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El hombre que quería ser otro

martes 31 de agosto de 2021
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La canoa flotaba a la deriva, salpicada apenas por las pequeñas olas, en el agua turbia —territorio de lúgubres armadillos de fondo, pececillos plateados, raíces castañas, camalotes vagabundos—, como una hoja descartada en la corriente. El hombre, sentado junto al motor fuera de borda, sostenía la caña de fibra de vidrio y su sombra flameaba esfumándose sobre las crestillas salpicadas de reflejos incandescentes. El canal aparecía estrecho y sin embargo sus orillas se mostraban lejanas, humanizadas por improvisados amarraderos de madera destrozados por las raíces de escuálidos sauces llorones. Extensos camalotales emergían de las sombras derramándose en flores azules que parecían desafiar el cielo. Y la hora de la siesta dormía entre los gorjeos de aves desconocidas escondidas entre las ramas o suspendidas en la brisa pegajosa bajo un sol crecido en el infierno. La mujer —tendida de espalda en el fondo del bote—, con la cabeza apoyada sobre los salvavidas blancos, el pelo desparramado sobre las maderas, los ojos cerrados, los pechos redondos colgados del esternón, las piernas recogidas apenas, dormitaba y su rostro emitía un reflejo como de inocencia, de levedad de ser, eufonía del alma adivinada. El hombre —bajo la visera de la gorra deportiva— fijaba sus ojos marrones en el espacio baldío sobre el canal principal del río; llevaba hasta su boca reseca la colilla de marihuana, aspiraba profundo, exhalaba lento y su respiración pausada controlaba el ritmo de su corazón. La luz del sol se desplomaba sobre el agua que se evaporaba formando una nube superficial que parecía levitar entre el cielo y la tierra. Y el hombre alucinaba apenas al borde de su conciencia, buscaba en los archivos de su memoria algún cabo suelto, una sola señal de olvido, cierta clave que creía conocer o desconocer, un impulso elemental que estuviera situado un poco más allá de su ello. Si no hubiera atendido el teléfono, seguramente no habría montado en su canoa para sentir la pasión de su muerte. Por varias horas —la espalda cocinada por los rayos del sol— el hombre se perdió entre las enredaderas de su conciencia y trató de rescatar razonamientos, construir un silogismo correcto, una señal formal, un puerto donde amarrar su angustia. Su figura era simplemente un calco, un trazo en el vapor de la media mañana. Algún yate —abriéndose paso en el canal principal del delta— liberaba olas embravecidas que obligaban al hombre a ponerse en guardia y la calma llegaba junto a las barrancas, a las nubes aprisionadas por el lecho del río, como un episodio adivinado, una especie de anticipación sensorial. Con el viento ensayando susurros en su oído comenzaron a reaparecer los recuerdos; cierta forma de confesión consigo mismo, intención de violar el presente a través del soliloquio del pasado. Mientras parecía materializarse la otra playa, la otra orilla donde sus padres fueron pescadores —el herrumbre de las chapas que formaban la vivienda que habían levantado con sus manos entre las dunas—, la voz de su madre nacía entre los montes nativos de las islas y el timbre dulce ecualizaba junto al sonido desafinado del viento:

—Marcelo, Marcelo…

Entonces sus piernas aparecían flacas, los pies descalzos sobre la arena ardiente, y su hermana Sofía corría por delante con el vestidito violeta, el pelo castaño como alas en la brisa:

—Corre, Marcelo… corre. Gáname una carrera.

Despertar cierto día —de su pequeña, ínfima, elemental vida— sobre un territorio ajeno.

Y toda la playa era la enorme lengua blanca de la tierra que abría su boca en el horizonte para bostezar sobre el río que iba y venía, que se dormía y se desvelaba bajo el cielo despejado del verano. Despertar cierto día —de su pequeña, ínfima, elemental vida— sobre un territorio ajeno, donde sus padres acunaron la familia y recibieron del río el sustento de cada día. La casa acurrucada entre las dunas, bajo la sombra de monumentales araucarias, revestida de maderas y cartones, con una sola habitación, pero con una cocina generosa que olía a pescado, a fogón donde se consumía el abatido eucalipto blanco. El lanchón naranja —con el mástil alto pintado de blanco, la vela cuidadosamente doblada sobre el fondo—, apoyado sobre un carro de hierro y ruedas de goma, listo para partir en las madrugadas. El padre curtido por el resuello de treinta y cinco inviernos, las manos estigmatizadas con el acero de relucientes anzuelos, el pecho abierto de par en par, la orden tras el susurro:

—A levantarse, ya es demasiado tarde. Ahí tiene su mate cocido y ayude a empujar el bote.

Los pantalones cortos, el cárdigan insuficiente, el gorro pasamontañas, las botitas de goma, la nariz chorreando, la boca temblorosa, entregados a la furia del río —cuando la tormenta era mucho más que una amenaza, como una cita a ciegas con la muerte—, encarnando anzuelos con cangrejo, arrojando las redes y el cuerpo sobreviviendo apenas y el alma limpia como un destello divino. La madre —envuelta en su aura de campesina pobre y de mujer sufrida— sobrellevaba sus veinticinco primaveras sobre el latón donde limpiaba el pescado, en la cocina preparando el escabeche que se vendía a los turistas, doblada sobre la pileta de cemento donde lavaba las pocas vestimentas de la familia, expuesta en la intemperie al llegar la noche y su marido y su hijo se habían perdido tras el rezongo del río.

Consecuentemente el hombre volvía al canal, al olor a barro, a gasolina, prendido a su caña de pescar, y observaba con atención a la mujer que dormía en el fondo de su canoa. Comparaba aquella imagen real con la que guardaba en su mente: las piernas excesivamente bronceadas, elegantemente cinceladas, se adornaban con un par de pequeños pies de uñas prolijamente pintadas. Más arriba el sexo se insinuaba amordazado por la bikini blanca y el hombre lo sabía profundo, cálido, palpitante, entornado a veces, de par en par después de las caricias. El vientre era un edén de imaginarios brotes, los pechos un manantial desbordado en el desierto y el rostro una promesa de santidad, virgen pagana resucitada en el imperio temporal. La conoció una tarde, en su refugio del Tigre, en esas horas en que la soledad le llenaba la boca de sabores metálicos y se decidió a llamar y, después de más de media hora, tras el toque del timbre, lo embriagó el olor a hembra. Allí estaba con la blusa abotonada apenas, la pollera muy por encima de las rodillas, la sonrisa plena:

—Soy Karina, tu dama de compañía. ¿Me invitas a entrar?

Él deseaba otra vida, odiaba la pobreza, la indigencia de los suyos le trastornaba; soñaba con marcharse lejos.

Con sus cincuenta y siete años de aburrimiento, toda su familia perdida tras el traumático divorcio, decidió pagar por el amor y el amor llegó a su puerta —como habían llegado sus logros— por el poder del dinero. Pero ella conocía su oficio, él conocía sus debilidades y comenzaron a verse tan seguido que, sin notarlo, se volvieron amantes. Entonces ella se vino a vivir al refugio, se inventaron una vida y fueron una imagen virtual, una proyección cinematográfica en la oscuridad de una existencia anclada en el ansia.

Volvía el hombre a su orilla, a su infancia, y escuchaba la voz de Sofía como la había escuchado esa mañana del otro lado del teléfono. Supo que era ella después de tantos años de ausencia racional, de escapismo permanente, y la hermana pequeña le volvía a hablar como en aquellas noches antes de dormirse:

—Soy un hada. Mírame con la luz de la luna. Voy a darte lo que desees.

Él deseaba otra vida, odiaba la pobreza, la indigencia de los suyos le trastornaba; soñaba con marcharse lejos, no volver a verlos, no saber de ellos y ser como aquellos turistas que inundaban la playa todos los veranos.

—No puedes darme nada, Sofía. Somos demasiado pobres y no existen las hadas pobres.

—Soy un hada. Me lo dijo la virgen la otra noche y también me dijo que tú te ibas a marchar muy lejos. No te vayas, Marcelo, no me dejes. ¿Con quién voy a jugar?

—Te llevaré conmigo, lo juro.

—Mamá se va a morir de pena. Júrame que no te irás.

Cuando llegó el verano volvieron los turistas. Marcelo ofrecía escabeche de pescado por la playa; deseaba todo lo que veía, los autos, los juguetes, las impecables sombrillas, las zapatillas de los niños. Creía que aquellos seres sonrientes —que en realidad escapaban de un infierno mucho más lacerante— eran dueños del mundo, de todas las cosas materiales y de todas las caricias perfumadas. Y elegante en su maya floreada llegó una tarde la señora de López Inzúa, aromatizada en perfume importado, el rostro detrás de sus gafas, el pequeño bolso para transportar las conservas:

—Buenas tardes, señora. Mi empleada se encuentra mal y vengo a buscar las conservas que les dejó encargadas.

—Sí, señora —dijo la madre de Marcelo con gesto sumiso—, aquí tiene.

—¡Qué bonitos niños tienes!

—Gracias, señora…

—Dios no me dio hijos… —dijo la mujer detrás de una mueca indescifrable—. El varoncito es precioso. ¿Dejarías que me lo lleve?

—Por la Virgen, señora… No me separaría de mi hijo.

—No me interpretes mal. Podríamos darle una vida que ustedes no están preparados a dar. Tú sabes… educación, futuro y tal vez con el tiempo sea nuestro mayordomo. No… no me digas nada ahora. Piénsalo y te veré antes de que comience el otoño.

Cuando llegó el invierno, tras su helada carcajada, Marcelo vivía en Montevideo como criado de los López Inzúa. Así fue preparado —tal vez porque le tocó la suerte o la desgracia— en las costumbres de la clase alta y el niño creció en el ambiente. Fue mayordomo, hombre de confianza y, cuando el patriarca Alfredo López Inzúa murió, le heredó una cuantiosa dote como pago a servicios, bondades y espacios plenos que el muchacho ofreció a la familia. Inteligente, severo, calculador, ambicioso, recibido de abogado, el joven partió a Buenos Aires, donde se afianzó como consejero de negocios y actividades empresarias. El hombre nunca volvió a ver a su familia y deseó desesperadamente borrar todo recuerdo de sus pares para siempre. Creía que ellos podrían obnubilar su presente, su futuro, y se convenció de que nunca fue el hijo de un pescador sino la proyección de López Inzúa. Así construyó su éxito social —si lo que construía puede llamarse éxito o tragedia— y fue agotando su tiempo y su existencia zozobró ahogada por el olor del dinero.

Tirones en el sedal distrajeron al hombre de su vigilia introspectiva. Mecánicamente comenzó a enrollar el hilo de nylon hasta que un bagre rayó con sus bigotes la superficie, con pericia lo sacó del agua, desenganchó el anzuelo y lo envió nuevamente al nicho de barro y algas. La mujer despertó, miró con rostro interrogante y el hombre apoyó la caña sobre la canoa y, mientras le entregaba la bata, le dijo:

—Vestite que nos vamos.

Obediente, la mujer se cubrió; el motor rugió y la canoa zarpó como flecha sobre el agua de espejos triturados. En la guardería dejaron la embarcación y se dirigieron en silencio hasta la casa.

—Voy a bañarme —dijo la mujer mientras acariciaba el cabello del hombre.

El hombre la separó suavemente. Entonces entre sorprendida y confusa se puso de pie.

Entonces Marcelo se acercó al barcito, tomó un vaso, lo llenó de whiskey y fue a desplomarse en el sofá. Pero se incorporó de pronto, apoyó los brazos sobre las piernas sin abandonar el vaso y volvió a escuchar adentro de su cabeza el mensaje que antes oyera en el teléfono:

—Hoy entierran a tu madre. Murió diciendo tu nombre.

Y volvió a reconocer la voz de Sofía, de la niña Sofía, del hada pobre que milagrosamente vino a despertarle. Entonces sintió que el pecho se le partía en pedazos:

—Hoy entierran a tu madre.

La mujer entró en el living con el pelo chorreante, desnuda, y vino para agazaparse sobre el sofá como un felino que acecha a su presa. Delicadamente acarició las piernas del hombre, besó tiernamente las manos pegadas al vaso, pero el hombre la separó suavemente. Entonces entre sorprendida y confusa se puso de pie. Caminó hacia el ventanal, escurrió el cabello, el agua resbaló sobre su espalda dotando al cuerpo de una exagerada sensualidad y, sin girarse, preguntó:

—¿Así que ahora te has aburrido de mí?

El sonido del vaso al quebrarse sobre el piso la obligó a voltearse y descubrió al hombre urgido por el llanto, el rostro entre las manos, como desmayado sobre el sillón de seda. Corrió, lo abrazó con fuerza:

—¡Qué pasa, mi vida! ¡Por favor, qué pasa!

Pero el hombre no respondía, parecía ahogarse en la congoja y su voz se hizo esperar:

—Nada. Mañana estaré mejor.

Carlos Anández
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