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El guitarrista

jueves 4 de noviembre de 2021
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“He amado hasta llegar a la locura; para mí, es la única forma sensata de amar”.
Françoise Sagan

La música fue una constante en la vida de sus padres y cómplice fiel de su amor. Cantante lírica su madre y músico percusionista su padre, la música fue la pulsión vital que los conectó. Él fue rodeado de acordes y notas desde el vientre materno, con las melodías clásicas y románticas de su madre. Su padre le arrulló los días con swing y jazz, tango, cumbia, flamenco, bachata o funk. Nunca hubo prejuicio musical en su hogar, cualquier ritmo era propicio para educar su oído.

Tuvo los típicos juguetes de cualquier niño, carritos, trenes y muñecos de acción, que su madre ordenaba en los cajones más altos del armario, inaccesibles, mientras dejaba regados, y al alcance de su curiosidad, maracas, pitos, sonajeros, matracas, tambores y panderetas. Cuando llegó la edad de ir a la guardería, llegaron también las horas de su iniciación musical seria. Luego las clases formales de piano y teoría y solfeo con el Profesor Fajardo, una eminencia en la enseñanza musical. Tenía un horario estricto, su madre le quería un músico integral. Las horas distendidas eran las del descubrimiento no planificado con su padre, horas de ritmos alternativos, rodeados por los amigos de la casa, casi todos músicos también.

Nunca hubo reparos por sus malas notas de colegio, o por los reportes de las maestras preocupadas por lo poco sociable que era el niño y lo retador que le resultaba relacionarse con el resto de sus compañeros; tampoco los llamados de atención de la familia más cercana menguaron en su madre la idea sostenida del prodigio musical de su hijo. “Los músicos son introvertidos, tímidos y hasta estrafalarios, hay que dejarlo ser”, respondía habitualmente. Las diferencias respecto a su educación musical fueron las únicas discusiones que presenció en su casa. Se podría decir incluso que sus padres auparon las singularidades de su carácter y comportamiento. Hasta el profesor Fajardo advirtió que en su obsesión por hallarlo genio estaban procurando un niño no dotado, sino raro.

Para su cumpleaños número 14 le obsequiaron una guitarra. A partir de ese momento todo fue un antes y un después en la vida de Juan Pablo.

Por fortuna los genes musicales se hicieron presentes en Juan Pablo. “Es un genio en el piano”, aseguraba su madre. El profesor Fajardo, imparcial y observador, sabía que no había tal genialidad, aunque sí le reconocía el talento. Su padre consideraba que debía hallar su instrumento y por ello le dejaba tocar lo que se le antojara, sin mayor método. A los doce años Juan Pablo tocaba con notable capacidad y fluidez piano, cuatro y se iniciaba en el oboe. El profesor Fajardo insistía en que su ejecución era impecable, pero que le faltaba alma, pues hasta ahora su talento estaba exento de pasión.

Se hizo un adolescente reservado y de muy poco hablar; hosco, a decir verdad. Obsesivo con sus rutinas diarias, sin mucho interés por otras cosas que no fuesen la música, e incluso más que ésta, notaba Fajardo, las rutinas asociadas a la música. No tenía otra inquietud emocional ni social. Para su cumpleaños número 14 le obsequiaron una guitarra. A partir de ese momento todo fue un antes y un después en la vida de Juan Pablo. La guitarra se amoldó a sus dedos y sin mayor esfuerzo se dedicó a ella, con la emoción que su padre siempre presintió oculta. “Por fin halló su instrumento”, dijo satisfecho.

Era todo un espectáculo verlo estrechar la guitarra contra su cuerpo, cerrar los ojos y tocar con arrebato. Sus padres no podían estar más exaltados. Era realmente virtuoso, había una total conexión entre él y el instrumento. Su progreso fue vertiginoso. La guitarra se hizo omnipresente y sonaba a toda hora. Se le hizo compulsivo tocarla, andar con el instrumento siempre a cuestas. Lo que él sentía, y lo que pasaba por su cabeza, que nadie podía percibir, era que la guitarra era más que un instrumento. Al principio todos estaban absortos en el deleite de verle tocar con el arte con que lo hacía. Era hermoso y estremecedor. Luego no podían menos que sentirse intrigados por la vehemencia que le ponía a la guitarra. El profesor Fajardo se atrevió a precisar que aún había mucho camino por recorrer y que recomendaba otro tipo de instrucción. Juan Pablo entró al conservatorio de música, sus padres estaban convencidos de que ya había superado el aprendizaje académico. Al cumplir sus dieciocho años, apoyado en una frágil mayoría de edad, Juan Pablo decidió mudarse solo, argumentando la necesidad de independencia.

El día que dejó su casa sintió una alegría desmesurada instalada en su corazón, una alegría profunda como pocas veces había sentido en la vida, una alegría sin nombre, que se materializó en el cuerpo de su guitarra. En su pequeño cuarto rentado, aquella primera noche en su pobre espacio, sin nada más que una silla y un colchón, Juan Pablo tomó la guitarra y, sabiendo que nadie podía interrumpirle, que él y la guitarra estaban solos, tocó sin parar. Tocó hasta que sintió su cuerpo temblar con un placer no conocido y abatido por ese éxtasis, nunca hasta ahora experimentado, acabó por primera vez en su vida.

El público no sólo iba a admirarle y aplaudirle, iban tras el rumor de lo que pasaba ante los ojos de todos.

A partir de ese momento de gozo, Juan Pablo pasaba todo el tiempo que podía en el reducido espacio físico y emocional en el que ahora vivía, casi sin comer ni dormir, confinado al placer que le proporcionaba el roce de su guitarra. Dedicado como nunca a tocar su cuerpo curvo, sus maderas lisas, perfectamente ensambladas, sintiendo en la piel de cada dedo la tensión de sus cuerdas. Juan Pablo le hablaba en susurros a su instrumento, la guitarra le respondía en acordes que lo llevaban a un estallido de felicidad, una plenitud que nunca más quería dejar, sin importar qué pensaran los demás.

Para mantenerse tocaba en bares cercanos, de público variopinto; eran lugares de caña barata, pero en casi todos le aplaudían con entusiasmo. La bohemia de la zona le seguía, y le reconocía el talento y el alma que le ponía a cada interpretación. Para ellos no resultaba extraño su aspecto taciturno y descuidado. Acudían conmovidos por el don del muchacho, curiosos de sus particularidades. Los aplausos eran honestos, casi siempre prolongados. La paga era en tragos y algo de comer. Sin embargo la novedad fue cediendo y la curiosidad dio paso a la anécdota de su singular performance, superando el empeño que le ponía a cada interpretación. El público no sólo iba a admirarle y aplaudirle, iban tras el rumor de lo que pasaba ante los ojos de todos. Buscaban el espectáculo del guitarrista que se corría al tocar. Esa era la atracción.

Se le hizo inevitable no tocar la guitarra y acabar, estremecido. Había perdido esa potestad. No reparaba en el asombro de la gente, no era su prioridad; no percibía la risa burlona, colándose entre los aplausos desdichados. Él tocaba volcado sobre su guitarra, el instrumento apresado entre sus piernas y al cabo de algunas piezas, extasiado, sin exhibición ni premeditación alguna, debía parar unos minutos para sobreponerse al espasmo de placer. Luego seguía tocando, totalmente ensimismado, absorto en el mundo particular donde se hallaban sólo él y su amante inanimada de apetito voraz. Juan Pablo no tenía noción de su rareza, no era consciente de la reacción de la gente y hasta el borracho más pintado se ahogaba con su inusual talento.

Instalado el morbo todo se convirtió en un triste espectáculo. Le pidieron no volver. Sólo el dueño de un tugurio siguió permitiéndole que se acercara una o dos veces por semana. Era un antro de desahuciados por el vicio, así que poco importaba un extraviado más. Una noche logró sacarle algo de información, en el escalofrío de una fiebre. En la debilidad del malestar le permitió llamar a sus padres. Era un viejo percudido de espantos en la vida y le había tomado cariño. Veía en Juan Pablo una humildad de las que poquísimas veces era testigo. Hacía muchos años que alquilaba las habitaciones de su ruinoso edificio a los incomprendidos que atinaban a acercarse allí. Les adivinaba la furia, la singularidad, el pulso cansado o la desviación en el andar. Juan Pablo no fue la excepción y le atajó el dolor de inmediato. Alertó a los padres de la caprichosa circunstancia en la que se hallaba Juan Pablo y fueron a verle. Fue amargo descifrar al hijo en lo precario de esa figura delgada y demacrada hasta el lamento. Les dolió el recuerdo del amor entregado al niño, les quemó la indiferencia que dejaron caer sobre los avisos y el descuido con que trataron las alertas. Ahora podían verle consumido por tan extravagante talento, entregado a la dolorosa pasión por un objeto. La imagen del hijo amado se convirtió en una fractura y un juicio de extrema pena.

El hijo trató de explicarles que su vida no era una culpa, ni el resultado de sus omisiones. No había nada que ellos hubieran podido hacer, o dejar de hacer para que su vida fuera diferente, porque su vida era una elección tomada. Para Juan Pablo era complicado hacerle entender a los demás lo que no era descifrable para nadie. Decirle al mundo que su vida giraba en torno a su guitarra, que su día comenzaba en cada curva del instrumento y terminaba cada noche en el tacto de cada cuerda, con cada nota que de ella salía. No necesitaba ayuda, no la quería, y explicarlo era una tarea inútil que además no estaba dispuesto a hacer. No precisaba justificarse. No sentía vergüenza alguna, nadie debía sentirse culpable. Él amaba a su guitarra. No había tragedias, ni moralejas, ni dramas, ni traumas. La amaba más allá de la música, de sus padres, de su condición misma de objeto. Sólo quería tocarla, hacerla hablar para él. La música era sólo lo que resultaba de la relación que tenían. Cuando tocaba le hacía el amor, su guitarra le hablaba. No le era extraño, era lo que tenía, era lo que sentía. No lo pensaba, ni escudriñaba. Era así y ya. Era así para él, sencillo y reconfortante.

Nada había que hacer ante una convicción tan serena.

Juan Pablo temblaba, disminuido, consumido por aquel amor demandante.

Unos meses más tarde su padre sucumbió al dolor, una punzada brutal le partió el corazón en pedazos. Venían de ver a Juan Pablo e intuyó en el comportamiento del muchacho que todo lo definitivo estaba por suceder. “Su desgarro era de los más raros y, por bizarro que parezca, quizá de las cosas más hermosas que haya visto yo en mi vida”, le dijo a su mujer al regresar. Los acordes que él hizo brotar de aquella guitarra eran profundos, prolongados y sutiles. No era una música conocida. Lo que entre ellos se decían será siempre un misterio. Pero lo que oí era el armonioso secreto de amor que brotaba entre los dos. Parecía flotar, impregnando cada rincón del miserable lugar. No quedará escrita ninguna partitura. Era algo único y valioso, una pieza inolvidable.

Quedaba claro que ese momento íntimo que interrumpió su padre era un prolongado abrazo, un adiós convenido entre dos amantes condenados. Juan Pablo temblaba, disminuido, consumido por aquel amor demandante. No duraría mucho más, lo sabía con claro estremecimiento. Su respiración era un sofoco y lloró cuando advirtió la presencia sigilosa del padre, compartiendo unos segundos de su tormentosa pasión. De alguna manera se despedía de todos los testigos, derrotados e inadvertidos, que por un breve instante alcanzaron a sentir, a través de la poderosa música que de la guitarra salía, el incomprensible sentimiento que él tocaba en el cuerpo de su amada y se desintegraba entre sus cuerdas.

La guitarra de Juan Pablo fue subastada un año después de su muerte. La adquirió un músico que en varias ocasiones le había aplaudido en algún bar. Era un coleccionista de rarezas. Sólo pudo tocarla una vez, porque sintió sus cuerdas llorar.

Adriana García Sojo
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