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Rock & Roll

sábado 25 de abril de 2020
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Un murmullo de voces roncas y risas graves se colaba por mis sentidos adormecidos. Estaba cansada, muy cansada. Llevaba varios días trabajando once horas diarias y apenas era capaz de dormir cinco. No conseguía quitarme ni de la cabeza ni del estómago el trabajo, los objetivos de ventas, los expedientes de embargo.

Con los ojos cerrados todavía, y al ritmo de aquellos sonidos tan distintos del tráfico matutino que solía servirme de despertador, intentaba adivinar dónde me encontraba. El aire era refrescante, yo diría que campestre. Los ruidos llegaban tan limpios que no parecía que hubiera paredes que los retuvieran. El colchón estaba duro como si estuviera sobre el suelo, pero la sensación de descanso era absoluta. Una luminiscencia alba invadía la estancia y se colaba bajo mis párpados. Estaba tan a gusto que no quería levantarme. Me hubiera quedado así una eternidad, para siempre… quizás.

Intenté recordar qué día de la semana era. Pero mi cabeza era incapaz de casar unas cosas con otras y darme una respuesta clara. Así que abrí los ojos.

Un grupo de Harley-Davidsons se acercaban por la izquierda y buscaban hueco entre centenares de Choppers.

Una lona verde se suspendía a pocos centímetros de mi vista. Extendí la mano y toqué el suelo, estaba húmedo. Fuera emergía un bullicio a jarana muy poco usual. Me esforcé en situarme, pero no tenía ni la más remota idea de qué hacía en una tienda de campaña. El piar de los pájaros se mezclaba con la melodía rezagada del Otherside de Red Hot Chili Peppers. Temí que estuviera del otro lado y aquello fuera una señal.

Me levanté de un salto y salí de la tienda.

Centenares de tiendas rodeaban la mía. Barbas sonrientes, ojos radiantes, risueños pañuelos de pirata me miraban y me saludaban.

Escuché el seductor rugir de los pistones sincronizando su movimiento continuo, uno en carrera de ignición seguido del otro en escape, reposo. Un grupo de Harley-Davidsons se acercaban por la izquierda y buscaban hueco entre centenares de Choppers. El brillo del metal de los tubos y aquellos diseños ampulosos me atraían como si fuera una luz ultravioleta para los ojos de un insecto.

Una mirada verde seguía mis movimientos. Un chico de facciones masculinas y mandíbula cuadrada se apoyaba en una Indian de carrocería roja. Llevaba aro plateado en la oreja izquierda, unos tejanos desgastados, unas botas negras de lustrosa hebilla y un chaleco de cuero oscuro que formaba un vistoso collage con parches de Guns N’ Roses, los Rolling Stones, guitarras eléctricas, Harleys, incluso una sonriente Marilyn en blanco y negro con los labios rojos.

Me quedé mirándolo yo también, como si él tuviera la respuesta a qué hacía yo allí.

Entonces recordé las montañas de informes, las valoraciones pendientes y los expedientes que debía terminar. Con un hablar atolondrado y atropellado intenté explicarle que no sabía cómo había llegado hasta allí, pero que necesitaba volver a la ciudad, que si me podía llevar él… porque si no me iba a meter en un lío de mucho cuidado porque el director de mi oficina era una persona muy exigente y taxativa y si no tenía las cosas hechas en plazo podía buscarme problemas porque no es que mi jefe quiera presionarme pero es que a él también lo presionan desde arriba y tal y como está la banca si te echan ya no encuentras otro trabajo así que mejor arrimar el hombro y dar un apretón y mantener un nivel de profesionalidad alto e intentar estar entre las oficinas con mejores resultados para que no se planteen cerrarla… bla, bla, bla… bla.

Si me entendió o no, no podría decirlo. Me tendió un casco. Sonrió. Una inclinación de cabeza fue la orden definitiva.

Coloqué los pies en los estribos y con un movimiento ágil monté. Me sujeté a un asidero en la parte trasera manteniéndome lo más alejada posible del cuerpo del piloto.

El aire acariciaba mi piel como si fueran las amorosas manos de una madre calmando a su bebé de un cólico. El eco de los pistones soltando gases era como una canción de cuna.

Fue acelerando.

La inercia del movimiento me empujaba hacia delante. Durante los primeros minutos, me apoyaba contra los estribos para mantenerme lo más atrás posible. Tomó una curva con mucha inclinación. En la siguiente se plegó tanto que casi rocé con el pie el suelo. Salió de la curva acelerando y me empotré completamente contra su cuerpo. No servía de nada sujetarme atrás, así que crucé mis brazos entorno a su cintura. Acariciar el cuero con las yemas me relajó.

Nos cruzamos con otras motos que nos saludaban extendiendo los dedos en forma de V. Él les devolvía el saludo. Al rato, yo también. Era un gesto, una conexión, un símbolo.

En el retrovisor veía su cara complacida. Notó mi mirada y me hizo un guiño. Aparté la vista bruscamente. Él soltó una mano del manillar. La posó sobre mi rodilla. Inclinó la cabeza ligeramente hacia atrás. Mi dio un pequeño apretón y dijo:

En realidad, no sabía qué coño hacía yo allí. No me apetecía encasquetarle a la gente seguros como quien despacha barras de pan.

—¿Seguro que quieres volver a esa oficina?

Se me puso un nudo en el estómago. Era como una especie de alien que siempre llevaba allí. Desde que me levantaba hasta que me acostaba me perseguía la sensación de estar haciendo algo mal. Trabajaba con miedo a que alguien lo descubriera, a que me pillaran. Por eso me esforzaba cada vez más. Echaba más horas. No lograba separarme del trabajo. Me llevaba cosas que hacer a casa. Había sustituido la lectura de novelas por la lectura de manuales de banca, de libros sobre técnicas de venta de productos financieros, de informes sobre los mejores fondos de inversiones según Morgan Stanley, sobre seguros de vida y salud, o seguros de coche o de incapacidad temporal, o de lo que fuera la última campaña. Tenía que estar cada vez más y más preparada para que no se descubriera aquello que hacía mal. Para que el nudo en el estómago se deshiciera. Vivía temiendo cometer un error. Vivía asustada. Temía no dar la talla y no cumplir con los objetivos que cada mes me fijaban. Me horrorizaba la llamada del jefe de zona leyéndome los resultados de mis ventas en relación con la media de mi zona. Abría el mail con pánico a encontrarme con una carta de “pase por recursos humanos…”.

¡No, no quería volver a aquella enloquecedora oficina!

En realidad, no sabía qué coño hacía yo allí. No me apetecía encasquetarle a la gente seguros como quien despacha barras de pan, ni abrirle un plan de pensiones como si le conectara la ADSL, o constituir un fondo para la universidad de sus hijos de cinco años como si les estuviera poniendo gafas para ver la pizarra en el cole. Odiaba tener que bloquear una tarjeta porque no había pagado una cuota de la hipoteca, o contarles que el comité legal había rechazado la dación en pago de su vivienda para liquidar la hipoteca draconiana que había contratado cuando todo se veía de otro color. Escuchaba a la gente sin oírles para velar por los intereses y la supervivencia de la entidad.

Sentí náuseas. Tenía ganas de vomitar.

Paró en la cuneta.

Me tendió un pañuelo de papel. Su antebrazo izquierdo lucía un Rock & Roll tatuado con letras romanas. Era como un cartel publicitario, mandaba un mensaje.

No dijo nada, sólo me miró. Era una mirada escrutadora, una mirada que interpelaba a que yo me mirara, a que viera lo que él percibía en mí. Yo parpadeaba sin parar, pero por más que cerrara los ojos una y otra vez, su mirada ya no me permitía esconderme.

Regresamos al festival, a la concentración de motos o al evento. Seguía sin tener claro dónde estaba, pero empezaba a descubrir qué hacía yo allí.

Conocí a sus amigos y amigas. Me presentó a gentes que él tampoco conocía. Una especie de vínculo los unía a todos. ¿Las motos? ¿El rock & roll? ¿Las cazadoras de cuero? No, no era eso. El lazo consistía en algo más que un hobby en común, en algo más que una afinidad.

Música, cerveza, alegría, risas, rugir de tubos de escape… No puedo reproducir una sola palabra de aquellas conversaciones, pero cada charla era un aprendizaje, una revelación. Sus vidas eran una metáfora de la libertad. Y ¿trabajo? ¿es que ellos no tenían que trabajar? Así cualquiera puede ser feliz. Pero si tienes que tragarte ocho horas diarias mínimo de curro…

Rompí la magia y les pregunté por el trabajo. ¡Pues claro que trabajaban! En mil y una ocupaciones, pero ninguno en banca… creo… Pasaron el tema por encima, para ellos el curro no tenía la importancia que tenía para mí. Era una forma de sustento, la gasolina para su modo de vida, pero ni mucho menos el sentido.

¡Qué rabia me dio aquello! La verdad, yo no veía la manera de hacerlo de otro modo. Igual en sus trabajos no había presión ni competencia… pero en mi sector… aquella felicidad no era posible.

How long, how long, will I slide?”.

Otra vez Red Hot Chili Peppers. ¡Qué manía con la cancioncita! Como si no hubiera más. Con lo pegadiza que es después me paso una semana con la tonadilla rebotando en mi mente. La letra no tiene sentido, es una paranoia.

—Sí tiene sentido —dijo él.

Lo miré sorprendida, no sabía que había hablado en voz alta.

—Es una canción que confronta las batallas de los drogadictos con sus demonios. Por eso te parece una paranoia. The Otherside representa el otro lado, la muerte. Vivir narcotizado es estar muerto, es no vivir.

Lo escuchaba y sus palabras me penetraban en vena como si fueran suero.

—Las drogas se llevaron a muchos por delante. Como cualquier adicción. Te quita la libertad. Y sin libertad estás muerto.

Miré a mi alrededor. Se me había olvidado la fama de drogadictos que tienen los rockeros. Pero no vi nada sospechoso.

—No te asustes —rio—. Nosotros pertenecemos al straight edge, punk-rock sin drogas. Una vida que tú controlas, tú y nada ni nadie más que tú.

Me miraba como si llevara una mancha en la camisa.

Empecé a correr. Tenía que escapar, que huir. Corría y corría sin moverme del lugar.

—Yo jamás he fumado ni un porro —contesté para escapar de su acusación.

—Me refiero a esa oficina tuya a la que tanto ansías volver… Tú estás en ese momento en que ya no controlas, eres esclava. Has llegado a una situación de adicción en la que necesitas más que la cantidad habitual, pero a la vez odias que sea así. Al final te pasará como al de la canción, te suicidas con una sobredosis, porque no lo puedes parar.

“¿De qué coño me estás hablando? Y le golpeé en el chaleco”. Fue una secuencia que sólo ocurrió en mi mente. En realidad ni me moví. Alguien tenía que decirme aquello.

—La canción la escribió Anthony, el cantante, como homenaje a su primer guitarrista Slovak. La letra describe su calvario con la droga hasta alcanzar el punto terminal. La adicción te lo quita todo, la libertad, los amigos, te sume en un estado mental de horror, de pánico, de miedo… hasta acabar con tu vida.

Volví a sentir aquel nudo en el estómago. Aquel pánico patológico que me perseguía de la mañana a la noche. El terror a que me llamara el jefe de zona para decirme que no había alcanzado los objetivos. Ese miedo de sentirme equivocada, de estar haciendo algo mal.

Empecé a correr. Tenía que escapar, que huir. Corría y corría sin moverme del lugar. La respiración era insuficiente para llenar mis pulmones de oxígeno. Iba a ahogarme. Caía por un acantilado y me sumergía en el fondo del mar. Mi cuerpo pesaba como un ancla de hierro y me hundía irremediablemente. Ya no me quedaba aire. Ya no me quedaban amigas, no tenía tiempo para verlas. Recordé las palabras de Alberto, “Verónica, yo te quiero, pero nunca soy tu prioridad”. Me ahogaba porque entendía lo que había querido decirme. El resuello de mi respiración resonaba como el eco y se convertía en una risa tétrica. Jadeaba buscando a Alberto. ¿Dónde había ido? ¿Estaba a tiempo de recuperarlo?

La angustia me sofocaba.

Sudaba.

Grité.

No había nadie. Estaba sola. Ni Alberto, ni mamá.

Sola con mis pesadillas.

Salté de la cama y entré el baño. Me eché agua en la cara para despejarme y apartar aquella horrible pesadilla.

Me miré en el espejo. Se me cortó la respiración.

Unas coordenadas:

37º 46’ 00’’ N
0º 50’ 00’’ O

Estaban tatuadas con tipografía romana en la parte interior de mi muñeca izquierda.

Gloria Llatser
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