XXXVI Premio Internacional de Poesía FUNDACIÓN LOEWE 2023

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Algunos sucesos ocurridos en la noche del 13 al 14 de enero de 1995

jueves 25 de mayo de 2023
Algunos sucesos ocurridos en la noche del 13 al 14 de enero de 1995, por Javier Garrido Boquete
En una plazoleta sombría, a la vera de la estatua mancillada por las palomas de un héroe tremebundo, duerme un grupo de indigentes, tres hombres y dos mujeres, arracimados como un informe montón de harapos y sacos mugrientos.

Urbana, antología digital por los 27 años de LetraliaUrbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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Hacia las 11:32 pm

No demora mucho en notarlo: hay, en el andén desierto, algo de anómalo, de afantasmado, de irreal. Ausencia de pasos, música que discurre ciega desde altavoces invisibles, la gravitación hueca de cuerpos que están ya en otra parte.

Acaso los párpados un poco pesados, ese entumecimiento que desdobla hasta el movimiento más simple, anticipación del verdadero sueño.

Es una suerte que el tren no tarde en llegar, como un fogonazo amarillo desde el fondo del túnel; es una fortuna que el viaje no sea tan largo (sólo ocho estaciones; ¿o quizás siete? Nunca está seguro del todo); es una fortuna que al final de ese viaje tenga que caminar apenas dos cuadras, y enseguida la llave girando en la cerradura de la reja y la cabina del ascensor y el espejo inexplicable que lo duplica como todas las noches. Demasiada fortuna, demasiada suerte, quizás, para un hombre cansado, demasiadas cosas saliendo bien.

Recordé en ese momento aquella abominable pintura del olvidado con justicia Richard Upton Pickman, Accidente en el metro, en la que un tropel de seres repulsivos surge de alguna ignorada catacumba a través de una grieta abierta en el suelo de la estación y se lanzan sobre la multitud que aguarda en el andén.

El tren se detiene, las puertas del vagón se abren con un gemido neumático y bajan dos o tres pasajeros. Entonces, apenas por un instante, le asalta la sensación definida e irrecusable, como una vibración o un hálito congelado, de que algo está por ocurrir, un algo inevitable y quizás atroz; contiene la respiración unos segundos, pero como en todas las demás noches, como en cada noche invariable, nada ocurre, y aborda sin ningún contratiempo.

El vagón va casi vacío, lo que le da cierto aire de cosa desmantelada y provisoria. Distingue apenas a tres o cuatro viajeros a destiempo, desperdigados aquí y allá, los rostros borrosos y desgastados por el sueño, uniformes como piedras. Se deja caer en el primer asiento que encuentra, y enseguida, para no dormirse, para eludir la tentación de cerrar los ojos, distrae esos instantes iniciales en la contemplación de los otros pasajeros.

Ve primero a una pareja que charla y ríe en voz baja, con los rostros muy juntos, una joven morena de piel ajada y pechos inmensos y un hombre bajo y achinado, con algo de animal de rapiña en su sonrisa y en su mirada ávida; ve a un muchacho alto y desgarbado, con la cara cubierta de barros, que lee con aplicada concentración en un grueso tomo descabalado; ve, un poco más allá, a una matrona gruesa y encanecida, vestida de negro, que entrecierra los ojos y dormita mientras acuna en su regazo a una forma oscura y palpitante, una cosa que gimotea y que de manera remota evoca a un ser vivo. Demoró algo más en descubrir a la mujer, a pesar de que se hallaba sentada muy cerca, justo al otro lado del pasillo.

Era una mujer de veintitantos años, de facciones llenas y acaso imperfectas. Un mechón rebelde de cabello castaño le caía sobre la frente, y sus labios estaban teñidos de rojo violento, pero algo de ajeno y de apacible había en su mirada, concentrada con desusada intensidad en las manos enlazadas sobre la rodilla izquierda.

Miró sus facciones imperfectas; miró, por entre el escote profundo, el surco inquietante de carne rosada en medio de los pechos cenitales, miró sus brazos y el dibujo preciso, nítido hasta la exasperación, de los muslos entrecruzados, de la piel desnuda y tensa bajo el bordillo de la falda. Miró los dedos sin rastros de anillos, miró otra vez sus ojos, que seguían fijos en las manos con una atención tan excesiva como fútil. Entonces, como desde un sueño vívido y puntual, lo fue ganando la imagen de su cuerpo desnudo, cálido y blanco. Lo anegó una bocanada de olor tibio, dulce y acre, mezcla de perfume de violetas y de fluidos corporales. Y de pronto, sin transición, lo golpeó la certidumbre desoladora de que era la primera vez en su vida que veía a esa mujer, y también la última. Esto lo llenó de ansiedad: la perspectiva de permanecer ajeno a su vida para siempre le pareció espantosa. Consideró que en algunos minutos su presencia cesaría: para serenarse se esforzó en razonar que esos minutos eran divisibles hasta el infinito, que cada segundo podía ser eterno. Por supuesto, la fácil falacia de este argumento no lo tranquilizó: también serían infinitamente divisibles, eternos, esos minutos y segundos insoportables (pero multiplicados en horas, en años) que acontecerían una vez que su presencia hubiera cesado para siempre.

Comprendió que deseaba con desesperación a esa mujer desconocida.

Sintió otra vez la asechanza de la catástrofe inmensurable, desproporcionada.

La voz chirriante del conductor anuncia otra estación, y apenas por un instante la mujer levanta la vista de las manos.

Pronto se descubrió contando las paradas que faltaban antes de su destino: eran seis. De forma tan minuciosa como inútil consideró las posibilidades: quizás la mujer se bajaría antes, dentro de una o dos estaciones, ¿qué hacer en ese caso? ¿Seguirla? Pero no se imaginaba pasando al andén tras sus pasos, siguiéndola por la escalera mecánica, deteniéndola con algún pretexto absurdo. Acaso siguiera más allá de su estación (sin entender por qué, le pareció lo más probable): ¿la dejaría ir, perderse para siempre en ese hormiguero en el que se agitan millones de rostros indiferentes, sin esperanza de volver a hallarla?

Lo abrumó la consciencia de su cobardía, de su ineptitud gigantesca, de su irresolución, y no llegó (no se atrevió) a contestarse.

Pasaron los andenes desolados de dos estaciones. Demasiado pronto, pensó, mientras reconocía en esa violenta soledad el sabor amargo y obsceno de las cosas ya consumadas, de la inutilidad de todos los esfuerzos.

Alguien sube al vagón y pasa frente a él: un hombre alto, de rasgos acusados y como tallados a hachazos, en parte ocultos tras los anteojos oscuros. Va a sentarse al final del pasillo, en donde no logra verlo, pero por alguna razón sigue sintiendo su presencia gravitando desde un punto preciso del espacio. También la mirada de la mujer lo ha seguido unos instantes.

Pasan los minutos y su cerebro trabaja cada vez con mayor furia y confusión, casi con pánico. Hablarle en ese preciso momento, ya, sin más dilación, abordarla con naturalidad antes de que sea demasiado tarde, preguntarle por la hora, por una dirección, hablarle del tiempo o de cualquier otra cosa, llamar su atención de cualquier manera para que ella se vea obligada a mirarlo, para que haya pie para esa primera frase, la más ardua. En segundos, en centésimas de segundo, baraja docenas o miles de variantes de diálogos posibles, insatisfactorios, cuya ejecución va difiriendo hacia ese último instante terrible.

La voz omnipresente y absurda anuncia otra parada, de golpe entiende que es la suya, demasiado pronto o demasiado tarde, mucho antes de lo esperado. Ella mira por la ventanilla, sus manos se han desgajado como dos seres de pronto autónomos y sujetan el bolso amarillo que hasta entonces ha descansado dócil en el asiento de al lado. Cierta tensión se le dibuja en los muslos, y en la espalda y en las rodillas, y por esta tensión, por este esfuerzo embrionado, se da cuenta de que va a ponerse de pie, de que ya lo ha hecho, de que está buscando la salida justo delante de él, su espalda está a menos de dos pasos, con sólo extender el brazo podría tocarla.

Se ve siguiéndola, alucinado.

Sale del vagón, y el andén, que le pareció desproporcionadamente grande, está desierto.

 

Entre las 3:08 y las 3:15 am

Se despierta y mira el reloj y piensa que aún falta mucho para que amanezca. Como no suele sufrir de insomnio, no se siente alarmado. Unos pasos en el piso de arriba, y muy a lo lejos, el llanto de un niño. En fin, nada fuera de lo común.

Ya está retomando el sueño cuando de pronto suena el teléfono. Intenta resistir, pero el hábito y el gemido del timbre son demasiado imperativos. Descuelga el auricular, pero primero sólo oye silencio y luego una carcajada, la risa de una mujer.

 

En otro lugar, a las 3:17 am

Ocurre la escena sin la presencia de testigos humanos, en un callejón orillado de altos paredones ciegos.

Hay gruñidos y relampagueo de colmillos carniceros. Tras un rato de rebuscar tranquilos entre la basura, la jauría famélica se ha inflamado de furor. Los más débiles y los que han sido malheridos en el primer encuentro huyen entre las sombras (no falta alguno que permanezca al acecho, a la espera de un improbable cambio de la fortuna). Al final sólo quedan en la liza el mastín de ojos amarillos y un perro lobo muy viejo, cubierto de sarna y cicatrices antiguas. Luchan sin tregua, buscándose las gargantas, chocando diente contra diente.

Se disputan el más preciado de los bocados: el despojo sangriento de la mano de un hombre.

 

Por supuesto, en el bar tenía por fuerza que haber un teléfono. ¿Para qué buscar más? Pero el olvido, no menos que la memoria, se rige por leyes complejas e implacables.

Esa misma noche, poco antes de la 1:30 am

Walter Almeida (aún era ese su nombre) empujó la puerta acristalada y salió a la calle, ya en el límite del vértigo, sintiendo en el fondo de la boca el regusto metálico de esa última copa del todo innecesaria, que jamás hubiera bastado para sacudirle la certidumbre de encontrarse solo bajo la noche, justo en la noche en que más que nunca estaba seguro de que algo desmedido estaba por ocurrir. Miró la calle vacía (tan vacía que le resultó irreal) y recordó una llamada telefónica que no había hecho aún. Quizás era ya tarde, pero le daba igual: sin duda lo correcto hubiera sido telefonear temprano, a una hora decente, pero sólo en ese momento comprendía (o creía comprender) que dejarlo para después carecía de objeto (como por lo demás, tampoco tenía objeto hacerlo en ese preciso instante), y de golpe decidió encontrar un teléfono como fuera, con una urgencia tan imperativa como desproporcionada, a pesar de la hora, a pesar del vértigo en la boca del estómago, a pesar de la ebriedad, a pesar de su cansancio.

Desde una esquina, la visión de un rectángulo de sombra en el lugar donde antes había estado un rectángulo de luz le avisó que la estación del metro ya había cerrado; aun cuando era de esperarse, no pudo evitar cierto desconcierto. Pasó de largo frente a la reja que cerraba la boca amenazante y siguió hacia una avenida muy iluminada, en la que de vez en cuando acontecía el fogonazo efímero de un automóvil. Allí vio (por fin) algunas personas: vio un mendigo ciego acurrucado en un umbral, vio a una mujer muy joven (o muy vieja) pintarrajeada, recostada contra una camioneta roja, vio a un vendedor de cigarrillos, vio a un hombre bajo y achinado que orinaba contra una pared, vio la anhelada cabina telefónica.

Rebuscó en los bolsillos hasta dar con la única moneda que le quedaba (su tacto, trastornado, la percibió como inusualmente grande), que brilló por unos segundos bajo la luz turbia del alumbrado. Luego, se demoró aún otro poco en barajar un cigarrillo de la cajetilla arrugada y en encenderlo contra el viento que se había levantado de improviso.

La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras.

Sin demorarse en descifrar la compleja maraña de obscenidades garrapateadas junto al aparato dejó caer la moneda en la ranura y marcó el número.

Casi de inmediato se dio cuenta de que se había equivocado (había marcado un ocho en lugar del siete), pero una laxitud desacostumbrada le impidió cortar para llamar de nuevo. Oyó los timbrazos al otro lado de la línea, al tiempo que reflexionaba sobre que ya no tenía otra moneda para llamar al número correcto en caso de que alguien le contestara.

“Diez, once, doce”, contó.

Antes de llegar a catorce, alguien levantó el auricular: apenas una voz somnolienta, alarmada o irritada, una voz desconocida de hombre, abstracta y viscosa, que de modo irrazonable (así se lo pareció) repetía una y otra vez una interrogación imperativa.

Walter Almeida permaneció con el auricular pegado al oído, paralizado como un idiota, incapaz de colgar o responder. Pero, ¿tenía objeto cualquiera de esos actos? Porque ya en ese momento había percibido esa otra presencia en la calle, esa gravitación desde un punto indefinido a sus espaldas, un algo opresivo y brutal que de ninguna manera podía ignorar. Presintió que el momento de los hechos desmesurados se acercaba, el instante preciso sin después. Pero esa voz ahora tan real le seguía llegando desde el otro lado de la línea, puntual, firme (la voz que había ido subiendo de tono, arropada de indignación, la voz que le exigía a gritos que contestara, desatándose en un torrente de palabras soeces).

La fosforescencia ceniza fue cercándolo, un chapoteo gelatinoso de pies que no podían ser humanos, una respiración grotesca, hueca, ultraterrena, espectral. Sabemos que no llegó a sentir miedo (miedo implica la esperanza de un después, de que las cosas pueden, al fin y al cabo, ocurrir de otra forma), pero bien pudo pensar con cierta lástima en ese pobre tipo que con absoluta monotonía seguía insultándolo desde el otro lado de la línea, sacado del sueño en mitad de la noche para ser testigo de un acontecimiento más allá de su comprensión. Lo acometió de nuevo el vértigo, esta vez el último, vio apagarse una a una las pocas estrellas que fulguraban en el cielo sucio, en vano buscó a la roja Betelgeuse. Su mano (aún era su mano) sostenía todavía el auricular inútil, del que seguían brotando obscenidades imperturbables. Entonces, con una voz que quizás ya no era la suya, gritó:

—¡Loco, Warren ya está MUERTO!

 

Alrededor de las 4:59 am

El muchacho de rasgos femeniles gimotea y se queja, agazapado contra el umbral de una casa grande, de paredes carcomidas. Dos o tres hombres silenciosos se han acercado a mirarlo, y alguno, perdido su mutismo, ha llegado a escupirle un sarcasmo o una carcajada.

Llora sin lágrimas, porque el más habitual de sus amantes le ha devorado los ojos.

 

En algún momento, después de las 2:06 am

El infierno y el insomnio carecen de grados intermedios.

Fingir dormir, fingir la respiración simétrica del sueño (como sin duda fingen esperanza los condenados al fuego eterno), pero esta táctica pueril termina por fallar, como de costumbre: se acaba siempre echando las mantas a un lado y encendiendo la luz. A esa hora ya Gabriel Pereira había agotado las posibles combinaciones de actos que el desvelo le sugiere al hombre solo: prender un cigarrillo, borronear una página, encender el televisor, apagar el televisor, abrir ese libro desde siempre postergado, caminar por el cuarto, volver a encender el televisor, beber un vaso de agua, ir hasta la ventana, no ir hasta la ventana, sentarse y escuchar los ruidos de la noche (un niño que llora, el taconeo en el piso de arriba, el ladrido de un perro en la calle, el paso de un camión, el tumulto del agua precipitándose en las tuberías, el teléfono que repica en algún lugar), encender otro cigarrillo (que no será el último), mirar el reloj que parece haberse paralizado, contar el número de baldosas que hay entre el closet y la puerta del baño, entre la puerta del baño y el escritorio, entre el escritorio y el closet, ir hasta el lavamanos y meter la cabeza bajo el grifo abierto, contar y recontar los cigarrillos que quedan en la cajetilla (seis, siete) y contrastar su cifra contra las horas que faltan para el amanecer, seguir el vuelo infinitesimal de algún insecto alrededor de la bombilla incandescente, echarse en la cama a dar vueltas ya sin esperanza de conciliar el sueño y sin siquiera apagar la luz, incorporarse bruscamente como si hubiera recordado algo importante (pero no ha recordado nada), pasarse los dedos por los cabellos húmedos, respirar profundo, desear que llueva o que no llueva, contemplar en el espejo ese rostro al que ya apenas reconoce, abanicarse (porque hace demasiado calor) con una revista que muestra en su tapa a una rubia desnuda, de pechos rotundos coronados por pezones demasiado enhiestos y rosados, golpearse la cabeza contra las paredes (no, eso aún no), asquearse de que todo el resto del universo pueda dormir, de que ya esté durmiendo, millones de cuerpos sudorosos y flácidos conmovidos por una respiración unánime, cuerpos repulsivos como moluscos, viscosos y ponzoñosos como hongos.

Con rencorosa lucidez razonó que el durmiente ya en algo ha dejado de ser humano, ha descendido en la escala zoológica, se ha equiparado a esos gusanos gelatinosos y alucinados que reptan indiferentes en el limo pútrido de las simas oceánicas.

El no dormir harto crucifica a los melancólicos.

Apagó la luz por enésima vez y se dejó caer en la cama, dispuesto a ensayar un esfuerzo final por conciliar el sueño. De más está decir que este esfuerzo, siendo producto de la pura desesperación, no podía menos que resultar inútil, y a los pocos minutos (¿cinco, diez?) ya se había levantado de nuevo. Comenzó otra vez a recorrer el cuarto, sintiendo la garganta y los labios requemados por el humo acre y por el acíbar de ese infierno personal, de esas horas vacías y caóticas como un desierto invertido, en cuyo centro inconcebible gruñe y babea Azathoth, el sultán de los demonios, ciego e idiota.     

Le basta una mirada para sorprender aquella sonrisa oblicua en el fondo del espejo.

 

A las 5:00 am (o quizás algo después)

En una plazoleta sombría, a la vera de la estatua mancillada por las palomas de un héroe tremebundo, duerme un grupo de indigentes, tres hombres y dos mujeres, arracimados como un informe montón de harapos y sacos mugrientos. El amparo de su calor es buscado por un gozque esquelético, carcomido de sarna y lamparones.

Uno de los hombres se despierta, acaso conmovido por el paso ruidoso de un camión. Abre los ojos aguanosos mientras maldice entre dientes, y entonces ve llegar esa figura alta, poco más que una sombra, que se detiene a orinar contra uno de los postes del alumbrado.

En algún momento la figura se vuelve hacia él. Ve entonces que su cara no es más que un mero pedazo de carne, sin ojos ni boca; una hendidura vertical usurpa el lugar donde debiera estar la nariz. Esta visión no dura demasiado (unos segundos, a lo más), pues casi enseguida el desconocido le da la espalda y sigue su camino.

El vagabundo lo sigue con la vista hasta que cruza la calle y entra en uno de los edificios vecinos. Mira entonces hacia el cielo para confirmar que sigue despejado y piensa que es una suerte que esa noche no haya llovido y decide que puede dormir un rato más, pues aún falta para que amanezca. Se acomoda lo mejor que puede contra los pechos fofos e inmensos (pero a pesar de todo tibios) de su compañera ocasional, que entre sueños se queja y masculla algo incomprensible.

 

Alrededor de las 4:59 am

Me levanto y enciendo la luz. Estoy empapado de sudor y es entonces cuando recuerdo y no recuerdo ese sueño que he tenido en algún momento de la madrugada: recupero apenas la convicción de una catástrofe inconmensurable, desmedida, infinita, y también el perfil preciso de una mujer que me inquieta, pero a la que no sé reconocer. Aún entonces, ya en la vigilia, sigue inquietándome.

En esto me distraen los aletazos que una cosa oscura y grotesca da contra los cristales de la ventana.

 

Alrededor de las 4:59 am

Abres la ventana para ver hacia la calle. En el edificio de enfrente hay una sola luz: acodada en la ventana de su cuarto, distingues a una joven muy bella, morena y pensativa, que mira hacia un punto indeterminado situado en algún lugar entre la copa de los árboles y la esquina más lejana de la cuadra. Tiene ese aire, a la vez imperativo y ausente, de quien espera.

 

A las 5:25 am

Levantar los párpados es —piensa— casi un sacrificio, un esfuerzo doloroso y absurdo. Desde algún lugar le sigue llegando el tac tac tac impenitente del reloj, y también esa respiración ajena y regular, tan próxima que es como si estuviera en su propia cara. Son los segundos, los instantes previos a la verdadera vigilia, y bien puede suponer que aún sigue soñando, como poco antes, cuando soñó con esas bandadas de pájaros negros que se multiplicaban hasta cubrir cielo y tierra como una costra revoloteante de cuerpos emplumados. Pero en esta suposición hay algo que falla, y de eso puede darse cuenta sin tener que abrir los ojos, una pieza que no se resigna a calzar con las otras. Está primero ese olor, entre agrio y dulzón, quizás no del todo desagradable, como a sudor mezclado con perfume y humo de cigarrillo, podredumbre y también algo más (desde luego, en sus sueños jamás hay olores). Después, esa presión nítida, indudable, de una cosa blanda y viscosa contra su hombro y su costado y su muslo derecho; una presión mutable y viva, pues cada vez que su cuerpo se mueve ésta responde con un ligerísimo cambio de posición, con un breve estremecimiento.

A pesar de todo, tiene que abrir los ojos. Levanta los párpados, que le resultan pesadísimos (¿no será esto también parte de un sueño?) y encuentra que la oscuridad es profunda, le cuesta incluso distinguir el muy tenue cuadrado opaco de la ventana. Piensa que debe ser mucho más temprano de lo que creía, ni amanece aún. Pero ahí siguen la respiración y el olor y esa presión blanda. ¿Es que todavía no acaba de despertarse? Quiere hacer memoria, pero ésta es como un fango bullente en cuya superficie estallan grandes burbujas inconexas.

Oye el ladrido de un perro y también la sirena ululante de una patrulla, perdiéndose hacia el oeste (o el sur, o el norte, le da lo mismo).

Para terminar de espantar los resabios del sueño va a encender la luz. Cosa fácil, por lo demás, pues le basta con sacar de debajo de la sábana el brazo izquierdo (por fortuna, es el izquierdo, el otro sigue oprimido contra su costado por la presión de la cosa blanda) y extenderlo hacia la lámpara de la mesa de noche. Pero nada parece estar en su lugar, y por el camino su mano va tropezando con un reloj despertador, con un cenicero, con un trapo en que se halla envuelto un objeto circular e inidentificable, con un vaso, con un frasco de píldoras, con una cajetilla de cigarrillos (¿de dónde han salido tantas cosas?). Tanteando al azar, da por fin con el interruptor, casi junto a la cabecera de la cama. La luz blanca, inusitadamente intensa, lo inunda de golpe; por unos instantes tiene que volver a cerrar los ojos.

Unos segundos para que el dolor se vaya y deje de estar ciego. Al recuperarse, lo primero que ve es el papel amarillento de las paredes, carcomido de lamparones, y el montón de ropa en el piso, como si fuera la piel de un animal muerto. Con cierta alarma comienza a comprender que no reconoce el lugar, que ignora dónde se encuentra (¿o aún sigue soñando?). Luego, se vuelve hacia el lugar donde persiste aquella respiración.

El rostro de la mujer está tan cerca del suyo que casi lo roza. Es un rostro ajado, surcado por infinidad de pequeñas arrugas que se encarnizan alrededor de los párpados en los que aún quedan restos de pintura azul, de mejillas flácidas y hundidas. Los labios, borroneados de escarlata, están entreabiertos y no ocultan la dentadura cariada, en la que faltan algunas piezas. Más abajo, el cuello es un amasijo de pieles flojas con manchas violáceas, y más abajo todavía, oprimiéndole su brazo derecho, descansando sobre él, un pecho inmenso, grotesco, fofo, laxo, gelatinoso, de piel amarillenta y apergaminada recorrida por multitud de venas azules, con una areola monstruosa y un pezón erguido como un insecto negruzco y desproporcionado.

Casi sin pensarlo, su puño da el primer golpe, justo en esa boca plagada de dientes podridos, y mucho después lo alcanza un grito. Sigue golpeando con facilidad en esa masa de carne esponjada hasta después de que los gemidos cesan, hasta que lo contiene el cansancio y siente todo su cuerpo cubierto de sudor pegajoso.

 

A las 6:17 am

El viaje en autobús es parte de la rutina de cada día, pero eso es poco consuelo para quien ha pasado una mala noche. Así lo siente Gabriel Pereira, acaso resentido aún por el desvarío de tantas horas desiertas, por la acumulación de tantos minutos vacíos, tan inútiles como simétricos.

No en vano alguien ha escrito que el no dormir harto crucifica a los melancólicos.

La mañana apenas despunta, pero ya hay mucha gente en la calle; en unos minutos más, el autobús irá repleto.

Dos asientos más adelante viajan un ciego alto, trajeado de negro riguroso, con un bastón blanco entre las manos; más allá, una señora de cierta edad, pero maquillada con tanto primor que parece una jovencita; luego, dos escolares de franela azul; más acá, una muchacha de cabello castaño y mirada apacible (por un instante cree reconocerla); también va un hombre muy alto y obeso, de anteojos con montura dorada (pero éste se baja apenas dos paradas después).

Todo dentro de la más estricta y mediocre normalidad, piensa, no sin amargura, no sin cierto hastío, sintiendo todo el peso de ese día absurdo que comienza tras una noche que de algún modo no ha concluido, y al cabo de ese día, otra noche igual, y luego otro día y otra noche y otro día y otra noche, y así hasta el infinito o la náusea.

Llega muy pronto a su parada. Enciende un cigarrillo, compra el diario en un kiosco y se dispone a darle una ojeada a las noticias del día, como si no fueran siempre las mismas. Desde un umbral, aquel pordiosero le impetró, con voz agriada, alguna limosna.

Javier Garrido Boquete
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