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El pecado vestido de sacerdote

sábado 25 de julio de 2020
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El sacerdote Pedro Zacarías notaba en la misa que un grupo de chicas siempre se sentaba cerca del púlpito. Sus miradas siempre las encontraba en el momento de ver a los feligreses. En el confesionario algunas de ellas declaraban debilidades por lo que él les inspiraba. El padre Pedro le encomendaba a Dios ayuda para salvar esas almas y cuerpos débiles. De esta forma podía cumplir el voto de castidad.

El cielo se hacía oscuro y le daba paso al deambular de la gente en las calles y en los sitios donde pudieran dar rienda suelta a los instintos.

El sonido de las campanas retumbaba y el eco se oía en los alrededores de la plaza. En la iglesia el padre Pedro Zacarías caminaba lentamente hacia el púlpito, mientras los feligreses rezaban en coro. Era un día domingo y la familia aprovechaba para ir al encuentro con Dios. Todos se reunían con la finalidad de cumplir con el sagrado deber de la devoción. El sacerdote Pedro les recordaba la obligación que tenían como cristianos de no doblegarse a la tentación: “Es Satanás quien incita al pecado, a la codicia, al sexo enfermizo y a la mentira. Sólo Dios nos salva y a través de Él nos protegemos de los malos pensamientos; recemos, hermanos”.

Luego de la misa, los devotos se convertían en ciudadanos que esperaban con paciencia en la tranca que se había producido en el estacionamiento. Mientras, el padre Pedro se retiraba a su morada dejando que el silencio envolviera sus pensamientos, escuchaba voces de súplicas y gritos convertidos en gemidos de placer. Se detenía cerca del patio y observaba lo largo de su sotana, quizás para asegurarse de no caer en la debilidad de la carne. Respiraba profundamente y oraba una y otra vez el Padre Nuestro.

El cielo se hacía oscuro y le daba paso al deambular de la gente en las calles y en los sitios donde pudieran dar rienda suelta a los instintos. Unas veces se iba al encuentro de un ser querido, sólo que por estar casada había que buscarlo a altas horas de la noche porque a esas horas el esposo estaba trabajando. Otras veces no era la posesión carnal lo que movía sino la codicia de obtener dinero a través del robo y era cuando se desplazaban con mayor facilidad entre las solitarias calles los llamados presuntos ladrones de autos y de víctimas que salían de las tascas.

El transcurrir del tiempo iniciaba un nuevo día y era la rutina de millones de personas levantadas de sus camas a la misma hora para ir a sus sitios de trabajo. Algunos llegaban con un sabor amargo en la garganta, otros buscaban ahogar sus vacíos existenciales oyendo una música de fondo mientras tecleaban el computador. Lo cierto del caso era que día a día se repetía la misma historia para luego ir el domingo a la misa.

 

Encuentro cercano

En la mañana el sol radiante acompañaba a los feligreses. El padre Pedro Zacarías de nuevo hacía su ejercicio pastoral: “Debemos ser fuertes con la ayuda de Dios, no podemos rendirnos a las tentaciones terrenales; de caer, correremos el riesgo de sucumbir en las pailas del infierno. ¡Ahora llega el momento de la confesión!”.

En un cubículo pequeño, el Padre oía atentamente a una criatura de Dios.

—Padre, me siento mal.

—¿Por qué, hija?

—Porque yo vengo todos los domingos a misa para verlo a usted.

—Eso, a los ojos de Dios, no es malo.

—Sí, padre, pero es que yo me he enamorado.

—¿Qué?

—Le soy sincera y no solamente eso, sino que siete de mis amigas vienen a extasiarse al ver su misa. Sólo que ellas no tienen el valor suficiente para confesarlo.

—Hija mía, rece veinte rosarios… hasta luego.

El padre Zacarías les decía: “Una de las cosas que deben saber es que Cristo resistió a las tentaciones terrenales”.

Pasaron dos horas y el padre quedó atrapado por los tormentos, no era la primera vez que una chica se le confesaba de esa manera. Ya las voces se pasaban de un oído a otro para comentar sobre un supuesto atractivo que deleitaba a las féminas. En medio de su confusión alzó la vista y vio el cielo: “Dios, cuánta fortaleza hay que tener para resistirse a la tentación. Dame fuerza porque esos cuerpos femeninos son producto de tu creación, a veces me asalta la duda y pasa por mi mente desahogar mi piel en su piel, porque aquí viene frecuentemente María para ofrecerme sus encantos. Señor, si sigo así tendré que colgar mis hábitos, ayúdame”.

De nuevo la noche y la muerte pasaban recogiendo los cuerpos esparcidos en las calles y hospitales. Sus almas iban a otro estado del cual nadie había regresado para contarlo. Pero, por otro lado, se oían los gritos de niños en las salas maternales que le daban un nuevo sentido a la vida de quienes los rodeaban.

El domingo recibía a algunos creyentes, la iglesia abría sus puertas. El padre Zacarías les decía: “Una de las cosas que deben saber es que Cristo resistió a las tentaciones terrenales, llegó a dudar de su Padre, pero esto no lo condenó a la perdición. Debemos saber, hijos míos, que la fe puesta en Dios, en nuestra familia y trabajo, es la que nos va a ayudar”.

Luego de salir de la misa al padre le había extrañado no ver a las chicas que siempre se sentaban cerca del púlpito; una sensación de nostalgia lo invadió. Muy cerca observó en una pared un aviso que promocionaba a un cantante juvenil. Comprendió que ellas estaban en ese concierto para jugar un poco a extasiarse con un ídolo. Mientras que él aprendía a dejar pasar, como una brisa, el apetito que despiertan las delicias de las cosas banales que ofrece ese mundo de diversión.

Seis campanadas se perdían en un eco ahogado por las cuerdas de una guitarra eléctrica.

Chara Lattuf
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