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El crepitar, por Alba Vera Figueroa

domingo 3 de abril de 2022
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Los libros y la cualidad rebelde de sus páginas son los protagonistas de este relato de la autora argentina Alba Vera Figueroa que forma parte de su más reciente libro de cuentos: El crepitar de la memoria, publicado por Metrópolis Libros en 2021. Un libro que, como ha escrito Alberto Hernández, “conduce al lector a descubrir en sus cuentos lo que de memoria traza de los pueblos que recorren sus palabras, de los personajes que abundan y se tejen como parte de su incumbencia como creadora de osadías verbales”.

Como pelusas izadas por una ráfaga de aire, las palabras —en tumulto sigiloso— se elevan desde el salón de lectura hasta llegar a los anaqueles superiores de la biblioteca Alberdi. Un temblor apenas perceptible. En los libros y las maderas. En los estantes y las hojas.

Afuera, por la calle calurosa pasan los manifestantes. Regresan de Plaza Independencia en la ciudad de San Miguel de Tucumán a sus lugares de trabajo; los acompaña la sirena que alguien deja escapar de un megáfono. Las voces desordenadas y enhebradas al clamor, junto con el ruido de los pasos, siguen colándose por las ventanas antiguas de la biblioteca; adentro, se inmiscuyen por las bisagras de los cerramientos de vidrio, sobrevuelan los mesones verdes y los escritorios alineados en el salón de lectura. La correntada de sonidos ininteligibles inquieta a los lectores, que han levantado las miradas de sus libros. Sólo se encuentran con el rostro de Juan Bautista Alberdi, quien desde su retrato enorme preside esa reunión de insaciables buscadores.

“El crepitar de la memoria”, de Alba Vera Figueroa
El crepitar de la memoria, de Alba Vera Figueroa (Metrópolis, 2021). Disponible en Amazon

El crepitar de la memoria: cuentos y otras narrativas
Alba Vera Figueroa
Cuentos
Metrópolis Libros
Buenos Aires (Argentina), 2021
ISBN: 978-987-4188-95-3
132 páginas

Un viejo olor difumina el recinto y alguien carraspea, otra persona tose y más allá se escucha un estornudo. El suave crujido del entarimado de madera distrae nuevamente a los lectores. Los desplazamientos cortos y rápidos de algunos empleados los alertan. También el taconeo mal disimulado de un inspector de policía.

Antes, temprano, en la calle, los mismos manifestantes habían marchado a la concentración de protesta con el grito fuerte y las voces uniformes en consigna. Ahora, el regreso es un largo animal cansado, aullante.

Los lectores pasan la mirada por las páginas y sus memorias repiten las imágenes: titulares de diarios y periódicos; polémicas, noticiosos televisivos, entrevistas. Cuando releen, tienen la impresión de que ha cambiado el sentido de las frases.

Una empleada pasa discreta frente al retrato de Juan Bautista Alberdi y lo mira de soslayo, al menos la expresión de su rostro, sereno, se mantiene inmutable. Aunque su mirada… ¡Bueno sería que también él…! ¿Hubiera imaginado este caos infiltrándose en la biblioteca? Tal vez en estos días o meses tan convulsionados sería preferible cerrar las puertas. Porque los libros, produce horror pensarlo, pero los libros… La mujer, que parece consumida por una enfermedad del cuerpo o tal vez por pensamientos, llega a la receptoría. Se acerca al grupo de empleados que rodea al inspector de policía de traje oscuro y corbata blanca y escucha que uno de los empleados le dice: “No es la primera vez que ocurre. Se produce a partir de los meses de febrero o marzo, cuando arrecian las manifestaciones, las huelgas, los bocinazos, las bombas de estruendo”.

Lee también en Letralia: reseña de El crepitar de la memoria, de Alba Vera Figueroa, por Alberto Hernández.

El director de la biblioteca mira a la empleada que llega, mientras termina de explicar a los empleados presentes los motivos de la visita del inspector. Les dice que responde a la notificación recibida en todas las bibliotecas de la provincia, de parte de la central de policía. Y que consiste en dar información de cualquier hecho que se considere extraño o sospechoso, “tal como se lo expliqué antes a la señorita bibliotecaria”, agrega. Se dirige al inspector y a la empleada presentándolos entre sí. Y a continuación le pide a la empleada que informe sus observaciones.

La empleada mira al inspector, su traje estrecho pero impecable, los zapatos lustrosos. Algo incómoda, arregla su falda reprimida y el cabello triste.

—Sí, con mucho gusto, señor director —responde ella, y aunque se pregunta cómo va a resolver este policía su preocupación, empieza el informe largamente meditado.

—Bien. A veces, sin que el director lo perciba, señor inspector, nosotros, los empleados, hemos subido a la galería superior y consultado algunos libros. Cómo explicarle… Hemos revisado aquellos que consideramos más… inquietos. Y qué quiere que le diga, yo… yo tengo buena memoria. Y estoy segura de que…, bueno, habían cambiado. Como si las ideas estuviesen, cómo le diría… eso, renovadas. Sí, claro, suena un tanto loco. Pensé mucho en esto. Pero sígame usted también. Ellos están, digamos, expuestos. Pero, como bien usted sabrá, las palabras, son, diría…, el alimento.

—De los lectores, dice usted.

—No, no, de los libros.

—Ah, los libros… Pero ¿los ha identificado? ¿A cuáles se refiere? —replica impaciente el inspector, mientras mira a los empleados y al director buscando confirmar las palabras de la empleada. Ellos, muy serios, asienten.

—Algunos… ¿Cuáles, me pregunta usted? Bueno, sobre todo esos que la crítica llama “vigentes”. He pensado, y me digo, con estas ideas de algunos autores acerca de que el personaje es el que vive, toma cuerpo y construye la historia. Qué le parece, no sé si me entiende.

—No demasiado. Explíquese con más detalles.

La mujer restriega sus manos huesudas que palidecen en los nudillos; se alisa la falda azul como si pretendiese plancharla o tal vez comprobar si sus piernas siguen ahí.

—Para mí, señor, hay una realidad innegable: ellos están, lo que se dice, publicados.

La mujer abre más los ojos, como si la última palabra dicha no expresara todo su pensamiento.

—Sí, concuerdo —dice el inspector entrecerrando los ojos.

—Pero imagine usted por un momento a esos libros rebeldes, de finales abiertos, de personajes torturados, lenguaje un tanto revolucionario…

—Sí, lo capto. Bien, continúe, por favor —dice el inspector mirando a uno y a otro.

—Sí. Decía… ¿No le parece que el contacto… el lenguaje de la calle, en estos días, meses diría, más bien años, es decir…, no le parece que los expone al peligro?

—¿A los libros?

—Sí, claro. Yo he pensado que deberían permanecer en armarios.

—¿Encerrados?

—Sí, encerrados, me refiero. En realidad, hasta ahora sólo se ha pensado en retirarlos de circulación para que la juventud, usted sabe… Pero a mí, más que la juventud, me preocupan ellos: los libros.

—¡Ah! ¡Los libros! ¡Otra vez los libros!

—Son en verdad los que corren un riesgo innecesario. Son ellos los que realmente pueden ser modificados. Por ejemplo, siga usted mi pensamiento. Si en vacaciones leyera un buen libro, con el alma apacible, sin sobresaltos, encontraría determinadas frases a las que les otorgaría un sentido. Ahora, si cometiera el error de entrar a sus páginas cuando la ciudad está convulsionada, o si retornara de una manifestación, o si estudiara acerca de los ideales de una revolución. ¿Se da cuenta? Imagine que esta misma transformación que le ocurre a una inteligencia pudiera verificarse en el interior de un libro.

—Claro, en un libro… Entiendo —dice el inspector pasando una mano por su mentón y llevándola hacia la cabeza.

Los humanos somos, ante todo, fábula. No sólo fabuladores, somos fábula. Vertiginosos. Inmanejables.

—Es decir, volvamos. Otro caso: si un libro, desde el estante de una biblioteca popular en un pueblito solitario y perdido, logra alimentar el devenir en un individuo que a su vez influirá sobre otros hombres y mujeres… imagine. Si un libro es capaz de tamaña hazaña, entonces cómo no figurarse que un libro mantenga otra serie de relaciones inimaginables para nosotros. Un libro es… cómo decirle para que nos entendamos… Un detonante. Un libro es un detonante.

—Siga, siga usted. Ahora me interesa.

—Sí, gracias. Además, he observado que, con el paso del tiempo, los libros van desplegando sus ideas. Nosotros les atribuimos, con nuestra propia creatividad, una serie de virtudes y leyendas que la mayoría de las veces no están en ellos. Porque los humanos somos, ante todo, fábula. No sólo fabuladores, somos fábula. Vertiginosos. Inmanejables. Y si usted me dispensa… pongamos ahora un ejemplo: la Biblia… usted sabe… Ya no es el mismo libro que en sus primeros años. Durante milenios…, influido por las razas, por los panes y los peces; por las épocas…, el poder y la palabra; por las luchas, por los padres y matronas; por los hijos desvariados; por…

Los compañeros de trabajo atienden cada palabra de su compañera mientras observan la reacción del inspector.

—Bien, pero la Biblia es otro caso. Saquémosla de este asunto —dice el inspector con un rictus de contrariedad en su entrecejo y algo enrojecido.

—Pero ¿no ha notado usted que cada vez que se indaga en ella… allí se ha inscripto ya una nueva respuesta? —insiste la empleada.

—… Mmm, interesante. No puedo negarlo. Pero le ruego que volvamos a estos libros.

—Sí, muy bien. Y ya que usted, señor inspector, me ha permitido explayarme, lo cual agradezco, lo invito a seguirme. Venga usted al primer piso.

El director aprovecha la pausa para excusarse de seguirlos, pues lo esperan otros asuntos, explica. Y anima a los demás a volver a sus tareas.

La empleada y el inspector de policía suben por las escaleras. En las galerías del piso superior, el bisbiseo de los lectores disminuye.

—Acérquese, permanezca en silencio —susurra la empleada; lo mira desde sus ojos hundidos y agrega—: ni siquiera piense.

El inspector la contempla de cerca, y en la semipenumbra reconoce mejor las huellas del insomnio. Ella está inclinada hacia los libros, como si escuchara.

—¿Ha percibido usted? Trate por favor de entenderlos. Yo he aceptado estas ideas porque, bueno, son años que camino entre ellos, los consulto, los hojeo.

—Mire, señorita, la verdad… yo de libros poco y nada entiendo, tal vez por ello considero este lugar un recinto sagrado. A pesar de esto, los libros siempre han figurado entre nuestros objetivos, no sé si me entiende… Quiero decir que, al igual que a usted, nos preocupan.

—Tal vez a los armarios. Aislados —le insinúa ella con humildad.

—No entiendo muy bien qué escucha usted. Pero debo confiar en su experiencia, en su pericia. Y si el director le ha confiado este delicado informe…

—Es que son muchos años que los leo, que camino entre ellos, que los conozco.

—Comparto, comparto. Ahora entiendo a aquellos visionarios. Tal vez ellos, los que supieron confeccionar las listas de libros a identificar, también poseían su facultad… la de escucharlos. Es posible… aunque debo reconocer que es la primera vez que tengo el privilegio de conocer a una persona con sus cualidades… —aclara el inspector algo turbado.

—Bueno, yo… cuando se lo comenté al director, sólo pretendía que mis compañeros me ayudaran a trasladarlos al sótano. Protegerlos. Pero él ha considerado necesario dar parte a la policía. Por la notificación esa… “cualquier hecho extraño”…

»Claro, le parecieron insólitos mis temores: las variaciones, la inquietud entre las palabras. Es más, sé que están, ahora mismo, en este instante, están cambiando.

—Y agradezco su relato. A mí, entienda usted, me cabe la responsabilidad estratégica que mi cargo me confiere. La misma que han sabido detentar tantos visionarios. ¡Hacia dónde podrían derivar estos libros!

Ellos, los que escriben, preveían seguramente que si un texto comenzaba citando, por ejemplo, la palabra humanidad, mañana evolucionaría a humanidad ultrajada.

—Sí, entiendo, señor inspector. Pero tal vez con el encierro baste.

—Comprendo, comprendo. Pero, créame, no será suficiente.

Y como inspirado, contagiado por la seriedad de la empleada, inicia una especie de discurso.

—Ellos, los que escriben, preveían seguramente que si un texto comenzaba citando, por ejemplo, la palabra humanidad, mañana evolucionaría a humanidad ultrajada. Si dijera valores, en unos años mudaría hacia valores violentados, o si dijera éticamente hablando… pasarían a la acción, actuar dentro de valores éticos. ¿Me entiende usted? Entonces, ¿de qué hubiese servido exterminar a los revolucionarios, a los resistentes, a los opositores, a sus familiares? Era necesario conocer el germen, el origen de sus ideas. ¿Sabe usted cuánto se ha tortu…? Bien, bien, dejemos esto. Concluyamos: la salida es la fogata. El exterminio.

—¡No! Perdón…, si me permite…, sería una pérdida terrible —dice ella palideciendo aún más.

—¡No hay modo de frenarlos! Las palabras se infiltran. La subversión no respeta ni este recinto sagrado. Lo que corresponde es desecharlos como a manzanas corrompidas.

—¿Y cómo los elegirá? A cuáles… Si usted me lo dijera ahora… yo podría indicarle sus ubicaciones y tal vez… —dice con un hilo de voz, mientras piensa que esa noche podría venir y hacer algo por ellos. Pero se sorprende cuando le escucha:

—Mañana seleccionaremos el material adecuado. Designaré para esta noche un guardia en el salón. Ha sido un gusto —agrega saludándola.

La empleada permanece absorta entre las estanterías de libros, mientras el inspector baja por las escaleras.

 

Cuando llega la noche, ninguna estrella brilla en la biblioteca. La calle sólo aporta silbidos extraviados y el ronquido de algún motor melancólico. El guardia designado arrastra uno de los mesones verdes hacia el costado de la sala y tal vez para sentirse más abrigado extiende una manta que ha traído y se prepara para dormir. Antes, su mirada ha recorrido las estanterías cubiertas de libros que parecen unirse con las del piso superior y le parece muy extraño tener que dormir en un lugar como ese. Se imagina en el fondo de un acantilado tapizado de libros. Se pregunta qué custodia.

Se levanta y con su linterna recorre alumbrando aquí y allá. Sube las escaleras angostas, camina entre las estanterías y no puede evitar el recuerdo del rostro del inspector, serio y preocupado, cuando le encargó la misión. Pero todo está sereno. Lo que allí hay son palabras estampadas en esas páginas unidas y encerradas entre dos tapas que, como un par de lajas, las mantienen a resguardo. Son palabras, sólo palabras. Qué podía temer. Vuelve al salón de lectura y se recuesta más tranquilo sobre el mesón.

Pronto es un monótono discurrir su sueño. No escuchó, por cierto, el susurrar en los estantes; tampoco el movimiento sigiloso de las palabras impresas, de los espacios en blanco ni de las páginas; el intercambio incesante de los temas, la búsqueda entre los iguales, la consulta de aquellos libros que se sabían hijos de otros libros. No pudo, en consecuencia, protegerse de la monstruosa avalancha de libros que, desde la galería del piso superior, lo sepultó hasta la mañana siguiente.

 

Es temprano en la ciudad cuando el inspector es notificado del destino de su guardia. Ordena, con un rugido, que los libros seleccionados sean los de la avalancha.

Por la calle reiteran su marcha los manifestantes. Las consignas en el aire son una voz grave que pasa frente a la biblioteca Alberdi, ahora clausurada. Los lectores, ante la puerta cerrada, bajan a la calle y acompañan a los manifestantes.

En el patio posterior a la sala de lectura, inspectores y funcionarios, de impecables trajes oscuros, rodean la hoguera de libros.

Sólo la empleada, iluminada por las llamas, advierte que en el crepitar se elevan retorcidos fragmentos de páginas en blanco. Una sonrisa se insinúa en la comisura izquierda de sus labios y se le escapa un profundo suspiro.

El inspector, a su lado, más impecable que nunca, carraspea y se arregla el nudo de la corbata.

Alba Vera Figueroa
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