Dije que los domingos no iba a escribir, que los iba a dedicar enteramente a la Nada; a entregarme completamente al nadaísmo y a la pereza. Pero ese mismo arranque impulsivo, arranque explosivo, arranque disruptivo al amor, precisamente a este desconcierto, me levantó de tirón de la cama como una bomba atómica personal: agarró mis manos, las puso sobre las teclas de este computador viejo y prestado, y me obligó a revolotear mi cabeza como a 60 cuadros por segundo.
Dirán, quienes apenas me han escuchado la voz —que casi ni suena—, que tengo un tornillo o varios zafados y que soy prisionero irremediable de una locura contraecuánime, contracentrada, contrarrazonable, contraequilibrada, contranormalizada y todos los contras habidos en esta ciudad perdida. Eso me dejó de importar hace mucho tiempo, hace como dos minutos exactamente. Precisamente eso, que no me importa, me hace libre para hablar lo que mi mano piensa, y redactar lo que mi boca escribe.
No siendo más, porque es sábado en la noche —y los sábados se hicieron para embriagarse de sexo y fumarse la piel ajena— y mañana es domingo de pereza, dejo consignados diez cuentos escritos en cien palabras o menos que Medellín no quiso. Barrera que me impuse para retar a esta lora parlanchina que llevo adentro. Un embeleco para quienes dicen que hablo mucho y que es mejor darme comida que prestarme un micrófono o un lápiz.
Cuentos pequeños para gente grande
Lovaina desnuda
Los amores de Lovaina son burlescos y particulares, pintorescos y extrañamente huraños. La ciudad noctámbula es una urbe inocentemente rimbombante; la purificación de la noche se desdibuja, siempre y cuando en el corazón de la bohemia el día se torne crepuscular, y Carlos Acevedo lo ha notado desde hace diecisiete años. Gran parte de su vida la ha sopesado con su madre en una pieza de tres metros, con el olor matutino de unos huevos revueltos con café y los gemidos de las cortesanas a las tres de la mañana. “¡Agarro mis tacones y salgo a trabajar!”, se despide Carlos.
Encuentro de dos almas fulgurantes
Cual amalgama de imprecisiones similares: tiempo, estación del Metro y línea de recorrido, se encontraron Lucía y Verónica en las escalas de Floresta. Ambas, con la felicidad desbordada, saludaron su encuentro. El reloj indicaba el crepúsculo; en época de pandemia dictaba el inicio del toque de queda y la separación de dos almas que aguardaban ansiosas celebrar su descubrimiento. Verónica mereció el amor desmedido entre sus manos; Lucía lo fundió en un abrazo. Un beso no instantáneo selló la espera cosechada y el pronto adiós se materializó en la alquimia de las puertas de un tren con destino hacia Niquía.
Pasión de tango
Te siento. Te siento en tu aliento. Te siento en tu aliento y en los bares circundantes de la estación Gardel. Presiento la melodía incandescente de los tangos melancólicos de las ocho de la noche, y en las zancadas consonantes al paso de una Pobre flor que Alfredo de Angelis declamó en el cuarenta y seis. Una caminata sincopada revivió la carrera de tu encuentro, y al ritmo de un bandoneón emprendí la huida hasta lo más alto de Aranjuez. Me encerré años enteros entre burdeles para poder comprender que tu nombre me sabe a tango.
Bing Bang en el Pájaro de Botero
Imagínate un puntito amarillo en la infinita oscuridad, convergiendo en una masa enorme a punto de explotar; con la rabia prendida de su represión durante millones de años y con la energía quimérica a punto de rebosar. Bien, ahora piensa en el toque de un alfiler; cómo punza la superficie del puntito amarillo y estalla, como aquella bomba de un 10 de junio de 1995 en plena plaza de San Antonio; destruyó El Pájaro, apagó a otros veintitrés. Bing Bang y la paz murió en Medellín. Renace en nuestra memoria los nombres de quienes transitaron desde el nido de Botero.
¡Corre, Laura!
Talán, talán… Once y cuarenta y cinco de la mañana. Las campanas de la iglesia de San Antonio avisaban la homilía del mediodía y se mezclaban con los cánticos mercantiles de los vendedores de fruta y ropa del centro de Medellín. Laura Llorente, caleña y turista, estaba de visita por esos días en la ciudad; Sofía Cifuentes, su guía, le contaba la historia de la primera piedra de oro puesta en la base de la iglesia. Dos sujetos se les acercaron. “¿Qué horas tienen?”, les preguntaron. Las mujeres salieron corriendo y ni el humo se les vio.
¡Juemadre, la alarma!
El fulgor incesante de un sol veraniego levantó a Carlos Donadío de su somnolencia vespertina. “¡Juemadre, la alarma!”, y se alarmó. Ni el sonido de la bocina de la mazamorra logró cantar la víspera de su inicio laboral. Menos de treinta minutos para tener problemas por llegar tarde. Lavó sus dientes mientras se calzaba. Se subió a su moto para arrancar. La luz de gasolina baja parpadeaba y la moto jamás arrancó. Sólo entonces el campanero de la iglesia pasó junto a él para decirle que a la misa llegaría tarde. Las puertas de la iglesia se cerraron.
Mis camarones con salsa rosada
Sandra tiró sus armas sobre la vía Barranquilla, a la altura de la Universidad de Antioquia: un trapo morado pestilente de gas lacrimógeno, dos globos hastiados de pintura roja y tres adobes enmarañados de astucia, que ni pensaba lanzar. Su novio la esperaba en casa con la cena hecha: camarones, su comida favorita de los viernes. Camila, que despertaba en ella curiosidad, la agarró de la mano. “¿Vamos a mi casa a celebrar nuestra lucha?”, le propuso. “¡Vamos!”, dispuso Sandra suspicaz. Al llegar al apartamento se perdieron entre las fauces de sus mieles. Los camarones de Rodrigo se avinagraron.
Chubascos sin fuerza
Desperté lánguida de mi sueño, como vacía e impropia; las campanas del tranvía me sacudieron al instante. Me levanté de mi cama con el pelo tan enmarañado como altivo. ¡Siete años sin contármelo! En la gaveta del baño encontré la máquina con la que motilaba a mi ex esposo. Encajé la cuchilla más pequeña y me rapé la cabeza sin dejar cabello vivo. Encaré al espejo juez, entonces abracé la mejor decisión de mi vida. “¡Ya no tendré que peinarme!”. Me gusta cómo se siente el viento sobre mi cabeza, mientras dejo la ventana abierta y pasa el tranvía por Ayacucho.
El libro más feo del mundo
Pasaba, sin faltar a mi designio febril, cada día a las ocho de la mañana por La Bastilla para preguntar cuánto costaba un libro en particular. “Tal vez mañana suba de precio”, pensé. No tenía dinero, pero por alguna razón don Carlos siempre lo mantuvo a la vista. Era el paralelepípedo más feo de todo el bazar: malgastado, aporreado y mohoso; sin embargo, aquella premura brindaba en mí cierta esperanza. Cuando ahorré los treinta pesos que costaba tuve que gastarlos en unos cuadernos para mi hermanita. Don Carlos sabía que lo quería con ansias y me lo regaló.
Vuelo al sur
A su regreso desde Caldas el Barranquero, con sus alas congeladas, le contó al Petirrojo los secretos para regresar intacto de aquel viaje. Uno: no parar en Itagüí; sus altas temperaturas ralentizarían la travesía. Dos: no comer uvas de la Estrella; éstas entiesarían sus alas. Tres: no dormirse en el Alto de San Miguel; los pumas de montaña lo devorarían. Memorizando estos consejos, el Petirrojo desplegó sus alas en viaje hasta Caldas. Allí lo recibieron Caciques, Gulungos y Tucanes Esmeralda entre cánticos y bayas deliciosas. El viajero emitió su cántico de ninfa y se quedó para siempre en el sur.
- Cuentos cortos para gente larga - martes 12 de abril de 2022