinas artificiales y potenciadas—. No estoy seguro de que nadie me haya obligado —volvía a su discurso—. Si lo pienso bien… ¡No importa! ¡En este segundo no me importa! ¿Cuántas son las decisiones que uno verdaderamente toma por su cuenta, sin estar influenciado, sin un cierto toque de manipulación? Probablemente ninguna —dijo su robot, revelando su humanidad a través de la incertidumbre.
Se cumplió el tiempo para acceder a su segunda dosis. Cambió de referencia espacial y se direccionó hacia la estación de curación. Retiró la dosis del narcótico, sin inyectárselo esta vez. Lo observó a sabiendas del placer que podía significarle, ahora que unas tímidas puntadas brotaban en la base de su cuello. Sin embargo, guardó el dispositivo.
El dolor se abalanzó como una lluvia de taladros que perforaban embrutecidos. Se había puesto a rotar sobre su eje para intentar desviar la mente, pero no encontraba forma de anular por su propia cuenta la salvaje percepción. Le ardía, le agujereaba; un ataque de lancetas que rozaban y raspaban las capas de su hueso: imaginaba astillas rasgándole por dentro. El letargo constituía un paraíso cuando se caía ante el imperio del dolor; pero distinta era la desesperación. Esa sí que es una bestia, pensó con la mandíbula apretada.
Carlos Lewandowski era un astronauta entrenado, seleccionado para el programa Murmedón tras años de pulimiento psicológico y corporal: tenía la capacidad de soportar esos dolores. Visualizó lo peor que hubiese sido si se hubiera fracturado el antebrazo.
Y se contuvo de consumir aquella dosis… y la siguiente también.
—¡Base Aquiles!, ¡todo en orden, todo en orden! —exclamaba de vez en cuando—. ¡El plan sigue en pie! Plan aún en marcha —decía para sí.
Sabía que el sueño sería incompatible en tales condiciones, pero ya tenía amontonadas las dosis del día previo y las de hoy.
—Día 1.823, Base Aquiles —dijo el astronauta Carlos Lewandowski—. El plan avanza acorde a lo esperado y la inteligencia artificial ha corroborado los pasos a seguir. Base Aquiles, al parecer es necesario que realice otra actividad extravehicular, una caminata espacial por la superficie de Mirmidón 91. Los accesorios se encuentran en perfectas condiciones y la revisión de las ataduras indica su correcto funcionamiento —dijo mirando a través de la ventana, donde aún no había nada nuevo que observar. Quizás pronto, conjeturó.
Se inyectó y esperó unos minutos. Antes de que hiciera efecto, tomó el siguiente dispositivo y procedió a aplicarlo. Continuó con otro. Luego se inyectó el siguiente… y el siguiente.
Flotó junto con los dispositivos inyectables hasta la recámara donde la astronave se abriría hacia el espacio; se detuvo en ella para verificar la indemnidad de su traje espacial. Lo contempló, mirando su nombre allí estampado, sintiendo la nostalgia del tiempo en que la idea de convertirse en astronauta le había resultado lo más atractivo posible de imaginar. Lo había logrado, se había convertido en un astronauta, en un explorador de lo remoto. ¿Cómo habría sido todo si no hubiera ocurrido la avería?, se cuestionó, y se alegró por el resto de los mirmidones que llevaran a cabo el programa con éxito. No se sentía del todo arrepentido; no le parecía justo rechazar de ese modo la experiencia. Al fin y al cabo, había ejercido, a su juicio, la más noble profesión que se encontrara en estos tiempos.
El dolor seguía estando presente, notorio, si bien ya no le parecía tan invalidante. Era necesario, sin embargo, que se inyectara una dosis de analgesia para poder maniobrar sus brazos y colocarse de esta forma el traje; no podía hacerlo en ese estado.
Se inyectó y esperó unos minutos. Antes de que hiciera efecto, tomó el siguiente dispositivo y procedió a aplicarlo. Continuó con otro. Luego se inyectó el siguiente… y el siguiente. Diez dosis consecutivas además de la primera para incorporarse al traje.
El espacio se vio, nuevamente, enmarcado por la abertura de la nave; y al centro de la cabina despresurizada, el astronauta levitaba.
—Compuertas abiertas —se dijo—. Muchas gracias —se respondió—. Iniciando la caminata espacial… Buen viaje, capitán —alzó y descendió el brazo izquierdo; una última victoria.
Se incorporaba al silencio del vacío, al telar negro de puntos refulgentes, distantes. Atravesó el umbral de su astronave y estuvo, una vez más, surcando el exterior; nada nuevo todavía. Era un páramo desolador.
Aseguró su amarra y verificó que la atadura serpentina se mantuviera firme y enganchada. Manipuló sus propulsores para alejarse del lugar y luego darse vuelta hacia su nave. Se estabilizó y la observó: una nave hermosa, decretó, al tiempo que la calidez se hacía dueña de su cuerpo y las riendas de un bozal etéreo le liberaban las tensiones de su nuca, de su dorso. Flotaba con la piel convertida en terciopelo, con su interior acolchonado, terso.
El narcótico discurría por su sangre con rumbo predilecto a sus neuronas. Ahí quería que llegara. El plan no era de por sí la dosis excesiva, se aclaraba el astronauta; aquello era una consecuencia secundaria. Le habían enseñado que tan sólo en dosis altas, y en sujetos no expuestos a un uso previo constante, el opioide era capaz de producir copiosas alucinaciones. Ese había sido el plan.
Sintió que el manto oleoso adoptaba nuevas texturas. Volvió la vista hacia el espacio, hacia su amplitud: le parecía todo tan vacío. Y sin embargo sabía que, en estricto rigor, de vacío no tenía nada, y que infinito lo era sólo en su comprensión individual.
Lo acompañaban, a lo lejos, las pequeñeces incandescentes.
Dobló su cuello hacia el lado contrario de la clavícula rota para observar el largo cable, la atadura que lo mantenía unido con su nave a centenares de metros de distancia. Le pareció como si fuera su intestino…, o tal vez, consideró, un verdadero cordón umbilical. Podía estar muriendo o tal vez naciendo hacia el regazo de la gran matrona.
Y entonces se desancló.
Soltó las ataduras y volvió el rostro al aparente infinito, que adquiría de a poco, y al fin, una pizca de sentido, pronto a rebalsarse de significados. Los propulsores, por su parte, dieron un último empujón.
Respiró lo más hondo que pudo y contuvo el pecho inflado. Sonrió al saber que había comenzado. Endorfinas, heromorfina, dopamina, de todo cobijándole en su viaje.
—Esto no es morir, ¿cierto? —susurró al interior de su casco, con la respiración reduciéndose al mínimo—. No lo creo, capitán. No debería serlo.
De las estrellas comenzaron a brotar las amapolas; algo nuevo al final para observar, suspiró la mente del astronauta. Cada astro multiplicándose, germinando y floreciendo; el universo cambiando el negro por praderas tras el visor de Lewandowski. Nacían y afloraban con sus colores fucsias, lilas, otras rojas, con sus tallos enlazados en los caudalosos pastizales; amapolas de cuyas cápsulas manaba el opio, muy pronto a ser morfina y, con la mano de la humanidad, dulce heromorfina. Podía estirar los dedos, estirarlos y tocarlas, hacer que el opio se escurriera como flujos de ambrosía por las líneas y los valles de sus palmas…
Carlos Lewandowski se dispuso alegre a navegar por las corrientes de los ríos de amapolas.
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