
El crepitar de la memoria: cuentos y otras narrativas
Alba Vera Figueroa
Cuentos
Metrópolis Libros
Buenos Aires (Argentina), 2021
ISBN: 978-987-4188-95-3
132 páginas
“La fuerza inexorable de los días es como el contrapeso o el obstáculo de la memoria. Si la memoria es el río que fluye, lo que tiene un cauce y confines, precisos, el río que hace el pasado y lo transforma en sedimento o raíz, el tiempo sucesivo de los días será esa luz que se consume a sí misma (…). Si la memoria fluye y transforma, el destino ‘arde’, ‘devora’, como una ley implacable que diluye y dispersa todas las historias”.
María Fernanda Palacios: Sabor y saber de la lengua
1
La memoria no ha dejado de ser personaje. No podrá deshacerse de quien recuerda. Se ajusta a lo que ha pasado, pero también a lo que habrá de suceder. El relato del tiempo se sacude como una bestia hastiada y acumula los datos necesarios para revelarse espacio, paisaje, eventos, personajes, tiempo, distancias. Entonces, la memoria, ese tren de imágenes que conduce hacia el porvenir, teje su propio poder: se convierte en cuento, relato, historias. La memoria se mueve, corre como un río, jamás se detiene, no descansa: se convierte en sueños y sigue siendo memoria, tren desbocado, intrigas, sobresaltos, tentaciones, amores, crímenes, pasiones. La memoria habla en silencio, se acomoda como un ser vivo y actúa. Controla y descontrola. Pero más se adecua al lugar y al tiempo para vaciar todo el contenido de recuerdos. La memoria es el continente de ese contenido que, desde lugares precisos, nombrados, elabora una sucesión de horas, días, embargos cronológicos: una poética que crepita y deslava el olvido.
La memoria respira, es una suerte de poética individual que se hace plural en la medida en que se cuenta su interior, en la medida en que haya interlocutor, lector, testigo. Por esa razón, relatar es desmemoriarse, desmemorir, dejar de morir, dejar de ser para el otro, quien recibe el producto de los recuerdos.
Bien lo ha destacado la ensayista venezolana María Fernanda Palacios al citar a Guillermo Sucre, quien en La máscara, la transparencia, dice: “Lo que el autor va escribiendo puede convertirse en destino, hacerse un tejido inexorable que finalmente se constituye en su verdadera naturaleza”. Es decir, se hace memoria.
Y, precisamente, este libro de Alba Vera Figueroa, El crepitar de la memoria, conduce al lector a descubrir en sus cuentos lo que de memoria traza de los pueblos que recorren sus palabras, de los personajes que abundan y se tejen como parte de su incumbencia como creadora de osadías verbales, como aventurera de sueños, de ilimitadas conjugaciones con la intimidad de sus distintos egos en cada actante que aparece en sus páginas.
La memoria es un destino, un tiempo que se hace muchos tiempos: es pasado que presentiza el futuro. Y deja de ser pasado una vez se hace presente en un después lector. La memoria respira con quien la lee, porque la memoria ajena, la del escritor, deja de ser su propiedad para establecerse como conjuro en quien se apropia de ella desde la lectura. Así ocurre con este libro.
Viajamos a Tucumán, a los ancestros de aquella tierra amplia, abierta. Nos adentramos en los personajes y sus secretos, en sus casas y patios, en sus sufrimientos, en sus soledades, en sus pensamientos, en su gregaria animación, en su colectiva pasión casera o pública desde la herencia campera, también urbana.
La memoria de quien los vierte en diálogo, de quien los describe y narra, se convierte en convivencia con el presente del lector, quien viaja al pasado desde el futuro que podría advertir en cada sujeto que entra y sale del relato.
Y así, el lector se transforma, se hace memoria.
Personajes mirados desde lejos. Memorizados y vertidos en palabras, convertidos en sonidos, en fragmentos tallados con la fuerza de los recuerdos.
2
Este volumen de Alba Vera Figueroa está dividido en cuatro partes. En “Cuentos para la memoria” se despoja de recuerdos —propios o ajenos— que se descubren en un paisaje bien definido. “Muros remotos”, el primer viaje, es un reencuentro con el pasado ancestral, en las Ruinas de Quilmes, en Tucumán: podría haber un secreto que queda en suspenso con la desaparición del personaje observado por un testigo que se hace alteridad en la locución. El pasado, la investigación de una cultura, las tejedoras de randas, la memoria del paisaje. Una asimilación de quien viaja y se encuentra con él mismo, con el sujeto de su memoria como tesis.
Esa otra memoria, la que dice: “…habrá gente que estudia los sueños y sus cambios”, en una definición de lo que hay de memoria en lo onírico como vastedad del tiempo.
Y así continúa en “Del cruce”, donde Anastasio Quipildor, el hombre de la quena, es una suerte de voz ardiente, viva, de esa memoria casi perdida de los personajes del pasado remoto, ahora anclados en el presente del narrador. Suerte igual de monólogo interior que discurre, propio o ajeno, por el paisaje desolado donde ha quedado el eco de esa memoria. Los chasquidos de los recuerdos, los crujidos del horario en el interior del ser humano. En los huesos, cual metáfora, donde se mueve el tiempo como presencia permanente.
Personajes mirados desde lejos. Memorizados y vertidos en palabras, convertidos en sonidos, en fragmentos tallados con la fuerza de los recuerdos. En estos primeros cuentos hay un país hecho sonidos.
Una poética del amor, de los cuerpos y almas encontrados y luego separados: los personajes Jimena Herrera y Domingo Serrano (Delon), quienes se resumen en estas líneas: “Si pienso en él, sé que vivo”. Es decir, si lo memoriza, vive, ella y él, ya desaparecido. He aquí la presencia de la violencia, de la represión política, de la persecución en tiempos de un golpe militar en 1967. Tiempos de milicos y esta imagen: “…permanecía en su silla, sentado, recibiendo las balas, mientras otros huían…”. El gerundio no ha terminado de ser olvidado.
“Pensaba lejos” deja ver que el recuerdo se instala como base de una memoria dolorosa.
Jimena piensa vivo a Delon: no sabe que ha sido asesinado. Lo memoriza.
Alguien que viaja elabora una épica: el paisaje de la ciudad es un recado permanente. La memoria no descansa.
3
No se detiene la memoria. El relato cauteriza el tiempo, lo hace visible al paisaje urbano, a la observación permanente, al ojo avizor, vivo, memorístico.
Un bus, un autobús, un ómnibus recorre la ciudad. Dentro de él, alguien mira, recuerda, almacena imágenes. Alguien que viaja elabora una épica: el paisaje de la ciudad es un recado permanente. La memoria no descansa, y así hasta que aparezcan los personajes extraviados, perdidos por la fuerza brutal de la realidad, por la fuerza bestial de quienes se creen dueños de todo.
Bien lo dejó escrito Joseph Roth en La marcha Radetzky: “Los pueblos pasan, los imperios se marchitan, pero quedan la memoria y nuestros desacuerdos”.
Y, en efecto, en “Eternidad” nuestra autora despliega su andar a través de ese privilegio, la memoria. Por eso: “…para mí está presente todo aquel que quiera venir a escuchar mis recuerdos”.
Vivir con el pasado, desde el pasado traído al presente, con los ancestros, con aquella muchacha desaparecida en el primer relato que se hace memoria en el resto del libro. Una referencia a la dictadura de Onganía en 1966. El amor de Teté y Diego. El cuentacuentos don Armando, el relator dentro del relato de Perón, el que se convierte —junto con el narrador— en el eslabón que afirma por todos: “La gente junta las cosas en su cabeza… y las amontona, como si los años fueran cajas, todas iguales…”.
El recuerdo de la dictadura, la represión, la familia dividida. La nostalgia como memoria, el dolor como estampa que no se olvida. La memoria como mapa de las ideas que dividen las opiniones y las vidas. El tiempo perdido.
“Soy testimonio de un vacío (…). Soy, también, olvido”.
La eternidad, esa palabra que se mueve a través del hilo de un tiempo extraviado: “Y tratamos de ampararla a fuerza de memoria…”.
La ciudad, “la otra máscara”, los puntos de referencia, mujeres y hombres que ambulan con el recuerdo.
4
La parte II, titulada “Cuentos fantásticos”, da cuenta de unos relatos donde “El crepitar” se halla en la biblioteca Juan Bautista Alberdi: allí los libros conspiran. Cambian de títulos, se mueven las palabras, se convierten en objetos revolucionarios, en sujetos de sospecha. Son libros mutantes, cambiantes, carnales, peligrosos. Ese texto contiene un sedimento político que le dice al lector acerca de una realidad que el mundo ha conocido con creces.
En ese peculiar andar: “…los humanos somos, ante todo, fábula. No sólo fabuladores, somos fábula”. De manera que “un libro es un detonante”: culpable de decir, de guardar la memoria de la libertad. De allí que haya que quemar los libros, salir de ellos, matar su carne. Borrar la memoria, el continente de los recuerdos.
La ciudad, una vez más, en “Carril aniversario”. La ciudad, “la otra máscara”, los puntos de referencia, mujeres y hombres que ambulan con el recuerdo, con las señales del presente en el intento de sobrevivir a las ideas. Y la muerte, esa ambulante desazón.
Un hombre pájaro, de plumaje vistoso, en un restaurante. Unas piernas como foco de observación. Un hombre pájaro, la insistencia fantástica de quien en algún momento ha deseado volar. La memoria de la bestia bípeda que piensa, que ansía el cielo, esa que es capaz de entrar a un bar y salir con las alas abiertas. No es el cuento, pero se siente el deseo de que, quien imagina y guarda recuerdos, quiere ascender por propia cuenta.
Para eso está la memoria, para recoger todo el basurero o la impolutez del tiempo.
5
La parte III de este libro, “Prosa fugaz”: textos cortos, breves, donde la ilusión, ese tejido de la memoria y los deseos, abulta las palabras y deja muchos significados.
En su “Breve tratado de la ilusión”, Julián Marías dice:
La otra forma de ausencia, junto al futuro, es el pasado; no lo que será, sino lo que fue y ya no es. Por su carácter de proyección, anticipación, futurición, la ilusión, vuelta hacia el porvenir, resiste bien esa forma de ausencia que es el futuro lejano o inseguro.
En consecuencia, para eso está la memoria, para recoger todo el basurero o la impolutez del tiempo, herramienta que contiene el todo interno del ser pensante. Y aunque fugaz el tiempo, la escritura se regocija con su trazo eterno, aunque también voluble.
Un tejido apretado nos dice del estilo de nuestra narradora, quien se inclina por no dejar que ningún evento la sorprenda y la deje en ausencia.
Siguen textos como “La isla”, juego de imágenes que califica como poesía; “Hálito”, poética de la espera; “Silentes” y la niñez intrépida; “Hendijas”, siempre Tucumán. La grisura de alguna mirada, un país; “Los pliegues”, el ojo que observa, una mujer, un ciclista, un policía: la ciudad y sus eventos; “Ojo de buey”, una vez más la memoria; “Siempre, siempre”: el tiempo en su estado móvil, como siempre. Un perro, una mujer, la vida, y “El rastro”, el abuelo, esa figura imperdible. Y el tiempo, también sin pérdida.
La parte IV es un diálogo donde “Teatro y sueño” se conjugan en las “Voces del monte”. Un epílogo que fortalece los textos anteriores.
Provoca entonces citar de nuevo a Julián Marías: “La realidad es siempre interpretada. Y la primera interpretación consiste en nombrarla”, y de allí, de esa nombradía, la memoria, siempre activa, siempre presta para convertirse en narración, en un sueño, en el crepitar de su presencia, como “una ley implacable”.
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