Helena, indolente, usa su teléfono nuevo, y el grafeno, material costoso y tan delgado como una lámina de aire, responde a las órdenes de sus dedos. Su pulgar se detiene en una noticia por casi cinco minutos, tiempo récord de atención para las nuevas generaciones. Hay un video titulado: “Hombre salvado por Lete”. En la pantalla lo están entrevistando:
—No puedo creer que he ganado, compraba como treinta boletos a la semana y al fin me la he sacado.
—¿Y qué es lo que piensa olvidar, o venderá su Lete y se quedará con el dinero?
Recuerde lo más vivamente posible lo que quiere olvidar, mientras tanto nuestros médicos le aplicarán el Lete. Después será un hombre nuevo.
El entrevistador le acerca una caja de pañuelos porque el hombre ha empezado a llorar. Sin embargo, responde.
—Verá, desde que mi papá murió, hace unos cuatro años, he tomado todos los días. He intentado dejar la bebida, pero no puedo. Quiero olvidar… el sabor del alcohol, quiero olvidar el dolor.
—No se diga más. Recuerde lo más vivamente posible lo que quiere olvidar, mientras tanto nuestros médicos le aplicarán el Lete. Después será un hombre nuevo.
Una enfermera aparece con un carrito lleno de aparatos e instrumentos quirúrgicos, entre éstos está una inyección neuronal donde ya está instalado el frasquito con el Lete. Dos doctores aparecen también y, justo cuando están a punto de aplica el Lete, Helena arroja el celular a un lado. Ya ha visto la aplicación otras veces y no le importa.
Se estira en su cama. Son ya las once de la mañana pero está de vacaciones y su novio todavía no le marca. Si fuera por ella estaría más tiempo acostada, pero su estómago la obliga a levantarse y buscar qué comer. Sus padres no están en casa, así que no hay nada en la despensa.
Toma sus llaves y, sin cambiarse su piyama, decide subirse al Eclipse 2039 que le acaban de regalar por su cumpleaños. Sintoniza por Wireless su lista de música favorita. No canta, grita, como un violín desafinado su voz es capaz de lastimar a cualquiera, pero no le importa.
Llega al estacionamiento, su auto tiene el treinta por ciento de batería así que pide que lo carguen al cien. Entra a la tienda, toma una caja de cereal y un litro de leche. Hay tres personas antes que ella. El encargado, un hombre cincuentón y corpulento, mueve los ojos hacia arriba fastidiado. Está atendiendo a una muchacha que compra boletos para la lotería del Lete. Ella saca moneda tras moneda de su cartera, y cuenta y recuenta para cuántos boletos le alcanza. Tiene una cruz dorada colgándole del cuello y por cada boleto que compra se persigna y besa su medalla. Uno de los clientes se impacienta y decide irse sin comprar nada. Helena espera, no tiene nada mejor qué hacer. Cuando le toca el turno el encargado le pregunta si ella también quiere un boleto. Helena se encoje de hombros y contesta: “¿Por qué no? Deme uno”.
Regresa a su auto, lo enciende y pone de nuevo su música. Acelera a tope pues la canción que suena le gusta mucho. En la carretera hay alguien pidiendo que lo lleven. Helena se sorprende al descubrir que es la chica que gastó todo su dinero en boletos de lotería. No tiene prisa y la chica le inspira lástima así que se detiene.
—¿A dónde vas? —le pregunta.
—Al centro —contesta con apenas un murmullo.
—Sube, te dejo cerca —y le abre la puerta del copiloto para que entre.
Nadie dice nada. Helena quiere preguntar por qué compró tantos boletos pero no se atreve. La chica se mueve mucho en su asiento. Se acomoda la falda, se mueve el cabello y se truena los dedos. El trayecto continúa en mutismo por alrededor de media hora, hasta que, por necesidad, la chica de la lotería es la que habla:
—Puedo checar los resultados en tu teléfono, tuve que vender el mío.
Helena no tiene problema y se lo entrega. La otra mueve rápido sus dedos por el grafeno, se detiene en cierto punto y mira fijamente la pantalla. Empieza a apretar el aparato y su cara se pone roja. Helena quiere tranquilizarla pero la chica lanza el celular en un arrebato. Al aparato no le pasa nada.
—Mejor suerte para la próxima —murmura Helena sin saber qué más decir y sin importarle mucho su teléfono. La chica guarda silencio y ahora tiene la cabeza apoyada entre sus manos, se puede ver que sus dedos la aprietan fuertemente. Contesta, pero su voz ya no es un murmullo sino que tiene fuerza y peso.
—Tú no entiendes… Yo tenía que ganar esta vez… Tengo muchos problemas. He hecho cosas, me han hecho cosas que no puedo borrar… Apenas duermo, ¿entiendes?
La chica mira a Helena, está llorando. Abre la puerta, el viento les golpea la cara. El auto va demasiado rápido y Helena no puede detenerse. La muchacha se persigna y se arroja del Eclipse. Helena alcanza a ver cómo rebota en el asfalto por el retrovisor. Frena. Baja del auto y corre a donde yace el cuerpo. La piel está inundada de sangre y su cara de violencia. Apenas y se puede reconocer a la persona que antes era. En medio de su vientre está la huella de la llanta trasera del coche de Helena.
En menos de un minuto algo muy singular le acaba de ocurrir, Helena no sabe qué hacer, sí, tiene el corazón a reventar, pero no es empatía ni pena lo que lo mueve, es simplemente la reacción biológica que rige a los animales ante una situación de peligro. Lo único que la adolescente atina a hacer es sacar su teléfono y tomar una foto.
Llevan ocho años casados y tienen una hija. Para él es imposible entender por qué alguien como ella puede tener un amante.
II
Despierta antes de que suene su alarma. Su mujer sigue dormida, no le sorprende, desde que la conoció nunca la ha visto levantarse antes de las nueve. Camina despacio hacia el baño para no despertarla. Pero tampoco importaría si hace mucho ruido: nada la despierta. Se lava la cara y cepilla sus dientes, se mira en el espejo y con cuidado empieza a cortar los vellos que asoman de su nariz. Este día es importante, tendrá una junta con su jefe y los principales accionistas de la empresa, tiene que estar impecable.
Su coche está mal estacionado. Su mujer lo usó ayer. “Seguro estuvo en el casino”, piensa. Pero en el fondo sabe que ese pretexto es tan sucio como lo que pretende esconder. Héctor cree que su esposa lo engaña. Llevan ocho años casados y tienen una hija. Para él es imposible entender por qué alguien como ella puede tener un amante. Trabaja tanto como puede para darle a ella y a su hija una mejor vida. Se ejercita con regularidad y por sobre todas las cosas trata de no descuidarla. Pero lo cierto es que tienen más de seis meses sin hacer el amor.
Enciende la radio, increíble que aún suenen estaciones pese a los adelantos tecnológicos. En el aparato se escucha la entrevista semanal al ganador del Lete:
—Pues realmente nunca pensé ganar. Compré el boleto porque sí.
—Pero ¿no hay nada que quisiera olvidar con el Lete? —le pregunta el entrevistador
—La verdad no sé. No hay nada en mi vida de lo que me arrepienta. Tampoco me falta el dinero, y no me da la gana venderlo. Supongo lo guardaré por un tiempo.
—¿Está segura? Si yo tuviera la oportunidad de olvidar algo no lo pensaría. Un vicio, algún trauma, una persona. ¿Me está diciendo que no tiene ningún remordimiento en su vida?
—Ninguno.
Siguieron hablando por un rato. Héctor piensa en que si algo pudiera olvidar de su vida sería a su esposa. Días antes de tomar el Lete le pediría el divorcio y san se acabó. Obviamente sabría quién era ella cuando pasara a recoger a Eris, su hija, los días de visita, pero no recordaría el infierno que fue vivir con ella por ocho años. Sus resacas, desvelos, groserías y humillaciones. Todo quedaría atrás y quizá su vida sería más libre. Pero comprar o ganar ese producto era impensable. Y como el resto tenía que recordar, trabajar y morir.
Llegó temprano. En la entrada estaba Raúl, su amigo de toda la vida. Se saludaron y después él le dijo:
—Tengo algo que contarte, no es fácil, vamos a tu oficina.
Héctor intrigado se deja guiar. Cuando llegan su amigo cierra la puerta.
—No te voy a mentir, y entiendo que ya no quieras ser mi amigo después de esto. Pero ya no puedo aguantar más, cada día me siento como una basura. Y cuando me miro en el espejo sólo veo falsedad.
Mira hacia el suelo sin poder verlo a la cara, no dice nada. Y antes de que Héctor pueda exigir una respuesta, la secretaria de su jefe aparece en el umbral de la puerta.
—El jefe lo espera. Me ha dicho que no tiene todo el día.
Héctor mira a Raúl y le dice:
—Lo dejamos para después —y sin agregar más ambos siguen a la secretaria.
A mitad de la reunión recibe un mensaje de Rebeca, su mujer, dice que irá a tomar una copa con unas amigas, y que espera que recoja a Eris del colegio. “Una copa a las once de la mañana”, piensa Héctor enfadado. Pero no tiene tiempo de divagar en la vida pérfida de su esposa y continúa explicando las altas y bajas del mercado en el último trimestre.
Acaba la junta, el jefe está complacido. Todos lo felicitan con caras sonrientes, contrario a lo que hubiera sucedido si las cosas en la empresa no estuviesen como están. Raúl sigue sin verlo a la cara. Pero se acerca a él y le dice: “No era nada, me da gusto que las cosas anden bien”, y antes de que Héctor pueda decir algo desaparece de su vista.
Cuando se sube al auto para recoger a Eris del colegio recibe un mensaje. “Seguro es mi mujer diciendo que llegará tarde”, piensa. Pero cuando lee el mensaje su ceño se arruga y su mandíbula se marca en su cara por apretar sus dientes. El texto dice: “Soy un cobarde, nos ha engañado a los dos”, seguido de una liga a un video. En éste se ve a su mujer con otros dos hombres. “Toda una experta, la muy hija de puta”, reconoce Héctor.
III
Como una prenda más, Helena había guardado el frasquito marrón que contenía el Lete en su armario. La han despertado los gritos de los vecinos, otra vez están peleando. Todos saben que la mujer es una puta, y tal vez sólo porque el hombre es demasiado bueno no la ha corrido de su casa. Pero para Helena los problemas de los demás son irrelevantes, sólo le interesan en el grado que le sean molestos.
El grafeno zumba, ha llegado un mensaje de su novio. “Tenemos que hablar, nos vemos en un rato”, dice escuetamente. En estos días se había portado muy frío y Helena quiere una explicación.
Sale de su casa, los gritos del vecino aún se escuchan. Sube a su coche y enciende la música para apagar el ruido de al lado. Un nuevo mensaje le hace poner atención a su teléfono. Se trata de su amiga… una de tantas que ahora que ha ganado el Lete han empezado a hablarle, tal vez hubiera sido mejor no hacer público su triunfo, pero a veces las cosas se salen de control.
No entiendes nada, has estado muy fría, y no cambias. Parece como si nada te importara.
Seguramente quería pedirle algo, hasta su novio se había portado diferente. Tal vez quería hablarle sobre el Lete, quizá aún no supera la muerte de su madre, tenía apenas un año, después de todo. Pero un bar no era el mejor lugar para pedirle eso, quién sabe, si se lo pedía de forma correcta tal vez accedería porque a ella le sobraba aquella cosa.
Llega al bar y desde que entra ve a su novio sentado en una banca, esperándola. Se saludan de beso, Helena se sienta y pide una bebida cualquiera. Antes de que su novio pueda decir algo Helena empieza:
—Mira, yo entiendo que estés pasando un momento difícil. Con la muerte de tu mamá, creo que yo podría ayudar.
—No, no metas a mi mamá en esto. No entiendes nada, has estado muy fría, y no cambias. Parece como si nada te importara. Tengo una semana que no te mando mensajes, y tú pareces no darte por enterada. Lo que quiero decirte es que creo que es momento de que nos demos un tiempo.
Entonces el mundo de Helena da un giro que termina en el fondo de un mar etílico. ¿Cómo se atrevía a decir que a ella nada le importaba si fue él el que la dejó sola en un bar y con el corazón roto? No solía beber, pero esa noche no le importó terminar elevando la tarjeta de crédito de su padre a un nivel desconocido.
Sale más borracha que viva, no le importa y se sube a su auto. Maneja a más de cien kilómetros por hora, la carretera está vacía, cree que nada va a pasar.
Pero del otro lado de la autopista la historia es diferente, porque Héctor ha estado esperando la llegada de su esposa. Ha pensado en muchas formas de vengarse, incluso ha desempolvado la pistola que irónicamente le regaló su amigo en uno de sus cumpleaños. Está dispuesto a todo. Cuando ella llega simplemente no sabe qué hacer. Así que la obliga a subirse al auto, y en un arrebato idiota sube también a Eris, sin importarle lo avanzado de la noche y pese a que no tiene nada que ver en el asunto. Tal vez como testimonio de lo que una vez como pareja fueron o quizá sólo como pretexto para sentirse protegido. El fruto de su relación, lo mejor que han hecho, ahora va en la parte de atrás del coche, entre asustada y cansada por la furia de los gritos que sus padres se lanzan como si estuvieran tratando de demostrar quién grita más alto.
El impacto es inevitable. El auto de Héctor da vueltas hasta que termina chocando contra una barda de contención. Para Héctor el golpe fue tan rápido que no entiende qué es lo que los golpea, supuso que había sido su error, pero la culpa dura muy poco, sólo el tiempo entre el golpe y el momento en que queda inconsciente.
Helena tiene más suerte. Su auto queda destrozado, pero lo suficientemente bien para poder emprender la huida. No podía dejar que la policía la encontrara con el nivel de alcohol que tenía. Y tampoco podía ir a la cárcel. Antes de escapar se asoma al otro vehículo. Héctor está inconsciente, con las manos al volante y la cabeza apoyada contra el volante, Helena cree que está vivo. Pero a su lado está Rebeca, que tiene el cuello tan roto que parece que su cabeza está pegada a su hombro. Detrás está Eris. La niña permanece en la misma posición antes del accidente, con la excepción de que sus ojos están clavados en el vacío, con la mirada propia de los muertos.
IV
El cielo es un punto diminuto que se asoma por entre las montañas, son tan grandes que parece no tienen fin. En medio va Helena y un hombre navegando por un río. Algo huele mal, es un olor que nunca había percibido. Le pica la nariz, pero no se compara al malestar que le produce el silencio. Porque aunque el ruido del remo acariciando al agua ha sido constante, el ruido produce un vacío que Helena no comprende.
Pronto llegan a una bahía. Helena alcanza a ver dos figuras tomadas de la mano. El barquito se acerca poco a poco a ellas. Ella no quiere aproximarse, le dice al barquero: “Por favor dé la vuelta, no quiero pasar cerca de ellos”. Pero el barquero no le hace caso. Sigue remando con el sonido que se ha vuelto silencio. La monotonía del vaivén del barco hace que quiera dar un salto e irse nadando. Sin embargo, cuando ve el agua turbia que los rodea, Helena siente que su estómago da un giro y siente tanto asco que prefiere que el barquero siga su camino.
Las figuras que se divisan en la costa comienzan a hacerse más grandes. Helena las reconoce y grita. Se trata de la mujer, con su cuello tan doblado que parece que está pegado a su hombro, y de la niña que aunque muerta sigue mirando. Están iguales a como los dejó, con la excepción de que sus cuerpos están desnudos y carcomidos por la podredumbre. Helena no soporta ver más. Le exige al barquero de nuevo que la saque de ahí. Al éste no hacerle caso intenta tocarle el hombro. Pero antes de que pueda hacerlo el barquero se voltea; no tiene piel, es puro hueso, y sus dientes corroídos por el tiempo le sonríen. Donde deberían estar sus ojos hay un par de agujeros, ella mira dentro de ellos y se encuentra con el infinito, miles de estrellas y de personas se reflejan en esos dos huecos y entonces lo comprende todo. Entiende que no tiene sentido, que ese viaje al infierno tiene o tendrá que hacerlo tarde o temprano. Helena se arroja del barco, en lugar de encontrarse con esas aguas turbias que antes tanto asco le dieron, no encuentra nada. Y cae y cae en el vacío mientras grita sin que nadie la escuche.
Sabe que debería ir con la justicia y confesar, pero ¿de qué serviría destruir su vida para hacerle justicia a los muertos?
Despierta con las sabanas húmedas por el sudor. No hay nadie en casa. Ha pasado casi un mes desde el accidente. Un amigo de sus padres se deshizo del auto, se llevó un buen regaño pero no pasó de ahí. Pronto le comprarían otro carro, no tan bueno como parte de su castigo. Pero el peor castigo para Helena era su memoria, todos los días pensaba en ese cuello y en esos ojos, llegó a tal extremo su paranoia que no salía de su cuarto más que para ir a la escuela y a veces ni para eso, porque en cada esquina, cualquier niña o madre se transfiguraban en la escena del homicidio.
Muchos se han preocupado por ella, incluso su ex novio, pero no le importa. Si antes era indiferente al mundo ahora sólo le interesan dos personas, sólo que éstas ya no están en el mismo. Sumida en su propio abismo no se ha acordado de que tiene la solución en su armario. Y de pronto, como el destello de la estrella más lejana, atina a la respuesta.
Necesita que alguien le aplique el Lete. Sabe que debería ir con la justicia y confesar, pero ¿de qué serviría destruir su vida para hacerle justicia a los muertos? No, no podía dejar que eso pasara, en cambio iba a ofrecer su vida a hacer buenas acciones, pero para ello tenía que olvidar. Marca al número del médico de una amiga que un día tuvo que abortar y que es confiable. Le dice que quiere que le aplique el Lete y quedan de verse en su consultorio. Helena se pone una chamarra con capucha y unos lentes oscuros. No sabe por qué toma estas medidas, tal vez porque siente como si en cada mirada hubiera un juez, como si todos conocieran su delito y estuvieran esperando a que lo confesara.
Camina rápido, decide tomar el autobús para pasar desapercibida. Pero la sensación de que alguien la observa no disminuye, mira constantemente hacia atrás del autobús. En medio de los autos ve uno que ha estado ahí desde que se subió, es un auto rojo de vidrios polarizados. “Es tu imaginación”, se repite una y otra vez, pero el vehículo gira a la derecha cuando el camión hace lo mismo; sigue en línea recta y toma las mismas avenidas. Helena se ha pasado de la parada donde debía bajarse. El auto sigue detrás. Su miedo se convierte en pánico y cuando el chofer le dice que es la última parada se queda unos minutos más en su asiento hasta que el conductor la obliga a bajar.
Sale disparada de las escaleras del colectivo y busca refugio en alguna calle. No parece haber nadie en esa zona de la ciudad. Helena tampoco sabe dónde está. Muy cerca de ahí ve salir del auto a un hombre que como ella lleva lentes oscuros y una sudadera. En los bolsillos de la misma el hombre guarda sus manos, pero Helena descubre que hay algo más en ellos.
No quiere averiguar qué oculta y empieza a correr. Sus ojos lagrimean y está a punto de gritar cuando ve que el hombre que la sigue también comienza a correr. Piensa que tal vez si da varios rodeos podrá perderlo, se mete entre las calles más estrechas. Hay una cerca de alambre, ella la brinca, pero sin darse cuenta ha quedado acorralada. El hombre de la sudadera ahora está frente a frente.
V
Héctor apunta con su pistola a su vecina, es sólo una niña, tendrá apenas unos años más que Eris, pero no tiene opción. Tal vez deba matarla, es egoísta, lo sabe, sin embargo prefiere tener en la cabeza la muerte de una chica que no conoce a seguir pensando en su hija. Su mujer merecía ese castigo, su niña no. Cuando tomó el arma del sótano de su casa, no pensó que las cosas se darían tan bien, están en un callejón donde nadie pasa y a la chica se le ve transpirar el miedo por toda su cara.
—Dame el Lete —dice Héctor.
A Helena le tiemblan las manos, saca de su chamarra el frasquito con el preciado líquido, pero en lugar de entregárselo lo acerca a su pecho y lo sostiene con ambas manos.
Necesito del Lete porque he hecho cosas horribles. Cosas que necesito olvidar.
—No puedo, señor.
—Te digo que me lo des o te disparo.
La situación se torna un tanto ridícula por la inexperiencia de Héctor como asaltante. En su voz no hay esa sensación de peligro que inspira un maleante, pero pese a ello Héctor está desesperado, cree que fue su culpa el accidente y quiere olvidar a la familia que piensa haber matado.
Helena empieza a gritar y a Héctor no le queda de otra más que darle una bofetada. Después le abraza y le tapa la boca. Héctor quiere quitarle el frasco y forcejean, pero no puede quitárselo. “Por qué querrá conservarlo, es raro que sienta empatía por esta niña”, reconoce Héctor.
—Qué no entiendes, niña. Estás a punto de que te mate si no me das el maldito frasco, ¿vale tanto para ti?
Helena pensó que si le contaba su historia el agresor le dejaría en paz.
—Sí. Necesito del Lete porque he hecho cosas horribles. Cosas que necesito olvidar. El mes pasado me emborraché y tuve un accidente. Yo sobreviví, pero la familia que estaba enfrente no. Era una mujer y un niño. Todos los días recuerdo sus caras. No puedo vivir así.
Helena sintió terror al ver cómo cambiaba la cara de Héctor cuando éste escuchaba su relato. Y fue en ese momento que reconoce al padre de la niña. No había pensado en él porque supuso estaba vivo luego del accidente. Pero era demasiado tarde. La furia de Héctor dio fin a los días de Helena y una detonación en la cabeza terminó con el castigo de su conciencia. Su cuerpo inerme permaneció como una cáscara vacía, abandonada. Mientras ella, o lo que queda de ella, emprende su viaje por un río, acompañada de un barquero, a través de los confines del infinito.
Héctor se va del lugar, sin darse cuenta de que al hacerlo pisa el frasquito que contiene el Lete.
- Sueño de Lete - domingo 24 de mayo de 2020