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Una noche en el puerto

sábado 21 de noviembre de 2020
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Una noche en el puerto. Quizá unos días. Llegué únicamente con una mochila gastada por mi ir y venir. Dentro, cargaba con un par de pantalones de mezclilla, cuatro camisas y un cuaderno cosido a mano, con el estilo de libreta-cartera. Ese librillo pareciera cual diario de anécdotas y aventuras. Salí un veinticinco de abril, sin rumbo establecido, pero con una meta clara: Acapulco. Acapulco, aglomeración de voces y secretos, “lugar de cañas grandes”, de las que resultan de la cosecha del maíz. Ciudad de los reyes, Perla del Pacífico.

Aún recuerdo las historias musitadas por la boca de mi madre, a la par como ahora escucho los susurros de la brisa. Que si fulanito vino a pasar su luna de miel, que si aquel ya grabó no sé qué película por aquí, que si mi padre escuchaba la nueva canción inspirada en el puerto, ya fuese de Presley o Juan Gabriel.

¡Cuántas veces no la escuché decir que daría cualquier cosa por pasar una noche en el puerto! ¡En cuántas ocasiones no imploré al cielo por un milagro! ¡Cuántos días, años, estuve pidiendo la oportunidad de traer a mi madre por estas playas!

Mi jefecita estaría encantada de deleitarse con una comida así, y no sólo con la sopa, huevo y tacos de sal que nunca le faltaron.

De la mente no puedo sacar el anhelo de su mirada por conocer Acapulco, su deseo por recorrer la Avenida Costera Miguel Alemán con sus rascacielos, como esos que salen en las películas con miles de ventanas de cristal, y palmeras en los pabellones. Avenida de 1949, arteria y corazón: hoteles, turismo, tránsito, historia, todo se encuentra en ella.

Mas, ahora, sin saber cómo, con un hueco en el pecho y un vacío en la mirada, he llegado. Esta avenida me recibe y las playas me esperan. No importa qué tan largos o qué tan cortos sean los pasos de mi recorrido. Aquí, en el bolsillo derecho de mi pantalón, traigo conmigo una foto de mi madre. Húmeda, como su mirada al ver que no todos los sueños se hacen realidad; maltratada por el largo camino, como su cuerpo por tanto trabajar; rota, pero íntegra, al igual que su carácter.

Me encaminé desde Guadalajara con cien pesos en el bolsillo, ya sólo me quedan tres y un chicle de bolita azul cerúleo, como las aguas que se divisan en el mar. Mi estómago comienza a gruñir cada vez más fuerte llamando la atención de los transeúntes y de los turistas que se encaminan, como yo, hacia el Acapulco Náutico.

Mientras vago por las calles del centro de esta hermosa ciudad, percibo una serie de olores tan distintos que me abren el apetito cada vez más y más. Platillos típicos de la gastronomía mexicana: pozole, tortas, sopes, enchiladas, tacos, mole poblano y tamales.

No obstante, al pasar por afuera de un local de comida típica logré distinguir un platillo desconocido para mí y mis pupilas gustativas. Don Mateo, un viejo de unos setenta y cinco años, salió a la puerta y me interrogó: “¿Se le ofrece algo, joven?”. Su voz era ronca y firme, así como las canas que habían conquistado todo su cabello. Yo sólo reaccioné sonriendo y preguntando qué era aquel guiso que llamó mi atención. El anciano procedió a hablarme de una combinación exótica de distintos elementos: pedacitos, piel y manteca de cerdo calentados a fuego lento con especias en una olla de barro.

Me ofreció a pasar y tomar asiento. No pude acceder, no tenía dinero ni para pagar un vaso con agua natural. Sin embargo, saqué mi cuaderno y anoté aquel descubrimiento: relleno guerrerense. Estoy más que seguro, mi jefecita estaría encantada de deleitarse con una comida así, y no sólo con la sopa, huevo y tacos de sal que nunca le faltaron.

Seguí con mi camino. Las calles estaban pavimentadas; había distintos edificios, unos denotaban lujo, otros, pobreza; grafitis en algunas cortinas de locales abandonados, letras sin sentido dibujadas con aerosol negro; casitas y negocios con tejado de láminas. Si miraba a mi derecha veía distintas construcciones, si observaba a la izquierda, también. Quizá, y sólo quizá por eso, es la sexta metrópoli más poblada en el país.

De repente, sin saber cómo, terminé en unas calles que se parecían a la zona zapatera de la otra perla, la Perla Tapatía. Había muchos locales abandonados, otros con los cristales rotos. Noté basura en las calles y uno que otro charquito con agua sucia que se acumulaba junto a las aceras denotando el hedor a orines y putrefacción.

Al fondo de la calle percibí un letrero que decía “Novias”. Me dirigí hasta él y me dispuse a ver por el aparador. Ropa de miles de colores. Verde, negro, azul, morado, rojo, blanco, gris, turquesa… Me sorprendí. En mi mente imaginaba toparme con el local ordinario de vestidos de boda y no con una tienda tan diversa en la que hasta mamelucos colgaban de las paredes.

“Hola”, un escalofrío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Aquella voz jugaba con los sonidos más delicados que hubiese escuchado en toda mi vida. Fue la primera vez que la vi. Paulina, mujer de piel morena, olor a café tostado. Robusta y alta, piernas bien torneadas, cadera definida. Ojos avellana oscuro, grandes e hipnotizantes. Cabello largo y ondulado cayendo por su espalda, por sus hombros. Dama con belleza afromexicana.

Una de sus manos se posó en mi mejilla, acariciándola rápidamente. Al analizarla un poco, supe a qué se dedicaba. Le sonreí y negué con la cabeza. Abrí mi mochila, le mostré el contenido que cargaba en ésta. Posterior, saqué mi cartera, le mostré los tres pesos que me quedaban y el chicle. Ella, sin pensarlo dos veces, tomó la goma de mascar llevándola a su boca. “Menta”, pronunció con voz baja y sonriendo me sujetó la mano.

La seguí por una serie de calles y pasadizos hasta que por fin llegamos a lo que parecía el estacionamiento de un edificio en obra negra. Entramos; me presentó a sus amigos, quienes me ofrecieron algo para comer, unos frijoles refritos con tortilla.

Finalmente, Paulina me invitó a sentarnos lejos de los chicos que ahí vivían.

—Bien, ¿cómo te llamas y de dónde vienes?

—Soy Juan Rodríguez, vengo de Guadalajara, Jalisco.

—Pero ¿por qué te decidiste a venir aquí? —me miró interrogante y dudosa por la respuesta que le daría.

No necesito del dinero para vagar por el mundo. Siempre he creído que el hombre nació libre y es libre para buscar aquello que le haga feliz.

—Mi madre siempre tuvo la inquietud de conocer Acapulco. Cuando era niño, ella me contaba un sinfín de cosas del puerto. Recuerdo que hacía mucho hincapié en que le gustaría venir en época de primavera para ver el color de las jacarandas.

—¿Tu madre falleció?… Lo digo por el tono melancólico con el que hablas de ella…

—Sí, murió hace unos meses. Por eso quise venir, creí que al hacerlo podría reencontrarme de alguna manera con ella. Siento que mi jefecita puede estar vagando por aquí, ahora que su alma es libre para volar a donde desee.

—Me parece una razón muy dulce de tu parte querer venir sólo para cumplir uno de los deseos de tu madre. Pero ¿cómo le hiciste para llegar hasta acá sin dinero?

—No necesito del dinero para vagar por el mundo. Siempre he creído que el hombre nació libre y es libre para buscar aquello que le haga feliz. Me encaminé de mochilero, entre aventones y caminatas a lo largo de las carreteras, logré llegar. Mira —le mostré mi cuaderno, donde además de palabras inconclusas guardaba uno que otro retrato de pasajeros igual que yo—, con estos dibujos he estado sobreviviendo en más de una ocasión. Mi mayor anhelo es convertirme en un pintor. Uno conocido, porque artista ya soy. Entonces pensé que, al llegar aquí, a lo mejor y no sólo hacía realidad el sueño de mi madre, sino que también el mío.

Paulina simplemente asintió con la cabeza y me regaló su más bella sonrisa. También procedió a explicarme que ella provenía de una de las familias más antiguas de Acapulco. Sus antepasados pertenecían a los primeros hombres negros que habían conseguido su libertad y que habían escapado de Taxco.

Eso me intrigó bastante, al igual que el tatuaje que ella traía en la pantorrilla, el escudo del municipio. Unas manos claras y otras oscuras que destruyen un carrizo de maíz. Para ella lo más importante era eso, el simbolizar que todos eran iguales y trabajaban de la misma manera para conseguir sus ideales. Aunque en la realidad todo era muy distinto. ¡Mi México, diría yo!

Después de nuestra amena charla, me invitó a la playa La Condesa, donde al parecer ella tenía unos amigos. Subimos a un camión que nos llevó directo. Por las calles por las cuales pasamos alcancé a ver una gran diversidad frutal: mangos, cocos, plátanos, tamarindos. Uno aquí podría vivir de los árboles que se ven en la urbe con sólo estirar el brazo y recoger el fruto.

En escasos minutos arribamos a la playa. Lo primero con lo que me crucé fue el Farallón del Obispo. Una rara elevación rocosa que sobresalía a la mitad del mar como una pequeña isla. Paulina percibió mi inquietud y me contó la historia del gran diluvio, la leyenda que giraba en torno de esa roca.

No le di mucha importancia. En ese momento lo que yo deseaba era tomar un baño en el mar. Saltar y nadar un poco. Convertirme en uno solo con el agua salada que golpeaba la orilla continuamente.

Seguí contemplando mi alrededor. Estas playas tenían una arena mostaza que brillaba con el atardecer. Miles de sombrillas azul con blanco violaban la naturaleza de esta tierra creada para la admiración de los hombres. Por aquí y más allá había un montón de toallas tendidas en el suelo siendo ocupadas por una diversidad de gente: chaparros, altos, regordetes, flacos, morenos, blancos, greñudos y calvos. Pareciera que se tratara de una plantación de hombres. Así como de la torre de Babel surgieron todas lenguas habidas y por haber, en estas playas nacieron todos los tipos de hombres que existen y existirán.

—¿Quieres? —Paulina me sacó de mis pensamientos, en su mano derecha tenía un cigarrillo de marihuana encendido y en la izquierda una ampolleta de tequila.

—Quisiera es saber qué es lo que estás pensando. Tienes una mirada triste. Vagabunda, por no decir que errante.

—Ya déjate de tonterías. ¿Quieres o no?

—Me gustaría pintarte esta noche.

—Y yo quiero perderme con el mar. ¿Pero eso es posible?

—Tal vez. Yo creo que esta será mi única noche en el puerto.

—¿Por qué lo dices?

—No lo sé, desde que puse el primer pie en la ciudad es como si tuviera un vago presentimiento de que aquí terminará todo.

Paulina calló. Hundió su mirada en la profundidad de las aguas. Bebió unos tragos de tequila y me tendió el cigarrillo. Luego, desapareció igual como había llegado, con el eco de un sonido indefinido, el grito del viento.

Escuché que gritaban mi nombre. Pese a esto, no quería despertar. En esta tierra olvidaba el pasado nostálgico al lado de mi madre.

Caminé por la orilla de la playa hasta encontrar un lugar alejado de la multitud. Inhalaba y exhalaba el elixir de la inspiración. Ese churro estaba realmente bueno. Lo comprobé cuando todo mi cuerpo se relajó, olvidando el augurio de la muerte. Me senté en la arena y la tomé entre mis manos, dejando que se deslizara lentamente. Simulé ser un reloj, marcar las horas. Anunciar el comienzo de la vida, dar término a otra.

Se hizo de noche. No me tocó presenciar la luz de la luna. Lo único que se apreciaba era la luz de los hoteles y restaurantes. A lo lejos veía cómo los turistas se contentaban con la adrenalina de fingir un suicidio (sin tener el valor para cometerlo) con el salto de bungee. Otros más evadían su realidad entre gritos y danzas peculiares en las discotecas.

¿Qué más daba una noche con un o una desconocida? Acapulco era la famosa tierra de los deseos desatados. Unos venían a liberarse, algunos a deleitarse con el libertinaje de los otros, y yo, yo llegué con el anhelo de perderme.

Escuché que gritaban mi nombre. Pese a esto, no quería despertar. En esta tierra olvidaba el pasado nostálgico al lado de mi madre, dejaba a un lado mi inquietud por el futuro. Simplemente estaba sumergido en un presente sin comienzo y sin final.

Paulina llegó a donde me encontraba; con el pie intentó moverme. Así hasta que me vi forzado a abrir los ojos. Al hacerlo, me encontré con una fogata y un montón de chicos bebiendo y cantando mientras acompañaban el toque de la guitarra.

Era más que cierto que ya no recordaba ni quién era ni por qué había venido a este lugar. En el puño de mi mano apretaba con fuerza la foto de mi madre, en silencio lágrimas se escurrían por mi cara hasta llegar a la barbilla. Estaba llorando lo que por vergüenza había callado en el entierro de mi madre.

Paulina, al ver esto, se aferró a mí como el silencio lo hacía desde que tengo memoria. Me abrazó y se colgó de mi cuello. Su piel me quemaba, me invitaba a arder en deseo. Poco a poco se fue separando y corrió hacia el mar. Se sumergió en el agua confundiendo las gotas de sudor con las olas de la madrugada.

Aquella imagen debilitó mis fuerzas. Con gusto hubiese aceptado ser su esclavo, el fiel servidor de esa mulata. Busqué mi mochila, saqué mi cuaderno y me puse a dibujar con la ayuda de la luz naranja y humeante que brindaba el fuego. Quería grabar en el papel y con el grafito lo que con mis dedos no podía. Necesitaba apropiarme de la imagen de esa extraña mujer.

Hice varios bocetos. En algunos delineaba el contorno de su cuerpo bajo alguna palmera. En otros la figuraba como una bella sirena que cantaba a la altamar. Y en un último dibujo tracé, entre sombras, la imagen de un hombre tímido, pero que con mirada exorbitante se apoderaba de ella en totalidad; era Manuel. Un amigo que Paulina me había presentado a la hora de la comida.

Eran apenas las tres de la madrugada. Se escuchaba uno que otro sonido de las canciones que alegraban las discotecas. Mis nuevos amigos habían levantado sus casas de acampar y yacían durmiendo al fondo de éstas. Yo ya no podía dormir.

En mi interior latía constante el sonido de la voz de mi madre invitándome a unirme a su encuentro. En mis manos sostuve su retrato, pequeño papel arrugado a punto de romperse. La tinta estaba desparramada por sin ningún lugar. En el fondo tenía el temor de que mi memoria fuera igual de efímera e inconstante como ese trozo de papel.

Estaba a punto de forzarme a recordar una imagen nítida de la cara de mi madre, cuando en el cielo una lluvia de rayos y centellas se hizo presente. Gotas de agua comenzaron a atacar con furia. El viento no silbaba, demandaba a gritos la tempestad. Las olas subían, aplastándose unas a otras.

Allá, al fondo, Paulina y Manuel se disputaban por ver quién llegaría primero a la orilla. Lo supe en ese instante, mi mejor pintura no la haría con una pluma y un cuaderno, sino con mis ojos y el temor de mi pecho. Las noticias habían pronosticado la llegada de un huracán y una tormenta, iguales de fuertes que Manuel, pero más desastrosos que Paulina.

Habían ordenado desalojar la zona costera desde Barra Vieja hasta Pie de la Cuesta. Acapulco Náutico, Acapulco Dorado y Acapulco Diamante, pequeños chiquillos asustadizos por la naturaleza descontrolada. Los hoteles, Hilton, Pierre Marqués, El Presidente, Las Brisas, El Cano, El Ritz, Paraíso Marriot…, se habían quedado sin un alma en su interior.

La Mega Feria Imperial Acapulco había sido cancelada. Ni el entretenimiento, exposiciones, cultura o gastronomía valdrían más que mis acciones. Yo llegué para ser recordado, a quedarme en la boca de los inocentes y en la memoria de los moribundos. El nuevo ciclón arrasaría con todo y llevaría mi nombre: Juan.

Debía unirme a la tempestad que el puerto de Acapulco tenía preparada para mí. No lo pensé ni un segundo más. Corrí mar adentro.

Mis lágrimas eran tormenta. Mis gritos eran vientos encontrados. Todos mis sentires se convirtieron en uno solo. Esa noche podría fingir ser gaviota, paloma, pelícano o garza. Podría ser una pequeña llovizna como las que se esperan en marzo, o podría ser la tormenta más recordada de un septiembre. Era cuestión de azar, la probabilidad entre lo que puede ser y lo que podría acarrear.

Paulina me gritaba, imploraba que la siguiera. Ella estaba ahí, en la orilla del mar. Su piel se tornaba en parte plateada por el chocar de la luz de los rayos de la luna sobre sus poros. Se le notaba asustada, preocupada por un porvenir que ni siquiera adivinaríamos. ¿Para qué aferrarse a un futuro?, ¿para qué correr tras un pasado?, ¿por qué no tomar el presente, estrujarlo, destrozarlo completamente?

Ella no lo comprendía, pero yo lo sabía desde el primer segundo. No importaba qué tan lejos corriese, ese era mi destino, debía unirme a la tempestad que el puerto de Acapulco tenía preparada para mí. No lo pensé ni un segundo más. Corrí mar adentro, conmigo llevé mi cuaderno y lo que quedaba del retrato de mi madre.

Esa noche comprendí lo que era ser golpeado por las olas del mar. Sentí el agua helada adentrarse hasta lo más recóndito de mi alma. La sal del mar y la de mis lágrimas entrelazaron sus caminos, me bañaron y bautizaron con la tinta de la desgracia, aquella que jamás borraría.

Yo nunca había sido feliz, ni nunca lo sería. La vida se resbalaba por mis poros, equívoca, intangible, desconocida. Mis dibujos eran el reflejo del buscar, devenir y olvidar la cotidianidad que me cubría desde que tenía memoria.

Hoy no fue el único momento en que con el rugir del hambre me encontraba mendigando las sobras de rincones desconocidos. Recorrí calles, callejones, avenidas, toqué a la puerta de hoteles, villas, restaurantes, comercios en general.

Entré en sus mentes con los chillidos de la desesperación, con el golpear de un viento que quebraba ventanas, que doblegaba los árboles más robustos y desaparecía en un infinito inteligible para cualquier criatura.

Manuel sujetó entre sus brazos a una Paulina que gritaba mi nombre a más no poder. Juan. Juan. Juan. J-U-A-N. ¡Juan! Juan no era yo, Juan era el nombre que me daban, su manera de tratar de entenderme. Era una palabra que delineaba un contorno, pero que olvidaba un significado indiferente al pensamiento humano.

Junto a Paulina y Manuel, unas hojas dibujaban el futuro, pequeños trazos de líneas confusas que en conjunto me llevaban a las entrañas de la naturaleza. Eran un recuerdo de lo que quedaría de un cuaderno de desilusiones, de un viaje mochilero a la muerte y desgracia.

Las sirenas sonaban a todo volumen. Personas desalojadas y llevadas a los albergues más cercanos. El cielo seguía llorando; tres días, dos noches. Montes que desprendían mares de lodo. Rocas que crujían como tamboras del Apocalipsis. Rocas, piedras, rocas que cercaban caminos. Adiós a la Autopista del Sol, pausa en las carreteras federales 95 y 200. La peor desgracia de los hombres es mantenerse rutinarios e inmóviles. Atrapados, acorralados en lo desconocido e incontrolable. Cuando no hay mucho por hacer, abrir los brazos a la muerte y cerrar los ojos a la vida.

Acapulco, llegué a Acapulco y en Acapulco deseaba hospedarme. Quería embriagarme con sus bebidas dionisiacas, entregarme a los bailes de media noche y a los amaneceres en cama de una joven hermosa o un chico misterioso. Quería oler la fragancia de una colcha recién tendida a la espera del siguiente huésped; inhalar el hedor de la brisa del mar en un anochecer solitario.

Necesitaba jugar entre pinceles, lápices, fotografías, tatuarme el recuerdo de las palmeras, el grosor de los andadores, de las nubes acechando las tardes del mes de diciembre. Llevar de un lado a otro la belleza de un nunca más.

Mirar de aquí para allá y, de allá para acá. Deleitarme entre los lagos del parque Papagayo, apoderarme de El Veladero y descansar en La Reina. Tornarme verde, resonar como eco animal.

Mi madre, cuya naturaleza agobiada resurgirá a través de mí, de la fuerza latente en mis venas. Plasmaré todo lo que ella no pudo. Guardaré en mi pecho los estragos de turistas y ciudadanos, hablaré de sus noches en vela bajo la luz de las estrellas.

Mi lápiz tomará nota del coatí, tlacuache, ardilla, pecarí y venado de cola blanca, todo animal que aquí haya sido masacrado. Resurgirán de las cenizas los muertos asesinados: niños, niñas, mujeres y hombres.

Era un sudor helado, el sudor de un temor profundo. El miedo a lo desconocido.

Soplaré con ánimo, hasta que me escuchen, hasta que recuerden lo sucedido en estas tierras. Mis pulmones habrán de sofocarse esta noche. Sangraré y regaré los cultivos, los hombres se reunirán a hablar de mi nombre, de mi madre.

—Juan, ¿estás bien?

Mis párpados se sentían tan pesados que abrirlos me resultaba una tarea casi imposible. Traté de levantarme, pero mis huesos crujían, mis músculos dolían como si hubiese peleado con alguien a puños y piedras. Pese a todo, abrí los ojos y me senté en la arena. A mi alrededor todo daba vueltas, no tenía el mínimo recuerdo nítido de lo sucedido una noche atrás.

Manuel estaba nadando mar adentro; junto a él, los chavos de la noche anterior. Mientras tanto, Paulina estaba sentada al lado mío acariciando mi cabello; su mirada giraba entre una ternura maternal y un cariño de amante.

El sudor poco a poco fue posicionándose en mi rostro y en todo mi cuerpo. Era un sudor helado, el sudor de un temor profundo. El miedo a lo desconocido. Mi respiración comenzó a hacerse cada vez más lenta, mi pulso se aceleraba sin control alguno. ¿Qué estaba pasando?, ¿quién era yo?, ¿qué pasó con todo lo que había sucedido?

Paulina comprendió que algo no estaba bien. Se puso de pie. Sobre sus piernas y a lo largo de su cuerpo la arena hacía figuras imprecisas de lo que pretendía ser una obra de arte.

—Lo recuerdas, ¿cierto?

—¿Recordar qué?

—El secreto que te conté en la noche. ¿Es por eso por lo que no deseas hablarme?, ¿te enojaste?

—¿Secreto? ¿Cuál secreto?

—Juan, yo no quería traerte conmigo. Tú sólo te aferraste a un amor o una atracción no correspondida. No deberías estar aquí…

—¿A qué te refieres?

—Yo no puedo ser nada para ti. Mi vida está entrelazada con la de Manuel, es el único que me comprende, yo lo amo con todo lo que soy, no pienso cambiarlo por nadie más.

—Pau, yo no soy nadie para obligarte a sentir algo que no deseas… pero, ¿por qué me dejaste pintarte anoche?

—Tal vez necesitaba que alguien recuperara mi recuerdo. No lo sé, me sentí importante, algo que no sucedía hacía tanto tiempo. ¿Recuerdas lo sucedido el nueve de octubre del noventa y siete?

—Es la fecha de mi nacimiento…

—Es el día en que yo decidí nacer y morir. No te aferres a lo visible e inconstante. Yo ya hice historia, y tú también la harás, sólo es cuestión de que huyas de mí.

—Estoy seguro de que te he tocado, te he sentido. ¡Vámonos juntos, Paulina!

—Tú no me tocaste, yo te toqué. Y, al hacerlo, te he lastimado. No quiero que pase de nuevo.

Daban las nueve de la mañana en punto. Afuera, por la ventana de aquella habitación, la vida brotaba entre cadenas de personas, el rugir de motores y la risa de turistas. Las fonditas abrían sus locales, brotando de sus adentros los olores más exquisitos.

Unos llegaban y otros abandonaban sus habitaciones de hotel. Mas, el resuello de las voces y el crujir de los sentidos siempre estaban presentes. Por cualquier lugar que miraras verías jóvenes riendo y disfrutando de un día en las playas: fumando, bebiendo, cantando, bailando.

Hoy era un día común y cualquiera, el sol se había puesto desde unas horas antes, anunciaba un pasar del tiempo caluroso y quizá agotador. Hoy daba comienzo la Mega Feria Imperial. Los boletos estaban agotados.

Vendrían distintos grupos y diferentes personajes reconocidos. Habría fiestas por doquier, alcohol, sexo y drogas, como dirían por ahí. Mujeres luciendo sus cuerpos con los bikinis más coloridos que uno pudiera imaginarse. Los hombres caminarían de un lado a otro, luciendo su figura, otros sus riquezas, tratando de seducirlas, llamando su atención.

Juan la miraba atento. En el fondo él sabía que conocía a esa mujer.

Ancianos se postrarían en sus sillas a observar el espectáculo de una juventud ya pasada, algunos recordarán viejas aventuras, otros cantarán el anhelo de haber estado aquí en tiempos tempranos cuando el cuerpo aún respondía a los instintos carnales.

No obstante, adentro de aquella habitación, Juan estaba tendido en su cama. Suspiraba y gritaba, imploraba que Paulina lo llevase con ella. Tocaron la puerta: toc-toc. Él salió sobresaltado de sus pensamientos, en la cama se colocó en posición fetal meciéndose en todas direcciones y a la vez en ninguna.

La enfermera entró en el lugar, en su mano cargaba un frasco de zotepina de cincuenta miligramos. Saludó a Juan y lo obligó a tomar el medicamento con la ayuda de un poco de agua.

Juan la miraba atento. En el fondo él sabía que conocía a esa mujer, aunque en ese momento no supiera de quién se trataba. Ella le preguntó cómo estaba, él simplemente procedió a narrar lo sucedido. La enfermera anotó unas cosas y cerró la frase con un: “Juan, ya habíamos hablado de eso. Tu madre murió ese nueve de octubre con el huracán Paulina, cuando vino de vacaciones. Tú viniste a conocer el lugar donde había muerto tu madre, pero cuando llegaste azotó la tormenta Manuel. A partir de ahí has tenido distintas alucinaciones. Si tan sólo hicieras un esfuerzo por no enloquecer; ahí afuera tienes una familia que te espera”.

Esa sería la última vez que Juan escucharía la misma historia. La última vez que soñaría con Paulina. Con la sábana de su cama y una columna que servía de base para sujetar el techo, él se quitaría la vida para unirse a su madre.

Maleni Cervantes
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