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La noche es el aliento del cielo

martes 29 de octubre de 2019
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En Infinitum, Totty Mou tenía función los jueves y domingos. Salía de una cortina de campanitas colgando, con pasos secos, pocg, pocg, después que un hombre de voz ronca lo presentara en el escenario. Lo primero que veías era un par de pantalones de cuero que se adherían peligrosamente a sus piernas. Luego su ombligo, que era brotado y liso. Nunca llevaba camisa: su terso abdomen con pelusa de macho sudado casi se estampaba en tu frente. Le gustaban las botas de motociclista, muy bien lustradas y negras, que combinaba con rímel y pulseras de pinchos filosos. Tocaba una trompeta, dorada, que vaticinaba el ancho y el largo de su talento. Era la trompeta, y nada más que la trompeta, lo que le daba su sello personal.

Poseía grandes músculos (en especial en los brazos) y una piel morena de intensos lunares desperdigados.

La música de Totty Mou te apretaba en mitad de un bosque de líquido preseminal y escarcha. Luego se te abría la boca y no sabías si admirar la forma en la que él bailaba —sus muslos chocando cada segundo, huellas de una erección en la portañuela, el micrófono vibrando y ensanchándose con estertores— o idolatrar el jazz, su jazz, que interpretaba como si la noche fuera un pedazo de hielo que se derretía en su boca.

Nadie sabía decir si era guapo o no. Poseía grandes músculos (en especial en los brazos) y una piel morena de intensos lunares desperdigados, pero bien se sabe que esto no es suficiente para ser considerado guapo. Bello. La belleza, muchas veces, se salta esta clase de características. Atractivo sí era; eso nadie lo cuestionaba. Totty Mou era un hombre que no necesitaba una nariz griega u ojos de gacela para conquistarte.

Le bastaba su altanería, su ritmo.

Así los hombres pronto olvidaban la duda de si su cara algún día podría salir en la portada de alguna revista, o en concursos de pasarela, y se concentraban en su lascivia, su libido. El resto no les interesaba en lo absoluto.

Algunos trataban de imitarlo. Eran hombres muy parecidos a Totty Mou, que llegaban con la aspiración de ser sus suplentes en Infinitum algún día. Aunque varios lograban despertar gritos efervescentes en el público, en comparación con Totty Mou se quedaban cortos. Totty Mou les aplaudía desde el palco, les felicitaba y les dedicaba gestos vacíos —tres golpecitos en el hombro, una reverencia sardónica— para premiar su intento de algún modo. Luego él regresaba al escenario y la verdadera fiesta volvía a estallar. El show continuaba, continuaba, continuaba y tus ojos y tus oídos se volvían un único espasmo de placer.

Terminaba muy entrada la noche, con la madrugada despuntando el reloj. Bebía agua de una botella que le pasaba su asistente, y elegía una mesa para sentarse y descansar. Cualquier mesa; todos estaban ansiosos por tenerlo a su lado, por ser dignos de su elección. La altura desastrosa de Totty Mou, denigrando la tuya, era el gran premio de la jornada. Cargaba la trompeta en brazos donde fuera. Era una trompeta pesada, que nunca lograba mimetizarse con los vidrios helados y los ceniceros humeantes. Era como un león echado en los arbustos. Podías acariciarla, incluso soplarla, nada más si Totty Mou consideraba que eras un cliente asiduo. Si hacer esto te daba miedo, entonces podías hablar con él sobre temas banales, darle bromas pícaras, o lo que sea, menos tocarlo en zonas privadas o invitarlo a beber un trago. Sí te atrevías a cruzar los límites, Totty Mou te miraba con gesto serio, descorazonador, y decía:

—El descontrol no es parte del trato, joven.

Por lo demás, solía ser muy amable.

Totty Mou no saludaba en tu mesa, estuvieses acompañado o no, y simplemente preguntaba:

—¿Pensás llegar tarde a casa?

Sí. No. Tal vez. Las respuestas variaban. Totty Mou decía:

—Yo te recomiendo que sí, putito.

Y se reía.

Se reía tanto que una vez pude contar sus dientes. Era un número impar que he olvidado porque eso no importaba nada. Lo que importaba era por qué Totty Mou siempre estaba alegre. En qué consistía el secreto que lograba que el movimiento de su pelvis fuera tan efectivo. Sí tenía que ver con la música —su música en un callejón barriobajero— o si tenía que ver con su porte de gigante ahí, en el escenario, en las mesas, en nuestra imaginación, en nuestras fantasías más íntimas, dominándonos. Quizá no fuese por ninguna de estas razones, o quizá fuese por una mezcla magistral de todas ellas…

Desconocimiento puro. Las personas que más nos encantan son aquellas que nos hacen desorbitar los ojos ante el misterio que emanan.

 

Totty Mou visitaba cinco o seis mesas más durante la noche. Supuse que visitar mesas también era parte de su función. Eso parecía gustarle mucho. Me imagino que conocer tanta gente a diario tiene su encanto: una amalgama de rostros acumulados en una sola noche es fácil de olvidar al día siguiente. Un llanero del glamour y del desencanto como él, sin duda, debía estar seducido por algo así. Lo que no le gustaba era tratar con hombres que no se conformaban con su físico y exigían más de él. Estos hombres solían hacer preguntas muy personales, y ante ellas Totty Mou siempre soltaba algo desconcertante. Llano. Como si al verse amenazado —la amenaza de ser expuesto— levantara una barricada de intrascendencia para defenderse. Si respetabas esto, podías ser todo lo atrevido, lascivo, romántico y retante que quisieras. Totty Mou sólo se reía y se encargaba de atraparte más.

Ustedes también son mi plato favorito. ¿No es genial? Lo es. Tiene que serlo. Ustedes son lo mejor de mi vida.

—¿De veras te gustan los hombres? —oí que le preguntaron en cierta ocasión—. ¿O nada más lo fingís para no morirte de hambre?

La pregunta vino de un hombre gordo y canoso, con suéter de lana azulada, que estaba en la mesa vecina. Cenaba pollo frito con cerveza. Usaba anteojos y sus dientes brillaban, rechinaban, no sé si por ansiedad o por el sarro apelmazado entre ellos. Yo lo vi (la verdad todos lo vimos) y, lamentablemente, me dije que era un hombre muy parecido a mí. Muy parecido al resto; otro cliente más, un ser tan común como cualquiera.

Totty Mou se incorporó en su asiento, improvisó una sonrisa de lobo, y le respondió:

—¿Morirme de hambre? ¿Yo? Le aseguro, señor, que el hambre no me va ni me viene. Nah. Y, por cierto, hablando de hambre, ¿cómo está su pollito? Delicioso, ¿no? Es mi plato favorito… Además de ustedes, claro. Ustedes también son mi plato favorito. ¿No es genial? Lo es. Tiene que serlo. Ustedes son lo mejor de mi vida.

Sí. Totty en acción era capaz de robarte el aliento.

 

Fui al Infinitum porque no sabía adónde ir. Tengo más de sesenta años —ya casi setenta, para ser honesto— y estaba pasando por una etapa de depresión. Me rasuraba, me teñía el pelo, escuchaba las noticias de las seis en un anticuado radito Sony —evitaba por todos los medios las emisoras de música juvenil—, me ponía un par de medias para que los pies no me dolieran con el frío, me bebía las pastillas para la presión, la artritis, la gastritis; me acostaba, acomodaba las almohadas de modo que la espalda no se me curvara demasiado, y me dormía pensando en una única sentencia: “Mañana, después de levantarme, haré exactamente lo mismo que hoy”.

Cuando tus hijos y tus nietos crecen y ven en vos un juguete que ya no les divierte, no queda más que tirarte en un cajón polvoso del desván. No queda más que deprimirte. Mi casa ahora no era mi casa, sino la casa de ellos, y yo estaba de camino a convertirme en un fantasma. Lo comenté con uno de mis amigos, que era una década menor que yo y había sido tirado en un asilo (pero que, irónicamente, murió de un infarto casi un año después), y él me dijo: “Lo que vos necesitás es alistar tus ahorros y ver a Totty Mou un rato. Estar cerca de esa masa de sensualidad. De juventud. Yo estaba igualito que vos y veme, ni se me cruza por la cabeza la idea de matarme, por muy jodido que esté ahora”.

¿Totty Mou? me extrañé yo.

—Totty Mou —apuntó él—. Y su trompeta.

 

Si parás un taxi y decís “Al Infinitum”, en cualquier tono, a cualquier hora de la noche, el resto del viaje es un susurro a través de las calles que desemboca en el estruendo de una fiesta anónima, dentro de una caverna de rostros que no existe en ninguna otra parte más que ahí.

Es un edificio en forma de caja de zapatos. A su lado hay edificios similares, pero éstos se pierden en la penumbra. Las luces del Infinitum los opacan. Su fachada está pintada en varios colores, simulando un arcoíris descamado, y sobre ella titila el letrero de neón que exhibe el nombre del local y su eslogan:

INFINITUM BAR:

The night is the breath of the sky.

Algunos saben que el bar es propiedad de un poeta inglés caído en desgracia, y, antes de entrar, leen el letrero lentamente como si eso de ahí fuera poesía, o la consigna de una revolución.

 

El primer domingo que estuve en el bar disfruté del jazz que goteaba de las paredes. Creí que no era similar al jazz que había escuchado antes, en mis LP de mozo, con los que bailé de la mano de alguna chica (o chico, más adelante), agarrado a su cintura, susurrando promesas en lóbulos crispados, cuellos erizados, mientras nuestros pasos nos dirigían a lo oscuro, al terciopelo de una travesura mojada, donde la música y las ansias terminaban de cortarnos el aliento. Ese era el jazz del amor, o de la ilusión del amor. El jazz de Totty Mou, por otro lado, era distinto: reseco, tosco, amateur, imperfecto. Sin embargo, pronto me di cuenta de que más que el sonido, el dominio de la técnica, lo relevante del jazz de Totty Mou era lo que te hacía sentir. Su objetivo. Las emociones. “Nos hace jadear”, decían de él. “Es como una droga auditiva… y visual”. Más allá del romance, más allá de estar enamorados, él nos quería en el vilo de un orgasmo, perdidos y anhelantes de una pasión esporádica. Encadenados al bar consumiendo cerveza y rastrojos de nuestra libido.

En conclusión, era puro comercio. En un inicio estaba contento de haber encontrado un sitio donde podía huir del rock, del pop y del reggaeton de las avenidas, pero al ver que esto se trataba de nuevo sobre mentiras y dinero, me sentí vacío. Me bebí el resto de mi trago, di un último vistazo al abdomen de Totty Mou, y me fui.

Por supuesto, la mayoría de los presentes eran hombres. Muchos de ellos mayores, tanto o más que yo, aunque no faltaba uno que otro joven.

Pero regresé. Era imposible no regresar.

Llegué el jueves siguiente. Esa noche, además del jazz, de Totty Mou, disfruté de las otras personas bajo la bola estroboscópica. Su encanto en la pista era contagioso y los aplausos invitaciones a bailar sobre la barra (no bailé con nadie, no obstante; todavía no estaba preparado) y a pedir bebidas fuertes (tequila, bourbon) que nos hicieran toser las inhibiciones.

Por supuesto, la mayoría de los presentes eran hombres. Muchos de ellos mayores, tanto o más que yo, aunque no faltaba uno que otro joven (me atrevo a decir que adolescente, por la gran cantidad de barbas lampiñas por doquier y las sugerencias urgidas de ir a moteles susurradas en mi oído) que nos lanzaban besos al aire o nos preguntaban, con descaro, si queríamos ser sus Sugar Daddies. Pero no todos eran hombres, a veces también llegaban mujeres. Claro que no me fijé mucho en ellas y puede que algunas en realidad hayan sido travestis, de los que nunca he sido muy fan.

Ese jueves me fui tarde a casa. Nada grave. Además del perro y sus ladridos, nadie pareció haberlo notado.

De esta manera, el resto del mes, fui cada domingo y cada jueves a disfrutar enteramente de Totty Mou e Infinitum Bar.

 

Totty Mou se sentó una vez en mi mesa. Fue la noche más crucial de todas. Yo no estaba solo: me acompañaban otros hombres con los que había trabado amistad; dos de mi edad que tenían por costumbre quejarse de la monotonía de su decadencia —criticaban precios de asilos a los que pronto nos obligarían a ir de forma inevitable—, y un muchachito, muy achispado, Deglis, que apenas incursionaba en el mundo de la prostitución. Cuando Totty Mou llegó ellos se callaron de inmediato. Verlo tan cerca se asemejaba a escalar un risco y mecerse en la cima. Él puso la trompeta en la mesa y mis compañeros comenzaron a acariciarla, como si estuvieran acariciando el mismísimo miembro de Totty Mou. Yo también tuve nervios, pero me acordé de que era mayor, y eso me daba cierta posición de mando que podía usar en su contra. O eso suponía. Con esto en mente, a su típica pregunta de si me iría tarde a casa o no, respondí:

—Depende de lo que vos me digás.

—¿Sí?

—Claro.

—Bueno, pero te recomiendo que sí. De veras. Te lo vas a pasar rico.

—Gracias. ¿Pero por qué estás tan seguro?

—¿Qué querés que te diga?

Era ahora o morir con la espina.

—¿Por qué tanta parafernalia? —pregunté con una ceja enarcada y voz profunda, para que él notara que yo no era fácil de intimidar—. ¿No te cansás de parecer a punto de tener un orgasmo, querido?

—¿Por qué lo preguntás?

—Bueno, tanta sensualidad es sin duda el motivo para que nos tengás a todos aquí, dando vueltas como moscas alrededor tuyo. Ya sabés, me causa curiosidad tanto revuelo que podés hacer.

—¿Sensualidad? ¿Te referís a mi cuerpo, a mi manera de ser? Yo pensé que era por mi excelente jazz. Ensayo tanto con mi trompeta…

—Eso es sólo una parte de tu show.

—¿Y cuál es la otra?

—Provocar eyaculaciones… e infartos, supongo.

—Todo eso se puede lograr nada más con la música.

Totty Mou se rió en mi cara. Se notaba que el hecho de que yo fuera mayor le resultaba intrascendente.

—No en tu caso.

—Uno tiene ciertos poderes aparte del talento artístico. ¿Acaso eso es algo malo?

No entendió. No ahondé en ello y dije:

—Es grato, pero tanta sonrisa y meneo de caderas me parece muy falso.

Deglis y los otros me patearon debajo de la mesa.

Totty Mou se rió en mi cara. Se notaba que el hecho de que yo fuera mayor le resultaba intrascendente. Eso me alentó de cierta manera, aunque también me hizo dudar.

Tras unos segundos de silencio, Totty Mou contestó lo que se convertiría en mi nueva filosofía de vida:

—Puedo lucir triste si quisiera. Pero, ¿qué gano con eso? ¿Qué gano con tocar canciones que los hagan llorar y tirarse al piso considerando su suicidio? Pura onda, pura mierda. Es más de lo mismo. Hace rato decidí que no lo haría jamás. A mí me pagan para venir aquí, enseñar algo de piel, soplar placer por un tubo, y hacerles felices. Es sencillo. La tristeza que se quede fuera del bar. Porque —y se acercó mucho a mí, casi hasta besarme con su aliento— ¿acaso no te parece que es mejor mi trompeta, putito?

Ernesto Castro Herrera
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