El no dormir, harto crucifica a los melancólicos.
Robert Burton, Anatomía de la melancolía
Aquí, la espera habitual, esa que no perdona, tenaz y melancólica como una sombra olvidada de su cuerpo. Y reclina la cabeza sobre la almohada por ¿quinta vez?, abrumado por el incipiente embrión de desesperanza, por la certeza inmóvil de que ya está aquí la bandada de mariposas grises y de que en su lóbrego laberinto la Hidra arrastra sin cesar su cuerpo multicéfalo, a la espera de la víctima que sabe inevitable. Y no basta removerse entre las sábanas ya recalentadas en busca del ángulo más propicio y fingir la respiración sosegada del durmiente, pues estos engaños apenas consiguen acentuar la calidad del tormento, transformarlo en una trampa.
Difícil cosa, esta de no poder dormir. Algo de eso sabrán los réprobos en el infierno.
El azote de los recuerdos, la puntual evocación de los sucesos de ese día, de todos los días, como granos de arena que van cayendo de uno en uno hasta formar una duna o pirámide, en cuyo fondo usted quisiera soñar que se asfixia, la opresión en el pecho, los granos ásperos y amargos saturándole la nariz y los ojos y la boca, pero cualquier cosa con tal de soñar y ya no estar despierto.
Son las dos de la madrugada, no tiene que abrir los ojos y mirar el reloj para saberlo, simplemente lo sabe, y usted está solo en esta vigilia involuntaria, atroz.
Pero no, no puede, y deja caer la cabeza sobre la almohada por…, pero ya no sabe, ni le importa, sólo el reloj implacable que lo aturde con ese tic tac resonante, y los ruidos de la calle, y los ruidos del piso de arriba, y las voces que cuchichean tras la pared, todos puntuales, precisos, a pesar de su mudo e impotente intento de soslayarlos, de no prestarles atención, como al chapoteo de la Hidra y al multitudinario rumor de las alas de las mariposas grises y ciegas.
Pero no puede. Repite estas tres palabras hasta que se le pegan al fondo de la boca.
En la calle hay música, una música desvaída y lejana, ajena, y también el camión que pasa y el perro realengo que aúlla con hambre o dolor.
Son las dos de la madrugada, no tiene que abrir los ojos y mirar el reloj para saberlo, simplemente lo sabe, y usted está solo en esta vigilia involuntaria, atroz. Afuera, todos (o casi todos) duermen, así, sin saberlo, ignorándose, desconocedores sacrílegos de su desventura, infinitos rostros asimilados por el sueño, una sola máscara repetida hasta la náusea como por dos espejos enfrentados, feliz y cruel y victoriosa, que se mofa de su imposibilidad. No le importa que haya otros que tampoco duermen, aquellos insensatos que han despreciado la noche y ejercen la vil tarea de permanecer despiertos por propia voluntad; como esas dos voces al otro lado de la pared que se empecinan en murmurar entre sí, o los pasos irregulares, taconeantes, del piso de arriba.
Tac, tac, tac, tac, tac.
Muy a lo lejos, la música que no cesa, y la risa de una mujer.
Acaso, un baile. Los cuerpos sudorosos giran al compás de una música gutural y lasciva, ejercida por el viejo leproso que tañe con lujuriante habilidad una vihuela. Alguien cae y los danzantes pisotean a ese alguien hasta convertirlo en un manchón sanguinolento, incapaces de piedad o de aceptar cualquier interrupción en su vertiginoso entrevero de cuerpos. Y la mujer vuelve a reír y su cabeza cae hacia atrás, descubriendo la dentadura imperfecta y la carne blanca y manchada del cuello y los hombros. Esa risa dura hasta que el puño harto le deshace la mueca del rostro y sólo queda un aullido de dolor.
Tac, tac, tac, y también las voces, incansables, obscenas.
Está sentado al borde de la cama, el rostro apoyado (oculto) entre las manos, que sienten el sudor que le corre por el cabello y la frente. De nada le ha servido la doble dosis de Valium con que quiso prevenir (eludir) a ese demonio personal, discreto, silencioso. Las mantas yacen a un lado y la almohada se ha deslizado hasta el suelo.
Las voces siguen su diálogo impersonal, entrecortado de rumores misceláneos y silencios. Una voz de mujer y una voz de hombre. Luego, un maullido violento y ascendente que va postergando todos los demás ruidos de la noche hasta convertirse en un grito gutural e inhumano que aniquila todas las demás cosas y lo obliga a levantar el rostro de su improvisado refugio.
Por supuesto, no ve nada en la semipenumbra del cuarto; sólo están sus imágenes cotidianas, la cortina que ondea (ha dejado, por descuido, abierta la ventana) y las formas geométricas de los muebles. De todos modos, no hay nada de alarmante en ese grito: es sólo el reclamo perentorio de un gato en celo, de ese gato grande y gris y fofo que desde siempre merodea en el callejón. Pero ahora, de pronto, descubre lo mucho que lo odia y lo mucho que lo complacería poder matarlo, acabar con esos maullidos agónicos a los que acaso injustificadamente está culpando de su propia agonía. Y puede levantar la cabeza de entre las manos y mirar a la semipenumbra de ese rincón y donde antes no había sino la sombra de una silla ahora usurpa un cuerpo apelotonado, unos ojos amarillos y refulgentes que lo observan y una boca rosada orlada de colmillos como puñales de la que brotan esos gemidos asoladores.
Casi con júbilo tantea con la mano izquierda en el cajón de la mesa de noche, sus dedos dan con el revólver, lo empuña, lo apunta hacia ese rincón. Jalar el gatillo será conjurar de una buena vez la maldición.
Pero no se engaña. Al mirar de nuevo no hay nada en esa esquina, salvo un inofensivo zapato, del todo inocente de su martirio. Además, ya el gato gris y fofo ha dejado de maullar (de existir), acaso porque ha logrado la satisfacción de sus deseos o porque los ha postergado indefinidamente.
Casi con lástima coloca el revólver sobre la colcha. Luego manotea sobre la mesa de noche hasta dar con el paquete de cigarrillos y el encendedor. Y se deja cegar casi jubilosamente por la llama amarilla y siente el humo agrio quemándole la garganta.
Cierra la ventana y cede la música de esa fiesta que en otro lugar no se resigna a terminar y en la que de algún modo usted ha participado involuntariamente.
Cerrar la ventana. Quizás sea una buena idea.
Al apartar la cortina lo recibe una ráfaga de rumores lejanos (no, no lejanos, acaso muy próximos, peligrosamente próximos, próximos hasta una inaparente obscenidad, descarada como la noche, como esa noche), el frenazo de un automóvil en el pavimento, una explosión apagada, el ladrido de un perro, esa música inagotable, el llanto de un niño, y otra vez, la risa de una mujer y el grito de una mujer. Un goterón de la lluvia incipiente le da en pleno rostro.
En el edificio de enfrente hay una luz encendida. A través de la ventana se percibe una alcoba de paredes rosadas (como era de suponerse, como era inevitable, alguien ha olvidado correr las cortinas) en la que está una mujer joven, que va y viene mientras fuma un cigarrillo. De cuando en cuando se acerca a la ventana y mira en dirección a la calle, en la inequívoca actitud de quien espera.
(Pero eso poco le importa a usted, que sólo quisiera poder dormir, desgajarse de esta lucidez absurda y febril, perderse de una buena vez y estar ya en el otro día, olvidarse de todos esos ruidos e imágenes que no ha buscado, de esa memoria implacable que lo lacera.)
Cierra la ventana y cede la música de esa fiesta que en otro lugar no se resigna a terminar y en la que de algún modo usted ha participado involuntariamente. Luego, se tira boca arriba en la cama.
Las dos y treinta.
No pensar, he ahí la clave. Fácil de decir. Después de todo, aún lo acompañan las voces al otro lado de la pared, esa pareja invisible que cuchichea y que no parece cansarse de su juego. Abstráigase de ellas, asimílelas al repiqueteo de la lluvia en los cristales. De todos modos, ahora no les está prestando atención, pues se ha traicionado pensando en la mujer de enfrente. Casi no se ha fijado en ella, y burdamente evoca el cabello castaño (o rojo) y el gesto al llevarse el cigarrillo a los labios (usted también está fumando, pero con algo de impaciencia, ya la colilla le lastima los dedos y la arroja al piso). ¿La ha visto antes? No lo sabe, quizás sí, pero no importa demasiado.
La voz de mujer aumenta bruscamente de tono, se hace chillona o arrebatada, aun cuando no le lleguen las palabras, y es como si la otra voz quisiera sosegarla, arrastrándose.
Qué impertinencia.
Imágenes inesperadas de un baile vienen a desplazar a esa otra mujer. Mira los cuerpos girar, convergir y divergir, entrelazarse. Es un baile de máscaras y la música corre a cargo del anciano ciego y leproso. Hay sudor, hedor a orines y a semen. Los torsos desnudos brillan en la luz rojiza, pero no hay rostros. Uno de los cuerpos cae y grita al ser pisoteado por la turba que sólo quiere seguir bailando hasta la extenuación y la inconsciencia. Usted mismo siente ese vértigo y se deja llevar, abraza al cuerpo semidesnudo que tiene ante sí (entre sí), siente la respiración agitada a través de la careta de rasgos animales, se oprime contra esas formas hasta que ambos se amoldan sin dejar resquicio ni sosiego alguno. Y la música que no para, y usted despoja a ese rostro y descubre a la joven de la ventana de enfrente, que se complace en acompañarlo en el descenso a la locura. (Por supuesto, esta obvia ensoñación pudiera calificarse de sueño, ergo, de dormir, pero usted no alcanza esta felicidad pues sabe bien que está soñando, está consciente de eso y de que aún la última gota está por caer y de que las manecillas del reloj no se han movido).
Pisa algo blando, móvil, orgánico, y ese algo grita y el ciego detiene la música y otea hacia usted y todas las máscaras lo hacen centro y el grito imprudente que no cesa y sigue creciendo hasta convertirse en un maullido enloquecido.
Abrir los ojos y son las dos y treinta y el grito o maullido de algún lugar, maldito gato, algo duro bajo su espalda, y es el revólver con cinco balas, cuatro para acallar a ese animal y una, la última, para usted mismo, para buscar por fin el descanso. Pero se equivoca, otra vez se equivoca, como siempre esta noche, y la esfera del reloj siguen brillando y tac, tac, tac, tac en el piso de arriba y muy cerca, casi en su cabeza, no en la calle, el maullido, no maullido sino grito, exclamación, voz agitada, o más bien, voces agitadas, injurias claramente inteligibles, ahí, tras la pared, es una discusión, y usted se incorpora y golpea con el puño para acallar a los contendientes, pero no le hacen caso y ya no puede sino prestar atención, la voz ronca del hombre desvariada por la ira y la voz de la mujer que ahora tiene que arrastrarse con un miedo ante la violencia que ha desatado y usted vuelve a golpear, pero sin convicción, los otros están demasiado ensimismados como para hacer caso de su absurdo insomnio, váyase a otro lado con sus problemas, y es muy fácil comprender que esos sonidos esponjosos y terminantes se deben a que el hombre la está golpeando, la sangre brota como un torrente de la nariz rota y se mezcla con las lágrimas y el sudor y a usted ya no le queda sino sentarse al borde de la cama y hundir la cara entre las manos, sintiendo el sudor pegajoso que lo impregna y que le corre por el pecho y la espalda, y deseando que de cualquier modo todo termine, que el tipo la acabe de matar, porque eso es lo que hace, no hay duda, un rostro desencajado y los gritos que van haciéndose más débiles hasta que sólo quedan los golpes, y ya nadie más, sólo puede oír lo que pasa, pero se contenta con dejar correr los dedos por el cabello húmedo y los dedos que se han cerrado sobre un cuello en presa concluyente, y cesan los ruidos, y una expectativa y para finalizar alguien que llora.
Qué hombre tan estúpido, pensó usted, acaso irritado por la torpeza o la sensiblería del otro.
En el piso de arriba, tac, tac, tac, tac, tac incansable, y luego ese silencio precario que no alcanza a cubrir el séptuple gemido de la Hidra ante su presa ya segura.
Guarda en el cajón el revólver inútil, con la certeza de que de nada le sirve, de que no puede ayudarlo.
Por supuesto, eso no es todo, y usted, ahí sentado al borde de la cama, más allá de la exasperación, sintiéndose aplastado por los minutos que no cesan, hubiera podido referir con todo detalle lo que luego ocurrió, aun sin haberlo visto. Un sollozo, un silencio, el cuerpo inerte pero amenazador, los ojos fijos, la mueca final en el rostro final, el miedo y la astucia en el otro rostro, el del hombre, que ahora se apresura a vestirse con ademanes de bestia cauta que escruta esa oscuridad y ese silencio propicio (no sospecha, no puede sospechar, que usted, ahí mismo, a un paso, lo sabe todo, lo ha oído todo, pero a quién le importa, si lo más importante es que no puede dormir). Se abre una puerta y un objeto pesado que es arrastrado por el suelo, sin parsimonia, desmintiendo las anteriores lágrimas. Un furtivo vistazo al corredor (usted oye el ascensor que sube, el gemido mecánico de las puertas al separarse, los pasos apresurados, la respiración sin aliento por lo pesado de esa carga).
En la calle se enciende el motor de un automóvil, que casi enseguida se aleja en una dirección cualquiera. (Usted se imagina que el hombre imagina que ha cometido el crimen perfecto, pero algo por fuerza ha salido mal, y no es sólo que usted permanezca aún en ese sitio, ya sin fuerzas para nada, sabiéndose testigo inasible de los hechos del mundo, memoria infinita y perenne condenada a la vigilia perfecta, sintiendo en los labios la gota de sudor o el amargo de otro cigarrillo, sino que afuera, y usted lo sabe bien, está esa otra espera, la de la mujer que sin fin va de un lado a otro en esa habitación, y que ahora se acerca a la ventana y mira sin entender muy bien que el hombre cargue a esa hora un bulto irregular en la maleta del carro y luego parta a excesiva velocidad quién sabe a dónde).
Tanto da. Total, es usted el que no puede dormir.
Guarda en el cajón el revólver inútil, con la certeza de que de nada le sirve, de que no puede ayudarlo. Y entonces reclina la cabeza sobre la almohada y se resigna a esperar el día bienhechor, atosigado por todos los ruidos de la noche.
Ya no hay música, pero el gato grande y gris y fofo ha reiniciado su reclamo en el callejón. Y en el piso de arriba los zapatos de tacón tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac.
La boca rosada y feroz, con colmillos como puñales. Un balazo deshaciéndola y callándola para siempre. Y el reloj que no cesa su martilleo acompasado.
Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac…
Tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac…
La portezuela del automóvil se cerró con fuerza y usted abrió los ojos. Una tenue claridad se filtraba por el intersticio de la cortina. Y fue hacia la ventana y miró afuera y aún no era de día, aún no amanecía, pero hacia el este ya el cielo tomaba ese tono púrpura inequívoco. Y vio hacia la calle y apenas distinguió la silueta del hombre que arrojaba la colilla. Y en el edificio de enfrente ya no había luz. Se abren las puertas del ascensor con un chirrido agónico y alguien deja caer unas llaves.
Son las cinco de la madrugada.
Nada de prisas. El espejo del baño le devolvió ese rostro estragado por la mala noche, los ojos pequeños y enrojecidos. Se duchó con calma, sintiendo aún la resaca de la doble dosis de Valium que en nada lo había ayudado.
Después de todo, cualquiera puede tener una mala noche y después recordarla como si de un sueño se tratara.
Al salir del apartamento se encontró con su vecino de al lado. Lucía muy cansado. Se saludaron con las frases consabidas y rituales; luego usted le dirigió esa sonrisa de complicidad que el otro no quiso entender.
En el umbral del edificio dieron con el cuerpo de un gato grande y gris, muerto a balazos. Pasaron sobre él sin mirarlo, sólo atentos a no ensuciar los zapatos en el charco de sangre semicoagulada, pero ya se sabe, cualquier cosa puede ocurrir luego de una noche de insomnio.
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