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Bajo el mantel

jueves 22 de abril de 2021
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Entre los individuos, como entre las naciones,
el respeto al derecho ajeno es la paz.
Benito Juárez

Aquella noche por fin conocería a un amigo de mi novio. Nuestra relación ya llevaba dos meses y aún no me había presentado a ninguna de sus amistades ni a su familia. Él era un chico taciturno y algo introvertido. No podría decir que fuese tímido, sino más bien reservado. Sin hacer preguntas ni presionarlo, esperé pacientemente hasta que al fin llegó el momento en que se decidió a abrirme las puertas de su ferozmente resguardada vida privada. Prefirió empezar por Antonio, su mejor amigo y además colega que conocía desde hacía más de tres lustros. Ambos músicos y compositores, se habían conocido en los ensayos de un concierto para un festival de música clásica local y desde entonces, a pesar de la diferencia de edad, eran inseparables.

Nos habíamos citado directamente en el restaurante. Llegué al encuentro unos minutos tarde; la reunión en mi trabajo se había demorado y me tomó tiempo encontrar un taxi libre. Cuando entré, eché un vistazo a todas las mesas buscando a mi novio y lo hallé en una del fondo, sentado frente a un hombre unos quince años mayor que él, con canas en el cabello, la barba y el bigote. Al acercarme, mi novio me vio y me hizo un ademán para saludarme al tiempo que su amigo me mostró una sonrisa que me pareció más bien una mueca mal pintada sobre una máscara. Yo sabía que Antonio era divorciado y, al verlo solo, deduje que no tenía pareja en ese momento. Me senté entre ambos, con mi novio a la izquierda.

El mesero vino a tomar la orden de las bebidas y a dejarnos el menú. Mientras lo leíamos me percaté de que Antonio me observaba de reojo y seguía con su mueca inalterada, como si la tuviera pegada a la boca y fuera parte de su anatomía. Pedimos la cena y comenzamos a charlar sobre todo y nada; ese tipo de conversaciones que parten de un tema anodino y, si se dan, pueden desembocar en un apasionado debate.

La sorpresa me había dejado en shock y mi mente estaba como envuelta en una bruma.

Mi novio estaba emocionado. Al presentarnos esa noche, había dado el doble paso de franquearnos la entrada a su privacidad tanto a mí como a su mejor amigo. Lucía complacido de haber tomado esa decisión. Con una gran sonrisa en el rostro, sus expresivos ojos negros brillaban sin cesar. Mientras nos hablaba, yo empecé a observar a Antonio a detalle. Algo había en ese hombre que no cuadraba. Esa mueca y su mirada persistente, casi inquisitiva, me daban mala espina y no lograba entender por qué. ¿Era mi intuición femenina que levantaba una bandera roja y me llamaba a ponerme en guardia? Dicen que no hay que guiarse por las apariencias, que no hay que juzgar un libro por su portada, así que resolví ignorar ese malestar y traté de concentrarme en la conversación que ahora mi novio llevaba con gran fervor.

De repente sentí una mano sobre mi rodilla derecha. La mano se posó primero con suavidad, pero después la agarró con firmeza al tiempo que Antonio volteaba y me miraba a los ojos. Y mientras lo hacía y cambiaba su mueca por una sonrisa triunfante, la mano empezó a subir sobre mi muslo lenta pero firmemente. Atónita, dejé caer el tenedor sobre el plato y el ruido hizo que la mano se desprendiera de mi pierna. Por un momento sentí que me costaba respirar. La sorpresa me había dejado en shock y mi mente estaba como envuelta en una bruma. Mientras recuperaba el aliento traté de ser discreta para no atraer la atención de mi novio, que seguía conversando con vehemencia. También intenté ordenar mis pensamientos, que parecían sumergirse bajo una ola enorme de la que no veía salida.

Tomé un sorbo de vino y acerqué mi mano a la de mi novio, que rocé tímidamente para no distraerlo de su monólogo. Tenía que pensar en lo que estaba ocurriendo. Y en cómo abordarlo. Como un juego de ajedrez que se gana con sofisticada estrategia, resolver la paradoja en la que me encontraba requería una elegante táctica. Dos opciones se me presentaban a primera vista: por un lado, podría callar y hacer como que aquí no pasó nada; dejarme humillar y guardar silencio para salvaguardar la relación con mi novio, de quien estaba profundamente enamorada. Por otro lado, podría armar un escándalo, lo que sin duda causaría un enfrentamiento con mi novio que lo pondría en un dilema: creerme a mí, de quien decía estar enamorado, pero a quien conocía escasamente desde hacía un par de meses, o a su mejor amigo, al que lo unía una amistad de más de quince años. Era la primera persona a quien había querido presentarme; tan importante era este amigo para él.

Someterme sentaba precedente con Antonio, quien podría interpretar mi silencio ante su acoso como una concesión, como si para mí fuera una coquetería que yo aceptaba y más adelante convertiría en una aventura. Peor aún, Antonio podría interpretar mi disimulo como un temor a estropear su relación con mi novio, lo que le daría ventaja para llevar su agresión a otros niveles.

De cualquiera de estas dos formas que lo abordara, Antonio saldría victorioso. No importaba hacia dónde yo moviera el rey, estaba en jaque y estaba por perder el juego. Si se lo decía a mi novio, seguramente él no me creería y nuestro noviazgo terminaría en ese instante. Y si no se lo decía, yo tendría que encontrar pretextos para evitar futuros encuentros con su mejor amigo, lo que terminaría quebrantando nuestra relación en muy corto plazo. Era una de esas circunstancias de la vida en que unos siempre ganan y otros siempre pierden. Y yo parecía formar parte del segundo grupo.

En ese instante entendí que tenía perdida la guerra.

Mientras reflexionaba sobre todo esto, la mano volvió a posarse sobre mi rodilla. Esta vez se aferró a ella y no se movió, como si, a toda costa, quisiera conservar su lugar.

En ese instante entendí que tenía perdida la guerra. Pero estaba determinada a salir vencedora de esta particular batalla. Entonces se me ocurrió una tercera opción. Tomé la mano de mi novio y la besé tiernamente, al tiempo que, con fuerza y rabia, clavé mi tacón en el empeine de quien tenía a la derecha.

Él, sobresaltado, inmediatamente retiró la mano de mi rodilla y tomó un sorbo de agua para ayudarse a tragar y acallar el grito de dolor que ahora lo ahogaba. La mueca se transformó en un vergonzoso gesto de derrota mientras que en mi rostro apareció una sutil, pero victoriosa sonrisa.

Jaque mate.

Graciela Matrajt
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