Hola, Norman.
Yo sé que vos pensaste en lo físico nada más (decir que en lo sexual acrecentaría mi tristeza hacia el pasado; es preferible dejarlo en términos menos vulgares) y la razón de nuestro fracaso fue que yo no pensé en eso en lo absoluto. ¿En qué pensé entonces? Pues la respuesta te hará reír de mi inocencia, y quizá también de mi idiotez. No es mi culpa. Tampoco la tuya. No sé a quién culpar la verdad; yo sólo sé que así se dieron los hechos y que nosotros fuimos una especie de peones en un plan siniestro de la rutina de hoy en día.
Rutina vacía de parejas. Ahí está otra razón de nuestro fracaso: la rutina. Si no la rompés a tiempo, ella termina rompiéndote a vos.
Mi relación con vos siempre se movió entre la duda, el arrepentimiento, la represión y el encanto.
Yo pensé que me enseñarías la mano y me dirías: Es tuya. Y en efecto lo hiciste, pero no con los sentimientos de fondo que yo tenía en mente. Yo pretendía tomar tu mano, contar tus dedos, traspasar el cuerpo, y acariciar con ella esos recuerdos en soledad en los que un adolescente tardío —yo, claro, ¿quién más?— lloraba por no vivir en Hollywood, en Disneylandia, en Narnia. Pero no, vos me dijiste: Es tuya. Ahora llevala a ese hermoso culo que tenés, y dejá que te la meta.
Me atreví a escribirte este correo no porque quiera volver con vos, sino porque siento que a lo largo de lo nuestro no te dije muchas cosas. Me callaba porque no quería empeorarlo más. Sin embargo, ahora que todo es irremediable, ahora que entre nosotros no hay más que pasado, ¿qué tiene de malo que responda? ¿Qué tiene de malo que me desahogue? Yo lo tomo como un homenaje al ingenuo que fui y ya no quiero ser. Me lo tomo como una revancha. ¿Y vos, Norman? Bueno, vos, Norman, vos te lo podés tomar como se te dé la gana.
Te vi en una tienda de productos naturistas un día de estos. Supongo que andabas comprando Omega 3, o lo que sea que estés incluyendo en tu dieta de oligofrénico-levantapesas para esta época. Yo estaba comprando un Musimil para mi tía, quien sufre de gastritis y colitis. Arrebujado entre gráficos de estómagos sanos y bolos alimenticios que no se estancan, de hierbas indefinidas que huelen a caca de vaca, de aceites de coco rancio y talcos de albahaca, me agarré a los estantes y no te saludé. Y eso que me dieron ganas de hacerlo: al fin y al cabo, no somos enemigos, terminamos con frases más o menos cordiales, somos adultos, somos maduros, y los camanances de tu cara a veces son capaces de desbaratar pirámides incas. Pero saqué fuerzas de mi dignidad y me resistí. Saliste de la tienda. Te fuiste con tus pasos de yoquipierdista marcial, con tus licras ceñidas a tus nalgas musculosas; temblé del cuello para abajo, y yo asumí que extrañaba algo, no sé decirte si a vos o a la sensación problemática de estar con vos.
Fue de esta forma desde que nos topamos en la empresa. Me refiero a que mi relación con vos siempre se movió entre la duda, el arrepentimiento, la represión y el encanto. A mí me cambiaron de puesto y me pusieron de auxiliar en Contabilidad. A la cuarta semana de trabajar ahí, me mandaron a sacar copias de unas remisiones de cheques y como la fatalidad me persigue donde vaya, e incluso aunque no vaya a ninguna parte, a la fotocopiadora se le acabó el tóner. Había que reemplazarlo. Yo no sabía dónde guardaban los útiles de oficina por esos lares. Pregunté en cada cubículo y me dijeron lo mismo que repetía mi conciencia: No tengo idea. Pero vos sí la tuviste. Andabas reparando algo alambresco de la fibra óptica y me preguntaste: ¿Qué nota? ¿Estás bien? Mi pánico era evidente. No te dije nada. Yo nunca sé si estoy bien o estoy mal. Captaste que estaba en blanco. Leíste los mensajes que titilaban en la fotocopiadora, buscaste el cubículo de un tal Álex, expresaste la emergencia como si no fuera emergencia, y él nos trajo el tóner. Vos lo reemplazaste. Te manchaste de tinta negra azulada y esa tinta me manchó a mí cuando me diste la mano para presentarte. Me llamo Norman, dijiste. ¿Y vos? ¿Y yo? Bueno, yo, quizá movido por mi desesperación solitaria, sin conexión justificante para tal pensamiento, comencé a creer que serías muy bueno llenando los vacíos de mi vida.
Pero ahora que lo pienso con más calma, esto no es del todo cierto. Y aquí te va una de esas cosas que no te dije: Sí eras bueno llenando vacíos, pero vos también eras un vacío. Un vacío que llena vacíos. Complicado, ¿no? Los vacíos no llenan, podrías replicar. Hasta parece que lo que digo es gramaticalmente incorrecto. Pero qué va a saber la gramática de sentimientos… Yo así lo sentía y, por consiguiente, nada más tenía importancia.
Yo te creí un vacío y de pronto también creí que podía llenarte.
¿Y de qué te llené, Norman? Pues de fantasía. ¿De qué más podría llenarse a alguien tan frívolo como vos?
Convertí la utopía en mi realidad.
Pero eso no lo viste. Eso sólo lo vi yo.
Me agobiaste. Conseguiste mi número con las secretarias, me mandaste mensajes de doble sentido, me hiciste reír —chistes absurdos, tan absurdos, absurdísimos— y un día, muy poco tiempo después, estábamos los dos compartiendo bufete en el comedor de la empresa. Vos con tu laptop y yo con rastros del sello de CANCELADO en el brazo derecho. Vos con tu filete de pollo encebollado y yo con un sándwich vegetariano colorado por la berenjena. Vos hablando incansablemente de vos mismo y yo escuchándote, tratando de inventar frases más ingeniosas en tu boca cuando callabas un par de segundos.
Dijiste, con orgullo:
Los informáticos me parecen muy graciosos porque se las dan de inteligentes con sus gafitas y ratones infrarrojos.
—Soy informático. Tengo treinta, pero aparento veinte. Me gusta el animé y Bob Dylan, ¿a vos no? Compro mucho en línea porque no tengo tiempo para ir a las tiendas, me la paso del gimnasio al trabajo, del trabajo al gimnasio, y aunque tuviera tiempo, ¿quién va a las tiendas hoy en día? Me gustan los relojes (los amo, de hecho) pero no me duran mucho porque se pelan rápido, se les acaba la pila rápido, las horas en ellos transcurren muy rápido, y me decepcionan así, bien rápido. Ah, y también soy activo. Un activo al que no le gustan los pasivos. Los pasivos suelen ser muy afeminados y a mí me gustan más machitos como vos. La virilidad del otro me excita. Me la pone dura, como de burro. Pero no hablemos de sexo; todavía es muy temprano para eso. ¿No sabe este pollo delicioso?
—No lo sé. Pero mi berenjena está estupenda.
—La berenjena parece carne podrida.
—Tal vez.
—¿Ya terminaste?
—No. Me faltan un par de bocados.
—Comés muy lento.
—Eso me han dicho.
—Yo te espero, cariño.
—Gracias, Norman.
Y, en mi mente:
—Gracias, Norman. Los informáticos me parecen muy graciosos porque se las dan de inteligentes con sus gafitas y ratones infrarrojos, redes LAN y puntos de red empotrados donde sea, para luego, si les das mucha confianza, confesarte que su mayor anhelo en la vida consiste en conseguir todas las esferas del dragón y transformarse en Vegeta. Yo tengo veintidós y aparento dieciséis, y no veo el mérito en ello pues la juventud y sus máscaras nunca me han parecido símbolos de ningún tipo de cualidad extraordinaria. Todo lo contrario. No sé si me gusta el animé (¿o se dice ánime?) y no sé si me gusta la música de Dylan, y ¿estoy fuera del radar de tus manjares geek exclusivos por esto? Y para tu información yo no compro online; ni siquiera confío en la gente que me vende su mercancía de frente, mucho menos de la que me la vende a millones de kilómetros de distancia. Yo también amo los relojes, pero no me deshago de ellos a la menor muestra de debilidad. Ah, y ni vos ni yo podemos granjearnos de ser tan machitos, no porque un gay no pueda ser macho, sino porque ser macho hoy en día es equivalente a ser un animal parlante. Punto.
Traté de imaginar que no eras uno de esos hombres que se mueven por el mundo gracias al motor de su pene, y que tampoco eras un ególatra del montón. Me dije: Él es tan claro que no teme dejarse expuesto ante los otros. Su sinceridad tiene mucho que admirar. Es, además de guapo, un hombre consciente de sí mismo y de lo que hace, de lo que parece, y transmite esa conciencia para que los demás tomen su ejemplo y sean igual de conscientes sobre ellos. No le interesa lucir atrevido e insulso alcanzando este fin.
Me hice un rollo. Imaginé un mundo que se expusiera tal como vos, y vi que era un mundo fantástico. Estoy comiendo sándwiches de berenjena al lado de un filántropo, me dije. De un prodigio. Su boca huele a cebolla y ese olor nada más es prueba de que él no tiene miedo de la imperfección, pues en él hasta eso es reflejo de su grandeza.
Mientas tanto vos seguiste con tus chácharas y me invitaste a salir del ambiente laboral. Las farolas y las cafeteras de la esquina debían saber que estábamos juntos. Ya no era cuestión de la vista de contadores cuadrados e ingenieros en sistemas redondos, también debían vernos los transeúntes de un parque deforme. ¿Adónde vamos entonces? Adonde vos querás. ¿Y adónde quiero ir yo? No sé; eso decímelo vos. Y yo quise ir al Teatro Municipal, donde estaba una feria coreana. Vimos un documental de por qué Corea a pesar de ser más chiquita que Nicaragua es un país más rico —El secreto a luces de Corea que nadie sigue—, comimos verduras rojas muy picantes con palillos, una coreana de nombre impronunciable nos dijo que teníamos pinta de asiáticos (sí, le respondimos, aunque no se deje engañar tanto por estos ojos rasgados) y nos entretuvimos un rato con fotografías de clínicas estéticas en las avenidas centrales de Seúl. Yo te expliqué algunas historias de guerras lejanas y recientes, y vos no paraste de enviar mensajes en tu celular.
Te quejaste:
—Ya vámonos. Es demasiado chino para mis oídos.
Te referías a la música calma y oriental que no supiste apreciar al fondo del teatro.
—Eso no es chino, Norman.
—¿Ah, no?
—No. Es coreano.
Por supuesto que era coreano.
—Sí, claro. Además, creo que me hizo daño esa rara comida roja.
—¿Cuál de todas?
—El pinchi.
—El kimchi querrás decir.
—Ajá.
Vámonos de rumba, me dijiste. Y yo te dije que no.
Para serte sincero esperaba que un informático adicto al animé se mostrara mucho más interesado en un país asiático. También esperaba que vos, siendo mayor y con ínfulas de experto, fueras mi maestro en todo, y no al revés como nos sucedió en el resto de tópicos de nuestra relación.
Me dije: No lo juzgués tan fuerte. Tal vez él es un experto en Japón, Vietnam, Tanzania y puede que en Filipinas. Y si no, al menos puede usar una computadora mejor que vos. Eso revela mucho de su cerebro. Con eso debe bastar.
No bastó.
Nuestra conversación más amena fue sobre nuestra preferencia por los Samsung Galaxy:
—La batería les dura una eternidad.
—Su cámara no es tan buena, pero uno se los perdona por esa batería.
—Su batería es una diosa.
—Es como vos.
—¿Cómo?
—Resistente. Superior. Casi perfecta. El mejor de lo regalos para un informático.
—Guau.
Muchas gracias por compararme con una batería, Norman. Fue muy halagador.
Una noche cualquiera me ofreciste irnos de rumba. Vos acababas de vender un programa de inventarios a otra empresa por no sé cuántos dólares, y querías celebrar. Tenías dinero y como eras un rondante de los encierros —y con eso ganabas muchos puestos en mi escala afectiva— querías probar las venias de las aglomeraciones drogadas. Hacer algo diferente; variar de tanto alejamiento social. Saliste de tu oficina y me fuiste a esperar a la mía. Si algo te voy a reconocer, es que fuiste paciente. Yo no había terminado un arqueo de caja y cuando lo terminé, casi una hora después, sólo pudiste recibirme con una sonrisa. Vámonos de rumba, me dijiste. Y yo te dije que no.
¿No?
No.
¿Pero por qué no?
Porque no quiero.
Vos querías celebrar y yo también. Me entusiasmaba que creyeras que tu fiesta era mi fiesta. Lo que yo no quería era tener que hacerlo en un lugar infecto de sudor, vagabundos malhablados, música estulta y oscuridades apestosas a hierba. En ese momento se me ocurrió que una buena celebración sería vos y yo, una película basada en una novela de Jane Austen, o de Laurie Colwin, comida sin grasa, vasos cargados de naranja y limón y una bujía tenue y el frío de la temporada y el perro del vecino aullando al cuarto menguante y besos; besos y mordiscos en el sofá, en la cocina y tal vez en tu cama, pero entre risas sin perder el recato. ¿Qué tenía de malo besarnos los dos en tu casa mientras inventaba maneras de desnudarte el pensamiento? ¿De desnudarme la incertidumbre?
—Nada, que eso me parece genial —dijiste vos—. Pero tiene que haber sexo en serio.
—¿Sexo en serio?
—¿No creés que ya lo hemos retrasado mucho?
—La verdad no.
—Yo sí.
—Ni siquiera somos novios, Norman.
—¿Novios? ¿Todavía estamos en esa edad en que hay que ser novios?
—Quiero decir que al menos deberíamos hacerlo más formal.
—Uf. Está bien. ¿Querés ser mi novio?
Vacilé. Pensé que sería más que eso. Endulcé la situación creyendo que tal vez sólo estabas urgido por probar todos los paraísos conmigo. Que en el fondo vos querías todo lo que yo, y que sólo necesitabas unos cuantos empujones intensos. Vaya mente chueca la mía. Debí decir no, pero dije:
—Sí.
Y tuvimos sexo y esa noche ni siquiera aulló el perro.
Es más: ni encendiste el televisor.
Y no lo digo como algo positivo.
Con la lejanía, los recuerdos del sexo tienden a ser bastante indignantes.
Sexo, sexo, sexo, sexo. Mi experiencia me dice que el sexo es siempre el comienzo y el fin del amor.
Ya que estamos en esto, sobre el sexo quiero expresarte algunas cosillas. Y creeme: no lo hago porque extrañe esa intimidad con vos. O porque esté ardido con el hecho de que jamás volveré a tenerla. Al final vas a descubrir que es más por tu bien que por el mío.
Lo primero es que debés buscar ayuda para tu nariz. Los ronquidos jamás han incrementado la placidez de una noche.
Hay algo llamado cortaúñas. Presentáselo a tus pies.
Aplicá el equilibrio en tu gimnasio. Él te aumenta los músculos, pero te disminuye partes de mayor valor. Y no me refiero a lo obvio.
En el léxico del clímax sexual debe haber más de una expresión eyaculante. “Oh sí, oh sí, sí, sí, cosita” después del sexto encuentro comienza a sonar repulsivo.
No sabés besar.
Y perdón si soy muy severo. Pensar en este tipo de cosas me descontrola. Pero es que, con la lejanía, los recuerdos del sexo tienden a ser bastante indignantes.
No fue una sorpresa que nuestra relación decayera. Si hablábamos era después del trabajo, con los bóxeres tirados en los azulejos del baño. Y no es que, en ese lugar, haciendo lo que hacíamos, se puedan decir las frases más elocuentes, las frases que ofrezcan alguna certeza sobre el futuro. Ya ni me quedó de consuelo el aliento a cebolla de las dos de la tarde. ¿Almorzar juntos? ¿Para qué? Había que reservar nuestras fuerzas para la noche, los hoteles, sus vinos y sus condones. Tus exhalaciones. Nuestros chats eran monosílabos, casi siempre de tu parte. Mis suspiros. Vení. Aquí. Rico. Lubricante. Semen. Shhhh, cosita. Cosita…
Cosita.
¿Cosita? ¿Cómo te atreviste a cosificarme de esa manera?
Tampoco fue una sorpresa que, luego de tus sodomizaciones de humo templado, yo te anunciara:
—Terminamos.
—Sí, terminamos. Estuviste muy bien. Me encantó lo que hiciste con tu…
—No. Eso no. Terminamos vos y yo. La relación. El noviazgo. Lo que sea que haya habido entre nosotros dos.
—¿Estás seguro?
—Claro que sí.
—¿Pero por qué?
—Porque…
—¿Porque se te da la gana como siempre?
—Sí. Por eso.
—Qué maduro de tu parte.
—No sos quién para hablarme de madurez.
—Demostrámelo.
La próxima vez que noté tu existencia de manera importante fue en el simulacro de sismo que hicimos en la empresa la semana pasada.
Esa noche te dije una mentira bastante cruel. No te la voy a repetir aquí porque me avergüenza. En ningún momento dije que el único que se equivocó fuiste vos. Lamento haberte hecho llorar. Sí: lloraste. Que no te dé pena admitirlo. Dejá la pena para otros aspectos de tu vida. Además, sólo se te humedecieron los ojos, aunque para mí eso fue como un llanto torrencial. No hay nada peor que ver a un hombre llorando: parece que se transforma en un huérfano. Puede que eso me diera algún tipo de consuelo sádico cuando sucedió (debo reflexionar sobre este lado oscuro de mí). Lloraste y yo me marché sin arrepentirme. Lloraste y este correo no es sólo para homenajear mis silencios, supongo, sino también para ofrecerte algo así como unas disculpas (y sé que no son las mejores disculpas del mundo, mi sentido de la justicia me impide ser bueno con las disculpas, pero al menos no están llenas de falsedad).
Te confieso que yo también lloré. Pero no lloré por vos, ni por mí, ni por lo nuestro. Lloré por el Norman que vivió en mi fantasía. A ese Norman lo llevé a Australia, donde nos casamos y adoptamos un par de niños aborígenes. Él tenía mucho sexo, sí, pero antes de dormirse me preguntaba si ya había reparado mi calculadora del trabajo o si mi jefa había dejado de espiarme en los baños. Su interés iba más allá de la dilatación de mi ano. A ese Norman lo tuve que matar, y me resigné.
Con el tiempo uno se olvida hasta de sí mismo.
Nuestra relación no fue la gran cosa de todos modos. Ni duró tanto tiempo, ni hicimos actos heroicos. Si te fijás fue de lo más cotidiana: nos topamos, fuimos a la esquina, nos vimos de cerca, nos repudiamos y hasta la vista. Aunque, con lamento, debo aceptar que a veces en lo más sencillo es donde depositamos los sentimientos más complejos.
La próxima vez que noté tu existencia de manera importante fue en el simulacro de sismo que hicimos en la empresa la semana pasada. Vos fuiste uno de los heridos, el único que quiso participar voluntariamente del área informática. Te quitaron la camisa. Te rociaron salsa de tomate en el pecho. Y al ver parte de tu desnudez en la ruta de evacuación, bastante lejos, pezones rojos y abombados, ombligo profundo, piel del pasado, sólo me pude decir: Es un hombre guapo. Nada más. Sólo eso. Es un hombre guapo y ya.
Yo también te reduje a lo físico, Norman. Esto es un triunfo emocional viniendo de mí.
Vos te lo podés tomar como se te dé la gana.
Adiós.
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