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A orillas del río

sábado 24 de abril de 2021
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Yo trabajaba en la oficina del rancho de mi padre cuando lo conocí. Le decían el Güero, jamás me dijo su nombre ni de dónde había llegado. Era tal vez un año menor que yo y creo recordar que le ayudaba a mi tío a construir los nuevos corrales para los becerros. A lo mejor y también era uno de sus muchos cuidadores. De las vacas, no de mi tío. Aunque buena falta les hacía a ambos.

Mi papá era dueño de un rancho lechero y satisfacer las necesidades de las vacas para la debida producción de leche era una labor de muchas manos. Mi memoria no es terrible, simplemente es selectiva; nunca tuve mucho interés en saber qué era lo que el Güero hacía, honestamente. Lo que ocurría con el rancho jamás me interesó, sentimiento que con los años sólo logró cimentarse.

La única razón por la que ese verano me encontraba trabajando ahí fue por el intento de suicidio de unos meses atrás. La psiquiatra me advirtió, con una autoridad que instantáneamente resentí, que no iba a hacer lo que quisiera, que tenía que encontrar un oficio, un trabajo, algo en que ocuparme que no sólo fuese un pasatiempo.

Antes me costaba de verdad mucho trabajo entender cómo algo tan vital para mí, tan indispensable, podía ser tan insignificante e incomprensible para él.

El rancho era el lugar perfecto. Todavía no comenzaban a cobrar y mi hermana ya trabajaba con mi papá. Era el lugar indicado, aún era seguro. Sólo quedaba un pequeño problema: yo no sabía hacer nada.

Nada útil para un rancho, eso es. Me gustaba leer, escribir, cantar, dibujar, pintar, todas esas cosas que, si no me equivoco, no eran de mucha ayuda para la manutención de un rancho o de sus vacas. Aunque lo negara y lo tratara de esconder detrás de fingida indiferencia, jamás dejé de sentir vergüenza ante mi papá.

Ya no le guardo rencor. Bueno, no mucho. No todo el tiempo. Antes me costaba de verdad mucho trabajo entender cómo algo tan vital para mí, tan indispensable, podía ser tan insignificante e incomprensible para él. Me costaba comprender que él simplemente nunca tuvo el mismo privilegio que yo para poder perder el tiempo en cosas tan triviales, tan poco prácticas.

Cuando como él has tenido que trabajar desde los cuatro años para poder sobrevivir y tal vez en un futuro incluso llegar a vivir, cuando esa meta se cumple, supongo que también llega el miedo. Miedo a que los hijos sufran por perseguir esos sueños que, aunque válidos —porque saben que son válidos—, podrían regresarlos al lugar del cual a ellos les costó tanto trabajo salir.

El miedo nos mantiene vivos, nos mantiene a salvo y nos mantiene presos, estáticos. Y también lo digo por lo otro, por eso que jamás hablamos, la vergüenza ahí de ambos.

Es un esfuerzo continuo y exhaustivo, de ambas partes, por entender al otro. Y es curioso, ya que ambos entendemos de vergüenza y culpa muy bien, pero insistimos en quedarnos callados.

 

Mi hermana era la mano derecha de mi papá, porque así lo decidió y porque era más que capaz de hacer el trabajo. Yo, por otro lado, un muchacho de diecinueve años sin ninguna carrera universitaria, no estaba calificado para hacer nada de suma importancia. Manejar la tienda de abarrotes me venía perfecto. Y manejar lo uso en un sentido amplio.

Ésta se encontraba junto a la oficina de mi hermana, debajo de un enorme tejabán con paredes de reja donde, también, se guardaba el alimento para el ganado. Había dos construcciones de cemento, una la oficina de mi hermana y la otra la tienda de abarrotes que también era mi oficina. En la tienda además de encontrar botanas y refrescos, papel de baño y diversos productos de higiene, se guardaba la medicina para el ganado.

Mi trabajo era muy simple; venderle a los trabajadores o anotarles lo fiado, hacer inventario del producto y de la medicina del ganado, y encargarme de recibir a los proveedores.

Los proveedores tardaban semanas en volver a pasar por el rancho y no siempre se detenían al hacerlo. Era común encontrarme con empaques de dulces y papas fritas con logos que recordaba de mi infancia. Daba lo mismo, al final sabían igual.

El rancho estaba a las afueras de la ciudad, rodeado de cerros y delimitado por un pequeño río de aguas verdes.

Junto al tejabán multiusos donde trabajábamos mi hermana y yo, separada por una reja oxidada y maltratada por el mal clima y los niños de los trabajadores, había una casa amarilla de tejas rojas donde se archivaban los momentos más preciados de mi infancia y la de mis primos.

Para ese entonces ya casi ni visitábamos la casa, sólo de vez en cuando algunos fines de semana. Bueno, mi hermana y yo sí la visitábamos diario solamente para ir al baño. Entrar en ella era visitar un recuerdo gris, arrumbado, que te dejaba las manos cubiertas con una capa de polvo que no te podías quitar fácilmente.

Desde las siete de la mañana hasta el mediodía, se me podía ver detrás de mi escritorio dando vueltas en la silla y mirando por la ventana. Nunca había mucho que hacer. Incluso el inventario se pasaba volando, estando todo nuestro producto en cuatro altas estanterías de fierro que flanqueaban mi escritorio y dos grandes refrigeradores de Coca-Cola pegados contra una pared de cemento, cerca de la puerta al exterior. Junto a esta puerta había otra que llevaba a la parte de almacenamiento y a la oficina de mi hermana. Ambas siempre estaban abiertas.

Además de mirar obsesivamente por la ventana, me la pasada atragantándome de papas fritas y buscando el momento perfecto para comenzar a escribir. En ese tiempo me gustaba escribir en inglés historias de fantasía y de ciencia ficción, intencionadas como metáforas sobre la imposición de culturas extranjeras sobre culturas vulnerables. La ironía no se me escapa.

Odiaba esa autoridad con la que había hablado, como si no hubiera duda en su mente de que eso que yo hacía era completamente ridículo.

Cuando dejaba los archivos de mis working projects abiertos y me iba al baño o a comentar algún chisme con mi hermana, algunos de los trabajadores se acercaban a la pantalla a leer lo que escribía. Si para alguien como mi papá este tipo de actividades artísticas podían parecer inútiles, para los trabajadores del rancho eran simplemente ridículas.

—Escribe poesía —escuché decir a uno de ellos cuando entré por la puerta al exterior, uno de los refris ocultando mi presencia. Era Martín.

Al instante sentí mis mejillas calentarse, un cosquilleo en el estómago haciéndome consciente vergonzosamente de todo mi cuerpo. Siempre he sido alto y corpulento, imposible esconderme, negarme. Anhelaba ser pequeño, diminuto, pasar desapercibido por la mirada de las personas. Me sentía ridículo, deseando más que nada poder esconderme. Froté los dedos de mi mano izquierda, presionando levemente.

Poniendo mi mejor cara de indiferencia, abandoné la protección del refri y me dirigí a la parte trasera, hacia mi escritorio.

Me esforcé por fruncir el ceño y verme molesto, cuando la indiferencia me falló. Francamente, sentía que en cualquier momento iba a soltarme llorando, pero me aferraba a mi dignidad con uñas y dientes.

En esos momentos sentía que odiaba a Martín. Odiaba esa autoridad con la que había hablado, como si no hubiera duda en su mente de que eso que yo hacía era completamente ridículo. Es de putos. No era necesario que lo dijera, podía sentir esas palabras asomándose en sus ojos, en sus sonrisas. Las sentía calientes en mis mejillas.

Junto a Martín se encontraba el Güero, sonriendo con los ojos fijos en el suelo. Verlo ahí sólo sirvió para encender más mi coraje y mi pena. Qué rápido se le olvidaba.

—Ya no hay chilorio —me dijo Martín. De él sí recuerdo nombre y hasta apodo. Le decían el Torombolo.

Siempre andaba sacando fiado e insistía en hacer una y otra vez las cuentas cuando le tocaba pagar hasta que todo le cuadrara. Se la pasaba diciendo que yo le cobraba de más y que no servía ni pa’ hacer las cuentas, que porque con el Octavio —mi predecesor— siempre pagaba menos y compraba más.

Al Octavio lo corrieron por andar de tranza y por colgado, habiéndose robado sacos de alimento para vender por su cuenta y manipulando la entrega de la leche para que ésta saliera sucia y pudiera venderla por aparte. Pero el inútil que no sabía hacer las cuentas era yo.

Cuando estuve más cerca me llegó su aroma a sudor viejo, haciéndome recordar inmediatamente a mi abuelo. Me apresuré para llegar a la seguridad de mi escritorio, refugiándome en el aire acondicionado a mis espaldas del infernal calor del desierto.

—¿En serio? —le dije a Martín, pensando que por supuesto ya no había chilorio si él se había llevado todas las latas—. Yo le digo a mi papá. ¿Te lo anoto o lo vas a pagar?

—Anótamelo. Pero, mira, fíjate bien. Son seis latas de atún, una coca de tres litros…

Mientras Martín me explicaba lo que claramente tenía frente a mis ojos, el Güero permaneció a unos cuantos pasos detrás de Martín, echándose aire con la gorra. Llevaba una tirahueso blanca y la camisa a cuadros colgándole del cinturón.

Me le quedé viendo al Güero descaradamente la tirahueso que llevaba transparente de sudor. Casi al instante sentí sus ojos en mí, su mirada líquida y pesada. Rápidamente me giré hacia Martín.

—Y que te traigan chilorio del bueno, porque el de la otra vez sabía a patas.

—Y has probado muchas, ¿o qué? —le dije al Torombolo, sin pensarlo. La risa tronadora del Güero me hizo brincar.

—’Ira, Martín, ¡ya te andan exhibiendo! —el Güero le dio un manotazo en la espalda mientras se reía. A Martín no le gustó el chistecito y agarró todas sus cosas, humillado.

—¿Ya quedó? —me preguntó, cortón.

—Y-ya —le dije, apenado. El Güero seguía riéndose cuando Martín salió de la tienda refunfuñando.

—Andas bien fierita hoy —me dijo, poniendo la bolsa de papas y su coca chica en el escritorio.

—¡No es cierto! —le dije, pero ya estaba sonriendo—. Ay, ¿se habrá sentido mal?

—Nah, no te preocupes. ¡Es el Torombolo, hombre! Al rato se le pasa y ni se va a acordar. ¿Cuánto es? —me preguntó, señalando sus cosas con la barbilla. Saqué la carpeta con la lista de precios.

—Son treinta y dos pesos —le dije, sonriendo. El Güero también sonreía, pero esta vez era una sonrisa tímida, titubeante, sus ojos evitando los míos, bailando de aquí para allá mientras metía la mano en su bolsa y sacaba un billete de cincuenta.

Fue un momento fugaz, pero lo atrapé. Sus ojos verdes se habían fijado en mi cuello.

—Toma —me dijo, estirándome la mano. Era de manos grandes, de dedos largos y anchos, con sus uñas mordidas por la ansiedad. Le sostuve la mirada al aceptar su billete y sentí mis mejillas calentarse.

—Ten la feria —le dije, dándole sus monedas. Su piel contra la mía, que ya me sabía endurecida por el trabajo, siempre la recibía con sorpresa.

—Gracias —me dijo, pero no se movió, contando distraídamente las monedas en su mano—. Oye…

—Este fin nos vamos a quedar aquí en la casa —le dije, viéndolo mover las monedas con su pulgar.

Fue un momento fugaz, pero lo atrapé. Sus ojos verdes se habían fijado en mi cuello.

—Este fin nos quedamos —repetí, llevando una mano hacia mi cuello, hacia el listón alrededor de mi cuello—. ¿Está bien? —le pregunté, ladeando un poco la cabeza, exponiendo más mi listón.

—Sí, está bien —me dijo, en un susurro bajo.

—El fin —repitió, después de una larga pausa.

—El fin —le aseguré.

Sin decir otra palabra, el Güero tomó sus cosas y salió de la tienda por la puerta al exterior, dejándome sentado con mi listón latiendo alrededor de mi cuello.

 

Mi hermana había tenido que quedarse en la oficina arreglando unas cosas, así que el camino a la casa lo recorrimos mi papá y yo en silencio. Era costumbre conectar mi celular al coche y poner música, pero esa vez opté por la privacidad de mis audífonos. Todo el camino, mientras miraba por la ventana y pensaba en el Güero, sintiendo mi listón palpitar con el recuerdo de sus manos, de sus ojos. Le subí el volumen al máximo a mi música.

Me apachurré en el asiento del copiloto, pegándome a la puerta lo más posible. Me sentía desesperado por poner distancia entre mi papá y yo, por alejarme lo más posible de él. Sentía mis pensamientos delatores susurrar sobre mi piel, provocándome tremenda repulsión hacia mí mismo, hacia el mundo. Deseaba desesperadamente la distancia, la soledad.

Mis ojos se fijaron rápidamente en sus manos al volante. Siempre habían dicho que mi papá tenía las manos muy pequeñas para un hombre y aun así había logrado desmayar a una vaca por accidente, jugando, a puñetazos. Las manos de un coyote pueden mentir, pero sus gruñidos nunca. Todavía lo recuerdo en esos momentos de temor, esos gruñidos feroces buscando espantar mi miedo, invitándome a gruñirle al mundo.

Él nunca ha llevado un listón, no que yo sepa.

Me acomodé otra vez para mirar por la ventana, indiferente al paisaje de campos de siembra y ganado salvaje.

El Güero tampoco llevaba un listón, pero por el río había dejado mariposas. Siempre que íbamos lo recibían con el entusiasmo de un cachorro, envolviéndolo en una nube espesa y dorada, sonando con sus alas una melodía tan dulce como la miel dejada al sol. Me quitaba el aliento. Un hombre de casi dos metros envuelto en su delicado manto de mariposas, su sonrisa blanca lo único visible en la espesura. Era lo más hermoso que había visto.

Esas mariposas nos habían envuelto, cómplices, la primera vez que estuvimos juntos. No buscaba recordarlo en ese momento, pero el recuerdo se imponía. El eco de los dedos del Güero recorriendo mi cuello descubierto me estremecía, sus enormes manos capaces de rodearlo sin problemas.

Levanté la mochila con mi computadora y me la puse sobre las piernas. Ojalá que ya se hayan quitado todos esos retenes, pensé, molesto. Mi papá seguía con la vista fija en el camino, su mente ocupada por los mil y un problemas del establo apenas y notaba mi presencia. Me restregué aún más contra la puerta.

El Güero me había visto coyote y no me había pedido gruñir. No le habían interesado ni garras ni colmillos, no había querido hacerme aullar. El Güero me había visto coyote, mi listón atado en su muñeca y mi piel como un abrigo viejo junto al río, y no me había exigido nada.

Juntos a orillas del río, en una nube de mariposas doradas, simplemente fuimos.

 

El café cargado que me había tomado en la casa sólo había servido para iniciarme una poderosa taquicardia.

—Oye, ¿tú crees que el chilorio le caiga mal a una chiva?

—¿A una chiva? —Torombolo, como siempre, era el primer cliente del día. Mi cerebro tardó unos segundos extras en entender su pregunta. Me encogí de hombros—. La verdad no sé, no tengo ni idea —le dije. Preguntar el porqué era un error que no estaba dispuesto a repetir.

Me quedé callado, buscando el precio de lo que iba a llevarse, pero Martín tomó mi silencio como una invitación a elaborar.

—Es que saqué un préstamo y me compré una chiva y una moto. Quería ver qué darle a la chiva, porque tu papá ya no me deja darle del alimento de las vacas y, pues, si el chilorio me lo como yo y no me he muerto, no va a ser tan malo pa’ la chiva, ¿no?

—Pues no, no creo que lo sea —le dije, encogiéndome de hombros. Y de verdad no podía discutir con esa lógica.

—Bueno, pues le voy a dar chilorio, a ver qué pasa. Si se me muere, pos la hacemos barbacoa y ya —dijo Martín, feliz con su resolución y tomando sus compras en brazos.

Torombolo salió de la tienda por la puerta al exterior, el sol de la mañana dibujando un largo rectángulo de luz dorada en el piso de cemento. Me quedé un buen rato con la vista fija en el rectángulo de luz.

La noche anterior había dormido solamente un par de horas. Mis ojos se sentían secos y pesados, cada parpadeo se sentía como una delicada e insoportable caricia sobre piel amoratada. El café cargado que me había tomado en la casa sólo había servido para iniciarme una poderosa taquicardia.

Mirando mis manos temblorosas debajo del escritorio, presioné con el pulgar los gordos de mi mano izquierda, arriba de los nudillos, donde me la he pasado mordiéndome violentamente para evitar volverme loco.

Traté de ignorar la conversación a la hora de la comida, pero no pude. Sin importar cuánto tratase de pensar en algo más para silenciarla, la conversación se escabullía despiadada y forzaba mi atención.

Habían balaceado uno de los puestos de tacos más populares de la ciudad, los que mi familia frecuentaba. Los que toda la ciudad frecuentaba. Se la pasaban tan llenos que había que esperar de diez a quince minutos por una mesa. La última vez que nosotros fuimos, justo la semana anterior, acababan de remodelar sus juegos para los niños.

Sentí cómo algo dentro de mi cabeza comenzaba a esparcirse, como si hubiera derramado espesa tinta negra. En la tienda tuve que ponerme de pie, comenzar a caminar detrás de mi escritorio de una esquina a otra. El frenético latir de mi corazón lo sentía en la garganta, amenazando con ahogarme.

Me detuve frente a la ventana, tratando de respirar profundamente para calmarme. Me concentré en los cerros que se miraban a lo lejos; en la agrietada carretera que hasta acá irradiaba ese calor inclemente del desierto; en las iguanas trepando por la reja oxidada de la entrada; en los movimientos frenéticos de la chuparrosa justo frente a la mugrosa ventana. Retorcía mis dedos con crueldad, buscando el familiar consuelo del dolor autoinfligido.

Desesperado, me llevé los dedos de mi mano izquierda a la boca, mordiendo mi piel despiadadamente. Cerré los ojos con fuerza, sintiendo lágrimas escapar entre mis párpados.

La puerta del refri abriéndose me hizo saltar. El Güero tenía medio cuerpo dentro buscando la coca más fría. Me gusta que me queme la garganta cuando me la trago, me había dicho una vez. Discretamente, traté de respirar hondo antes de retomar mi asiento, limpiando mi saliva en mi camiseta.

—Hola —me dijo el Güero, sonriendo. Llevaba una coca de vidrio.

—Hola —le dije, mi voz un susurro ronco—. ¿Nada más eso? —le pregunté, buscando la carpeta de precios para evitar su mirada.

—Sí, nada más —me dijo, su tono un poco preocupado. Alcancé a ver por el rabillo del ojo que no había sacado su dinero para pagar—. ¿Estás bien? —me preguntó, haciéndome levantar la mirada. Debajo de la gorra, tenía el ceño fruncido. Sus ojos verdes me veían preocupados.

—¿Eh? Sí, estoy bien. Todo bien —le dije, sonriéndole—. Son trece pesos.

El Güero me pagó, pero no se movió de lugar, en sus ojos brillaba la clara intención de seguir cuestionándome. Ya me había visto los dedos.

—Mi hermana me está pidiendo estos papeles —le dije, agarrando unos papeles al azar.

Cómo podía explicar todos esos pensamientos crueles, inhumanos, y afirmar de forma creíble que no eran deseo, sino miedo.

El Güero parpadeó, sorprendido y un poco herido, pero no me dijo nada. Agarrando su coca de vidrio se dirigió hacia la puerta al exterior, mientras yo me seguí hacia la puerta al almacén y a la oficina de mi hermana. Sabía que mi hermana no estaba. Me había dicho que iba al baño.

Cerrando los ojos un momento, golpeé con el dorso de mi mano mi cabeza con fuerza una y otra vez. Pequeños gruñidos se me escapaban entre dientes. Había lágrimas de frustración rodando en mis mejillas. Ya estaba harto.

Después de unos minutos regresé a la tienda, sentándome detrás de mi escritorio, completamente agotado. Ya no sabía qué hacer con esos pensamientos que me acosaban. Sin importar lo que hiciera, no lograba que me dejaran en paz. Necesitaba ayuda, pero no tenía ni idea de cómo pedirla. Además, ¿cómo explicar esos pensamientos, ese autoacoso que infligía en mi propia mente?

Cómo podía explicar todos esos pensamientos crueles, inhumanos, y afirmar de forma creíble que no eran deseo, sino miedo. Miedo a poder desearlos y no saberlo. Miedo a desearlos y estar a su merced, incapaz de prevenirlos, destinado a convertirlos realidad. Miedo a llegar a ser malo, inhumano.

No podía compartirlos con nadie, ni con mi psicólogo ni mi psiquiatra, mucho menos con mi familia o amigos. Mucho menos con el Güero.

Y aunque me dijera que no era así, que esas cosas solamente habían ocurrido en mi cabeza, no dejaban de hacerme sentir culpable. Ese silencio, ese miedo a expresarme y ser juzgado, me presumía culpable, sin importa lo que la realidad dijese.

Pasé el resto del día tratando de distraerme, de concentrarme en escribir o en leer, pero me era imposible. La cadencia tan natural e instintiva de las historias, siempre encontrando tierra fértil dentro de mi mente, era silenciada por esa sensación chirriante de cristal frotándose contra cristal emanando de ese punto exacto justo detrás de mi frente. No podía leer, no podía pensar. No podía existir.

Regresando del baño, mis ojos fijos en el camino de tierra y mis pulmones llenándose del olor a estiércol seco y alfalfa, me topé otra vez con el Güero. Estaba parado frente a uno de los corrales, viendo fijamente a los becerros, con los brazos recargados en el barandal oxidado.

Sin saber muy bien por qué, comencé a caminar hacia él. No se giró para mirarme, aunque por la forma en la que lo vi enderezarse sabía que era consciente de que me acercaba. Ninguno de los dos dijo nada.

Con un movimiento demasiado casual como para realmente serlo, coloqué ambas manos en el barandal, casi rozando sus brazos. Apreté mis manos con fuerza, haciendo resaltar los moretes de mi mano izquierda. Si dejaba de hacer fuerza, sabía que el Güero vería mis manos templar.

Discretamente, todavía con la vista fija en los becerros, el Güero tocó ligeramente con su pulgar esos moretes, haciéndome estremecer.

No podía expresarlo, no podía hablarlo, pero en ese momento el Güero no me lo pedía. Me tocaba para reafirmármelo. Él me veía y ahí estaba para mí, cuando lo necesitara, como lo necesitara. Sólo tenía que acercarme y con eso bastaba.

 

Al llegar ese día a la casa apenas y comí. Me sentía más tranquilo, pero la falta de sueño me pesaba en la cabeza. Quería dormirme por un rato.

Comí lo más rápido que pude, el sueño ayudándome a bloquear la conversación sobre los horrores locales más recientes, y me dirigí a mi cuarto en cuanto acabé. Antes de mi cuerpo siquiera tocar la cama, yo ya estaba dormido.

Parecía que habían pasado meros segundos cuando me despertó la certeza de que ya se me había hecho tarde para la escuela. Me paré de la cama y salí corriendo del cuarto, pensando en qué tan rápido podía bañarme y rasurarme y todavía llegar a alguna clase, cuando en el trayecto al baño caí en la cuenta de que yo hace tiempo que no estudiaba.

Me detuve en medio de la sala y parpadeé un par de veces. Todo estaba muy oscuro, un silencio grueso y cavernoso cubría paredes y muebles. Estaba en la casa del rancho, de pie frente a la enorme puerta doble de cristal. Como la casa había sido construida en un lugar más elevado que el resto del rancho, desde la puerta se podía ver todo el terreno, adivinarse el río a lo lejos. En esa dirección ardía la lumbre.

Mientras veía fijamente ese espacio resplandeciente en la negrura, por un instante tuve la fugaz certeza de ya haberme despertado antes. Fue entonces que comenzaron los gritos. Me impactaron con tal fuerza que fui a parar al suelo, presionando mis manos contra mis oídos para tratar de bloquear los alaridos, pero era inútil. Éstos se deslizaban como navajas bajo mi piel, clavándoseme despiadadamente.

A unos pasos, salpicando las ramas de un pequeño arbusto, esperaban por mí cientos de silenciosas mariposas doradas.

Tenía que salir de ahí, intentar escapar ese lugar. Varios cuerpos ya habían azotado a mi alrededor y creo que sólo quedaba yo. Tenía que correr, tenía que huir. Una primitiva desesperación subía desde mi pecho, arañando mi garganta. No quería morir.

Pero la casa me mantenía atrapado en ese eco, en su recuerdo, y yo no tenía un lugar a dónde ir, dónde esconderme. Ya no me quedaba nada, sólo quedaba el río.

Abrí los ojos al darme cuenta de que los gritos y la oscuridad retrocedían, los cuerpos a mi alrededor deshaciéndose con la memoria de la casa. Estaba tirado de costado a orillas del río, algo caliente recorriéndome las piernas. Me había orinado encima. Ya sin registrar vergüenza, comencé a incorporarme y me di cuenta de que el río estaba en llamas.

Había brasas ancestrales en las profundidades de sus aguas cristalinas que lo mantenían ardiendo. Podía ver cómo corría y se perdía a lo lejos, oculto por mezquites de un tamaño que jamás había visto antes. Extendían sus brazos esqueléticos para abrazarse unos a otros. Estaban celebrando mi llegada.

Una sonrisa comenzó a dibujarse cautelosamente en mi rostro. A unos pasos, salpicando las ramas de un pequeño arbusto, esperaban por mí cientos de silenciosas mariposas doradas. No se había ido sin mí. Me llevé las manos al cuello, al listón de mi cuello, y deshice el nudo con dedos temblorosos, mi piel cayendo al suelo como un abrigo viejo.

Por el monte, entre una resplandeciente nube de mariposas doradas, un coyote siguió las llamas de un río hasta llegar a su origen. Mientras que a un listón a orillas del río se lo lleva el viento.

E. Navarrete Díaz
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