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Bailoteo

martes 3 de noviembre de 2020
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Cuando papá le pega a Julio a mí se me nubla un poco la vista. No sé por qué ocurre, pero sé que el tiempo pasa diferente y que los ojos no me enfocan bien. El cuarto siempre está muy lleno de polvo, pero sé que eso no tiene nada que ver. Duermo todas las noches sobre ese polvo, que cubre mi almohada y me cubre a mí, pero es cuando veo que papá le pega a Julio que siento que se me nubla la vista.

Sigo mirando, fijamente. Intentando volver a la fantasía, acompasarme de nuevo, rescatar la sincronía, la conexión.

Ya Julio no grita, no canta. Antes intentaba librarse de la golpiza con argumentos, pero en algún momento dejó de intentarlo. Hay algo fascinante en verlo recibir trompadas como quien habla por teléfono. Pareciera que incluso le aburre. Yo me quedo viendo, a él no le importa. De pronto me mira, pero sus ojos no me dicen nada. Es alucinante. Se trata de mí mismo, devolviéndome la mirada, sin curiosidad alguna. Me veo a mí mismo en medio de la golpiza y siento el dolor en cada una de mis vértebras. Oigo el choque de huesos y piel contra más huesos y piel y, así, automático, siento el calor en la quijada, el hombro, el estómago. Me llega el olor de la sangre y sé a qué sabe. La pequeña masacre se vuelve una especie de baile, adquiere un ritmo propio, una cadencia, una sucesión de turnos. Golpe, silencio. Golpe, silencio. Cada vez los silencios son más cortos, y la música se vuelve golpe, golpe, golpe. Es una batería furiosa.

Y yo bailo. Todo mi cuerpo hormiguea y dentro de mi cabeza bailo, presiento y sé cuándo viene el próximo impacto, cuándo vienen todos los demás y cómo es la melodía completa. Las vísceras, el corazón y cada poro transpira al mismo compás. Lo sigo todo con mis ojos y mis oídos, dentro de mí, y también estoy ahí afuera, participando con mis silencios que cada vez son más callados, más tímidos. Verme bailar así es otra cosa, totalmente. Sólo que no soy yo. No se trata de mí. Las hormigas salen corriendo y sólo quedo yo ante la visión estéril de papá reventando a patadas a alguien que no soy yo.

Que no soy yo.

Y no tiene sentido. En ese instante comienzo a ahogarme dentro de mí mismo. Me quiero ir, pero no puedo. Aunque ya no me interesa, no me voy. Y sigo mirando, fijamente. Intentando volver a la fantasía, acompasarme de nuevo, rescatar la sincronía, la conexión, sacar a Julio de sí y meterme yo ahí. Seguir bailando…

 

Roberto no solía alzar la voz. Julio lo sabía, pero, siempre, especialmente en esos momentos, una parte de él se preguntaba por qué su hermano se quedaba allí, de pie, junto al umbral de la puerta, simplemente observando, sin hacer absolutamente nada, la mano reposando junto al marco, siguiendo con la mirada los puños de su padre, e inconmovible ante cada impacto de éstos sobre la piel, los músculos y los huesos de Julio. Verlo allí, distinguirlo entre la bruma de su vista nublada, le producía una sensación extraña, pero ésta le permitía huir por un momento del dolor. Se imaginaba que se trataba de él mismo, que había logrado salirse de su propio cuerpo y que su padre asestaba golpes fútiles a un saco vacío. Que ese saco ya no se trataba de él, que él realmente estaba donde estaba Roberto, como si Roberto no existiera, como si no fuera simplemente el gemelo que contempla inmóvil, sino que en ese momento es Julio, y el Julio que sangra no existe, es sólo una carcasa, es sólo una ilusión para permitir al padre su momento de desahogo, sin hacer daño a nadie.

Si Julio no tenía siquiera la fuerza para defenderse, menos la tendría Roberto para detenerlo.

Es que Roberto no alza nunca la voz.

Julio tenía también otra fantasía, reservada para estas ocasiones: Roberto, de pronto, se abalanza sobre el padre y lo separa de él. La visión lo emocionaba, porque nuevamente Roberto se convertía en una proyección de él mismo, él mismo como salvador, fuerte, valiente, un poco como un superhéroe. Cómo le gustaban a Julio los superhéroes. Los golpes, verlos venir, sentir su impacto, escuchar su ruido seco, y el sabor de la sangre en su lengua siempre lo hacían sentirse un poco superhéroe, un poco como en la escena final de la película, cuando el paladín está ya muy débil, ya por darse por vencido, ya a la espera de la muerte, pero en realidad acumulando fuerzas y conjurando energías para ese último puñetazo, esa última patada que lo salvará a él y, así, al mundo.

Roberto sabe que si se mete va a ser peor.

Estaba seguro de que su padre, en el momento, no distinguiría entre uno y otro. Que, en medio de la lluvia de palmas cerradas, Julio y Roberto se presentarían como una simple duplicación del culpable, que en el momento no recordaría que fue Julio quien olvidó contar el vuelto, o que a Roberto siempre lo perdona cuando le ocurren esas cosas. Simplemente seguiría cubriéndolos de golpes, impregnándose cada vez más de sudor espeso y sangre ajena, tomándose la presencia de los dos como una adorable alucinación, como una generosa ampliación de su blanco. No tenía ningún sentido que lo intentara. Si Julio no tenía siquiera la fuerza para defenderse, menos la tendría Roberto para detenerlo. Era mejor así, mejor esperar, mejor disfrutar el sabor oxidado en la boca, el anclaje mental que no permitía a la mente merodear hacia el dolor, sino pavonearse en la adrenalina, en la anticipación de la victoria. Sólo sobrevivir cada día era la mayor victoria para Julio. Recostarse en el catre con todos los huesos doliéndole lo hacía sentir el superhéroe más poderoso.

Pobre Roberto.

Lorena González Di Totto
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  • Bailoteo - martes 3 de noviembre de 2020

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