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El Panzer

martes 29 de junio de 2021
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1

Muchos años después se les seguía recordando en la sala del consejo de profesores, donde los miércoles se llevaban a cabo las reuniones de oficio. Al agotarse los temas serios de la sesión, lo que acontecía con más rapidez de la establecida en el reglamento, alguien mencionaba al acaso el nombre de los novios. Ése era el punto de partida del relajo, la señal del pongan un poco de música y abran el paquete de pastas secas, que en esta oficina mandamos nosotros. Fiesta de bodas inolvidable, si alguna vez la hubo, fue aquella, por cuanto se refiere a la mesa de mariscos, el arroz negro y la entrada de Juana Polinaria, con la que hasta las mujeres más displicentes del Este de Caracas experimentan metamorfosis no previstas:

Leo leo lé, leo leo lá, leo leo leo, leo leo lay, golpé.

La ceremonia se efectuó en víspera de San Juan. Solamente faltaron la hoguera en el patio de Izcaragua y más ejemplares barloventeños para que todos probaran aquel sabor secreto al que aludían los folletos turísticos en lenguas extranjeras. En la mesa reservada a los profesores fue tal la rendición a los encantos del Black Label —comerciante un suegro, arquitecto el otro, éste último con sus escuadras puestas sobre flamantes centros comerciales— que hasta la mañana siguiente sus ocupantes no se dieron cuenta del incidente que había puesto fin al jolgorio. Con frecuencia volvían sobre la misma historia, por más sabida que la tuviesen.

Los dichos del profesor Puchi eran la auténtica sensación de los ágapes de la oficina. Aun los que estaban fuera, desde el pasillo de al lado, sin entender el quid de la jodedera, captaron ese miércoles la intención de aquella voz aflautada, cuyo tono se ajustaba perfectamente a un parlamento de teatro bufo:

Los ojos del Panzer se enturbiaron debido al matiz insidioso que parecía venir en el comentario.

—¿Y quién fue la mala? ¿Quién fue la mala?

Nadie pudo saber entonces si a Simón le pitaron los oídos como consecuencia de la carcajada general, porque habían perdido todo rastro del ex alumno, así como de Malena. El corazón de Amable, la de método y técnicas, que se ablandaba fácilmente con los recuerdos, puso en su boca lamentos por desconocerse el paradero de esos y muchos otros egresados notables de la facultad.

—No es posible. O más bien no se justifica. Hay que crear canales para impedir la dispersión de tanto recurso humano.

Los ojos del Panzer se enturbiaron debido al matiz insidioso que parecía venir en el comentario. Sujetó el cigarro como solía, de forma que el vaquero de Marlboro resultaba casi femenino al lado de quien impartía la cátedra de ética y política ciudadanas. Bajo la maleza oscura, áspera, destacaban los pómulos, los ojos de no me mires así si no quieres problemas y un rictus que en sí mismo era una mala noticia. El conjunto era rectangular, las facciones de acabado tosco, como un Goya de la etapa negra.

Aquel matiz, aquel matiz, por leve que fuera, no era de su agrado, porque podría crecer hasta convertirse en una recriminación. Por eso Amable, advirtiendo un peligro que sabía cómo evitar, devolvió al bolso el pañuelo de las lágrimas. Bueno estaría que la reunión de consejo se completara con manifestaciones de compasión por aquel a quien el Panzer consideraba como un bolsa.

 

2

Mucho antes de colocarse tal apodo, el Panzer dio muestras de sus poderes oratorios, sobre todo a la hora de las arengas, en la ciudad universitaria y en las reuniones del partido comunista, en la sede de Artigas, cuyo secretario general terminaba luciendo como un pobre hombre, casi como un enemigo del pueblo, después de cederle el megáfono a la nueva voz, que hacía temblar a las mismas piedras.

Entre los camaradas despertó un entusiasmo tan intenso como breve. A la facilidad con que concitaba el frenesí revolucionario, la promesa de repartirse el paraíso entre todos, unía el desprecio no disimulado hacia miembros específicos del partido, quienes, por un simple no me mires con esa cara o por escatimarle muestras de admiración, eran sometidos a escarnios jamás vistos en la iglesia de Lenin.

El primer anónimo que llegó a sus manos estaba escrito con letras de diversos tamaños, recortadas de papel periódico, y decía: “Mejor váyase a un bar de cachaperas – Primer aviso”. Siguieron muchos otros con mensajes del mismo tenor, los cuales eran como combustible adicional para las soflamas que el futuro Panzer vertía sobre los que consideraba sospechosos de cobardía. Y éstos no paraban de multiplicarse.

—¡Esto no es un partido político —tronó al megáfono—, sino un clóset lleno de locas plumíferas! ¡Miren todas las plumas que bota ese gallo maricón!

Y arrojó a los camaradas de la primera fila el papelillo de anónimos. El gallo, símbolo de los comunistas venezolanos desde medio siglo atrás, era la silueta roja sobre fondo amarillo que decoraba los pendones. Pero ahora estaba fuera de dudas que el verdadero gallo en el auditorio era el Panzer, el gallo de pelea, el de las espuelas afiladas. La chaqueta de cremallera y puntas metálicas, debajo de la cual asomaba la franela roja con hoz y martillo en estampa, al centro, más las botas militares rusas, traídas de La Habana, indicaban que en su presencia había que hacerse a un lado.

Al término de su intervención, golpeó la mesa con el megáfono. Junto a su asiento se encontraba una mujer con corte de varón, con la que celebraba afectuosamente cada una de sus victorias de podio. Mientras la estrechaba en sus brazos, dijo con voz de temple policial, el mejor recurso de su elocuencia, que sabía con exactitud cuáles eran los camaradas ocultos bajo el disfraz de los muy machos, esa vestimenta odiosa que habría que arrancarles para dar inicio por fin a la revolución. Entre sus principales aliados reclutó a un joven bailarín, al cual dio la orden de escudriñar a fondo el clóset, para denunciar al resto de los sospechosos.

Al mismo secretario general le tembló la mano a la hora de decidir sobre este flamante miembro del buró político que ya contaba con la animadversión profunda de prácticamente todos los camaradas. Esta delicadeza era algo admirable en un hombre cuya especialidad en el pasado, antes de la amnistía que favoreciera al grupo, había consistido en colocar aparatos explosivos y en secuestrar turistas americanos.

El viejo automóvil del Panzer, única herencia dejada por el progenitor, pocos días después del último discurso amaneció con el parabrisas roto y las ruedas sin llantas. Entonces le vino a la mente aquel extraño mensaje que la semana anterior había hallado dentro del bolsillo oculto de su chaqueta de cuero: “Aquí no queremos cachapas – Se quiebra el burro – Segundo aviso”. Esa misma noche, de regreso a la habitación cuya única llave estaba en su poder, encontró bajo la almohada un papel arrugado, con la siguiente inscripción: “La próxima no podrá contarla – Vamos directo al grano: directo al maíz – Somos hombres de palabras y de hechos – Tercer aviso”.

A instancias de la mujer de cabellos cortos, evitó poner nuevamente los pies en la casa de Artigas. En los años que siguieron, al hablar de su paso por esa organización que fue hundiéndose en el desprestigio hasta alcanzar su punto más bajo en 1991, diría que le había tocado experimentar en carne propia un proceso de carácter estalinista, al cual se refería como la purga de los homosexuales del partido.

 

Quien no estuviese convencido de su propia grandeza ni siquiera podría dirigir la vista hacia los mejores.

3

Cuando subía al estrado del salón, la mitad de los estudiantes veía a un harlista; la otra mitad, a un dominador del bondage. Esta ambigüedad era resultado del cuero. La franela colorada había desaparecido de su guardarropa. La voz que antaño retumbara en el auditorio de Artigas ahora era oída en las sedes itinerantes del Colectivo del Arco Iris, la sociedad que fomentaba la liberación sexual y velaba por el establecimiento de derechos para la gente que se hubiese liberado según los consejos de la casa. Debido a que el placer era uno de los principios fundamentales de aquel grupo, denominaban fiestas a sus asambleas. En sus debates se intercalaban espectáculos secretos; no pocas veces, al verse descubiertos los participantes, habían tenido que desaparecer furtivamente del lugar de turno.

No sólo formaba parte del secretariado general del movimiento, sino que en la academia había ascendido al escalafón final, el más alto, logro de la inteligencia, cierto, pero también de la astucia. En los sectores docentes y administrativos de la universidad, los celos profesionales cobraban el aspecto de una lucha a muerte. Había que fingirse amigo de los colegas, a fin de tenderles más fácilmente la zancadilla, o de conducirlos con los ojos vendados hacia un precipicio. Quien no estuviese convencido de su propia grandeza ni siquiera podría dirigir la vista hacia los mejores. La excelencia en sí era enaltecida como el valor supremo. Todos la asociaban como algo que les era propio, íntimo; nadie, lógicamente, quería quedarse por fuera del carro. Y así la excelencia dejó de ser una cualidad observable en el mundo extensivo para convertirse en una sensación, un estado mental.

Para sugerir que su presencia exigía de entrada mostrar el pañuelo blanco de la rendición, empezó a propagar la especie de que se le apodaba el Panzer, cuando en realidad sólo deseaba que otros le dieran ese mote. La extravagante denominación finalmente no le fue concedida, entre otras cosas porque sus alumnos ni siquiera sabían qué era un Panzer, mientras que los colegas de éste se encontraban demasiado atareados en sus asuntos como para dedicar una hora de su tiempo a comprender las necesidades ajenas. Solamente Simón, un alumno de nuevo ingreso, advirtió los retorcimientos de deleite que manifestaba aquel cuerpo al oírse llamar el Panzer.

Junto a eso observó que sus maneras hoscas eran como el negativo de una búsqueda permanente de acólitos, en la que descartaba a los muy malhablados, a los que no pronunciaran Foucault de manera aceptable mínimamente y a los que por una trastada de la naturaleza pudieran arruinar las fotografías grupales. El que el propio Panzer perteneciera al período tardío de Goya daba a aquellas imágenes un aire lo bastante siniestro como para introducir nuevos detalles de esa laya.

Simón ingresó rápidamente en el cuerpo de los elegidos, porque cumplía con las condiciones, y ascendió aún con más velocidad porque aplicó el bálsamo del sobrenombre allí donde era necesario, en la cantidad requerida y cuando las circunstancias eran favorables. Obtuvo las máximas calificaciones, además de reconocimientos infrecuentes en la boca del Panzer:

—Es el muchacho más inteligente que ha pasado por estas aulas. Me recuerda a mí hace veinte años. Además, es guapo, atrevidamente guapo; si a mí me gustaran los hombres, lo elegiría como mi novio, sin importar la diferencia de jerarquías ni de edades. Ustedes conocen mi opinión sobre la pacatería.

Realmente, era guapo. Guapísimo. Y refinado. Se podía palpar el sonido exquisito de su boca pronunciando Foucault. Había averiguado que no tenía novia. Y no era tan sólo que supiera francés; era que tenía las manos de marqués, rosadas, suaves…

—Querido, quedas invitado a la asamblea del Colectivo del Arco Iris. Te espero allí el sábado próximo en la noche. Las señas van en esta tarjeta.

Se trataba de un local situado en la Casanova, próximo al callejón de la puñalada. El dorso de la cartulina estaba decorado con el dibujo de un Ganimedes en torno al cual se agrupaban unos hombres enmascarados.

—Perdón, Estela…

Nunca debió pronunciar su nombre. Ese simple hecho interpuso entre ellos un abismo insalvable, lo que dejó cariacontecidos a quienes los habían visto juntos, comiendo en el mismo plato, concediéndose mutuamente el tratamiento de querido, de una manera en cierto modo irritante para los que quedaban fuera de ese jardín de las delicias.

En los años que siguieron, el rostro de los dos iba a reflejar sendas contracciones cuando adivinasen la proximidad del otro. Simón evitó sistemáticamente matricularse en las asignaturas impartidas por su nuevo enemigo, mientras que éste, cuando por casualidad mencionaban el nombre del antiguo favorito, cerraba la conversación sentenciando que las puertas de la facultad no deberían abrirse a alguien tan bolsa.

 

Su mujer tenía una boca de labios tan cortos y finos que no era posible concebir que le cupiera entera una bola de helado.

4

—En efecto, yo creo que el Black Label está más que bien. El Red ya está al alcance de esos tierrúos que terminan vertiéndolo en vasos plásticos, diluido con la escarcha del congelador. Ahora bien, tampoco somos los hijos de la reina para poner en cada mesa un servicio de Blue… Por añadidura, entre los invitados hay unos que en su vida irán más allá del Something; así que, de cualquier modo, todo será arrojar margaritas para los cerdos.

El total de la factura incluyó treinta y seis servicios, más el brut de maridaje para la causa limeña, el pargo rojo y los frutos del mar —protagonistas de un abigarrado bodegón de verdes y anaranjados—, amén de unas de Oporto que fueran de la mano con las tres leches o con el negro en camisa. Cerveza, cuanta pudieran necesitar, de sifón.

El padre de Malena añadió a su paquete de obsequios el de la función de Tambor Urbano. Más que la afición de la hija a la percusión del cumaco, lo movió el deseo de contemplar a las mulatas soplando las guaruras. Su mujer tenía una boca de labios tan cortos y finos que no era posible concebir que le cupiera entera una bola de helado, por pequeña que se la pusiesen en la copa. Las hermanas de Malena, unas jovencitas de lo mejor del Mater Salvatoris, con esa pelusa albina en la nuca que sólo se ve al trasluz, pusieron caras largas al saber que el club iba a ser escenario de un vivac de negros a partir de la medianoche. Con deliciosa urbanidad anunciaron que se retirarían a sus habitaciones no bien iniciase el concierto, aduciendo como excusa la indisposición con el ruido.

El 23 de junio a las siete de la noche, los novios rindieron el juramento en la capilla de la hacienda Izcaragua. El beso fue aplaudido sostenidamente, con la especial insistencia del profesor Puchi, el mismo que semanas atrás, al recibir la tarjeta de invitación, se expresara con crueldad acerca de la inscripción impresa en letras doradas, no porque ésta contuviera algo malo, sino porque él tenía una personalidad que conquistaba aprobación a fuerza de la gracia en el burlarse de los ausentes. En concreto dijo que unos labios como los de la siguiente estrofa iban a ocasionar un incendio en casa de Simón:

¡Oh, reina rubia! —díjele—, mi alma quiere dejar su crisálida
y volar hacia ti, y tus labios de fuego besar;
y flotar en el nimbo que derrama en tu frente luz pálida
y en siderales éxtasis no dejarte un momento de amar.

Al lado de Puchi se encontraba el Panzer. El enemigo de Simón estaba presente en esa noche tan importante de su vida por la iniciativa de Malena, ignorante por completo de la historia acaecida seis años atrás entre su novio y el secretario general del Colectivo del Arco Iris. El joven se abstuvo de borrar arbitrariamente el nombre de este odioso ser de la lista de invitados por considerar en el último minuto que echarle en cara su felicidad triunfante, un sentimiento al que jamás podría acceder aquel bodoque resentido, era la mejor venganza posible.

Malena, por su parte, no cupo en sí de contento por contar con la presencia de todos sus profesores, en una escenografía como de película. A los veintidós años de edad se daría cualquier cosa por compartir las mejores experiencias con estos padres sustitutos, en los que todavía no asoma el cobre. Era como estar con una extensión de la familia, porque fue en la facultad donde cruzara las primeras miradas con Simón, mientras ella acababa de superar con éxito el proceso de admisión y él estaba a punto de recibir el grado. En el momento de la boda, ella estaba trabajando en una tesis sobre ética y política ciudadanas, bajo la supervisión del Panzer, cuyo verbo de fuego la elevaba en siderales éxtasis.

—Nadie me apasiona tanto como Estela. Adoro, eso es, adoro la manera en que combina la inteligencia y la reciedumbre. En sus clases me invade el deseo de llegar a ser como ella… ¿Por qué pones esa cara, amor?

Las sillas del salón quedaron vacías al oírse los primeros golpes de tambor. La multitud inmediatamente se volcó al patio, donde se confundieron unos con otros en una danza de movimientos frenéticos, cuyo objetivo era humillarse ante San Juan hasta gemir como una perra en celo:

Fuera fuera fuera,
sácalo pa fuera,
ese perro malo
no baila a la perra,
mira cómo baila
en la casa ajena:
jau jau jau, jau jau jau.

En lugar de cumplir con la promesa de partir hacia las almohadas, las hermanas de Malena descubrieron, gracias al tacto de manos desconocidas, que el afinque de los tambores las llenaba de sensaciones más exquisitas que las que experimentaron en el viaje a Europa del año anterior. En el centro de la ordalía se olvidaron de quiénes eran ellas y sus ojos no pudieron sustraerse a la atracción de las tres mulatas de Curiepe que concentraban el ritmo en las caderas prehistóricas.

Nadie pidió explicaciones a la sentencia de Simón, entre otras cosas porque antes de poder llegarse hasta él entraron nuevamente en actividad los tambores.

Hubo un alto en la música, para reponer fuerzas y volver con ímpetu renovado hasta que despuntara San Juan. En el ínterin colocaron una silla de patas muy largas, con altura de podio, en la que se sentó la novia, elevada así a la vista de todos los presentes, mientras la cabeza de Simón, a los pies de la amada, desapareció bajo la falda blanca, en cuyo interior se mantuvo aparentemente atascada en algo. Al cabo salió a la superficie con el liguero en la boca, el cual tendió seguidamente a Malena, para que a su vez lo arrojase a la multitud. La prenda describió una curva limpia por encima de todas las cabezas hasta parar en las manos del Panzer.

—El lanzamiento fue en vano, no joda.

Nadie pidió explicaciones a la sentencia de Simón, entre otras cosas porque antes de poder llegarse hasta él entraron nuevamente en actividad los tambores. La novia entonces se dirigió al vestier para descansar de la tela tan pesada y sustituirla por un ligero corte de dos piezas, más apto para el folclor costero.

Se tenía previsto que poco antes del término fijado a la fiesta los recién casados salieran rumbo al aeropuerto, para abordar el primer avión de la mañana hacia Cancún. El paquete de la compañía de festejos incluía a unas mujeres, entre las que seguramente iban colados algunos hombres, disfrazadas de ayas negras, con betún en la cara, por más que muchas de ellas no lo requiriesen, con el encargo de ir como un cortejo acompañando a la pareja a la hora de su partida a la luna de miel, arrojando obsequios a los invitados. Una duda de último minuto asaltó al flamante marido, quien, quizá por efecto del Black Label —o por conceder más cuidado de lo que se suele a ciertos detalles—, olvidó si realmente había guardado los pasaportes en su bolso de mano.

No podía aplazar la verificación para más tarde, porque si no estuvieran en el compartimiento a la medida —motivo por el cual había adquirido la pieza—, tendría por fuerza que interrumpir con repiques telefónicos el sueño de la cachifa de su apartamento en Caracas. Dentro del cajón de la mesa de noche, encima del estuche de la pistola descargada, allí era donde se encontraban de ordinario; tan sólo debería echar mano de ellos y traerlos a Izcaragua antes de romper el alba. Bueno sería que perdiesen el vuelo por semejante omisión suya. Y dando señas de gran intranquilidad, según los testigos, salió disparado hacia el vestier.

Unos juramentos llamaron la atención de los empleados que se encontraban en los interiores de Izcaragua. Era difícil saber qué hacer frente a lo que fueron a observar. Finalmente, uno se armó de valor.

—Suéltela, patrón. Es una dama.

—¿Una dama? ¿Te parece una dama esto?

Tenía sujetado al Panzer por los cabellos alborotados, de Medusa. Con la otra mano mantenía inmóvil a aquel cuerpo enlentecido por el alcohol.

Por los marcos asomaron algunos amigos de la pareja. Preguntaban qué estaba pasando, sin que nadie atinara a explicarles.

Malena, el gesto de trágame tierra, la espalda contra la pared, mostraba la cara con manchones de rojo ardiente, porque el lápiz labial se le había esfumado hacia todas partes, dejando sus buenos rastros en las orejas y en el cuello.

El Panzer fue abandonado en el piso de menudos mosaicos siglo XIX, originales. Los tambores de San Juan apenas se percibían en ese lejano sector de la casa. Desde los arcos del patio de los exteriores, por sobre el resonar de las pisadas de los recién casados, se oyó la voz de Simón:

—¡Esta mierda se acabó, no joda!

John Narváez
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