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La paciente de la habitación 508

martes 8 de febrero de 2022
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—Acabo de matar a una persona y pronto asesinaré a otra.

En mis largos veinte años de servicio, había visto y oído muchas cosas extrañas e inesperadas, por lo que no me llamó la atención cuando el cabo de guardia me informó del hecho hasta que vi su expresión.

—Creo que debería ver esto, mi suboficial —dijo el cabo Lozano, quien con suerte llevaba tres o cuatro años de planta.

Una mujer que debía rondar los cuarenta años esperaba en el mesón de atención. Le di una rápida ojeada luego de escuchar su declaración y examinar su cédula de identidad.

—Señorita Romero, ¿podría explicarme…?

¿Me está diciendo que asesinó a un hombre a más de 180 kilómetros de distancia y volvió para entregarse en sólo veinte minutos?

—Él está en su casa, en Santa Cruz —me interrumpió—. Puedo darle la dirección, si gusta.

Su voz, su postura y sus ademanes eran de lo más relajados. Estaba sentada con las piernas cruzadas, con las manos sobre las rodillas, y nos miraba con total calma a pesar de lo que había venido a declarar.

—¿En Santa Cruz? ¿Sexta región?                   

—Sí.

—¿Y cuándo dice usted que cometió el asesinato?

—Hace exactos veinte minutos.

Dejé escapar una risita incrédula.

—¿Me está diciendo que asesinó a un hombre a más de 180 kilómetros de distancia y volvió para entregarse en sólo veinte minutos?

—Yo no dije que “fui” a asesinarlo. Dije que “lo” asesiné.

Fijó sus ojos en los míos y vi que de verdad creía lo que me estaba diciendo.

—Mire, señorita Romero, el asunto es que…

—Gregorio Alvarado Suárez, su dirección es calle 2 de Octubre, número 287. Santa Cruz no es muy grande, de seguro una patrulla podrá ir a verificar lo que estoy diciendo.

No había nada de racional en sus declaraciones, pero un muy mal presentimiento me invadió de pronto.

—Ve, llámalos y pídeles que se den una vuelta —le ordené al cabo—. Que nos avisen si encuentran algo raro.

El joven policía me miró con extrañeza, pero partió a hacer lo que le pedí, llevando anotados los datos entregados por la mujer.

—Señorita Romero —tomé asiento frente al computador y volví a examinar su identificación—, ¿cómo dice que asesinó a este hombre?

—Él estaba durmiendo, fui hasta su cama y le apreté el cuello hasta que dejó de respirar.

—¿Podría describir al señor…?

—Alvarado —terminó por mí—. Alto, cerca de un metro con ochenta, obeso, treinta y siete años, dientes enormes.

Le di otra mirada. Se notaba que era más bien baja de estatura y de contextura delgada. Era muy poco probable que pudiera estrangular a un hombre como el que acababa de describir, pero decidí seguirle la corriente mientras verificaba su identidad en la base de datos policial.

—¿Y qué la motivó a cometer este crimen?

—Nada. Sólo fui y lo asesiné —respondió con total naturalidad—. Igual que las otras veces.

—¿Otras veces? ¿Quiere decir que ya había asesinado antes?

—Así es. Le sorprendería saber cuántas.

Le di una larga mirada antes de terminar de escribir sus datos.

—¿Esta no es su primera víctima? —comencé a sentirme inquieto en su presencia.

Antes que respondiera, el cabo de guardia me llamó desde el pasillo. Tenía los ojos desorbitados y el color se había esfumado de su rostro.

—Mi suboficial, una patrulla fue a la dirección y… —murmuró en voz baja y se estremeció al mirar a la mujer. Fue todo lo que necesité para adivinar el resto del mensaje.

Volví al escritorio, dándole vueltas al asunto.

—Ya sabe que es cierto, ¿verdad? —dijo la mujer cuando terminaba de acomodarme en la silla—. ¿Ahora sí me cree?

No respondí. Tenía que pensar muy bien mis palabras antes de tomar cualquier decisión.

Entonces algo llamó mi atención.

En la pantalla del computador había aparecido la fotografía de la mujer que tenía en frente: Mónica del Pilar Romero Iturra, cuarenta y un años, sin antecedentes penales. Llevaba siete meses internada en el Hospital Metropolitano en estado de coma por un accidente automotriz.

En esa ínfima fracción de segundo pensé que moriría, pero no fue así.

Me quedé pasmado. Corroboré tres veces la información, tan turbado que cada vez se me hizo más difícil ingresar los datos en el computador. Ni siquiera me di cuenta de que comenzaba a sudar a mares y de que el cabo de guardia temblaba a mis espaldas.

—¡Mi suboficial! —su grito aterrado me alertó.              

Ante mis ojos, la mujer comenzó a levantarse con lentitud. Mientras lo hacía, su cuerpo entero empezó a difuminarse. Su ropa se volvió vaporosa y su piel tan cristalina que era posible adivinar la forma de su cráneo, de sus dientes a través de sus labios, de las cuencas de sus ojos y la fosa nasal bajo el cartílago de su nariz. Sus cabellos se erizaron y las luces de la comisaría fueron eclipsadas por la siniestra aura que comenzó a irradiar.

En un parpadeo, salió volando desde donde estaba y atravesó el escritorio, el computador y todo lo que había en su camino. La vi aproximarse, aterradora como la peor de las pesadillas. En esa ínfima fracción de segundo pensé que moriría, pero no fue así. Ella pasó a través de mí, sentí su presencia, su energía endemoniada electrizar toda mi piel mientras seguía avanzando hasta llegar al que era su blanco.

Derribó al cabo Lozano y cayó sobre él con sus horribles garras esqueléticas alrededor de su cuello.

No fui capaz de hacer otra cosa más que quedarme sentado mirando. Sentía el corazón a punto de estallar y no me di cuenta de que contuve el aliento hasta escuchar el escalofriante ruido que hicieron los huesos al romperse por la presión.

Entonces la mujer desapareció. Se esfumó sin dejar el menor rastro.

 

Pasé seis días en prisión preventiva mientras se desarrollaban las diligencias previas al juicio por el asesinato del cabo Lozano. Fui interrogado incontables veces y en cada oportunidad escucharon mis declaraciones y las anotaron con total incredulidad. La última vez que repetí lo que recordaba de esa noche, mi abogado recomendó alegar demencia para evitar la cárcel.

Exigí que revisaran las cámaras de seguridad de la comisaría, que las viéramos juntos para que entendieran lo que había pasado. Pero, cuando mi abogado accedió a lo que le pedía, todo mi mundo se vino abajo.

En los videos se veía con claridad el momento en que me levantaba de la silla, me abalanzaba sobre el cabo Lozano y lo estrangulaba hasta la muerte. Luego volvía a la silla y me quedaba ahí, mirando el cadáver.

—Esto no es posible… —di un puñetazo a la mesa—. ¡Esto no es posible!

Pasé dos noches de locura después de eso, vigilado de cerca por una pareja de gendarmes y amenazado día y noche por los reos que ya sabían que yo era policía. Estaba sumido en constantes pesadillas en las que la mujer fantasmagórica que asesinó a Lozano venía ahora por mí. Gritaba por horas y en dos oportunidades el enfermero de turno tuvo que sedarme para que dejara de inquietar a los demás internos. El sueño bajo los efectos de los sedantes aumentaba la angustia y el terror de las pesadillas.

Para cuando llegó el día de la audiencia, no era más que un despojo humano, sin emociones, apenas consciente de lo que pasaba a mi alrededor. Ni siquiera me di cuenta del momento en que me trasladaron al tribunal.

Todo cambió cuando vi a la destrozada esposa de Lozano en la corte. Una fría e irracional determinación avivó la débil llama de mi voluntad.

Tenía que hacer algo para que ese monstruo no volviera a matar.

Sabía que nada de lo que dijera haría que creyeran mi versión de los hechos. Era lógico, Mónica del Pilar Romero Iturra estaba postrada en una cama de hospital y nada podía asociarla con el asesinato de Lozano y los otros que comenté en mis declaraciones. El único que sabía la verdad era yo. Y sólo yo podía hacer algo para detenerla.

En un acto desesperado, reduje al gendarme que me custodiaba y le arrebaté su pistola. Se armó un breve tiroteo cuando llegó su compañero a socorrerlo, pero me las arreglé para usarlo como escudo humano y así salir del tribunal. Amenacé a todo mundo que lo mataría si intentaban detenerme y lo obligué a parar un auto, sacar al conductor y llevarme al Hospital Metropolitano. En el intertanto, le exigí que me entregara las llaves de las cadenas y sólo entonces me di cuenta de que tenía una herida de bala en el costado.

No importaba. No me detendría por nada.

El hospital no quedaba lejos, así que no fue muy difícil llegar. Pero cuando nos estacionamos en la entrada, las sirenas de los vehículos policiales ya se escuchaban en las cercanías.

Me quedaba poco tiempo.

Desangrándome, corrí hasta la recepción y a punta de pistola le pedí a una enfermera que me indicara cómo llegar hasta Mónica.

Recorrí el pasillo de un lado a otro, hasta dar con la habitación 508.

—Piso 5…, habitación 508 —murmuró.

—¿Por dónde?

Señaló hacia el ascensor, pero entendió de inmediato cuando negué con la cabeza y entonces apuntó a las escaleras.

Partí a toda velocidad y empujé a un lado a todo aquel que tuvo la mala suerte de encontrarse en mi demencial carrera hacia al quinto piso. Enfermeras y pacientes ya habían sido alertados de mi presencia por los altoparlantes del hospital, así que se refugiaron en cuanto me vieron aparecer. Un par de sujetos quisieron detenerme, pero di un tiro al aire y desistieron de inmediato, ocultándose donde pudieron.

Recorrí el pasillo de un lado a otro, hasta dar con la habitación 508. Y allí la encontré, dormida sobre la fría cama de hospital.

Me paré junto a la cabecera para verla bien. Era la misma mujer que vi en la comisaría, sólo que ahora estaba marchita y demacrada.

No había nadie más en la habitación y el único ruido que se escuchaba era el rítmico “bip” del monitor de frecuencia cardiaca que controlaba sus signos vitales.

Ya podía escuchar el barullo de los policías que corrían a detenerme. Acababan de salir del ascensor, gritándole a todo mundo que se pusieran a cubierto.

Antes de que llegaran a la habitación, hice lo que había venido a hacer.

Apunté a la cabeza de la mujer durmiente y disparé dos veces, luego levanté las manos y dejé caer el arma, extenuado por el esfuerzo y la herida que sangraba profusamente. Justo en ese momento entraron los policías y se apresuraron a reducirme de acuerdo con el protocolo, poniéndome de rodillas para esposarme mientras me leían mis derechos y llamaban a un paramédico para revisar el área en que recibí el balazo.

Pasaría muchos años en la cárcel, pero acababa de ajusticiar al monstruo que asesinó a Lozano.

Sin embargo, en el instante en que dos hombres me levantaban, el horrible espectro emergió del cuerpo de la mujer y se alzó sobre la camilla. Sus ojos de locura se fijaron en los míos y la horrible boca se abrió en una mueca siniestra cuando voló hacia mí.

Grité y me sacudí con desesperación. Los policías pensaron que era un intento de escape y me neutralizaron con fuerza. Ninguno de ellos pudo ver la entidad que se metía en mi cuerpo a medida que mi conciencia se desvanecía. No fui capaz de comprender si se debía al sangrado o a la fuerza maligna que se apoderaba de mi cuerpo, pero me desvanecí con rapidez.

Cuando desperté, no lo hice del todo. No podía abrir los ojos ni mover un solo músculo. Estaba encerrado en mi propio cuerpo, sumido en una nebulosa que no me permitía distinguir otra cosa más que la desesperación de estar atrapado en un ataúd de carne y huesos, relegado a un espacio recóndito e insignificante de mi ser, mientras otra persona, una criatura arcaica y abominable, me usaba para mantenerse anclada al mundo material y así seguir alimentándose de las almas de los hombres que ella misma, cuando sintiera hambre, saldría a cazar aparentando ser yo.

Danny Navarrete
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