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El castigo

martes 28 de julio de 2020
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Ya habían pasado dos semanas y en el pueblo todavía reinaba un silencio de cementerio, producto del espanto y el desconcierto. Los vecinos no sabían qué decir, nunca habían sido visitados por cámaras de televisión ni habían visto fotos de sus calles en los diarios. La historia de su pueblo nunca estuvo marcada por la sangre de un niño. Hasta hace dos semanas.

 

Arroyito

Arroyito no aparece en el mapa de ningún turista, es un lugar ínfimo entre miles. Un rinconcito que se inunda cuando llueve.

Gabriela siempre tuvo fama de ser una mujer estricta pero razonable, respetada en la comunidad.

La plaza está en el centro del pueblo y es el punto de encuentro de la mayoría de la gente, seguido por el arroyo; sí, ese que le da aquel nombre tan genérico, casi insulso, a la zona. Existe un único colegio, que es estatal y de un tamaño bastante impresionante, como si no perteneciera a este lugar. Es el resultado de una serie de instituciones colosales que fueron construidas a lo largo de la provincia de Buenos Aires durante la década del treinta, bajo la mentalidad gubernamental del impulso modernista. O del impulso de los negocios. El edificio alguna vez fue rosado, pero ahora se ve gris, entre los pedazos de pintura salida y la mugre de todos los días.

Las tardes en Arroyito son tranquilas. Aburridas. Los chicos invaden las hamacas y los toboganes oxidados, los adolescentes fuman al borde del agua, mirando sus reflejos, con expresiones apagadas que, por dentro, gritan “me quiero ir de acá”. Cualquier lugar, lejos, cerca, donde sea, es mejor que acá. Otros duermen la siesta.

En la avenida central hay algunos locales, como la carnicería, el almacén, la librería, la farmacia y uno de ropa que vende lo mismo desde hace veinte años.

 

La maestra

Gabriela fue maestra en la primaria de Arroyito durante unos quince años, hasta que la policía se la llevó hace una semana. Siempre tuvo fama de ser una mujer estricta pero razonable, respetada en la comunidad. No era necesariamente querida por sus alumnos de sexto grado, nada fuera de lo común, le tenían un poco de miedo por su falta de calidez. No querían que la regla cayera sobre sus deditos.

Este año había sido complicado para ella; se tomó una licencia de un mes por la muerte de su marido. Gabriela se había casado a los dieciocho años con Miguel, su novio de la secundaria, en Sarandí, donde crecieron. No tuvieron hijos. A principios de este año, él falleció de cáncer de páncreas.

La ausencia de Miguel cambió a Gabriela. Sus vecinos comentaron luego que les pareció que ella había comenzado a aislarse, saliendo de su casa únicamente para ir a dar clase, dejando que su jardín se convirtiera en una especie de basural con plantas salvajes y negras. Sus ojos cristalinos parecían distantes, vacíos, como si su cuerpo estuviera presente acá, pero su mente bien lejos. Su hermana le aconsejó que se tomara un año sabático y aprovechara para hacer algún viajecito, pero Gabriela no quiso saber nada. “¡Qué pelotudeces decís! Yo estoy bien”, le contestaba.

Al volver de su licencia y pisar de nuevo el colegio, empezó a sentirse frustrada. Se dio cuenta de que durante más de una década venía enseñando las mismas cosas de la misma manera, una y otra vez, al mismo grupo de alumnos, que solamente iban cambiando de nombre. Una mañana, llegó al aula con el rostro inusualmente iluminado. Anunció que tenía una idea: de ahora en más, implementaría una nueva forma de castigos —ella los llamaba “momentos de reflexión”— en la que, cada semana, propondría dos opciones y los compañeros podrían votar cuál sería aplicada al chico que peor se hubiera portado, o que peores notas se hubiera sacado. Una práctica perfectamente democrática. Era la mejor forma de romper con tanta monotonía, pensó.

Gabriela creía que, hoy en día, los chicos no tenían suficiente disciplina: venían con la tarea sin hacer, no participaban en clase, no parecían tomarse nada en serio. En una época, cuando los miraba sentía cariño, pero últimamente los miraba y lo que sentía era desprecio. Los pelos despeinados, las manos sucias, malas palabras que aún no comprendían del todo, mientras masticaban chicles babosos que terminaban pegando debajo de los bancos. Sentía desprecio.

 

Juani

Cada vez que Juani hablaba, la mayoría de sus compañeros se reía automáticamente. Le costaba pronunciar la erre y además era considerado un chico problemático. No podía quedarse quieto durante mucho tiempo y tenía ataques repentinos en los que gritaba y a veces lloraba, sin razón aparente. Defendiéndose de las burlas, una vez le escupió la cara a otro alumno. Nadie parecía realmente comprenderlo, ni siquiera su propia madre, quien, sin embargo, siempre saltaba a su defensa. “Solamente es inquieto, es un nene sensible nada más, no es malo”, decía. La paciencia escaseaba cuando se trataba de Juani, y él se rascaba el pelo rubio ceniza, esperando a que alguien, algún día, dejara de mirarlo con ojos de diablo. Juani cantaba las publicidades de la tele a los gritos pelados. También le gustaba jugar con las hormigas en el patio.

 

Los chicos

Después de que sus padres dieron el permiso, varios de los chicos hablaron con la policía. Los investigadores no sabían si considerarlos testigos o sospechosos, o ambos.

Milena, Joaquín, Francisco, Camila, Pedro y Lautaro. Ese era el grupito estrella, los que mandaban en el aula, los que más molestaban a Juani y arengaban para que el resto hiciera lo mismo. Las nenas eran casi idénticas, pelo castaño por la cintura y piel acaramelada, una con ojos verdes y la otra con ojos marrones. Creían que eran las princesas de Arroyito, y soñaban despiertas con viajar a Disney y a Hollywood, cambiarse los nombres y hacerse famosas. Los cuatro nenes jugaban a la pelota y miraban la tele, intercalando entre los dibujitos y los canales de deporte. Francisco era el de la personalidad más dominante, y los demás en general se limitaban a seguirle la corriente, con distintos niveles de pasividad.

“Nunca castigué a nadie hasta ahora”, se sonrió de oreja a oreja Milena, con un placer que parecía excesivo para una persona de once años.

“¿Y sus padres?”, preguntaban en los noticieros, buscando culpables. En los medios, algunos defendían a los chicos, mientras otros los pintaban como demonios sin corazón ni conciencia. Algunos señalaban a Gabriela, y había aquellos que hasta se animaban a cuestionar a Juani. Lo cierto es que en el pueblo, extrañamente, nadie dijo una palabra. Todos parecían estar bajo un hechizo, ajenos a los hechos, mudos, generando las circunstancias perfectas para que, en el mundo exterior, los rumores crecieran e inclusive surgieran leyendas urbanas. Los de la gran ciudad especulaban qué clase de maldad se ocultaba bajo tierra en Arroyito, detrás de la fachada de la decencia y la siesta de la tarde. Un panelista llegó a plantear la infame teoría del ritual satánico, esa que nunca falta durante un escándalo.

Esa mañana, esa en la que Gabriela les comentó su nueva propuesta, los chicos se entusiasmaron. Lo vieron como un juego que les daba un poder parcial de decisión y los hacía sentir importantes. “Nunca castigué a nadie hasta ahora”, se sonrió de oreja a oreja Milena, con un placer que parecía excesivo para una persona de once años. Francisco le devolvió la sonrisa.

 

Los castigos

Al principio, los castigos no se salían mucho de lo común: pasar al pizarrón a resolver un ejercicio o leer en voz alta la tarea. No poder salir al recreo o sentarse alejado del resto durante la clase. En general, los que se portaban mal solían ser los mismos cinco o seis chicos, que iban rotando como víctimas de los “momentos de reflexión” de Gabriela. Pero la situación comenzó a volverse conflictiva cuando Juani decidió resistirse a los castigos y hasta convenció a otro compañero, Ramiro, de tomar la misma actitud. Si Juani ya era considerado un estorbo antes, a partir de ese momento la tensión fue creciendo, tanto por parte de los alumnos como por parte de Gabriela, para quien se transformó en algo irritante, una cosa pegajosa que no podía sacarse de encima. Juani protestaba a los gritos, con las paletas separadas sobresaliendo de su boca: “¡Esto no es justo!”, repetía.

Entonces, Gabriela empezó a subir la apuesta, porque no iba a dejar que un mocoso pesadilla intentara desafiarla. Las opciones de los castigos se fueron volviendo más crueles, con el objetivo de aislar cada vez más a los chicos y meterles miedo. El grupo liderado por Milena y Francisco se encargaba de votar siempre la que consideraban como peor opción. “Pararse contra una esquina mirando a la pared o ser ignorado por todos”. Un día, hicieron que Ramiro se quedara después de clase a limpiar el aula, solo. Cuando su madre le preguntó dónde había estado, él mintió, dijo que la maestra le pidió que se quedara para ayudarlo con la tarea de matemática. Ahora Ramiro dice que mintió porque tenía miedo de contar lo que realmente estaba pasando en el colegio, miedo de las posibles consecuencias.

Otro día, le cortaron el pelo a Lila, mientras ella se ponía colorada y le caían lágrimas por los cachetes. Cuando llegó a su casa con un corte carré desprolijo y los ojos rojos, también les mintió a sus padres. “Me atacó un desconocido en la calle, mamá”. Nadie quería ser como Juani, ser el problemático, el buchón, que después era severamente castigado en frente de los demás, humillado. Nadie se animaba a desafiar a Gabriela, y la mejor opción parecía el silencio.

Vas a tener que comerte una de las cucarachas que dan vueltas por el aula, tarado —le dijo con odio Milena a Juani, mientras un par de chicos cazaban al insecto y se reían. Francisco y Pedro agarraron a Juani de los brazos con todas sus fuerzas, tratando de inmovilizarlo, mientras lo obligaban a abrir la boca. Cuando le metieron la cucaracha en la boca, él se la escupió en la cara a los que lo sostenían y empezó a pegarles patadas. Se armó una pelea entre los tres y, después de unos segundos, Gabriela los separó, seguramente para evitar que los dos amigos salieran lastimados.

Esa tarde, Juani volvió a su casa con una piña violeta marcada en la cara, debajo del ojo izquierdo. Sin embargo, él no inventó una excusa y le contó todo a su mamá, de un modo tan directo que a ella la llenó de escalofríos.

—Escuchame, mañana cuando salga del trabajo, apenas pueda, voy a ir hasta la casa de tu maestra y le voy a decir lo que pienso. Te lo prometo. Esa mujer se volvió loca. Sos valiente por contármelo.

Y Juani se sintió valiente, por primera vez en su vida.

 

Lo que pasó

El día siguiente, 8 de septiembre, amaneció lloviendo, con el cielo pintado del gris más oscuro del mundo y el camino inundado. Los relámpagos iluminaban de a ratos, como finas líneas de plata que resquebrajaban el gris. Juani caminó hasta el colegio, saltando charcos y llenándose las zapatillas de barro. Cuando llegó, sus compañeros estaban en el aula, cada uno en su lugar, pero había un silencio que le pareció extraño. Gabriela entro detrás de él y lo miró, no con disgusto, sino más bien con indiferencia.

Sus nervios lo estaban matando, pero varios de sus compañeros se le abalanzaron encima.

Fueron pasando las horas, entre truenos, ejercicios de matemática y gráficos de biología. Juani se sentía observado, nervioso, pero supuso que después de la pelea del día anterior, todos querrían mantener un perfil bajo. Miradas que iban y venían viajaban por el salón entre los chicos, como mensajes en algún código secreto. “Mi mama arreglará todo hoy”, pensaba, cerrando los ojos y repitiéndoselo para adentro como un mantra.

Pero su madre no pudo arreglar nada. Por lo menos no antes de que fuera demasiado tarde.

—Hoy te vuelve a tocar a vos, Juan Ignacio —anunció Gabriela, con un tono de voz calmo que escondía algo podrido.

—Pero si yo no hice nada —se quejó él, levantando los brazos, como si lo estuvieran apuntando con un arma imaginaria.

—Vos siempre hacés algo —le contestó Milena, mientras sus amigos se reían a carcajadas, intercambiando muecas burlonas.

Juani amagó a salir corriendo, sus nervios lo estaban matando, pero varios de sus compañeros se le abalanzaron encima, llevando su cuerpo flaquito hacia las escaleras, empujándolo bruscamente hacia arriba hasta llegar a la terraza, seguidos por el resto como una ¿procesión? Estaban todos empapados, gritando eufóricos “¡que salte!”. Juani estaba cada vez más arrinconado cerca del borde, el corazón le latía como loco y lo rodeaban brazos que intentaban agarrarlo, risas que lo aturdían, mientras él intentaba tirar piñas y cerraba los ojos cada vez más fuerte.

“Siempre necesitás llamar la atención, ¿no?”, escuchó que una voz le decía, con bronca, con el calor de un incendio que le deseaba la muerte. Cuando levantó la mirada, vio a Gabriela, parada cerca de la puerta de la escalera, observando desde allá la escena con esa misma indiferencia de antes, sin hacer nada, pero sin dejar de mirar. Por un segundo, le pareció que sonreía. Eso fue lo último que Juani vio antes de que lo empujaran al vacío.

Desde arriba se pusieron a mirar su cuerpo, que se retorcía con brazos que iban para un lado y piernas que iban para el otro, acostado sobre un charco de sangre, que se diluía con el agua de la lluvia, sobre la tierra húmeda. Esta vez, Juani ya no gritaba.

 


 

Viernes 8 de septiembre de 2004

Pueblo chico, infierno grande

Niño queda paralítico luego de haber caído del techo de un colegio en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Habría más personas involucradas. ¿Los demás niños participaron del hecho? La policía ya comenzó a investigar en el lugar.

Ahora en Arroyito reina el silencio. Nadie sabe qué decir.

Daniela D’Amico
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