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Fiesta

martes 23 de julio de 2019
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Despierto. No me duele la cabeza ni el cuerpo.

Tengo un gran moretón indoloro en el estómago. Seguramente cometí alguna salvajada, como casi siempre que me embriago.

En la cama, conmigo, hay dos personas: una mujer y un hombre; ambos están desnudos.

Intento recordar cómo llegué a este lugar pero no hay nada en mi memoria.

No me agrada la gente con dientes pequeños; me parece extraña, y un escalofrío recorre mi espalda cuando me encuentro con una persona así, pero esta mujer es la excepción a la regla.

La mujer se revuelve en las sábanas y me abraza. Siento sus senos; son firmes y pequeños; los pezones, duros, arden. Entrelaza una pierna con la mía; su vagina está húmeda; tengo muchísima sed.

Con la mirada repaso el sitio. Estoy en la habitación de un hotel. Por aquí hay jaboncitos, más allá dulces y botellas de agua.

La mujer despierta. Cierro los ojos y me hago el dormido. Ella va al baño, al rato regresa y se sienta en la orilla de la cama.

—Despierta —dice. Su acento es extraño—. No duermes, lo sé —afirma acercando su rostro al mío.

No me agrada la gente con dientes pequeños; me parece extraña, y un escalofrío recorre mi espalda cuando me encuentro con una persona así, pero esta mujer es la excepción a la regla.

—Despierta —vuelve a decir—. Vámonos, tengo hambre —ordena. Me da un beso en la frente.

El otro hombre despierta, va al baño, al rato regresa a la cama. Se sienta en la orilla del mueble, prende un cigarro y con un ademán le ordena a la mujer que vuelva a su lado. Ella obedece. El hombre la besa, aunque ella, en un primer momento, se resiste.

—¿Quieres que pida el desayuno, mi reina? —pregunta el hombre a la mujer dando una bocanada. La mujer, confundida, me mira sin saber qué hacer—. Sí, mi reina —dice el hombre dando otra bocanada de humo—, el breakfast.

—Oh, no. Quiero tacos —responde la mujer y el hombre sonríe. Su canino superior derecho es una pieza de oro.

Salgo de la cama y me visto. La mujer hace lo mismo. El hombre hace lo propio pero más rápido.

—Uy —exclama éste metiéndose al baño—, los tamales de anoche, bebé. Me cayeron pesados.

La mujer me toma por la mano y me conduce a la puerta. Salimos de la habitación, del hotel.

Estamos en Ixtapaluca.

—No puedo creerlo —digo, sorprendido—. Estamos en Ixtapaluca.

—¿Conoces este lugar? —me pregunta la mujer. Asiento—. Sácame de aquí —suplica. Hago la parada al primer colectivo que pasa. Subimos al vehículo; al tiempo, el hombre sale del hotel y grita el nombre de la mujer. Creo que grita Clara, aunque el grito no es muy claro—. ¿Conoces este lugar? —vuelve a preguntar Clara.

—Aquí crecí —respondo—. ¿Qué está pasando? —pregunto.

—Yo no sé, pero quiero tacos —contesta Clara. Sonríe.

En el mercado, tomados por las manos, Clara me cuenta cosas de su vida: es inglesa, modelo y, recientemente, actriz.

—Y sé algo de español porque me gusta leer poemas de Cavafis, aunque a veces no le entiendo muy bien —agrega.

—Pero Cavafis… —digo, pero me interrumpe.

—No sé cómo terminé en un hotel con dos hombres —refiere—. Vine a México para promocionar una película de superhéroes en la que participé; luego, alguien, un compañero de reparto, no recuerdo bien, mencionó que había una fiesta muy loca y yo dije por qué no.

—¿Es tu esposo? —pregunto—. El hombre de la habitación.

—¿Quién? —pregunta, vivamente sorprendida—. ¿El hombre de la habitación? Oh, no. Lo conocí en la fiesta. Yo tengo chica —dice.

—Quieres tacos, ¿verdad? —pregunto para ocultar el desencanto que me produjo su respuesta. Ella asiente.

En el mercado, la conduzco hasta los tacos de chorizo y cecina a los que mi madre solía llevarme cuando yo era pequeño.

—No le pongas demasiada salsa —advierto a Clara—. Aquí —indico— la hacen muy picosa. Échale poquita. De verdad pica demasiado —digo. Ella me mira con los párpados entrecerrados y sonríe.

Clara le echa mucha salsa a sus tacos. Muerde el primero, mastica, me mira sorprendida, se colorea, sus mejillas y frente se pintan de rojo, llora, y, sudando, pide un refresco.

Yo pienso que él se la creyó, que de veras cree que esta mujer es mi novia, y yo, el sujeto más afortunado del mundo.

—Te lo dije —digo.

Clara grita, se levanta de su asiento, corre en círculos, brinca, toma por los hombros a la gente que se cruza con ella y les dice:

—Pica, pica, pican los tacos.

El taquero sonríe.

—Qué simpática es su novia, joven —me dice, y yo pienso que él se la creyó, que de veras cree que esta mujer es mi novia, y yo, el sujeto más afortunado del mundo.

—Es mi esposa —digo al taquero.                                    

Clara se tranquiliza. Pago. Salimos del mercado.

—Muéstrame tu casa de niño —dice, pero no alcanzo a decir nada porque ella corre—. Reach me —grita.

—Las traes —digo cuando la alcanzo.

—¿Las traes? —pregunta, confundida.

—Es un juego —respondo.

Pasa un hombre a su lado, ella le planta una palmada en la espalda y dice:

—Las traes.

El otro no entiende nada y la mira como si estuviese loca. Clara lleva la mirada al suelo.

Le doy una palmadita en la espalda. Ella levanta la vista y me mira. Siento que las piernas me fallan; me siento ligero.

Llegamos hasta la casa en la que crecí.

—A pesar de los esfuerzos de mi madre, no fui un niño feliz —confieso—. En la escuela me caí y me rompí uno de los incisivos. Ahora mi sonrisa parece el resultado de una embolia.

—¿Embolia? —pregunta Clara.

—Sí, ya sabes —le digo—, embolia. Cuando quedas chueco, como una pintura de Picasso —y gesticulo de tal manera que mi rostro parezca un retrato cubista.

—Oh, embolia. No importa. Raro es bueno —dice Clara, pateando una piedrita—. A mí las niñas de la escuela me decían que yo nunca sería bonita, por mis cejas.

Llueve. Corremos a una tienda de disfraces para resguardarnos.

—Elige para mí —dice Clara.

—¿Tendrás uno de Batman como de su tamaño? —susurro en el oído al dependiente. Éste asiente y luego se va a la trastienda. Yo me dirijo a Clara y la reto—: Pero tendrás que ponértelo con los ojos cerrados.

—Trato —dice ella. Nos estrechamos las manos.

El dependiente vuelve y me entrega el disfraz.

—Bien. Cierra los ojos —le digo a Clara y, tomándola por los hombros, la conduzco al probador.

Pasa un rato y Clara sale trastabillando, abre los ojos, se mira en el espejo y sonríe.

—Mi turno —dice, con voz de Batman.

Clara pide al dependiente que nos tome una foto. Posamos. Ella estrecha mi cintura. En este momento yo podría morir en paz.

Clara se acerca al dependiente y le dice algo al oído. El dependiente sonríe, me mira y dice: Se pasó de lanza tu esposa. Va a la trastienda y vuelve.

—Cierra tus ojos —me dice Clara—. ¿Puedo? —pregunta al dependiente y, tomándome por los hombros también, me conduce al probador—. Abre tus ojos —susurra Clara en mi oído.

Abro los ojos. Frente a los míos, los ojos de Clara. Somos dos cíclopes mirándose. Dos alientos, vientos de juventud, fundiéndose en uno solo. Las piernas me fallan, el estómago se me revuelve; creo que puedo volar.

—Calma —dice Clara.

Clara me besa, aunque besar sea un eufemismo; más bien, recarga sus labios sobre los míos.

Sorry —dice, después sale del probador.

Frente al espejo, echo a reír. El disfraz es el de Elsa, de Frozen. Clara pide al dependiente que nos tome una foto. Posamos. Ella estrecha mi cintura. En este momento yo podría morir en paz.

Devolvemos los disfraces. El dependiente nos pregunta con qué método de pago realizaremos la compra. Yo busco excusas para salir de ahí, pero Clara no quiere mojarse. Afuera llueve y adentro la presencia amenazante del dependiente se hace cada vez más incómoda.

—¿Ya viste quién va ahí? —pregunto a Clara, la tomo por la mano, la jalo y salimos de la tienda.

El dependiente grita:                                           

—Se van a morir, perros.

—¿Quién era? —pregunta Clara.

—¿Quién, qué? —digo.

—Dijiste: ¿Ya viste quién va…? Olvídalo. Ya entendí, tramposo. ¿Ahora qué?

La tomo por la cintura y comienzo a tararear el Vals Nº 2, de Shostakóvich.

Oh, God. ¿Qué es esto? —pregunta Clara.

Estoy consciente de que esto es un cliché, pero no se me ocurrió otra cosa para distraerla de la lluvia.

No me doy cuenta de en qué momento llegamos hasta un puesto de tacos, donde Si una vez, de Selena, suena a todo volumen.

—¿Puedo? —le pregunto.

Clara me da su mano y bailamos. Sabe bailar.

Los comensales vitorean nuestro atrevimiento. El taquero repite la canción y sube el volumen. Dos parejas nos imitan y aquello se vuelve una celebración espontánea.

—Yo invito los refrescos —dice el taquero. Vivas, chiflidos y aplausos no se hacen esperar.

La algarabía cesa de golpe. Alguien grita el nombre de Clara, el de a de veras: Cara. Es el hombre del hotel.

El hombre llega hasta donde estamos. Algo le dice a Cara en una lengua desconocida mientras yo miro el cielo para evitar sentir vergüenza, pues los comensales me miran y susurran.

Ya es de noche; ha dejado de llover. Una camioneta verde pasa cerca de donde nos encontramos, alza una ola y el agua moja al pastelero que se pone afuera de la iglesia, al tiempo que siete niños, divididos en dos equipos desiguales, salen de una vecindad para tirarse agua a patadas; los focos del jardín Hidalgo se encienden; huele a tierra mojada; una mujer abraza a dos niños, uno de ellos llora inconsolable. Me duele algo al interior, pero no sé qué es. Tengo muchas ganas de llorar.

Tengo un nudo en la garganta. Debo hacer algo, lo que sea, para hacer que este momento valga la pena y no arrepentirme toda la maldita vida.

Cara me mira como se miran las cosas que duelen y es mejor dejarlas ir. Se acerca a mí y me da un beso en la frente, como el que me dio en la mañana en el cuarto del hotel.

Doy media vuelta y me voy. Tomo la calle por la que antes Cara y yo bailamos el Vals Nº 2, de Shostakóvich. Paso, sin mirar adentro, la tienda de disfraces. Una última traza de esperanza me obliga a voltear. Me detengo y giro la vista. Cara sigue parada en el mismo sitio mirándome partir.

—Me llamo Trípoli —grito.

El hombre del hotel hace de todo para llamar la atención de Cara, pero ella me mira. Tengo un nudo en la garganta. Debo hacer algo, lo que sea, para hacer que este momento valga la pena y no arrepentirme toda la maldita vida.

Corro hacia Cara. De pronto, ella corre, pero al lado contrario; el hombre del hotel la persigue. Pronto, aquel hombre y Cara se pierden de mi vista.

Me detengo; no puede seguir corriendo, la cabeza me da vueltas, se nubla mi vista, las piernas me tiemblan. Es hora de aceptar que la fiesta ha terminado.

Jorge Meneses
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  • Fiesta - martes 23 de julio de 2019

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