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El platillo volador

martes 17 de diciembre de 2019
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Arturo Buendía, 48 años, era un renombrado catedrático en el área de Ciencias Humanas, no había curso o disciplina que no hubiese tomado. Primeramente se formó en Letras. Una vez concluida la materia, tomó un curso de Filosofía. Ya con un posgrado, una maestría y un doctorado, decidió cursar Psicología finalizando el curso con méritos. Investigador nato, se había encantado con la experiencia de residir en una provincia inserta en la selva amazónica y en la soledad, y a continuación decidió estudiar Ufología por diversión. Un estudioso de tal profundidad habría de tener complicaciones en sus relaciones interpersonales, y a decir verdad, así era. Soltero convicto desinformado de las cosas del mundo práctico, fue rescatado por el hermano y la hermana, ésta inculta, que vivía propagando que Arturo había perdido la conexión con el mundo real, ya que la lectura exagerada había terminado por aturdir sus ideas, y eso lo había llevado a la locura (prejuicios, de hecho, compartidos por muchas personas con poca afición por las letras y los estudios).

La feligresía cautiva del bar comenzó a lanzar indirectas y algunas directas al distinguido investigador.

Ufólogo por consecuencia, Arturo fue invitado a dar conferencias por toda Colombia y algunos países de América, pero decidió no participar. De licencia médica remunerada, decidió salir de casa ante la insistencia de la hermana, que lo sentía melancólico y reflexivo en estado grave. A mucho costo, empezó a frecuentar un bar que se encontraba a cuatro cuadras de su residencia y mayormente allá pasaba los días, desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, bebiendo cerveza cusqueña importada de Perú.

Al principio, el dueño del establecimiento no le prestó tanta atención. Solamente le servía, encontrándose Arturo solitario apenas con la compañía de la música, y esa era la rutina del profesor. Había también dos borrachos devotos los cuales como de manera religiosa confirmaban su asistencia al bar. Con el pasar de los días, los dos borrachos quisieron interactuar con el catedrático profesor, pero éste se mantenía distante y concentrado en su cerveza. A veces, los dos lo provocaban con bromas tontas, y en esos momentos el dueño del establecimiento los amenazaba con sacarlos si continuaban perturbando la paz del sombrío investigador.

Después de un tiempo, el propietario no pudo resistir la curiosidad acerca de su reservado cliente. Se informó acerca de los títulos y títulos de Arturo. Con mucha parsimonia, cuestionó al cliente sobre sus hechos, a lo que éste evadió afirmando tratarse de un asunto de poca relevancia. Tal modestia no era usual, aún más si consideramos las muchas personas que se autotitulan tanto y muchas veces sin mérito alguno. El secreto se filtró y la feligresía cautiva del bar comenzó a lanzar indirectas y algunas directas al distinguido investigador. Una tarde, cuando el dueño le propuso dejar la cuenta para pagarla después, pues se encontraba sin dinero, fue sorprendido por la sentencia esclarecedora de Arturo:

—No puedo dejar ninguna pendencia aquí en la Tierra. Emprenderé un viaje muy pronto y quiero dejar todo resuelto.

Un día, temprano en la noche, el dueño del bar inició un diálogo con la tosca hermana del maestro, quien desilusionada afirmó que el profesor se había vuelto loco. Dijo que el hermano estaba por partir, que un platillo volador vendría por él y que, mientras tanto, definiría todas las preguntas prácticas referentes a la vida aquí en la Tierra, transfiriéndole un gran ahorro acumulado de sus salarios como profesor universitario. La hermana explicó que, aunque sabía que su hermano era un loco, extrañaría la calma y la lucidez de él al detallar todos los arreglos para asegurarse de que su familia no se quedara sin algo para vivir. El dueño del bar ya había notado esta característica más allá de lo racional de su cliente. Se despidieron y, como no podía contener la lengua, se lo confió a uno de los borrachos del recinto, quien se burló de Arturo durante los días siguientes.

Arturo Buendía, a pesar de haber sido víctima de tantas bromas tontas, siempre había tenido razón.

Siendo Arturo blanco de bromas, y frases llenas de doble significado, Arturo se encerró en sí mismo de tal manera que parecía habitar en otra galaxia. Los provocadores terminaron perdiendo las ganas de fastidiarlo, especialmente el fatídico día en que Arturo tomó su mochila de cuero llena de ropa. Justo antes de las cuatro pagó la cuenta, y finalmente sonrió para todos, incluyendo sus hermanos, que se encontraban en el bar (a petición suya), y con la protección de unas gafas de sol sacadas de un estuche nuevo fue el único que no se ofuscó con el brillo excesivo proveniente de lo alto. Sonriendo y enigmático, fue secuestrado por un platillo que solemnemente tomó vuelo, dejando a todos los habitantes de esa provincia de Bogotá asombrados por tantas cosas extrañas que ocurrieron en ese instante.

Los parientes cercanos, los clientes y el dueño del bar comentaron que Arturo Buendía, a pesar de haber sido víctima de tantas bromas tontas, siempre había tenido razón. Curiosos, quedaron de encontrar un ufólogo que intentara explicar todo.

Marcelo Pereira Rodrigues
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