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La dama en las sombras

domingo 27 de diciembre de 2020
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Del otro lado de Londres la venganza surge contra mí. Una hermosa mujer de treinta años baja del carruaje y accede a una residencia que frecuento. Le sirven té en la misma vajilla que uso; mientras aguarda en el salón por un hombre familiar…

Has regresado. Me pareció verte en Cranbourne Alley, probándote un sombrero de plumas. Paré en seco frente a la vidriera para repararte de espaldas: tu estrecha cintura de cristal, tus largos rizos. Quise entrar al negocio, pero limitó mi acceso un tumulto de mujeres alborotadas por el anuncio de rebaja de precios. Cuando ingresé, no pude encontrarte. Le pregunté a la vendedora por ti pero me miró sorprendida, encogiéndose de hombros.

Seguí a casa, confundido, con una botella de whisky bajo el brazo. Debía concluir un retrato del doctor Enmanuelle Badja, que a duras penas logré materializar en los tres meses posteriores a tu entierro. Sólo faltaban algunos toques de luz, y pretendía terminarlo lo antes posible para volver a recostarme al sillón y consumir la mayor cantidad de bebida.

Admiro la pureza del fuego de la chimenea junto a mis libros; hasta hace poco contuve el deseo de incinerarlos uno a uno.

Pero, ¡qué diantres! no vi aproximarse el coche. Los fieros sementales me derribaron entre coces, sobresaltados. La botella de whisky se hizo una constelación bañada sobre el suelo pétreo. Me llevé un brusco aguijonazo en el coxis y la mirada piadosa de los transeúntes. ¡Nunca me ha gustado la lástima! ¡Prefiero que me odien a que me compadezcan! Me incorporé balbuceando improperios, lamentando la pérdida de mi bebida.

Caminé con paso resentido por el dolor, que ya subía por la columna vertebral y punzaba los pulmones. Abrí la puerta. Puse el manojo de llaves sobre el desktop y el abrigo en la percha. Pronto, consumí el opio que derrotó el malestar al pie de la ventana, admirando la realidad fabricada de mis contemporáneos como a un lienzo en blanco.

De nuestro hogar queda poco. El papel tapiz ha comenzado a desgarbarse y las cortinas italianas que te enorgullecían parecen trapos apolillados. Despedí a los sirvientes. Enguacalé los lienzos —me recuerdan a ti y no puedo soportar mirarlos.

Ya no subo a las habitaciones, temo encontrar un recuerdo siniestro que devore mi humanidad. Me recojo dentro de este salón polvoriento. Admiro la pureza del fuego de la chimenea junto a mis libros; hasta hace poco contuve el deseo de incinerarlos uno a uno, como en un sepelio medieval. Pero… ¿cómo me despediría de Homero, de Voltaire, de Rotterdam, de Joyce? No me castigaré de esa forma. Soy egoísta, tienes razón.

Todavía eres una flor pálida, un fragmento de cuarzo en la recámara. ¡Malditas todas las mujeres de mi vida! ¡Maldita Jane por su carne! ¡Bruja! No debí partir esa noche… Esperabas que lo hiciese, ahora lo sé, querías concretar tu retorcido plan, ¡Elizabeth! ¡Ah!, te alimenta mi desconsuelo. ¡Esa es tu venganza!

Avivaré la chimenea por los dos; más por mí que por ti, porque tú poco sientes. Intentaré dormir en el viejo butacón, que detestas. ¡Esa es mi venganza, Elizabeth! Ya no sé si sueño o pienso, porque siempre sueño y pienso lo mismo.

Repaso cada acción de esa fatídica noche. Te imagino recorriendo el dormitorio de un lado a otro, con paso etéreo y vaporoso camisón, conferida al frío aliento lunar que, desde el balcón, cursaba el recinto.

Había cenado a las nueve, estimulado con la reaparición de Jane. Deseaba su febril entrega al pronto encuentro de mi cuerpo. Tu cena fue subida a la recámara diligentemente. Al despedirme, más por hábito que por placer, comprobé que no la habías probado. La sopa expelía un hilo aromático, intacta. Besé tu frente suave. Reposabas con la inoperancia de un lirio infertilizado. Ni siquiera me miraste, tus ojos parecían nubes oscuras.

Salí casi corriendo de la casa, para alejarme de tu silencio, del sacrificio matrimonial. Jane me esperaba en Tarlalette; nos gustaba la podredumbre del lugar y sus huéspedes, la clandestinidad y el desenfreno de la clase baja. Jane es un animal voluptuoso, con curvas rebosantes. Cada beso suyo es una ejecución, cada gemido un delirio —sí, Elizabeth, ¿me escuchas?—; Jane es una puta lujuriosa que disfruta que la hagan gozar.

Aguardaba en la habitación 23 completamente desnuda sobre el sillón, con las piernas abiertas. Me lancé a ella como un marinero a la mar cuando la embarcación se hunde. El sexo me tragaba completo y mordía sus labios hasta sangrar. Fornicamos en el balcón, contra el barandín, de bruces; sus cabellos negros colgaban como arriates florecidos. Deseaba que alguien te contara. Quería escandalizarte; pero a esa hora, la calle sólo está poblada de seres tan aberrados como yo.

Al despedirnos, ella murmuró su desprecio por ti, me alentó a terminar contigo, a escapar juntos. Yo respondí con un “pronto” sombrío y apresuré el paso hasta el bar de Leicester Square.

Pedí un escocés doble y apareció mi hermano William para tirarlo. Me había seguido desde el hotel, cuando por casualidad, nos vio despedirnos a mi amante y a mí. Estaba fuera de sí, con los ojos inyectados de una rabia que todavía no entiendo. Me llamó estúpido y me levantó por los hombros hasta la calle. Le di un puñetazo que lo hizo retroceder. Una hebra púrpura salió de su ceja derecha, pero la limpió con la manga del frac. Me dio la espalda y desapareció en la jungla lóbrega de la madrugada. Volví al bar para ahogarme hasta el umbral de la inconsciencia.

Regresé a las cinco, quería restregarte mi hedor, provocarte odio, ¡al menos odio, Elizabeth! porque ya no sé qué sientes por mí. Abrí torpemente el cerrojo de la entrada principal y me desvestí en el recibidor, amontonando la ropa sobre el piso. Tiré el bastón a propósito, sólo para hacer añicos tu jarrón chino. Era una bestia frenética que gritaba tu nombre dando traspiés en la escalera y arrasando los marcos al alcance de mi mano. Algunos cristales se hundieron en mis plantas, pero no me detuvieron hasta el corredor. Embestí tu puerta entre alaridos. ¡Abre, Elizabeeeth! Quería vulnerarte; demostrarte que soy hombre y bárbaro. El amor es dolor y el dolor es también placer.

No puedo marcharme con la incertidumbre de si estás viva, de si regresas para amarme o atormentarme.

Con el cuerpo excitado, busqué en el neceser la llave que abría tu puerta. Te castigaría. Ansiaba oírte pronunciar mi nombre entre violentos orgasmos. Iba a recuperarte.

¿Y qué hallé tras la puerta? ¡Maldita! Hallé tu naufragio en los mares del láudano. Tendida como una pluma que reposa, dormida en los confines de Tártaro. Junto a tu mano helada, estaba la cuna vacía de nuestra Rosie. Me apuntabas con una sonrisa para volarme el juicio y el poco amor que no te habías llevado. ¡Perra! ¿Cómo podías renunciar a nosotros?

Sacudí tu rostro. Lo besé. Tu cuerpo firme me apuntaló la piel y sin pensarlo, desgarré el camisón transparente. Te amo, Elizabeth, por favor, no me abandones —murmuré, lamiendo tu clítoris. Te penetré. No con la fuerza brutal que me dominó antes, sino con la ternura amasada por el matrimonio. Sentí la vagina apretada y húmeda, accesible a mis caricias, y los amplios pezones rosados colarse entre mis dedos. Me erotizó tu carne de papel y la perversión de profanarte, el contoneo de mi cuerpo sobre el tuyo inerte, a la luz tenebrista de una minúscula llama…

Todavía hoy no intuyo que debo hacer mis maletas y tomar el primer tren hacia cualquier parte. No puedo marcharme con la incertidumbre de si estás viva, de si regresas para amarme o atormentarme. Por eso, me dirijo a casa de tus padres. Ya oscurece y está cerrada. Vocifero tu nombre hasta que las luces en el interior se encienden.

—Váyase. No tiene nada que buscar aquí —grita tu padre en la ventana.

—Quiero hablar con Elizabeth.

—¡Elizabeth está muerta! ¡Tú la mataste, condenado!

—¡Elizabeth, Elizabeth, ábreme, necesitamos hablar!

—Usted está loco, Dante. ¡Loco! —cierra la ventana de un tirón.

Me alejo de la casa como un gato azorado, dando tumbos hasta el cementerio de Highgate. Evado al velador e ingreso al camposanto por el descomunal pórtico egipcio. Camino unas dos hectáreas entre la floresta y la zona boscosa que amilana las bóvedas y oculta las catacumbas. Por un segundo, me siento perdido, hasta que avisto el tejo que da sombra al panteón que mandamos a erigir para nuestra Rosie, con el vitral de la virgen que danza con sus niños…

—Dantee… Dantee —me llamas, pero no traigo las llaves del portal y no puedo entrar…

—¡Elizabeth! —musito, sujeto a la verja de rodillas, con los dedos enlodados, en una especie de venia inconsciente.

Eres una nube azul pálido que emana del interior y se aproxima. Puedo distinguir tus redondos ojos verdes y el encrespado cabello cobrizo entre los celajes de tu imagen. ¡Ven a mí! ¿Recuerdas los poemas inéditos que escondí en tu mortaja el día de tu entierro? ¿Te gustaron? Están todos dedicados a ti.

Sin embargo, una mano sobre mi hombro nos interrumpe y te desvaneces. Es mi hermano, William. Según él, ardo en fiebre. Me ayuda a incorporarme y caminamos hasta el carruaje, que nos conduce a su casa. El médico me indica barbitúricos para deshabitar mi memoria; aunque, entre los profundos adormecimientos del medicamento, juro haberte escuchado conversando con William sobre mí.

Luego de algunos días, regreso a casa para terminar el retrato del señor Badja. Preparando la paleta, compruebo disgustado que no me queda óleo negro; así que me pongo el abrigo nuevamente y salgo a comprarlo. Camino cuatro bloques hasta la tienda del señor Seruat. Su negocio no es el más desarrollado del comercio, pero lo prefiero porque el anciano me recuerda a mi padre Gabriele: como él, es un exiliado político y un héroe en su patria italiana. Tiene el mismo acento y posiblemente, son coetáneos. No compartí con mi padre todo el tiempo que hubiese deseado y saludar ocasionalmente al señor Seruat me reconforta. Además, nadie como él recomienda los mejores pigmentos. Alguna vez pude sentir que también me apreciaba con la compasión de un padre hacia un hijo descarriado.

Fue en la tienda del señor Seruat donde te vi por primera vez hace cinco años. Cargabas unos materiales junto a Millais —para quien posaste en su célebre Ofelia. Entonces, también quise hacerte mi modelo y pacté nuestro encuentro en el estudio para dos días después.

¿No te has olvidado? Nevaba en esa fecha, pero ante mi puerta, los últimos copos cayeron sobre tus crespos. Me dijiste que además de ser modelo vendías sombreros en Leicester Square en medias jornadas. Me negaste con timidez la posibilidad de hacerte un desnudo, aun cuando no es habitual que una modelo, con cierta experiencia de trabajo con artistas, se rehúse a posar desnuda.

Y yo perdí el rumbo. Quedé inmóvil ante tu encanto, deslumbrado por tu inteligencia y tu misterio.

Traías un sencillo vestido de lino y, en los guantes, bordadas tus iniciales con suave hilo. Tu piel recordaba los destellos de las catedrales góticas.

—¿Escribe usted? —terminaste mi ensimismamiento. Me percaté de que observabas el cúmulo de papeles sobre la mesa de la esquina y las ediciones únicas de Joyce.

—Sí —te contesté.

—No fui al colegio, mis padres me educaron —continuaste—. Mi madre, Eleanor, era una mujer humilde, pero mi padre, Charles, declaraba que los Siddall descendían de la nobleza… cuestión que a mí nunca me interesó. La primera vez que me sentí atrapada por la literatura fue en la cocina de mi casa.

—¿En la cocina?

—Sí, encontré en un periódico que se había utilizado para envolver un trozo de mantequilla un poema de Alfred Tennyson: “Ulises”. ¿Lo conoce?… Supongo ahí quedé prendada de la poesía.

Y yo perdí el rumbo. Quedé inmóvil ante tu encanto, deslumbrado por tu inteligencia y tu misterio. Simulé un trazo sobre el lienzo, pero en realidad estaba petrificado. ¿Quién eras, criatura hermosa? ¿Un pájaro lastimado, preso? —pensé.

Ahora llego a casa, cargado con el óleo y tu recuerdo. Percibo en la puerta un perfume que me remueve las fibras. Mi estudio está descompuesto: el closet abierto, despedazados los libros, el caballete caído, el lienzo perforado, los tubos de colores reventados sobre el piso, el butacón corrido hasta el pie de la ventana. ¡Qué fatalidad! ¿Quién sería capaz de semejante vandalismo? Un ladrón se llevaría algo, pero nada falta. Esto es una provocación —razono y me resigno sobre el butacón, con los codos apoyados sobre las rodillas… Dejo caer mi mirada al piso y descubro entre mis piernas, uno de tus guantes bordados.

¡No sé de qué forma lograste burlarnos a todos en tu entierro! ¿Por qué quieres destruirme? Camino nuevamente al cementerio para encontrarte y ¿a quién hallo a los pies del tejo, en uno de los laterales del panteón?… A Sorila, la gitana loca del pueblo. Escarba en la tierra, apurada.

—¿Qué haces, pordiosera? —le doy un brusco tirón por la manta acartonada, para separarla de mi terreno, como quien arranca la mala hierba.

—¡Los muertos quieren venganza, señor! —delira.

—¿Dé qué hablas?

—Tome —de sus manos rugosas deja caer un trozo de raíz a las mías—. Y se aleja por el bosque…

No sé por qué razones no boto aquel minúsculo trozo de madera inservible. Muy al contrario, lo envuelvo en mi pañuelo y lo guardo en el chaleco. Esta vez, no te escucho llamarme desde el interior. Sólo hay silencio. Así que me marcho.

Sin embargo, esta tarde no vuelvo a casa. A la salida de Highgate, William espera con unos hombres del hospital psiquiátrico de Bethlem. Ellos me atrapan con la camisa de fuerza y me ponen tras los barrotes del carruaje blindado.

¡Bethlem es un inferno, Elizabeth! ¡Si estuvieras aquí querrías morirte de nuevo! Estoy encadenado, por días, a una pared de ladrillos junto a otros infortunados, que gritan y balbucean. Ya no queda espacio en mi mente para divagar entre versos, porque mi cabeza se está yendo a otra parte.

¿Cómo es posible que un hombre como yo, nacido en cuna de oro, con libros publicados y cuadros encargados por “la flor y nata” de Inglaterra, termine sus días recluido en este asilo de enfermos mentales? ¡Nada de lo que te he hecho se compara a este castigo!

Para colmo, los locos nos hemos convertido en una atracción turística. Una vez al mes, por el módico precio de un penique, Bethlem abre a los visitantes, que nos miran como un espectáculo de circo. Unos traen bebida para emborracharnos y reírse de nosotros; otros —los peores— vienen con palos para azuzarnos.

He llegado a odiarte intensamente, hasta que me salvas del caos. Noto el ladrillo superpuesto en la pared donde estoy cautivo. Lo retiro. Encuentro mi pañuelo con el trozo de raíz de tejo que la gitana me dio. ¡Sé que es obra tuya! El tejo es tóxico. Todo en él provoca hipotensión y convulsiones; luego el deceso. Mastico la madera en mi boca deshidratada; es dura y amarga como diablo. Siento fatiga extrema y me voy de mí. Muero…

No. Despierto tirado sobre una camilla fría en el cuarto de mantenimiento del hospital. ¡Esta es la oportunidad de liberarme! Salgo por la ventana al traspatio y me interno en el campo.

Con un pedazo de lápida enmohecida rompo la verja de tu morada, y bajo los escalones de mármol hacia la tumba.

Ahora sólo puedo recurrir a Jane. Ya no confío en William. Supe que ante mi “incapacidad mental” —convenientemente declarada— vendió mis propiedades. ¡Me dejó podrirme a mi suerte en el Bethlem! No creo que la avaricia lo haya impulsado, él es tan acaudalado como yo —corrijo, como lo fui yo. ¿Qué motivos tendría él?… A no ser… ¡Claro! ¡Fuiste tú! ¡Cómo no me di cuenta de que te ama!

Del campo ingreso a la avenida, pero me mantengo en los callejones de mendigos. Desde uno de ellos vigilo la salida del esposo de Jane hacia el trabajo, cuando aún los vendedores en Real Valley están entumecidos por el frío y la bruma del alba. Ella me recibe con la sorpresa de quien acaba de ver a un resucitado. Me ofrece un suculento caldo y unas ropas de su esposo. De cierta manera me mima, con su tono de voz, pero ya no me ve como un hombre. Me convertí en un cachorro abandonado que necesita abrigo.

No me queda nada. No puedo vivir de limosna; a fin de cuentas, soy artista, descendiente de un héroe italiano radicado a golpe de tesón en la Gran Bretaña. Así que me despido de mi amiga y salgo a la avenida tumultuosa rumbo a tu encuentro. Planeo quitarte los poemas inéditos que dejé en tu mortaja, para venderlos y marcharme bien lejos.

Hoy nadie se interpone entre nosotros. No hay celador en el camposanto, no está Sorila arañando la tierra, y William me da por muerto. Me invade una fuerza antinatural. Con un pedazo de lápida enmohecida rompo la verja de tu morada, y bajo los escalones de mármol hacia la tumba. Adentro nada es gris, frío o pestilente. El vitral colorea formas sobre tu féretro y hay pétalos frescos esparcidos por el suelo como si una lluvia de flores lo hubiese empapado.

Este es el momento definitivo. Aquí estoy. ¡Devuélveme los versos que te dediqué! ¡Ya me lo quitaste todo!…

Alguien está bajando las escaleras. ¿Eres tú? ¿Elizabeth? Bien podrías serlo, porque ella se parece tanto a ti. Viste un traje de seda rosa y un sombrero de ala grande con encajes. Tiene los mismos cabellos y el mismo color en los ojos, pero no eres tú. Se acerca.

—¿Quién eres? — pregunto.

—Soy lo que no esperabas y llegó —susurra y me acuchilla.

No vuelvo a despertar. Nadie preguntará por mí. Ya morí un día antes en el hospital psiquiátrico, enfermo de demencia.

YanetsyAriste
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