El destello
Soy un feto malnacido, así me gritan todos en la escuela. Cada mañana, perezco entre las sábanas porque me cuesta confrontar la jauría. En una ocasión, a puertas cerradas en los cubículos de los baños, aullaban: “El demonio te lanzó del mismo infierno”. (Mientras esto ocurre, bloqueo mis tímpanos, apago mis pupilas y me concentro en el destello de la cruz en oro que una de ellas carga).
Rastro de mujer
Despertó de nunca dormir. Cubrió todos los espejos y miró de reojo el cuerpo que yacía en su camastro. Se desnudó con prisa, huyendo de las miradas, y dejó correr agua por todas las cicatrices de su cuerpo. Imaginaba el poder sanador del fluido y añoraba sentir por cada gota un despojo de memoria. Tristemente, cada rozadura de agua anegaba su escenario de vida.
Dejó correr el agua… Las corrientes arrasaron con todo lo que había a su paso.
De repente, los vecinos gritaron porque vieron emerger un cuerpo. En todos los canales de televisión, en las redes sociales y en la radio publicaron: Mujer asesina a su compañero y huye de la escena. La policía no encuentra rastro de la mujer.
Troncos atávicos
Las pantorrillas —como estampa de belleza de Miguel Ángel— fueron el elemento de la perdición. Ella aceptó el desafío; el embrujo de esos troncos atávicos sofocó su existencia.
En la oscuridad de la noche, sólo se escuchó el roce del metal de su correa, golpeando la piedra. (Él se despojó de sus vestiduras al pie de la corriente del río). Ella invocaba al dios Jurakán por la tempestad que discurría por todo su sistema nervioso. El torrente marcó la correspondencia de la fundición de los fluidos corporales con las aguas desprendidas de la montaña santa.
Entre las temperaturas gélidas empalmaron la sofocación del deseo.
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