No tengo hambre, es ansiedad, sólo eso. Respira y relaja. Eso me digo mientras lamo con los ojos el techo de color blanco azúcar, tumbada en la cama. No puedo parar quieta. Estoy intentándolo con respiración diafragmática, pero me dura tres segundos, no más. Me molesta cada pliegue de la sábana, me molesta la textura de la colcha, me molesta su color y hasta su mera presencia en el universo. Me intento acomodar, pero no lo consigo y se me vuelve a agitar la respiración hasta convertirse en un gruñido que desemboca en un grito grave con el que primero me incorporo y después me pongo en pie.
La habitación es grande y aséptica, pero resulta cálida, quizá sólo porque la temperatura es objetivamente templada. Las paredes son de color azul pastel desde el suelo hasta una cenefa ancha en tonos claros que más bien parece la decoración merengada de una tarta de boda. De ahí hacia arriba, blanco hasta el techo.
He estado revisándolo todo, registrándolo más bien, antes de caer en este estado. Sé perfectamente que las benzodiacepinas que hay en el último cajón del mueble metálico junto a la cama están caducadas desde 2015. Aun así, abro el cajón, miro la caja y lo corroboro. Sobre la cajonera hay un vaso de cristal y una botella de agua Bezoya, llena hasta la mitad. La etiqueta está medio deshecha por la condensación producida al sacarla del refrigerador en el que estuvo antes. También hay una manzana Golden, hasta cuya base ha llegado el charco generado por la botella, y una servilleta blanca de papel, doblada en triángulo, sobre la que descansan unos pedazos de pan integral.
Cuando giro la mano me topo con las zonas más carnosas de la palma y no puedo evitar rememorar aquellas palabras, lejanas pero nítidas.
Voy andando de un lado a otro, como si abarcar espacio significara que el tiempo va a pasar más rápido. Tengo que hacer algo, necesito algo. Me acerco a la puerta cerrada con llave y comienzo a golpearla fuertemente con la mano abierta mientras grito con ese mismo tono grave de antes. Doy manotazos con todas mis fuerzas hasta que el dolor me impide seguir.
Me miro la mano, completamente enrojecida, caliente. Me siento al borde de la cama sin dejar de mirarme los dedos, la palma, las venas hinchadas como raíces en el dorso. De pronto la veo como una fruta palpitante, atrayente. Embelesada con mi propia mano derecha, la acerco hasta mi boca y comienzo a lamerla despacio. Noto la sinuosidad venosa en mi lengua, me recuerda a esas gominolas que simulan lombrices de colores. También mordisqueo las elevaciones que producen los tendones al mover los dedos. El efecto en mis labios se parece a apurar los últimos pedazos de carne de una alita de pollo que, por alguna razón, tengo claro que está embadurnada en salsa barbacoa. Cuando giro la mano me topo con las zonas más carnosas de la palma y no puedo evitar rememorar aquellas palabras, lejanas pero nítidas, que me hablaban de lo dulce que yo era. Y muerdo, succiono, pero siento que la textura ya no me resulta suficiente. He cruzado un punto de no retorno, como cuando no vas a follar porque no tienes condón, pero después de un rato de magreo estás ya tan caliente que todo te da igual.
Miro alrededor, buscando algo, y entonces me acuerdo. En el primer cajón de la cómoda he visto un glucómetro, con lo que probablemente haya también algunas lancetas. Me acerco a comprobarlo y encuentro lo que busco. Abro la caja, quito el protector plástico de una de ellas y me clavo esa pequeña aguja en la zona elevada de la palma que está más próxima al pulgar. Al sacarla veo que se ha generado un pequeño punto de sangre. Me lo llevo a la boca y succiono fuertemente, pero apenas llego a percibir un ligero sabor, tan tenue como para no poder siquiera definirlo. No es suficiente. Giro la mano, buscando soluciones, y veo que aún se marcan un poco las venas. Tengo una idea. Me suelto el pelo y me coloco la goma en el brazo, cerca de la axila. Adiós, retorno venoso. Cuando vuelvo a ver en relieve todas esas raíces azules y violáceas en mi mano, cojo la lanceta y la clavo lo más profundamente que puedo en la vena más gruesa, muy cerca del hueso de la muñeca, donde antes de sacarla hago unos pequeños movimientos circulares para asegurar el éxito. Duele, joder, duele bastante. Tiro la aguja al suelo y esta vez sí: la sangre fluye con solvencia y, sin perder un segundo (ni una gota), absorbo mi propio yo con fruición, con ansiedad. Con hambre. El líquido va impregnándome la boca y trago despacio, recreándome, regodeándome mucho.
Todavía llevo la goma alrededor del brazo, que palpita casi al mismo ritmo de mi succión. Empieza a dolerme bastante el antebrazo. Es un dolor difuso pero ineludible, creciente. Sigo chupándome, convencida de que el dolor se debe a un volumen excesivo de sangre concentrado en esa zona, por lo que si me centro en beberme la mayor cantidad posible, el inconveniente remitirá. Continúo, pero el dolor prosigue, cada vez más intenso, así que no me queda otra que cejar en mi empeño.
Tengo que quitarme la goma del brazo, pero lo tengo tan hinchado bajo la zona de opresión que no consigo sacarla. Mierda, mierda, unas tijeras, un cúter, algo. Intento mantener la cabeza fría y recordar si en mi registro previo he visto algo que me pueda servir, pero no me viene nada. Rebusco en los cajones de la cómoda utilizando sólo la mano izquierda, porque la derecha ya me duele demasiado. Estoy poniéndolo todo perdido porque la vena no deja de rezumar sangre. Las raíces en relieve ahora se entremezclan con diversos riachuelos rojos que recorren toda la superficie de la mano, hasta acabar en la punta de los dedos, desde donde se precipitan al suelo como minúsculas cataratas. Intento detener el sangrado presionando con la otra mano, pero me doy cuenta de que hasta que no consiga librarme de la goma, eso no va a parar. Ahora tengo las dos manos ensangrentadas y sigo buscando algún utensilio desesperadamente.
Me miro las rodillas; puntos de sangre comienzan a atravesar la ropa. Pero ahora la prioridad es el brazo hinchado y amoratado.
¡El vaso! Me fijo en el vaso de cristal que hay sobre la cajonera y me parece una buena solución. Lo sujeto con todos los dedos para que no se me resbale y lo estrello contra el suelo de baldosas color crema, donde se hace pedazos. Veo uno de buen tamaño que parece afilado, pero al agacharme a recogerlo todo empieza a darme vueltas y pierdo el equilibrio. Caigo hacia adelante sobre las rodillas, en las que me clavo algunos pequeños cristales a través de la tela de los pantalones.
El dolor acentúa el mareo, así que decido sentarme despacio en el suelo, apoyada en el pie de la cama. Me miro las rodillas; puntos de sangre comienzan a atravesar la ropa. Pero ahora la prioridad es el brazo hinchado y amoratado. Al fin alcanzo un cristal afilado y lo uso para ir rasgando la goma negra que me oprime el bíceps, procurando rozarme la piel lo menos posible. No es fácil, entre la sangre, el mareo, el dolor y el temblor que a estas alturas ha adquirido mi mano izquierda. No puedo evitar abrirme heridas en la zona circundante, pero finalmente logro rasgar por completo la goma de color fresa, que se desprende y cae al suelo entre los cristales.
Noto un alivio inmediato y creo que es más mental que físico. El brazo aún duele, pero creo que a partir de aquí todo es cuestión de que me tranquilice y consiga reducir la hinchazón.
Para reactivar la circulación, abro y cierro los dedos de la mano, de la que sigue saliendo sangre. Ahora sí, ahora la succión será efectiva. Pruebo a beber de las heridas de la zona en que estaba la goma. Escuece un poco, pero es llevadero. Percibo el sabor metálico preñándome la boca. He cerrado los ojos para centrarme en ello, pero al abrirlos todo es nebulosa. Mareada como la primera vez que me emborraché a aguas de valencia en el piso de estudiantes de aquel novio estúpido, trato inútilmente de fijar la vista en un solo punto. El dolor ha ido menguando en favor de un cierto hormigueo, incluso en las rodillas, así que no creo que las heridas sean la causa.
Es el hambre, seguro, estoy famélica.
Debo mantener la cabeza bien erguida. Y comer, comer, comer. Retomo la fuente abierta junto a la muñeca, pero me doy cuenta de que la sangre ha comenzado a coagularse y se ha detenido el flujo, así que me veo en la necesidad de usar los dientes para reabrirla y retomar mi vía de alimentación. El mareo persiste. El dolor ya no me importa, empiezo a percibirlo como si le ocurriera a otro, así que insisto con los dientes hasta arrancar el tejido suficiente como para que mi lengua surque y extraiga sin obstáculos. Me sabe la boca a hierro, a vida o muerte. No puedo mantener los ojos abiertos. Me cuesta respirar, tiemblo. Succiono, lamo, como, bebo, hasta que algo flaquea finalmente en mi interior y caigo de costado sobre ese bello mar de cristales, transparentes y tentadores como deliciosos caramelos de menta y anís.
- Eres dulce - jueves 18 de noviembre de 2021