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Chinos en Trujillo

jueves 18 de agosto de 2022
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Aquel día transcurría tranquilo como todos los días en Trujillo. Era sábado. Había que hacer algo para romper la rutina. Invité a mi hija a comer fuera de la casa. No hay muchos restaurantes en un pueblo pequeño como Trujillo, por lo que decidimos ir al mismo restaurante de siempre. Íbamos en la vía del sector llamado Carmona cuando de improviso, en pleno esplendor del mediodía, apareció radiante algo nuevo: un aviso de restaurante chino. Lo advirtió mi hija:

—¡Chinos en Trujillo! —me dijo. Había visto un discreto aviso en una esquina con una flecha que indicaba cruzar a la izquierda.

Oh sorpresa. Corría el año 2000, inicio de un nuevo siglo que traía por fin algo nuevo para Trujillo: un restaurante chino. Sabíamos que los chinos estaban prácticamente en todas las ciudades del mundo, pero ¿en Trujillo?

—A Trujillo sólo va la gente que necesita ir —me había dicho un amigo cuando le dije, hacía ya más de veinte años, que me iba a vivir a Trujillo—. Ten eso en cuenta —agregó.

Se me había quedado en la mente esa frase que luego pude constatar como exacta. De todos modos, yo quería vivir tranquilo, sin el aturdimiento propio de una gran ciudad. Para llegar a Trujillo, uno de los veinte municipios del estado homónimo, había que hacer un largo desvío en la ruta que conducía a Valera, si uno se desplaza desde el estado Zulia a través de una larga y a veces accidentada carretera.

El restaurante estaba atestado de comensales que esperaban su turno para comer. Había que hacer cola para optar por una mesa.

Para nuestro desconcierto, el restaurante no tenía aspecto de restaurante. Era una casa más o menos moderna que no había experimentado modificaciones arquitectónicas en relación con lo que conocíamos como “estilo chino”. Cuando entramos observamos que no éramos nosotros los que lo habíamos descubierto. El restaurante estaba atestado de comensales que esperaban su turno para comer. Había que hacer cola para optar por una mesa. Definitivamente los chinos eran una absoluta novedad en Trujillo. Fue entonces cuando asumí como una certeza radical que en Trujillo no pasaba nada y que era algo casi insólito que hubiesen llegado los chinos. Eran restaurantes ampliamente conocidos en todo el mundo. Pero Trujillo había permanecido al margen del mapa gastronómico asiático.

—Ya estamos en el mapa de los chinos —le dije a mi hija—. ¿Tendrán el pato laqueado, la sopa mongolesa, el pollo gong bao?

—Ya era hora, papá. Ojalá tengamos comida árabe o de la India.

—No nos hagamos muchas ilusiones.

Cuando por fin pudimos sentarnos alrededor de una mesa que tuvimos que compartir con otros dos comensales, vimos que el menú era mostrado a través de una escueta hoja escrita a mano. Lo que distinguía al restaurante como chino era apenas una improvisada decoración en copias de pinturas de paisajes que suponíamos chinos y de animales mitológicos orientales. ¿Serían chinos de verdad —me pregunté— o unos impostores? Miré a mi alrededor y observé que un buda panzudo y de metálica brillantez presidía el ambiente de la caja. La persona que nos atendió fue muy parca y deliberadamente rehuía la comunicación con los clientes. El aspecto de su cara y particularmente de sus ojos nos indicaba que era una persona asiática. Después de alguna pregunta relativa a la oferta gastronómica, supimos que apenas hablaba nuestro idioma y que no tenían el pato laqueado ni la sopa mongolesa.

Hasta entonces en los pocos restaurantes que existían en Trujillo la comida principal y muchas veces la única había sido el pollo a la brasa. Los chinos con su oferta de lumpias, arroz frito, chop suey, cerdo agridulce y la sopa de wonton estaban llamados a revolucionar el gusto local. ¿Irían a romper la tradición tan fuertemente arraigada del soberano pollo a la brasa? Entonces, ante la sorprendente presencia de los chinos comenzaron a correr los rumores y las preguntas: ¿cómo llegaron?, ¿quién los trajo?, ¿será verdad que vienen de tan lejos?

Como casi tampoco había extranjeros en Trujillo, los chinos fueron una verdadera atracción en un pueblo al que llegaban pocas personas y pocas cosas de afuera. Sólo algunos hijos de descendientes italianos o gallegos venidos desde hacía muchos años persistían en sus oficios de barberos o atendiendo algún pequeño comercio, hotel, ferretería o posada. Pero ahora con los cambios que estaba realizando el nuevo gobierno, que algunos decían que era la llegada del comunismo, los pocos que quedaban habían decidido emigrar hacia sus países de origen. Por eso la gente se preguntaba: además de vender comida, ¿qué venían a hacer los chinos a este pequeño y apartado pueblo?, ¿qué consecuencias acarrearía su venida?, ¿cómo vivirían?, ¿cómo se divertirían?, ¿cómo educarían a sus hijos?, ¿se adaptarían a las nuevas costumbres?, ¿de dónde sacaban tanto dinero para comprar locales comerciales y equiparlos casi instantáneamente? Todo era motivo para nuevos rumores, una afición a la que eran dados muchos habitantes de la región. Pasado el primer mes de la irrupción de los chinos en la tranquila vida de Trujillo, éstos seguían generando comentarios. Cuando le pregunté a un amigo acerca de ellos, me dijo que él los veía divertirse en los mejores sitios nocturnos de Valera, una población más grande, que en cierto modo podía considerarse una ciudad. Al menos tenía más restaurantes y algunos lugares de diversión.

A la apertura del primer restaurante sucedió la de un segundo restaurante e incluso un tercero.

Yo mientras tanto pensaba que la llegada de los chinos obedecía a las nuevas relaciones internacionales y nuevas políticas comerciales del gobierno socialista del país. En efecto, a la apertura del primer restaurante sucedió la de un segundo restaurante e incluso un tercero. La competencia entre uno y otro fue dura. De este modo, pasado algún tiempo el restaurante chino ya no fue novedad y pareció incorporarse al paisaje y a la rutina de Trujillo.

Transcurrió un año. Como la comida china dejó de generar expectativas, las personas volvieron al tradicional pollo a la brasa. La gastronomía china fue desplazada e incluso olvidada. Nosotros los visitábamos ocasionalmente pero veíamos cómo los restaurantes chinos languidecían. Ya nadie hacía colas para entrar y a veces permanecían sin comensales. Sin embargo, esto no impidió que llegaran nuevos chinos. Los nuevos tuvieron que abrir negocios diferentes. Tampoco llegaron los restaurantes de comida árabe ni los de la India.

Pero fueron apareciendo chinos como nuevos dueños de quincallerías y algunos modestos supermercados. Cada vez había más chinos en Trujillo. Compraban viejos locales a antiguos comerciantes criollos y los llenaban de productos importados de China: platos, cubiertos, bombillos, utensilios de cocina y del hogar. De todo y barato había en los bazares y las quincallerías chinas, pero sobre todo allí estaban ellos, los chinos, impertérritos, vigilando silentes a los compradores. Sólo se comunicaban con éstos para indicarles el monto que debían pagar. Afuera, en la calle o en las casas, cada quien tenía una opinión sobre los chinos. Pero lo que definitivamente no se sabía era cómo morían y dónde y cómo los enterraban. Esto, por supuesto, también daba lugar a suspicaces comentarios. En Trujillo, donde todo se sabía, nadie nunca había visto un entierro de chinos. Esto era, por supuesto, parte esencial del misterio de sus vidas. Como casi no se les veía fuera de sus negocios, se decía que dormían y comían allí, que sus costumbres eran raras o extrañas. En los pocos bancos que existían se les veía llegar muy informalmente vestidos y con grandes bolsas de dinero. No hacían colas en las taquillas pues tenían atención preferencial. Se comentaba que les obsequiaban regalitos a los ejecutivos. De esta manera, casi sin que nos diéramos cuenta, fueron desapareciendo las bodegas en Trujillo. También imperceptiblemente los chinos fueron adoptando algunas costumbres como comer pollo a la brasa o asociarse amorosamente a algunas bellas trujillanas. De esta manera vimos cómo Trujillo sigilosamente fue invadida por los chinos. Pasada la euforia del primer restaurante y de las primeras quincallerías chinas, la calma volvió a reinar en las plazas y las calles del recóndito pueblo de Trujillo. Pero nunca nadie escuchó cantar a un chino.

Douglas Bohórquez
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