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Es un lugar…
(un relato del libro Lugar que vuelve, de Alba Vera Figueroa)

viernes 10 de marzo de 2023
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“Lugar que vuelve”, de Alba Vera Figueroa
Lugar que vuelve, de Alba Vera Figueroa (Libros Tucumán/La Papa, 2022). Disponible en la web de la editorial

Lugar que vuelve
Alba Vera Figueroa
Cuentos
Libros Tucumán Ediciones/La Papa Editorial
Tucumán (Argentina), 2022
ISBN: 9789874889836
144 páginas

—Creo que fue por el año 71 cuando al gordo Julio, casi calvo y con esos profundos ojos azules, se le había ocurrido, en una de esas largas noches de charlas, la idea de conversar sobre qué le ocurriría al alma una vez que uno se muere. “No va a resultar fácil investigar el asunto, pero por esta que lo voy a hacer”, había dicho Julio besándose la uña del pulgar derecho. “No es posible”, había dicho también, “que uno se la pase únicamente viviendo y que deje de lado un asunto tan importante como la muerte…”.

—Y como el alma, recuerdo que dijo —agregó Ricardo.

—Ese día, claro, como la noche se prestaba, también Felipe Lizárraga se había largado a contar historias de muertos y aparecidos, que, bueno, eran como para hacer pensar a cualquiera. Siempre ocurría con esas historias, no sé por qué, que uno las escuchaba con una atención bárbara, sin dejar escapar un solo detalle, como si fueras a desentrañar vos mismo el enigma. Pero, al final, qué te pasaba si querías repetir la historia a otro: no te acordabas de nada. Bueno, el hecho es que nunca se la podía repetir bien. No era como el chiste. Lo único que te quedaba clarito era el escalofrío que habías sentido en esos momentos. Así que sólo sé que, en el relato de Lizárraga, eran tres los hombres que, reunidos en una siesta de infierno, discutían sobre algún asunto que tampoco recuerdo bien.

—Sobre política —dijo Ricardo sin moverse de su lugar.

—Bueno, el hecho es que, en medio de las voces, según Lizárraga, y mientras se servían más vino que tenían ahí a un costado, se apareció un cuarto tipo que, según ellos se habían dado cuenta después, no había estado desde el principio. Y les dijo que bajaran la voz, que no discutieran entre amigos o algo así…

—Ni de política ni de religión se debe discutir entre amigos, dijo Lizárraga —confirmó otra vez Ricardo, acomodándose en la silla y ocultando mal el orgullo que le producía recordar fielmente la conversación.

Lee también en Letralia: reseña de Lugar que vuelve, de Alba Vera Figueroa, por Alberto Hernández.

—Algo así. El hecho es que este tipo pasó entre ellos, se sentó en un banco y pareció integrarse al grupo, pero cuando fueron a servirse y lo buscaron con la mirada para que acercara el vaso, el tipo ya no estaba. Entonces cayeron en la cuenta de que no había forma ni de entrar ni de salir de la obra…, de la obra en construcción, digo. Sólo tendrían que haber estado ellos tres, aunque todos juraron haber escuchado al hombre y haberlo visto. Y entonces habían empezado las descripciones del tipo. Ustedes saben cómo son estas cosas, tomando y en semejante siesta puede resultar cualquier disparate.

—Que era de mediana estatura, llevaba sombrero y, según parece, tenía aspecto ladino, había dicho Lizárraga —completó Ricardo.

—Mirá si me voy a acordar de que tenía aspecto ladino. Aquel Felipe Lizárraga era bueno para estas historias. Imagínense, después de lo que contó Lizárraga sobre aquella siesta, cómo empezaron a surgir las conjeturas: sobre el alma, la otra vida, el diablo, el infierno…

—Que las almas deambulan como parias, había dicho alguien esa noche —insistió Ricardo.

—A ver, dale vos, Ricardo, contá vos, que te acordás mejor.

—Bueno —empezó Ricardo acomodándose y tomando aliento—. Miren, ese día o esa noche, en el año 71 para ser más precisos, no sólo era lo que contaba Lizárraga sobre la siesta aquella en la obra; se dijeron también varias cosas que yo no he olvidado. Primero, empezaron como quejándose: que vivimos mal, muy mal, constantemente exigidos. Horarios, compromisos… Y que, aun estando muertos, nos persiguen con ceremonias, y se pensó, claro, sobre el agotamiento que debe de sentir el fallecido en semejante situación. Imagínense ahí al pobre observando todo, suponiendo que tuviera esa opción que, por otra parte, no se podría descartar. En fin, decían que en el fondo, todos sentimos una gran ansiedad por el final; es decir, que este pensamiento, el de la muerte, estaría siempre presente. Que algunos viven una vida de locos, que otros se dejan estar y que otros caminan hacia la muerte dando muestras de una gran valentía, pero que, en realidad, no es más que otra reacción ante ella. Una especie de intriga por conocerla. Que nadie, ni el que no la nombra para nada o al que parece pasarle inadvertida, deja de pensar en la muerte. Es decir, que cada uno de nosotros vive no de acuerdo con lo que piensa sobre la vida, sino con lo que supone sobre la muerte. Recuerdo que otro dijo: el alma está prisionera. Fíjense ustedes, el gordo Julio, que estaba esa noche, decía que el alma se formaría al nacer, con la primera nostalgia…

—Sí, Ricardo, eso decía el gordo Julio, pero Lizárraga opinaba que el asunto del alma venía desde antes.

—¿Y te acordás cuando aquel otro dijo que el alma vendría a ser una especie de libro de quejas? ¿Y que continuaría formándose hasta una cierta edad y luego, como no le pasamos más bola, se estanca y desde entonces vive en nosotros solamente esperando la muerte? ¿Te acordás quién era?

Dónde estaba el alma, mientras estaba en uno. Dónde se encontraba. Esa era la cuestión principal.

—No, de su nombre no me acuerdo. ¿No habría sido el mismo que opinaba sobre las almas como parias?

—Sí, tal vez…, pero dónde estaba el alma, mientras estaba en uno. Dónde se encontraba. Esa era la cuestión principal. Dónde se encontraba. Era como preguntarse dónde estaba el pensamiento o el sentimiento, materialmente. Y el gordo Julio, con sus enormes ojos azules y como saliendo de un tremendo sopor, había dicho con una voz que casi no era la suya: “Entre el pecho y la memoria”. Y nos quedamos todos en silencio… Y él siguió: “A veces, yo no sé si soy yo el que soy o es ella, el alma, la que en realidad es más que yo. Y es como una nostalgia que me agarra…”. Imagínense ustedes, el clima que se formó ahí. De pronto, teníamos entre nosotros a alguien que, al parecer, sabía lo que estaba diciendo. “Siento que convivo con ella”, siguió diciendo el gordo, “el alma no es algo lejano. Está conmigo siempre y se relaciona con las cosas que he dejado de hacer y que me producían placer. Por eso me preocupa. Qué va a ser de ella cuando yo me muera”. Me acuerdo de que el silencio había sido de muerte, con perdón, si se me permite. Yo no sabía qué decir…

—Claro; un camino cerrado. Imagínense, no estaba hablando de un familiar que acaba desamparado, sobre quien uno, mal que mal, le puede tirar una idea, una solución. No; nos estaba hablando del alma. De su alma.

—Sí. Entre otras cosas, nos preguntaba si nosotros nos habíamos dado cuenta de que cuando algo nos impacta en el pecho, se nos humedecen los ojos y que, inmediatamente, recordamos algo lejano. Que ese sería justamente el camino que el alma recorría una y otra vez. Entre el pecho y la memoria. Y cuando está descontenta se detiene y andamos entonces con ese nudo en la garganta. Sí. El gordo Julio se lo tenía pensado el asunto. Se notaba que lo tenía verdaderamente preocupado…

—La verdad, Ricardo, es que yo no me acordaba de tantos detalles de la conversación, pero claro, ahora que lo decís, así pensaba. Vos siempre has sido más observador y se te grababan las palabras.

—Es que me interesaba el tema. No dejaba de ser impactante conocer a alguien que parecía tener un contacto físico con el alma o como quieran que se le llame. Después, lo he visto un par de veces a Julio y esa preocupación no lo había abandonado, a tal punto que, de alguna manera, llegó a contagiarme. Me confesó entonces que, a ese lugar, donde según él se encontraría el alma, le habían ido llegando todas las nostalgias y que se había transformado en un lugar insoportablemente denso. Recuerdo que me dijo, como si masticara las palabras: “Se adueña de mí, me amansa, me inunda de nostalgias y me envuelve en la bruma”.

—Y después de unas semanas, nos agarró la noticia del diario… Extraño caso el del gordo… ¿Te acordás, Ricardo?

—Sí… —murmuró Ricardo—, desde el pecho a la garganta…, ese vacío…

—¿Alguno de ustedes conoce a aquel que hablaba o habla sobre las almas que andan como parias? —inquirió Ricardo.

—No…

—No, no…

—¿Y no sería el mismo cuarto tipo, ese que apareció y se esfumó aquella siesta en la obra en construcción?

—¿Te referís a aquel de mediana estatura, que llevaba sombrero, de aspecto ladino, tal como lo describió Lizárraga? Tal vez sea el mismo. Lo buscaré con esas señas, a ver si lo encuentro.

—Claro, tal vez tengas suerte.

Yo ando recorriendo los bares en su busca. En aquella reunión con Lizárraga lo dijo.

—Bueno, es una lástima. Necesito hablar con él. Yo ando recorriendo los bares en su busca. En aquella reunión con Lizárraga lo dijo. Y creo que también hizo aquella comparación sobre el libro de quejas, pero nadie se acuerda de él ni lo vio más. No entiendo cómo podría haber sabido él… ¿quién sería?

—Tal vez los del café de la otra calle…

—Es posible… Bueno, hasta la vista —saludó Ricardo.

—Un gustazo volver a verte, Ricardo.

—Sí, un gusto… Iré al café de la otra calle…

—Bueno, muchachos, ya están abriendo el bar.

—Sí, pronto se va a llenar de gente. Es mejor que vayamos buscando otro sitio.

—Esto de andar a la deriva…, cada vez que amanece…

Alba Vera Figueroa
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